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El buen emprendedor

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Creo en las epifanías. Al fin y al cabo soy un producto más o menos eficaz del siglo XX y de sus ruines tejemanejes. Aunque la estación de metro de Legazpi parece uno de los lugares más improbables para tener una revelación, fue allí −en esa linde en la que Madrid trafica con sus fantasmas− donde me alcanzó su impacto. Los relojes me alertaban de que habíamos entrado en el tramo más letárgico de la tarde. Me uní a una multitud que corría por los pasadizos huyendo del azar que la obligaba a estar allí reunida. Aposté y perdí en la tómbola de los asientos. Y entonces, cuando me disponía a replegarme en el abismo de mi interior, sucedió. Una voz de cadencia tropical rasgó el precario tejido de inminencia en el que sesteaban los pasajeros. Con resignación comenzó a glosar las bondades del manojo de mecheros que exhibía en un tablón. Para poder verlo me asomé por entre una densa corteza de adolescentes robotizados y madres decentes. Era joven. Vestía gastados vaqueros y camiseta negra. En la parte superior del tablón, sobre un fondo decorado con los colores de la bandera jamaicana, había escrito: “EL BUEN EMPRENDEDOR”. De inmediato supe que algo se estaba manifestando. Bajo la forma de aquel sujeto se me estaba apareciendo, en la mismísima línea 3 del metro madrileño, el zeitgeist del capitalismo postindustrial.

"Nuestros colegiales quedan expuestos a un seductor imaginario en el que la actividad empresarial pasa por ser un electrizante sucedáneo de la creación artística"

Mi mente se deshizo en una espuma de inquietud. ¿Qué extraña figura era ésta en la que confluían la cansada efigie del menesteroso y el ademán hipermotivado de un capitalismo cool? ¿A qué venía la insidiosa valoración moral que introducía el adjetivo “bueno”? ¿Podría decirse, con las actuales nomenclaturas en la mano, que estaba en presencia de una start-up mendicante? ¿Qué verdad revelaba esta aparición al respecto de nuestra agitada cosmovisión, y cuál sobre nuestras más recientes mitologías? Pocos días antes de este suceso una mujer madura me había detenido cerca de Gran Vía para invitarme a ingresar en una gruta, decorada como una granja danesa, y participar en un “MERCADILLO DE EMPRENDEDORES”. ¿Qué fascinante clase empresarial era ésta que recurría al carnavalesco universo de la feria para organizar sus intercambios? Cada mañana la radio escupía en mi café relatos de héroes que habían conseguido eludir la miseria arriesgando sus ahorros en pintorescas aventuras empresariales. ¿Qué estaba pasando? Y, lo más importante: ¿a qué venía esta compulsión con la que se nos invitaba a dejarnos la vida en el casino de las oportunidades? ¿De dónde nacía este loco entusiasmo con el que se nos animaba a festejar la épica del bucanero?

Las probabilidades de que un joven noruego recurra a la quimera del emprendimiento para abrirse camino son trece veces menores que las de un ciudadano de Benín, donde casi el 80% de la población está obligada a inventarse su propia modalidad de (sub)existencia. Aunque yo no los conozca, estoy seguro de que son muchos los encantos de este diminuto país africano. Sospecho, sin embargo, que en sagacidad financiera y riqueza andan por ahí mucho peor que en los paraísos escandinavos del bienestar. Y eso me lleva a pensar que quizá exista una correlación entre el estado de decrepitud económica en el que se encuentra un país y el número de sus habitantes que se ven forzados a buscarse la vida en la jungla de la “performatividad productiva”. Deduzco de lo anterior que la reducción del número de trabajadores por cuenta ajena y el aumento del autoempleo podrían ser indicadores de la existencia de algún tipo de marranería sistémica, o de alguna forma de hecatombe social y moral. Pero aquí éste es el modelo que se nos propone como única salida a los dilemas de nuestra incipiente pobreza: abandonar la molicie de nuestras certidumbres laborales y empeñar ahorros y cordura en demostrar que nos hemos ganado el derecho a seguir viviendo. ¿Por qué se insiste en esta aberración lógica? ¿Qué se pretende conseguir con ella?

