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Doble, 18 rojo
Cuando él hablaba de la locura en televisión, yo estaba ingresado en un psiquiátrico (2011, tratamiento a base de Risperidona, Trihexifenidilo, Lorazepam y Ácido Valproico, química suficiente para acabar ˗por demolición˗ con cualquier persona); cuando él debatió sobre el estigma, yo defendía mi salud en los juzgados de Plaza de Castilla para evitar que se pisoteasen mis derechos ( 2105, “lo esencial es que las tres instituciones que han tratado a D. Jaim Royo, el Centro de Salud Mental de la Seguridad Social de Modesto Lafuente, el Centro de Atención a las Familias número 1 y la Clínica López Ibor, descartan la existencia de cualquier tipo de trastorno mental (…) Igualmente, el equipo psicosocial también descarta la presencia de un trastorno mental pues así se deduce de las pruebas psicológicas. Auto Número 359/2015); cuando él se despeinaba el intelecto dando voz a su admiración por el boxeo, yo peleaba en un gimnasio de Vallecas con los amigos de Jarfaiter (rezaba el lema “aquí no hay glamour, sólo yerro”); cuando él acudió a aquel simposio sobre los malditos, yo asistía alucinado a cómo en veinticuatro horas puedes romperte una pierna, perder tu trabajo y que tu esposa te abandone, tres en uno que me hizo caer de culo a base de una mezcla de Trankimazín, Orfidal y cerveza; cuando él escribía sobre viajes y literatura, yo dormía sobre un lecho de hojas en la región nor-oriental del Marañón, Amazonas, y me perdía en desierto huichol con mi saca de peyote; y cuando me invitó a una mesa redonda sobre “El Arte Efímero” envié en mi nombre a “Colibrí”, una estatua humana de las que se ponen en Sol (no se movió, claro, no dijo ni mú y desapareció tal y como había llegado); cuando le oí hablar de negros literarios yo me negaba a escribirle su novela a una princesa y en cambio se la escribía a un torero porque me estaba recuperando y pensé que un poco de campo me vendría bien; cuando vertió ríos de tinta sobre excéntricos y bohemios, yo organizaba espectáculos nocturnos en los suburbios de la ciudad; cuando mencionó al diablo, el diablo me besaba la boca; y cuando él habló en la radio de la muerte, a mí estaban sacándome los intestinos para ponerlos en una bandeja y rebañar los tumores mientras una doctora pálida y morena me abría el costado izquierdo para quitarme un trozo de pulmón. Seis horas tardaron. 120 grapas. Así que ahora, permíteme que me presente. Y allá tú si prefieres ni siquiera mirar de reojo, no sea que algo se te enganche, y no suelte. He tenido grandes maestros. El primero, uno de mi barrio que perdió la virginidad a los nueve años; no te lo recomiendo, sabía qué hace falta para matar un hombre. El segundo, un guanche cojo discípulo de un judío africano al que le cortaron la garganta cuando la Marcha Verde; a este mejor ni te acerques, le escupieron en Jerusalén. El tercero, un gitano que me dio candela; si te pilla, es que estás donde no debes. En cuanto a héroes, nunca tuve. Pues eso, que, como diría ese cabrón errante que paraba el cielo a baladas, un tal Willy DeVille: te me apartas. Y no por nada, es que quemo. Calorcito del bueno, ya sabes: de cerca pero no mucho, y sólo un rato.
Oirás historias que ni te imaginas.
