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Deprisa, deprisa
Mañana lunes empieza el año. O empezaba. A menudo los que ansían ordenar el tiempo tratan de hacer morcillas con él aprovechando las arbitrariedades del calendario. “Año huevo, vida hueva”, dicen los pobres con la boca llena de uvas. La ilusión del estreno dura hasta el día después de Reyes, cuando descubrimos que el dinosaurio, más gordo que nunca, sigue ahí. En esta ocasión, que el 7 cayera en miércoles y que la semana laboral fuera de tres días, parecía asegurar un alfombrado aterrizaje, una vuelta remolona a la rutina que no sería tal hasta mañana, 12 de enero, cuando, abrumados por la realidad de un lunes, mirando con nostalgia al infinito nos diríamos: “Ahora sí que ha empezado el año”.
Pero no. Los idiotas del horror han dado una patada en la puerta y todo se ha precipitado. En un sprint de tiros y sangre hemos recuperado la velocidad de los acontecimientos y la densidad informativa propias de este tiempo histórico al que creíamos haber perdido de vista durante las vacaciones. El miércoles, día del dios Mercurio, mensajero de los dioses y encargado de conducir a los infiernos las almas de los muertos, empezó definitivamente enero, el mes de Jano, al que los romanos solían invocar al inicio de una guerra buscando un buen desenlace, por ser Jano el dios de las puertas, los comienzos y los finales. Los terroristas irían gritando el nombre de Alá al cruzar el umbral de la redacción de Charlie Hebdo, pero su idiotez cuenta con el aval de todos los dioses que han dictado la historia sangrienta de la humanidad, así como con la factura estética de las pelis de acción de Hollywood, una influencia sin duda tanto o más determinante en el atentado que cualquier libro sagrado. Un nuevo ejemplo de la ancestral locura de sentirse al servicio de una fuerza superior en un mundo que se ha convertido en un inmenso plató televisivo, donde los personajes actúan –actuamos– conscientes de que una cámara graba nuestros actos.
La velocidad
La televisión junto con la velocidad han sido los dos grandes protagonistas de este año pasado, y, por lo que parece, van a seguir jugando un papel fundamental en nuestras vidas. De la televisión –y de su patrona Santa Catalina de Asís- les hablaré otro día. Ahora, influido por el vértigo de los acontecimientos recientes y la celeridad con la que han ocurrido, prefiero pensar acerca de la velocidad. Volver un año atrás para intentar ver, si este ritmo trepidante continúa, dónde estaremos el año que viene. Después de un tiempo de indefinición, en el 2014 hemos entrado en un periodo de aceleración histórica. El 2014, si se acuerdan, comenzó tímido, enterrando cadáveres de una vida anterior: ETA anunciaba su desarme y Adolfo Suarez, “el forjador de la democracia”, por fin podía perder de vista a su hijo. En esos días abríamos el periódico y decíamos, ¿pero ETA no había desaparecido ya? ¿Suarez no se había muerto hace dos años? Murió García Márquez y los mensajes de condolencia en las redes se mezclaron con injustas burlas a sus méritos como escritor, algunos lo llamaron el Julio Iglesias de la literatura mientras otros lo comparaban con Juan Luis Guerra… La verdad es que el realismo mágico tropical hace mucho que fue superado por el realismo negro de la corrupción –una infanta en apuros, qué le vamos a hacer, nos pone más que asistir al despegue de una Remedios Buendía–, pero tanta acritud hacia el bueno de Gabo no podía ser sólo fruto de un cambio estético. Lo que pasaba era que en primavera el año no parecía haber comenzado, y esa lentitud en el discurrir de los sucesos –que ahora podemos echar de menos– producía entonces una exasperación que nos impulsaba a la risa tonta y al dardo fácil, a celebrar que las estatuas de los prohombres se llenasen de excrementos de palomas y gorriones.
Se intuía que las cosas iban a cambiar, entre otros motivos porque los pedestales de las estatuas caídas estaban vacantes y el vacío de poder pide a gritos un recambio para que el mundo siga girando en su minoría de edad. Se intuía el cambio, sí, pero nadie que yo conozca esperaba el resultado obtenido por Podemos en las elecciones europeas del 25 de mayo. Ese fue el pistoletazo de salida, el momento en que la velocidad de los acontecimientos se precipitó en un frenesí que no ha parado hasta hoy. Fue un momento hermoso en el que de pronto pensamos que no sólo España se podía arreglar sino que el mundo entero podía encontrar aquí la solución a la crisis del sistema que no era otra que una verdadera democracia. Una réplica del terremoto del 15M había llegado a las instituciones abriendo una brecha por la que se precipitó el mismísimo Rey de España, además de Rubalcaba y otros tantos que entendieron que no podían correr al ritmo que marcaban los nuevos tiempos.
