Contenido
Dentro de ti/ Dentro de mí
Una vuelta a 'El patio', de Triana, 40 años después
“El patio pone en comunicación constante el interior del hogar sevillano con los astros, con el cielo, con las estrellas.”
Joaquín Romero Murube, Los jardines de Sevilla
El patio es el espacio de vocación pública de la casa tradicional sevillana. Quienes allí viven se acostumbran a hacer de su intimidad doméstica una representación que sucede ante los ojos de los demás. Esta función del patio dibuja un lugar propicio para convertir la vida en un experimento cotidiano donde puede caber todo: la conversación, el trabajo, quizás también el arte y la música.
Pero salir al patio es tomar conciencia asimismo del ritmo que ordena el mundo más allá de la apariencia: de la alternancia de luz y oscuridad; de cómo el jaleo se acalla y se hace el silencio; del tiempo inadvertido del sueño que sigue a las horas contadas de la vigilia. En torno al vértigo de esta pulsación eterna se cierran las formas, definidas o esbozadas, de las galerías. Toda la escenografía del patio se vuelve un anillo implacable, cerrado y abierto a la vez.
Cuando, en 1975, el grupo sevillano Triana (Tele Palacios, Eduardo Rodríguez Rodway y Jesús de la Rosa) decide llamar El patio a su primer disco, este queda marcado por el signo de una imagen muy elocuente: más que una obra fonográfica o un objeto de escucha, un lugar en el que estar y detenerse a escuchar. Y esa fórmula, por la que cada sentimiento o estado de ánimo se expresa metafóricamente como un sitio al que se desea llegar o al que uno es llevado sin querer, se repite incesantemente en aquellas letras que remozaron de pronto, con tanta seriedad como naturalidad, el imaginario entero de la canción andaluza.
En el patio se escucha, pues, una voz. No se sabe bien si intenta escapar hacia afuera o ahondar en el centro de las cosas. La emoción de su timbre hace imposible no escucharla. Lo primero que entendemos es una afirmación de su sola voluntad: “Yo quise…”
Sigamos, a partir de ahí, todo su recorrido, etapa por etapa, mediante una elipsis que dejará sólo lo sustancial del texto cantado:
El cielo/ el infierno
Primera revelación: entre subir a uno y bajar al otro no parece que haya grandes diferencias. Cada uno es la sede de un afuera que se pretende traspasar. La mirada, empeñada en elevarse o en descender, no puede ver dentro de las cosas.
La puerta
“Abre la puerta, niña”. Así pues, algo se tiene que abrir siempre: la puerta o el corazón. Un estado sucede a otro (el día a la noche, el despertar al sueño, el gozo al dolor; o al revés) y el paso ha de estar despejado. Una puerta no es un camino.
Una fuente
“Hay una fuente, niña/ que la llaman del Amor”. Un portento sucede alrededor de ella, pero no se nos dice si tiene caudal o si está seca.
Un lugar (nuestra casa)
La casa no es sino una concesión de aquellas fuerzas (el sol, el río, el monte) que la toleran mansamente. Nada se nos dice de su construcción o de su apariencia porque aún es un proyecto: sólo el emplazamiento es conocido. Es “la tierra que se nos dio”, no sabemos por quién ni por qué.
El barrio
El barrio solamente puede ser Triana. “El clavel que tienes en tu ventana/ me hace recordar al barrio de Triana”. Pero ¿dónde estará esa ventana, sino en Triana? La realidad se refleja en su propio espejo. La utopía de una eterna intimidad encerrada en el patio puede caer en el solipsismo: toda la vida de ese patio hecha un solo ser que se piensa y se siente a sí mismo (y sólo a sí mismo). “Todo es de color” (¿del mismo color?).
Un sueño
“Ayer tuve un sueño/ alto como el cielo”. Se puede caminar a través de ese sueño como en un espacio real, “sin saber adónde ir”.
El lago
Al lago vas solo. Allí te encuentras con más gente; quizás sólo con otra persona. Buscando “algo nuevo” lo que encuentras es una ensoñación. Pasa la tarde, anochece; pasa la noche y vuelve a amanecer. Poco más se puede afirmar de cuanto allí sucede cuando el resto del relato es figura de un silencio que se abate sobre lo que podría ser dicho. Un pájaro huye en cada corazón, en todos los corazones a la vez y de repente, “en busca de una estrella fugaz”. Su vuelo nos avisa de que sólo nos une lo inalcanzable. Juntos ahora, por siempre separados.
