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De nadie

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Nuestro optimismo no está justificado, no hay señales que nos animen a pensar que algo puede mejorar. Crece solo, nuestro optimismo, como la mala hierba, después de un beso, de una charla, de un buen vino, aunque de eso ya casi no nos queda. Rendirse es parecido, nace y crece la ponzoña de la derrota durante un mal día, con la claridad de un mal día, forzado por la cosa más tonta, la misma que antes, en mejores condiciones, no nos hubiera hecho daño y que sin más consigue aniquilarnos si es que coincide ese último golpe con el límite de nuestras fuerzas. De pronto, en lo que no habíamos ni reparado nos destruye, como las trampas de un cazador que nos supera en habilidad y a las que no prestábamos atención mientras nos distraíamos con el señuelo. A qué negar en cambio que mientras pudimos también cazamos así, utilizando trampas, señuelos y grotescos pero muy efectivos camuflajes.

Si uno mira con cuidado el jardín de esta casa sabrá enseguida que vivió tiempos mejores, que la alberca vacía no desentona con el zumbido de los aviones que cada noche castigan no ya esta propiedad sino todas nuestras cosas. Cuando ella se acuesta intento tranquilizarla, pero lo cierto es que sé que algo se derrumba y que no seremos capaces de poner nada nuevo en su lugar. Cada bomba en esta guerra hace un agujero que no vamos a ser capaces de rellenar, lo sé yo y lo sabe ella, pero jugamos y hacemos el tonto a la hora de dormir, buscando una tranquilidad que ya no encontramos, un tiempo como el de antes. Algunas noches, con tal de soñar mejor, hasta recordamos.

Ayer llegó una carta de Augusto, nuestro hijo, nuestro soldado, que nos cuenta que hace un mes estaba aún vivo pero que no confirma que hoy no esté muerto. La alegría que sentimos al leerla hace un poco más grande nuestro miedo. La guerra para los padres no es la guerra de los hombres que pelean, es una guerra distinta. Aguardar es nuestra única tarea. Mientras tanto el jardín se desespera y se va muriendo, agotado. Ella y yo, por otro lado, nos levantamos cada día bien dispuestos.

Nuestro amor, enfrentado a esta guerra, se va haciendo fuerte.

No es fácil de precisar ahora cuánto nos habíamos querido antes, claro está que en nuestra boda los besos fueron sinceros, pero era una sinceridad pegada al cuerpo de lo que éramos entonces, y es evidente que el tiempo nos ha convertido en otra cosa. Esta misma mañana he caminado por la propiedad para certificar una vez más que apenas se parece ya a nuestra casa.

La guerra no cambia nada por sí misma, sólo nos recuerda, con su ruido, que todo cambia.

Y a pesar de la guerra, o gracias a la guerra, seguimos adelante, buenos días, buenas noches, una jornada tras otra, como si nada, un beso tras otro, contra lo sensato. El agua hierve, la tetera heredada con su funda de punto, las últimas bolsitas de té… lo poco que nos queda hierve y se protege y continúa. Algo se muere y vive entre nosotros, algo que no tiene nombre y que decidimos, con muy buen criterio, ignorar. La pasión ignora la mala suerte, o muere. Hemos tomado decisiones, no estar solos es una de ellas. Querer es renunciar a cualquier demonio que nos diga que no querer es posible.

Contra el demonio, afortunadamente, se multiplica lo cercano.

Puedo hablar de sus manos porque las conozco, porque están cerca. De lo que se aleja demasiado ya no se puede decir nada. En el sótano el niño llora, no es nuestro hijo pero tratamos de cuidarlo lo mejor que podemos. Nos gusta cuidar de algo, en eso al menos coincidimos, a pesar de la muerte prematura del jardín. El niño llegó en verano, hace más de seis meses, no sabemos su edad pero le calculamos trece años, hemos tenido hijos y sus diferentes alturas están marcadas con lápiz en la pared del dormitorio de los niños. Utilizando la altura de los nuestros calculamos la edad de este extraño, sabemos que no es un cálculo preciso. Tampoco es nuestro hijo, éste a quien ahora medimos, pero llegó solo y cuidamos de él.

Estaba herido al venir, eso nos ayudó a empezar a cuidarlo. No somos buenos, lo sé, pero eso nos hace menos inmisericordes. Por otro lado, desde que se fueron nuestros hijos, en la casa sobra sitio. Si lo escondemos en el sótano es porque aún no hemos decidido qué hacer con él. La guerra quita muchas cosas pero a cambio ofrece posibilidades, no estábamos acostumbrados a tenerlas y por eso nos demoramos a la hora de decir sí o no a las ofertas que se nos presentan. La gente bien dispuesta no tiene miedo, nosotros sí lo tenemos, o al menos yo lo tengo, no me atrevo a hablar por ella. El miedo es cosa de cada cual. En cualquier caso no creemos haber robado a un niño, preferimos pensar que lo hemos recogido.

El crío, por su parte, aún no ha dicho nada, su silencio nos inquieta y nos consuela a la vez, esperamos su primera palabra y la tememos.

¿Y si su primera palabra no es gracias?

¿Qué haremos entonces con él?

