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De lo obsceno y lo descarado en la escena actual
El otro día me topé sin quererlo mucho con unas palabras de Kant que me sirvieron de palanca para pensar algunas cosas que me acechan desde hace un buen rato y que, además, tienen bastante que ver con la problemática que aborda el número 7 de El Estado Mental. Así que, animada por la cuestión de la policía del karma, me propuse esta pregunta: ¿de qué forma gestionamos nuestra representación en el mundo —nuestra manera de aparecer a los ojos del otro— hoy?
Escribía Kant en su Antropología: “El hecho de que el hombre pueda tener una representación de sí mismo lo realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra. Gracias a ello el hombre es una persona”[1]. Esto me sugirió dos cosas: una, que el hombre es un ser escénico por naturaleza, el ser escénico por excelencia; dos, que ese carácter escénico, ese poder de representación de sí, facultado por su capacidad de entendimiento y de imaginación, le permite darse una apariencia: tener una cara (una figura, ser una persona, ahora matizo esto) y tener una voz audible (una palabra). Conocemos la etimología de la palabra persona: máscara usada por un personaje teatral. Los griegos designaban a la máscara con el término de prósopon (delante de la cara). En latín la palabra persona parece derivar del etrusco (phersa: máscara), pero hubo algunos que relacionaron el término con el de personare (hablar a través de). Quizás se recuerde el pasaje de Rayuela en el que Cortázar cita el testimonio del historiador latino Aulo Gelio sobre el gramático Gabio Basso y su especulación sobre el origen de la palabra persona: “Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, retumbar. He aquí cómo explica su opinión: No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de Persona”.
Más allá de la polémica que ha suscitado esta interpretación, creo que lo importante es retener que la persona tiene que ver con esa posibilidad que hablábamos de darse una cara (una imagen) y, en segundo lugar, con la posibilidad de hacerse oír. Y, en los dos casos, para que ambas posibilidades adquieran todo el sentido del que son capaces, es necesario contar con el reconocimiento del otro, y más precisamente, con la mirada del otro, de quien depende en último término el sentido de toda representación y a quien en último término aquélla va destinada. Por eso, la persona tiene un estatuto eminentemente social, su valor depende de una alteridad, o más precisamente, de una comunidad dispuesta a reconocerla, o diría, incluso, a distinguirla (percibir y reconocer su igualdad y su diferencia). Lo mismo le ocurre al actor. No hay actor (con su máscara) sin público. No hay máscara sin observador. No hay función sin una común expectación ni un común reconocimiento.
Pero, por otro lado, tampoco hay función sin la conciencia de su interrupción. No hay representación sin bajada de telón, no hay escenario sin camerino, no hay máscara sin un rostro que se pueda desenmascarar. Lo que quiero decir es que no hay espacio escénico sin un espacio otro que lo dialectice, y que ese espacio otro es siempre un misterio. Lo que hay detrás del bastidor es siempre una intriga; lo que queda debajo de la máscara del actor, una incógnita; lo que subyace a la persona y, por ello, lo que se sustrae a su cara social, un enigma. Y en esa tensión original entre lo visible y lo no visible, entre la representación y lo que queda fuera de ella; en la existencia de una claqueta que anuncie la toma y el corte, si puedo decirlo así, se juega el sentido de la escena misma y de aquél que se deja ver en ella.
Esa tensión original podría designarse como la tensión propia del aparecer (que voy a intentar relacionar con una tensión trágica que a mi juicio organiza la representación de la existencia tanto a nivel individual como a nivel social). Decimos que algo o alguien aparece cuando irrumpe en el campo de lo visible, cuando se manifiesta lo que hasta el momento no tenía una forma de expresión o que, teniéndola, permanecía oculta. Alguien aparece cuando entra en escena y, por lo mismo, cuando se deja ver a los ojos de otros. El actor con su máscara, la persona, entra en escena (la escena social incluida) asumiendo su exposición a la mirada del otro. Es más, porque hay otro la persona entra en escena. Pero también porque sabe que en algún momento va a poder sustraerse a esa mirada y va a poder descansar de su máscara, porque sabe que va a desaparecer y cesar en su representación, el actor da la cara por ésta, esto es, asume la responsabilidad de su papel. El actor se la juega consciente de esa tensión que moviliza su aparecer, consciente de que existe una distancia esencial con su máscara, con lo que no se deja ver (reconocer, distinguir) por la mirada ajena.