Mi vera, tu ventana
O mi proximidad contra tu distancia. Una idea de vida en común ha de llenar el patio (hablar, vernos “de verdad”). Yo sólo me tengo a mí mismo y tú estás cerca, pero cercada. Así que me arrimo a tu ventana esperando que no cierres tu puerta (ahora yo estoy fuera y tú dentro). Todo esto, compañera, ya sólo puede ser la conmemoración de algo que fue, acaso un homenaje. Nada importa si es cosa sabida por la gente.
Generaciones de oyentes en bares, cuartos y patios de toda Andalucía han prestado atención a esta secuencia de canciones: Abre la puerta, Sé de un lugar, Todo es de color, Luminosa mañana, Diálogo, En el lago y Recuerdos de una noche. Es difícil explicar la cercanía reverente con la que gente muy joven se dispone a escuchar algo tan remoto, cuyo sonido –aún poderoso, desde luego– delata todos y cada uno de los 40 años pasados desde su salida. Tampoco la fascinación por aquel momento nos parece explicación suficiente: el mito de la Sevilla de los 70, sin discutir su vigencia, sigue siendo materia para iniciados.
Lo que aquí sucede es otra cosa. Cada vez que la escuchamos, sentimos que la voz doliente de Jesús de la Rosa nos ha hecho asistir a una especie de ceremonia órfica que tiene su fundamento en esas dos vidas del patio, la real, clara y distinta, y la que nos permite asomarnos a otra, oculta. Cosas solemnes dichas de forma sencilla o cosas sencillas dichas de forma solemne, las canciones de Triana participan de ese sustrato antiguo que la gran música popular acostumbra a ventilar con toda naturalidad. El don que concede el patio a quien allí se adentra es esa forma de sabiduría que restituye a lo evidente su parte de misterio, de contradicción y de claroscuro. El peligro, ese inevitable ensimismamiento que atenaza al hombre del sur y que, a veces, toma la forma de un patio de Triana en el que, cuarenta años después, sigue sonando el mismo disco de Triana.
Dentro de ti/ Dentro de mí
“El patio pone en comunicación constante el interior del hogar sevillano con los astros, con el cielo, con las estrellas.”
Joaquín Romero Murube, Los jardines de Sevilla
El patio es el espacio de vocación pública de la casa tradicional sevillana. Quienes allí viven se acostumbran a hacer de su intimidad doméstica una representación que sucede ante los ojos de los demás. Esta función del patio dibuja un lugar propicio para convertir la vida en un experimento cotidiano donde puede caber todo: la conversación, el trabajo, quizás también el arte y la música.
Pero salir al patio es tomar conciencia asimismo del ritmo que ordena el mundo más allá de la apariencia: de la alternancia de luz y oscuridad; de cómo el jaleo se acalla y se hace el silencio; del tiempo inadvertido del sueño que sigue a las horas contadas de la vigilia. En torno al vértigo de esta pulsación eterna se cierran las formas, definidas o esbozadas, de las galerías. Toda la escenografía del patio se vuelve un anillo implacable, cerrado y abierto a la vez.
Cuando, en 1975, el grupo sevillano Triana (Tele Palacios, Eduardo Rodríguez Rodway y Jesús de la Rosa) decide llamar El patio a su primer disco, este queda marcado por el signo de una imagen muy elocuente: más que una obra fonográfica o un objeto de escucha, un lugar en el que estar y detenerse a escuchar. Y esa fórmula, por la que cada sentimiento o estado de ánimo se expresa metafóricamente como un sitio al que se desea llegar o al que uno es llevado sin querer, se repite incesantemente en aquellas letras que remozaron de pronto, con tanta seriedad como naturalidad, el imaginario entero de la canción andaluza.
En el patio se escucha, pues, una voz. No se sabe bien si intenta escapar hacia afuera o ahondar en el centro de las cosas. La emoción de su timbre hace imposible no escucharla. Lo primero que entendemos es una afirmación de su sola voluntad: “Yo quise…”
Sigamos, a partir de ahí, todo su recorrido, etapa por etapa, mediante una elipsis que dejará sólo lo sustancial del texto cantado:
El cielo/ el infierno
Primera revelación: entre subir a uno y bajar al otro no parece que haya grandes diferencias. Cada uno es la sede de un afuera que se pretende traspasar. La mirada, empeñada en elevarse o en descender, no puede ver dentro de las cosas.
