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El catálogo de Ikea

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El catálogo de Ikea ha llegado por fin al buzón de mi casa. Este hecho puede parecer trivial, pero resulta serlo menos cuando uno recuerda los años en que no fue así. Los Años Sin Catálogo, de una vaga reminiscencia predemocrática. Con cauto optimismo, sé en mi fuero interno que el hallazgo resitúa decididamente el barrio en una dirección ascendente, que los gurús de la multinacional sueca alimentan una confianza discreta pero firme en las posibilidades adquisitivas de mis vecinos y en las mías propias, y que estamos afianzándonos espontáneamente en esa bendecida franja aspiracional de la llamada “clase media”. No he encontrado aún en el buzón publicidad de afinadores de piano (uno de los indicadores más fiables a la hora de asignar a un hogar la etiqueta de “clase media-alta” es la presencia en él de un piano), o de psicólogos caninos, o de cabinas exclusivas de bronceado, pero junto a los dípticos a una sola tinta de restaurantes chinos con menús inacabables que casi a diario saturan el buzón, está desde hoy el catálogo de la multinacional sueca de muebles, impreso en papel 100% certificado FSC (Forest Stewardship Council), es decir, procedente de bosques gestionados de manera sostenible. Este “Consejo de Bosques” me suena vagamente a sanedrín de gnomos vigilantes y encabronados, pero no termino de entender la posibilidad de que un bosque sea en sí mismo insostenible, y no digamos ya “gestionado”. Todas estas dudas se disipan de inmediato cuando uno aspira el perfume del catálogo, tan embriagador como premonitorio de nuestra inminente prosperidad.

En realidad muchos de mis vecinos fueron lo bastante despiertos como para adornar sus casas con muebles de Ikea sin haber recibido antes su catálogo, claro. Quiero decir que un buen número de ellos ya acapara libros en estanterías Expedit® (ahora rebautizada Kallax) o asienta sus nalgas en sillas Tobias®. Se dice que uno de cada diez europeos duerme en una cama Ikea. Esta uniformidad de los espacios domésticos parece haber realizado disimuladamente las fantasías socialistas sobre la producción masiva de bienes. Con o sin catálogo, las masas internacionales parecen encaminadas a vivir en espacios de aspecto indiferenciado, lo cual contradice esa necesidad de epatante individualismo que Ikea esparce en la atmósfera, esa gana inquebrantable de ser uno mismo cueste lo que cueste.

El catálogo de Ikea presume de ser el libro con la mayor tirada en el mundo, alcanzando los 200 millones de ejemplares, al tiempo que recalca de forma triunfalista que está muy por delante de su más inmediato perseguidor: la Biblia. La divinidad ya no es lo que era, desde luego, pero ¿se trata realmente de un libro? La perplejidad que induce la manera en que se arroga el carácter literario se apacigua ante el hecho de que este año el catálogo ha sido revisado por Hellmuth Karasek, periodista, escritor y uno de los críticos literarios más influyentes en Alemania. Si hay crítica es que hay obra, así que doy por buenos su carácter y las cifras. Estamos en presencia de un best seller que además es gratis. Y donde hay un libro suele haber un lector. Este es mi caso.

MONDO IKEA

Así que me adentro en esta ambiciosa pieza literaria de masas espoleado por la curiosidad y el aburrimiento. Esta entrega se consagra a la comida y a la mesa como espacio de encuentro familiar. Tras hojearla, me encuentro con que aspira a ser mucho más que un mero catálogo para internarse de lleno en el terreno de la auditoría emocional, con esas esquinas salpicadas de eslóganes y mantras y consejos sumarios. Un verdadero manual de comportamiento y estilo de vida en el que creo entrever la voz de un coach adicto a las tautologías o la de un monitor de pilates que hubiera leído a Paulo Coelho. “Porque es en casa donde aprendemos a ser como somos. (…) Donde habitan nuestras emociones y aquello que de verdad nos importa”. La vida se asienta con sus estrechas miras sobre lamas de tarima flotante, y el determinismo ambiental sugerido aquí me empuja a seguir pasando las páginas ante la posibilidad de que la alegría o la congoja quepan en una balda del armario. Las ambiciones son del tipo más modesto: Ikea afirma que “puede parecer un sueño pensar en una cocina”.

Puesto que es en casa donde aprendemos a ser, la educación estará al pie de la nevera:  “Como los adolescentes hacen constantes viajes al frigorífico, si está cerca de donde tú realizas las tareas domésticas, los verás más y hablarás más con ellos” (sic). La familia idílica tiene no obstante algún déficit comunicativo, grietas e indisciplina, y hay que sobornar con comida al adolescente granujiento. Para hacer pedagogía, el adulto se encadena al frigorífico, como Tita Cervera lo haría a un plátano del Paseo del Prado. Para la niña adolescente hay interesantes prescripciones y nos anima a que le dejemos disfrutar “del baño de invitados”, donde “podrá probarse los peinados de moda sin ocupar el nuestro”.