Deslumbrados por el avance de Podemos en el tablero de juego, algunos tardamos en ver que el verdadero protagonista no eran ellos sino la velocidad. Yo mismo, en calidad de reportero, acudí a algunas de las reuniones de los Círculos y la palabra que sonaba más alta, entre las continuas alusiones a la casta y al régimen del 78, recuerdo que era “prisa”. Tenemos prisa, decían todos, y hablaban de las elecciones del 2015 y de la irrenunciable conquista del poder.
En estos siete meses ha quedado claro que Podemos es un peón destacado al servicio de la velocidad y probablemente, si se mantiene en la punta de la flecha y no lo desgasta el rozamiento en su acelerado devenir, ganen este año el gobierno. Siempre y cuando no lo adelante otro que corra más rápido, la próxima Nochevieja tal vez celebremos –año huevo, vida hueva– que el peón capitaneado por Iglesias y los suyos se haya vuelto el campeón, sobre todo porque el resto de partidos, esos elefantes lentos de reflejos, haya perdido. Sin embargo, al poco, cuando nuestro afán de que sigan pasando cosas se vea frenado por la inevitable institucionalización de ese movimiento, nos daremos cuenta de que no es Podemos sino la velocidad la que gobierna nuestras vidas. Nuestra sed de acontecimientos tendrá que buscar otras fuentes de distracción y no será fácil soportar el síndrome de abstinencia.
Algunos partidarios de la desaceleración tratarán de quedarse al margen, de parar el mundo, pero la mayoría seguiremos corriendo hacia ninguna parte, intentado olvidar que el tiempo es un continuo y que las cosas no han cambiado tanto como prometían. Deprisa, deprisa, nos diremos unos a otros sin dejar de correr, sabiendo ya que el mundo no tiene arreglo y que de poco nos sirve un año más que de nuevo tiene poco. Porque esto que nos está pasando, este frenesí, no hay quien lo pare, y cada año somos más viejos y las vacaciones cada vez son más cortas.
Deprisa, deprisa
Mañana lunes empieza el año. O empezaba. A menudo los que ansían ordenar el tiempo tratan de hacer morcillas con él aprovechando las arbitrariedades del calendario. “Año huevo, vida hueva”, dicen los pobres con la boca llena de uvas. La ilusión del estreno dura hasta el día después de Reyes, cuando descubrimos que el dinosaurio, más gordo que nunca, sigue ahí. En esta ocasión, que el 7 cayera en miércoles y que la semana laboral fuera de tres días, parecía asegurar un alfombrado aterrizaje, una vuelta remolona a la rutina que no sería tal hasta mañana, 12 de enero, cuando, abrumados por la realidad de un lunes, mirando con nostalgia al infinito nos diríamos: “Ahora sí que ha empezado el año”.
Pero no. Los idiotas del horror han dado una patada en la puerta y todo se ha precipitado. En un sprint de tiros y sangre hemos recuperado la velocidad de los acontecimientos y la densidad informativa propias de este tiempo histórico al que creíamos haber perdido de vista durante las vacaciones. El miércoles, día del dios Mercurio, mensajero de los dioses y encargado de conducir a los infiernos las almas de los muertos, empezó definitivamente enero, el mes de Jano, al que los romanos solían invocar al inicio de una guerra buscando un buen desenlace, por ser Jano el dios de las puertas, los comienzos y los finales. Los terroristas irían gritando el nombre de Alá al cruzar el umbral de la redacción de Charlie Hebdo, pero su idiotez cuenta con el aval de todos los dioses que han dictado la historia sangrienta de la humanidad, así como con la factura estética de las pelis de acción de Hollywood, una influencia sin duda tanto o más determinante en el atentado que cualquier libro sagrado. Un nuevo ejemplo de la ancestral locura de sentirse al servicio de una fuerza superior en un mundo que se ha convertido en un inmenso plató televisivo, donde los personajes actúan –actuamos– conscientes de que una cámara graba nuestros actos.