La puerta
“Abre la puerta, niña”. Así pues, algo se tiene que abrir siempre: la puerta o el corazón. Un estado sucede a otro (el día a la noche, el despertar al sueño, el gozo al dolor; o al revés) y el paso ha de estar despejado. Una puerta no es un camino.
Una fuente
“Hay una fuente, niña/ que la llaman del Amor”. Un portento sucede alrededor de ella, pero no se nos dice si tiene caudal o si está seca.
Un lugar (nuestra casa)
La casa no es sino una concesión de aquellas fuerzas (el sol, el río, el monte) que la toleran mansamente. Nada se nos dice de su construcción o de su apariencia porque aún es un proyecto: sólo el emplazamiento es conocido. Es “la tierra que se nos dio”, no sabemos por quién ni por qué.
El barrio
El barrio solamente puede ser Triana. “El clavel que tienes en tu ventana/ me hace recordar al barrio de Triana”. Pero ¿dónde estará esa ventana, sino en Triana? La realidad se refleja en su propio espejo. La utopía de una eterna intimidad encerrada en el patio puede caer en el solipsismo: toda la vida de ese patio hecha un solo ser que se piensa y se siente a sí mismo (y sólo a sí mismo). “Todo es de color” (¿del mismo color?).
Un sueño
“Ayer tuve un sueño/ alto como el cielo”. Se puede caminar a través de ese sueño como en un espacio real, “sin saber adónde ir”.
El lago
Al lago vas solo. Allí te encuentras con más gente; quizás sólo con otra persona. Buscando “algo nuevo” lo que encuentras es una ensoñación. Pasa la tarde, anochece; pasa la noche y vuelve a amanecer. Poco más se puede afirmar de cuanto allí sucede cuando el resto del relato es figura de un silencio que se abate sobre lo que podría ser dicho. Un pájaro huye en cada corazón, en todos los corazones a la vez y de repente, “en busca de una estrella fugaz”. Su vuelo nos avisa de que sólo nos une lo inalcanzable. Juntos ahora, por siempre separados.
Mi vera, tu ventana
O mi proximidad contra tu distancia. Una idea de vida en común ha de llenar el patio (hablar, vernos “de verdad”). Yo sólo me tengo a mí mismo y tú estás cerca, pero cercada. Así que me arrimo a tu ventana esperando que no cierres tu puerta (ahora yo estoy fuera y tú dentro). Todo esto, compañera, ya sólo puede ser la conmemoración de algo que fue, acaso un homenaje. Nada importa si es cosa sabida por la gente.
Generaciones de oyentes en bares, cuartos y patios de toda Andalucía han prestado atención a esta secuencia de canciones: Abre la puerta, Sé de un lugar, Todo es de color, Luminosa mañana, Diálogo, En el lago y Recuerdos de una noche. Es difícil explicar la cercanía reverente con la que gente muy joven se dispone a escuchar algo tan remoto, cuyo sonido –aún poderoso, desde luego– delata todos y cada uno de los 40 años pasados desde su salida. Tampoco la fascinación por aquel momento nos parece explicación suficiente: el mito de la Sevilla de los 70, sin discutir su vigencia, sigue siendo materia para iniciados.
Lo que aquí sucede es otra cosa. Cada vez que la escuchamos, sentimos que la voz doliente de Jesús de la Rosa nos ha hecho asistir a una especie de ceremonia órfica que tiene su fundamento en esas dos vidas del patio, la real, clara y distinta, y la que nos permite asomarnos a otra, oculta. Cosas solemnes dichas de forma sencilla o cosas sencillas dichas de forma solemne, las canciones de Triana participan de ese sustrato antiguo que la gran música popular acostumbra a ventilar con toda naturalidad. El don que concede el patio a quien allí se adentra es esa forma de sabiduría que restituye a lo evidente su parte de misterio, de contradicción y de claroscuro. El peligro, ese inevitable ensimismamiento que atenaza al hombre del sur y que, a veces, toma la forma de un patio de Triana en el que, cuarenta años después, sigue sonando el mismo disco de Triana.