Si la cocina es la nueva Shangri-La, el individuo es por tanto un potencial chef versátil, un cocinillas consciente de que “la cocina es tu laboratorio gastronómico”, y de que cualquier mindundi cuenta entre su menaje con sifón, soplete y un Roner para cocer a baja temperatura. Está familiarizado con el nitrógeno y se alimenta de pencas de acelga con emulsión de tomate. Aunque por el aspecto inmaculado de las cocinas del catálogo, cualquiera apostaría que la comida se pide siempre a domicilio.

Los roles de género están a salvo a doble página (26 y 27). Una infantita nórdica aprende a hacer cupcakes y flores de fondant con su minicocina Duktig®, pero también a fregar con el cepillo lavavajillas Plastis®, bajo la supervisión de su sonriente madre rubia. Tamizar la harina es divertido, se nos dice. Tanto que, después, “incluso se disfruta lavando las cosas”. Porque eso es lo grande del mundo Ikea: que no hay servicio, o criados, ni servidumbre, ni ninguna tarea extenuante, y que las niñas hacen pastelitos en sus insípidas cocinitas.

El formidable contrapunto minimachista viene sancionado más adelante, en la luminosa página 125. Un pequeño mequetrefe oriental juega en soledad entre pequeñas construcciones de madera que con toda seguridad están aumentando muy fuertemente la capacidad intelectual del niño. Todos sabemos que los diminutos empollones  asiáticos son súperinteligentes y esta iconografía capta de forma redundante el tópico. Y hay más niños listos en las páginas 91 y 111, predispuestos ya desde la cuna a intimidarnos con sus pequeñas neuronas.

Pero, cuidado, los de Ikea saben bien que vivimos inmersos en sociedades de hijos únicos, y sus niños no van a la zaga: sólo con suerte figuran acompañados por otros humanos en el catálogo. Casi siempre deambulan solos por la casa, ocupados en alguna tarea relacionada con el orden, la cocina o la agricultura, porque en las casas Ikea siempre hay azoteas que parecen invernaderos hidropónicos donde los pequeños juegan a cosechar rabanitos, con el mismo ademán con que lo harían los chiquillos de El pueblo de los malditos. En la casa Ikea “los niños cultivan hierbas y plantas, y así aprenden de dónde procede lo que comen”, si bien este aspecto de la educación queda ostensiblemente cojo cuando parece descartada la posibilidad de instalar un pequeño degolladero en el cuarto de la plancha, donde los pequeños de la casa puedan jugar con delantalitos de matarife para tener una experiencia completa de la industria alimentaria.

Lo más desconcertante es que casi todos los niños parecen iranís o mestizos o filipinos o poseedores de melenas afro, mientras que sus padres atesoran genuinos rasgos nórdicos. No sin alarma sospecho que en Suecia hay un grave problema de fertilidad nacional y eso me hace dudar de la calidad del esperma escandinavo, de su libido, de la tacañería con que arrancan hijos a los vientres autóctonos mientras aplaudo la excelencia de sus redes internacionales de adopción. Porque Ikea es el apogeo del mestizaje, una fiesta cosmopolita entre cajas de almacenamiento, tarimas de haya y cubertería cuqui. De la risueña abolición de las razas surge esta gran etnia hogareña, contemplativa y muy bella, que tiene Ikea por patria. Sólo así se explican los malentendidos de grupo como el de las páginas 74-75.

Aquí ya no se hacen prisioneros, todo está un paso más allá. Un gran patriarca o abuelo ¿japonés? apunta con su dedo, pareciendo dar una orden a una nieta ¿panameña? A la izquierda aparece una mujer que podría ser remotamente su ¿hija? (quizá por una de esas raras carambolas: misiones bélicas de Japón en la Indochina francesa + excursión sexual en día de permiso), o la ¿criada? (debido al trapo en la cabeza: tengo demasiado presente en este instante la Olympia de Manet), pero la corrección política que abandera Ikea me hace abandonar esta hipótesis. Al fondo, un yerno desdibujado (como norma general, los occidentales tienden a no tener rostros definidos en el Libro Ikea) se las arregla con una barbacoa portátil (¡siendo capaz de sostener la tapa por el asa sin quemarse!) y una niña parece manipular tallos de ruibarbo. La confianza de Ikea en las virtudes edificantes de las tareas agrícolas sólo tiene parangón en el programa político de los Jemeres Rojos.