«Tengo un bicho dentro que me come, ayúdame», decía una que andaba a cuatro patas por el jardín del sanatorio; y qué iba a hacerle yo, si tenía los pitillos contados… “A otra cosa, mariposa”, ponía en la sudadera de un tipo con el que entrenaba y me rompió las costillas. En el pecho tenía escrito a tinta: “sólo dios me juzga”; y robaba los mercedes sacando al conductor por la solapa y tirándolo en la acera para vender el carro por quinientos pavos en un lugar que no me sé. «Olvídate de lo que te he propuesto, como si nunca te lo hubiera dicho», me pidió muy sonriente la princesa cuando escuchó mi negativa a escribir su librito con ínfulas de ganar el Planeta; «cómprame unas zapatillas de ballet», me rogó Selvis La Reina, la estrella de mi cabaret ambulante, un negro que calzaba el 44 y me agarró el paquete en la barra de un bar mientras fumábamos no sé qué porquería. «Todas sus acusaciones están basadas en abstracciones», le espetó el juez del Juzgado 25 a la abogada de mi contraparte cuando acabó sus quince minutos de incriminación en base a un informe falso, escrito y firmado por una clínica mental al dictado de una persona “de prestigio” (social, me refiero). «Yo enseño la verdad», me dijo el diablo, ¡y de cierto que la vi y salí corriendo pero luego volví a recogerla! «¿Voy a morirme?» le pregunté a uno de los doctores que entraron a mi habitación del hospital para salvarme de un neumotórax traumático debido a la intervención del pulmón, neumotórax que causó el corrimiento de mi corazón hacia el centro del pecho permaneciendo apoyado contra la pared del mediastino, lo cual por otra parte no era noticia habida cuenta de que en el manicomio, Rauf, un taxista de Moratalaz convertido al islam, me había dicho que yo tenía el alma a flor de piel. «Cuando vayas por el Cenepa, te matamos», me soltó un aguaruna a altas horas de la madrugada al salir de una cantina a orillas del río Nieva, por no haberle invitado a emborracharse conmigo.
Qué bonito.
Después, me dedique a follar durante años. Y en ello estaba cuando le oí opinar sobre la crisis en una tertulia. Para entonces, yo dormía en mi viejo rover 25 de color gris sin el sello de la I.T.V. y me alimentaba gracias a una camarera rumana que me ponía triple ración de tapas con el café. Así que la vida me iba bien, mientras que a él se lo llevaba. Vaya, el caso es que, en fin, qué se le va a hacer, aquí estoy. Y no puedo marcharme. Ni dejar de susurrarle a la oreja, la derecha. Que la bolita ha caído en rojo.
Doble: (Del lat, duple, adv. de duplus) (…) || 18. Hombre que ayuda a engañar a alguien.
En portada, el casino Cortez, de Las Vegas, fotografiado por Allen.
Doble, 18 rojo
Cuando él hablaba de la locura en televisión, yo estaba ingresado en un psiquiátrico (2011, tratamiento a base de Risperidona, Trihexifenidilo, Lorazepam y Ácido Valproico, química suficiente para acabar ˗por demolición˗ con cualquier persona); cuando él debatió sobre el estigma, yo defendía mi salud en los juzgados de Plaza de Castilla para evitar que se pisoteasen mis derechos ( 2105, “lo esencial es que las tres instituciones que han tratado a D. Jaim Royo, el Centro de Salud Mental de la Seguridad Social de Modesto Lafuente, el Centro de Atención a las Familias número 1 y la Clínica López Ibor, descartan la existencia de cualquier tipo de trastorno mental (…) Igualmente, el equipo psicosocial también descarta la presencia de un trastorno mental pues así se deduce de las pruebas psicológicas. Auto Número 359/2015); cuando él se despeinaba el intelecto dando voz a su admiración por el boxeo, yo peleaba en un gimnasio de Vallecas con los amigos de Jarfaiter (rezaba el lema “aquí no hay glamour, sólo yerro”); cuando él acudió a aquel simposio sobre los malditos, yo asistía alucinado a cómo en veinticuatro horas puedes romperte una pierna, perder tu trabajo y que tu esposa te abandone, tres en uno que me hizo caer de culo a base de una mezcla de Trankimazín, Orfidal y cerveza; cuando él escribía sobre viajes y literatura, yo dormía sobre un lecho de hojas en la región nor-oriental del Marañón, Amazonas, y me perdía en desierto huichol con mi saca de peyote; y cuando me invitó a una mesa redonda sobre “El Arte Efímero” envié en mi nombre a “Colibrí”, una estatua