Gracias a la inocente alianza de ceoés y partidos, nuestros estudiantes disfrutan ya de la picante aventura educativa que prometen asignaturas tales como “Creatividad y Emprendimiento” o “Taller de iniciación a la actividad emprendedora”. Es bien comprensible el silencio con el que esta iniciativa ha llegado hasta nuestras aulas. Andábamos demasiado ocupados tratando de echar a los viejos dioses como para darnos cuenta de que un nuevo culto se nos estaba colando de tapadillo en los institutos. Tendremos así la ventaja de ver cómo nuestros colegiales quedan expuestos, desde bien temprano, a un seductor imaginario en el que la actividad empresarial pasa por ser un electrizante sucedáneo de la creación artística. Será aleccionador contemplar cómo sucumben nuestros jóvenes a las bonitas ficciones que prometen devolvernos en autoexpresión lo que se nos arrebate en justicia. Y no debemos sentirnos culpables por ello. Al menos así les estamos ahorrando el dolor que les produciría ser conscientes de lo que, a la sombra de estos cuentos, se le está haciendo a la antigua dignidad del trabajo. La mantecosa burguesía industrial consiguió transformar en responsabilidad personal lo que había sido un oneroso imperativo de la necesidad. El nuevo empresariado 2.0 ha dado un paso más allá: ha convertido la obligación del jornal en una tecnología plástica del yo. Y es aquí donde la figura del emprendedor, convertida en modelo de un Nuevo Hombre, se nos revela en toda su malignidad ideológica.

"Estar ocupado no es ya una fatalidad, es tendencia"

Al flamante (auto)empleado se le anima a que abandone el pathos dickensiano de su antecesor fabril. Él debe contemplar la dedicación laboral como lo haría un vídeoartista berlinés: es la oportunidad que el destino le da para que deje en la experiencia una muesca de su singularidad. Por virtud de esta treta conceptual, el trabajo dejará lentamente de ser la violencia que el orden de la economía ejerce sobre nuestra existencia para transformarse en su contrario: el canal por el que hombre accede al horizonte de su libertad. Costumbres primitivas como dormir ocho horas o la estricta observancia de una jornada laboral serán vistas con extrema suspicacia. Por eso resuenan en las bocas de muchos gurús de la nueva economía las palabras del viejo Franklin: “¡Cuánto desperdiciamos durmiento sin pensar (…) que ya tendremos tiempo de dormir en la tumba”. Para este sujeto productivo de nueva generación, el trabajo ha de ser exhibido como una señal de estatus. Estar ocupado no es ya una fatalidad, es tendencia. Y no lo es en vano: en un orden laboral en el que todos disfrutamos de las mismas garantías que un parado, el frenesí se ha convertido en la predestinación de la nueva burguesía. Jamás sabremos cuándo caeremos en las simas de la pobreza. Pero mientras empeñemos cada segundo de nuestra vida en producir, podremos convencernos de que seguimos siendo aún parte de los elegidos.

El sistema está en pleno reajuste. Quiere alcanzar ese punto en el que sea capaz de ahogar sin dejar marcas. Y llegamos justos de ideal a este fin de era. Parece que nos vale con pedirle al dinero un poco de ética. Sin embargo, en los laboratorios de la desigualdad se trabaja intensamente para dar con nuevas e ingeniosas fórmulas de explotación humana. Y, mientras en las plazas nos distraemos con las fulgurantes luchas entre castas emergentes y castas residuales, la dominación de clase se perpetúa como el motor inmóvil de nuestro orden social. “¡La seguridad laboral es para pussies!”, “¡más micro-crédito para las PYMES!”, y “¡crear valor es el arte del siglo XXI!” parecen ser los gritos mistificadores de esta revolución alentada desde los cuarteles de la riqueza. Quizá ahora sí podamos entender en qué sentido mi emprendedor de Legazpi podía, con todo derecho, reclamar para sí el título del “buen emprendedor”: tenía la clara conciencia de que entre su emprendimiento y la miseria no había ninguna frontera.