A veces llora por la noche mientras follamos, pero no nos detenemos, también conseguimos antes follar contra los llantos de nuestros propios hijos. No estamos locos, así se concibe la gente. Es un cauce natural. La vida no amenaza a la vida, la estimula. Ayer le regalé un ajedrez a nuestro prisionero, lo llamamos así por que no le hemos puesto nombre, pero su puerta no tiene llave. Podría irse si quisiera, igual que llegó hasta aquí porque quiso, pero se queda. Supongo que la voluntad que lo trajo es la voluntad que lo sujeta. A cambio le damos bien de comer con lo poco que tenemos. No le gustan los plátanos, eso ya lo sabemos, no es un mono, las patatas con chorizo en cambio le vuelven loco, tiene muy buena disposición, se rechupetea los dedos. Da gusto ver comer a un niño aunque no sea tuyo.

Nos parece a los dos buena gente, este maldito crío, aunque no sabemos de dónde viene. Si todo va sobre ruedas y la criatura se comporta, tal vez lo traslademos finalmente al cuarto de nuestros propios hijos. Ella insiste en que lo hagamos ya, pero yo me muestro prudente, su verdadera conducta aún está por ver. También está por ver que nuestros verdaderos hijos mueran en esta guerra y no vuelvan a necesitar sus habitaciones. Todo está por ver en realidad, ése es mi único consuelo. Si algo he aprendido viendo morir nuestro jardín es que lo bueno y lo malo no se para a revisar nuestros cálculos, ni aprecia nuestros esfuerzos, simplemente sucede.

Ella fue la primera en ver al niño, lo vio llegar andando por el monte y lo vio entrar en el jardín sangrando y sin quejarse de nada. Ella lo metió en la casa, ella curó sus heridas, ella le dio la ropa pequeña de nuestros hijos que había guardado cuidadosamente, ella lo bañó y preparó la cena, ella le hizo la cama, en el cuartito de juegos del sótano. Yo propuse llamar a la policía y ella dijo que no. Ella prefería un niño a una investigación, ella sabe muy bien lo que no quiere.

De esto hace ya seis meses, pero el crío sigue callado, me gusta pensar que nada le incomoda. Se comporta bien, a veces tira algo cuando juega, pero aún no ha roto objetos de valor. No se parece a nuestros hijos, es moreno y muy delgado, los nuestros eran y son rubios y fuertes. Es extraño pero cada vez nos resulta más familiar su presencia. Ve la televisión con nosotros, evitamos las noticias de la guerra, le gustan las comedias, se ríe. Es alegre y come bien, lo cierto es que no tenemos queja. Ella le acaricia el pelo cuando se duerme en el sofá y él se deja hacer, luego yo lo llevo en brazos a la cama y lo arropo. No me atrevo a darle un beso de buenas noches como hacía con nuestros niños, al fin y al cabo este crío por simpático que sea no es nuestro.

Esta mañana ha venido el agente de zona a preguntar por nuestras condiciones, parece que la guerra se alarga, que las bombas caerán cada vez más cerca, le preocupa que podamos resistir, por supuesto hemos mentido. O tal vez no, tal vez este niño nos esté haciendo más fuertes. La despensa en cualquier caso está casi vacía. Nos queda poco té, menos café aún, verduras no tenemos, huevos sí, chorizo, salchichas y patatas para dos semanas, latas de tomate frito para un mes, la leche no es problema, las vacas sobreviven a esta guerra formidablemente, el pan no llega desde que detuvieron al panadero, dicen que tenía una radio escondida y que daba noticias puntuales al enemigo. Imposible saber si es cierto, una pena en cualquier caso porque era un buen panadero. Desde que empezó la guerra las sospechas han hecho más daño que las balas.

El agente de zona nos ha avisado de que habrá un simulacro de evacuación la semana que viene, no sabemos qué haremos con el niño, ni durante el simulacro ni si la evacuación finalmente se produce. Antes de la guerra nunca pensamos en abandonar esta casa, sin decirlo creo que ella y yo contábamos con morir aquí. Ahora todo es distinto. Habrá que hacer otros planes.

Lo más divertido es perseguir al niño después del baño, corre envuelto en la toalla, se resbala por el parqué, pero sigue adelante, ella y yo nos reímos corriendo detrás con el pijama en las manos, ella lleva el pantalón, yo la camisa. Hacía mucho tiempo que no éramos felices. Creo que a ella le gusta mirarme a mí corriendo como un loco tanto como me gusta a mí verla a ella. Cuando por fin está vestido, con el pijama puesto, encendemos el televisor y sacamos la manta de lana, el carbón se ha terminado y hace mucho frío. Nos apiñamos los tres para ver comedias, a todos nos gustan las comedias. Mientras se ríe le ponemos los calcetines.

Cuando ya se ha dormido el niño, ella y yo caemos rendidos y abrazados, como antes. No estamos haciendo nada malo, el niño llegó solo, nadie lo trajo y queremos pensar que no es de nadie.

 

Fotografías de Julio Bittencourt (Brasilia, 1980). La primera pertenece a la serie Daidokoro (Nº 54, 2013); la segunda, a Numa Janela do Ed. Prestes Maia 911 (Nº 16, 2005-2008). © Galeria Lume.