humana de las que se ponen en Sol (no se movió, claro, no dijo ni mú y desapareció tal y como había llegado); cuando le oí hablar de negros literarios yo me negaba a escribirle su novela a una princesa y en cambio se la escribía a un torero porque me estaba recuperando y pensé que un poco de campo me vendría bien; cuando vertió ríos de tinta sobre excéntricos y bohemios, yo organizaba espectáculos nocturnos en los suburbios de la ciudad; cuando mencionó al diablo, el diablo me besaba la boca; y cuando él habló en la radio de la muerte, a mí estaban sacándome los intestinos para ponerlos en una bandeja y rebañar los tumores mientras una doctora pálida y morena me abría el costado izquierdo para quitarme un trozo de pulmón. Seis horas tardaron. 120 grapas. Así que ahora, permíteme que me presente. Y allá tú si prefieres ni siquiera mirar de reojo, no sea que algo se te enganche, y no suelte. He tenido grandes maestros. El primero, uno de mi barrio que perdió la virginidad a los nueve años; no te lo recomiendo, sabía qué hace falta para matar un hombre. El segundo, un guanche cojo discípulo de un judío africano al que le cortaron la garganta cuando la Marcha Verde; a este mejor ni te acerques, le escupieron en Jerusalén. El tercero, un gitano que me dio candela; si te pilla, es que estás donde no debes. En cuanto a héroes, nunca tuve. Pues eso, que, como diría ese cabrón errante que paraba el cielo a baladas, un tal Willy DeVille: te me apartas. Y no por nada, es que quemo. Calorcito del bueno, ya sabes: de cerca pero no mucho, y sólo un rato.
Oirás historias que ni te imaginas.
«Tengo un bicho dentro que me come, ayúdame», decía una que andaba a cuatro patas por el jardín del sanatorio; y qué iba a hacerle yo, si tenía los pitillos contados… “A otra cosa, mariposa”, ponía en la sudadera de un tipo con el que entrenaba y me rompió las costillas. En el pecho tenía escrito a tinta: “sólo dios me juzga”; y robaba los mercedes sacando al conductor por la solapa y tirándolo en la acera para vender el carro por quinientos pavos en un lugar que no me sé. «Olvídate de lo que te he propuesto, como si nunca te lo hubiera dicho», me pidió muy sonriente la princesa cuando escuchó mi negativa a escribir su librito con ínfulas de ganar el Planeta; «cómprame unas zapatillas de ballet», me rogó Selvis La Reina, la estrella de mi cabaret ambulante, un negro que calzaba el 44 y me agarró el paquete en la barra de un bar mientras fumábamos no sé qué porquería. «Todas sus acusaciones están basadas en abstracciones», le espetó el juez del Juzgado 25 a la abogada de mi contraparte cuando acabó sus quince minutos de incriminación en base a un informe falso, escrito y firmado por una clínica mental al dictado de una persona “de prestigio” (social, me refiero). «Yo enseño la verdad», me dijo el diablo, ¡y de cierto que la vi y salí corriendo pero luego volví a recogerla! «¿Voy a morirme?» le pregunté a uno de los doctores que entraron a mi habitación del hospital para salvarme de un neumotórax traumático debido a la intervención del pulmón, neumotórax que causó el corrimiento de mi corazón hacia el centro del pecho permaneciendo apoyado contra la pared del mediastino, lo cual por otra parte no era noticia habida cuenta de que en el manicomio, Rauf, un taxista de Moratalaz convertido al islam, me había dicho que yo tenía el alma a flor de piel. «Cuando vayas por el Cenepa, te matamos», me soltó un aguaruna a altas horas de la madrugada al salir de una cantina a orillas del río Nieva, por no haberle invitado a emborracharse conmigo.
Qué bonito.
Después, me dedique a follar durante años. Y en ello estaba cuando le oí opinar sobre la crisis en una tertulia. Para entonces, yo dormía en mi viejo rover 25 de color gris sin el sello de la I.T.V. y me alimentaba gracias a una camarera rumana que me ponía triple ración de tapas con el café. Así que la vida me iba bien, mientras que a él se lo llevaba. Vaya, el caso es que, en fin, qué se le va a hacer, aquí estoy. Y no puedo marcharme. Ni dejar de susurrarle a la oreja, la derecha. Que la bolita ha caído en rojo.
Doble: (Del lat, duple, adv. de duplus) (…) || 18. Hombre que ayuda a engañar a alguien.
En portada, el casino Cortez, de Las Vegas, fotografiado por Allen.