Ikea no descarta del todo que seamos tontos y nos recuerda que si unes “dos mesas para crear una más grande tendrás mucho espacio para trabajar, tomarte un delicioso tentempié, o ambas cosas”. Pese a que “la cocina es el nuevo salón” y poner la mesa implica una “puesta en escena”, Ikea nos anima a comer en el sofá y nos señala que cuando este “lleva una funda desenfundable o se limpia fácilmente, comes más tranquilo”. Uno ya puede empapuzarse de spaghetti en el sofá y guarrear tranquilamente. La traducción española de los aforismos deja que desear, por cierto.

No es extraño por tanto que los individuos tengan en el catálogo un aire teatral y sumiso, porque Ikea lleva muy lejos sus sumarias instrucciones de vida. En lo que respecta a la pareja, lo tiene claro: “Si tenéis dos sofás diferentes viviréis felices para siempre”. Ahí está el quid, amigos. ¿Que qué es la felicidad? Ikea no es tímido al respecto y nos echa una mano: “La felicidad es un sofá cama supercómodo, un par de mesillas y una buena conexión WiFi”. ¿WiFi en la cama? Ikea se contradice dos páginas más adelante y declara que “los aparatos electrónicos están prohibidos por la noche”. Ikea está muy por la labor de tomarse ciertas confianzas, va sin freno, y ya no va a tener reparo en aplaudir la introspección compartida: “Si pasáis más tiempo mirando el ordenador que mirándoos el uno al otro, no os preocupéis. A veces los momentos más relajantes son los que estáis juntos pero separados”. Ni que decir tiene que los súbditos de Ikea abanderan o aspiran a acatar una socialdemocracia tan próspera como para permitirles tener un salón al aire libre “donde relajarse con un libro al atardecer o tomar una copa bajo las estrellas”. ¿Cómo, que usted no tiene una terraza de una hectárea para aspirar rapé y leer a Krishnamurti en una  tumbona de acacia y mirar las estrellas? ¿Pero de qué clase de pesadilla tercermundista ha salido?

Como buenos calvinistas, los de Ikea saben que el tiempo es dinero, y todo nos empuja al orden. Es entonces cuando “todo fluye” y los percheros y cajas “nos ayudan a ahorrar unos minutos de nuestro valiosísimo tiempo”. Apremiantes, nos animan a destinar alguna de las habitaciones sobrantes de nuestras grandes casas a la creación de un “armario familiar con una zona para clasificar la colada”. Y si tienes uno de esos días en que te ves feo y con ganas de columpiarte de una lámpara del techo de la ópera con antifaz y capa, Ikea ha pensado en todo: “Los días en los que no tienes tan buen aspecto, pon un visillo entre tú y el espejo”. Claro que sí.

BIENVENIDO A LA REPÚBLICA INDEPENDIENTE DE TU CASA

Abandono el libro. Nada ha cambiado mucho en la galaxia Ikea desde que husmeé en ella por primera vez. Ahí sigue su caprichosa nomenclatura, la cual obedece a la dislexia del fundador, y por la que se vio empujado con sombrío simbolismo a organizar los productos otorgando nombres de varón a sillas y escritorios, y a telas y cortinas nombres de mujer. Diseño low cost tras la inestable premisa del lujo de masas. Y todo revestido por un aire de pompa fúnebre. No es casual que a menudo parezca un bodegón de esculturas vivientes que se aprietan entre los muebles. Flota imperceptiblemente un aire de cámara mortuoria para los vivos, menos profanada que llena de amenities. Uno de los máximos responsables de comunicación de IKEA,  Martín Enthed, con una de esas brillantes cabezas rapadas que le confiere un aire de embajador de una secta futurista, confesó que el 75% de las imágenes no son reales, sino ilustraciones 3D. Quizá por ello sobre las fotos del catálogo gravita un aura de virtualidad, una frialdad y un velo inanimado.

La fascinación que emana del catálogo encubre con gracia las contradicciones que subyacen bajo el lujo gráfico de la superficie. Acabo por rendirme al encanto de esta pieza editorial y a sus viñetas de felicidad, a sus escenas de envidiable lustre, a su rara familiaridad extática. Obviamente su impronta no es inocua, y este repliegue sobre uno mismo y la preeminencia del hogar sobre la calle implican que la identidad está por encima de la clase social. En el catálogo no cabe ningún eco de contradicciones puesto que la intimidad se ha erguido sobre la política, y sólo cabe plegarse a sus consejos, a la movilización total del tiempo no histórico puesto al servicio del dinero. El catálogo tiene el mérito de ser naturalista pero artificial, progresista pero indolente, y aloja su nostalgia en el futuro. En los cuartos de baño que nos muestra no parece que vaya a tener lugar nada propiamente escatológico, sino más bien tareas clínicas como la colocación de una sonda rectal.

Esa es la magia gratificante de la República Independiente de tu Casa. Quizá me deje caer por Ikea para comerme un buen plato de albóndigas suecas a tres euros la decena.