La velocidad
La televisión junto con la velocidad han sido los dos grandes protagonistas de este año pasado, y, por lo que parece, van a seguir jugando un papel fundamental en nuestras vidas. De la televisión –y de su patrona Santa Catalina de Asís- les hablaré otro día. Ahora, influido por el vértigo de los acontecimientos recientes y la celeridad con la que han ocurrido, prefiero pensar acerca de la velocidad. Volver un año atrás para intentar ver, si este ritmo trepidante continúa, dónde estaremos el año que viene. Después de un tiempo de indefinición, en el 2014 hemos entrado en un periodo de aceleración histórica. El 2014, si se acuerdan, comenzó tímido, enterrando cadáveres de una vida anterior: ETA anunciaba su desarme y Adolfo Suarez, “el forjador de la democracia”, por fin podía perder de vista a su hijo. En esos días abríamos el periódico y decíamos, ¿pero ETA no había desaparecido ya? ¿Suarez no se había muerto hace dos años? Murió García Márquez y los mensajes de condolencia en las redes se mezclaron con injustas burlas a sus méritos como escritor, algunos lo llamaron el Julio Iglesias de la literatura mientras otros lo comparaban con Juan Luis Guerra… La verdad es que el realismo mágico tropical hace mucho que fue superado por el realismo negro de la corrupción –una infanta en apuros, qué le vamos a hacer, nos pone más que asistir al despegue de una Remedios Buendía–, pero tanta acritud hacia el bueno de Gabo no podía ser sólo fruto de un cambio estético. Lo que pasaba era que en primavera el año no parecía haber comenzado, y esa lentitud en el discurrir de los sucesos –que ahora podemos echar de menos– producía entonces una exasperación que nos impulsaba a la risa tonta y al dardo fácil, a celebrar que las estatuas de los prohombres se llenasen de excrementos de palomas y gorriones.
Se intuía que las cosas iban a cambiar, entre otros motivos porque los pedestales de las estatuas caídas estaban vacantes y el vacío de poder pide a gritos un recambio para que el mundo siga girando en su minoría de edad. Se intuía el cambio, sí, pero nadie que yo conozca esperaba el resultado obtenido por Podemos en las elecciones europeas del 25 de mayo. Ese fue el pistoletazo de salida, el momento en que la velocidad de los acontecimientos se precipitó en un frenesí que no ha parado hasta hoy. Fue un momento hermoso en el que de pronto pensamos que no sólo España se podía arreglar sino que el mundo entero podía encontrar aquí la solución a la crisis del sistema que no era otra que una verdadera democracia. Una réplica del terremoto del 15M había llegado a las instituciones abriendo una brecha por la que se precipitó el mismísimo Rey de España, además de Rubalcaba y otros tantos que entendieron que no podían correr al ritmo que marcaban los nuevos tiempos.
Deslumbrados por el avance de Podemos en el tablero de juego, algunos tardamos en ver que el verdadero protagonista no eran ellos sino la velocidad. Yo mismo, en calidad de reportero, acudí a algunas de las reuniones de los Círculos y la palabra que sonaba más alta, entre las continuas alusiones a la casta y al régimen del 78, recuerdo que era “prisa”. Tenemos prisa, decían todos, y hablaban de las elecciones del 2015 y de la irrenunciable conquista del poder.
En estos siete meses ha quedado claro que Podemos es un peón destacado al servicio de la velocidad y probablemente, si se mantiene en la punta de la flecha y no lo desgasta el rozamiento en su acelerado devenir, ganen este año el gobierno. Siempre y cuando no lo adelante otro que corra más rápido, la próxima Nochevieja tal vez celebremos –año huevo, vida hueva– que el peón capitaneado por Iglesias y los suyos se haya vuelto el campeón, sobre todo porque el resto de partidos, esos elefantes lentos de reflejos, haya perdido. Sin embargo, al poco, cuando nuestro afán de que sigan pasando cosas se vea frenado por la inevitable institucionalización de ese movimiento, nos daremos cuenta de que no es Podemos sino la velocidad la que gobierna nuestras vidas. Nuestra sed de acontecimientos tendrá que buscar otras fuentes de distracción y no será fácil soportar el síndrome de abstinencia.
Algunos partidarios de la desaceleración tratarán de quedarse al margen, de parar el mundo, pero la mayoría seguiremos corriendo hacia ninguna parte, intentado olvidar que el tiempo es un continuo y que las cosas no han cambiado tanto como prometían. Deprisa, deprisa, nos diremos unos a otros sin dejar de correr, sabiendo ya que el mundo no tiene arreglo y que de poco nos sirve un año más que de nuevo tiene poco. Porque esto que nos está pasando, este frenesí, no hay quien lo pare, y cada año somos más viejos y las vacaciones cada vez son más cortas.