He dicho todo esto para poder llegar a decir que jugársela, ponerse en escena, asumir esa tensión y por lo mismo afrontar su máscara con responsabilidad, supone una posición ética. Giorgio Agamben habla sobre esto en un texto titulado “Identidad sin persona”. En él, el pensador italiano recuerda el alcance moral, en nuestra cultura, de la “persona-máscara”, y cómo este significado moral fue elaborado por la ética estoica a partir de una dialéctica intrínseca a la escena teatral. La relación entre el actor y su máscara en este sentido es fundamental, pues está articulada en dos movimientos complementarios (lo que Agamben llama una “doble intensidad”): por un lado, el actor debe acatar el rol que le ha sido asignado sin pretender elegirlo (“a ti no te corresponde elegir el rol, sino interpretar bien a la persona que te ha sigo asignada, eso depende de ti”, escribe Epicteto); por otro lado, el actor debe guardarse de una identificación total con su máscara (de lo contrario, “pronto llegará el día en que los actores creerán que su máscara y sus vestidos son ellos mismos”, Disertaciones I, XXIX, 41). A partir de aquí, nos dice Agamben, “la persona moral se constituye a través de una adhesión y a su vez una distancia respecto a la máscara social: la acepta sin reservas y, al mismo tiempo, se diferencia casi imperceptiblemente de ella”[2].
El reconocimiento de esta “distancia ética” entre el actor y su máscara (entre el individuo y su persona, entre lo singular y la escena social con sus exigencias) implica a su vez reconocer una diferenciación escénica, es decir, una distinción entre lo que es escena (donde el actor se la juega con su máscara ante un público) y lo que no lo es (ahí donde el actor se deshace de su máscara y de sus vestidos en la intimidad y silencio de su camerino). Pues bien, esta distancia, que es también una diferencia, me parece que además de un sentido ético implica un sentido ontológico y un sentido político; me parece que este sentido conjugado deriva además de la tensión del aparecer de la que he hablado y que, concretamente, la forma de esa tensión en la sociedad actual desvela una crisis del principio escénico que tiene que ver con lo que Baudrillard llamó “la obscenidad” (entendida como una de las estrategias fatales de la postmodernidad).
¿Qué es la obscenidad para Baudrillard? Si arriesgamos una definición simple, diríamos que la obscenidad es lo visible sin enigma, o un volver todo lo enigmático disponible para el campo de la visibilidad. Una hipervisibilidad que aniquila la mirada porque ya no distingue entre espacios escénicos (entre lo que es escena y lo que no lo es) y que borra el misterio de la representación al exigir de toda persona su desenmascaramiento, la supresión de la distancia entre el actor y su máscara. Lo obsceno es lo que hace estallar la escena, lo que la deja fuera de lugar porque la estira hasta suprimirla; es la escena sin límites, la escena ilimitada, el éxtasis del ser escénico. “La escena es del orden de lo visible. Pero no hay escena de lo obsceno, no hay más que dilatación de la visibilidad de todas las cosas hasta el éxtasis. Lo obsceno es el fin de toda escena”, escribe Baudrillard[3].
Algunos comentadores e historiadores de la Antigüedad han mostrado cómo en el teatro griego determinadas escenas (patéticas, relativas al pathos sexual y violento) debían ocurrir “ob skena”, es decir, fuera de escena. Pero ¿por qué esta censura de la escena? ¿Por qué el celo por evitar mostrar demasiado? Quizás porque los griegos pensaban que hay ideas o fenómenos que no necesitan ser representados porque guardan en su naturaleza un principio de misterio, un arcano, cuya puesta en escena, cuya visibilidad, sería ya desde el principio hipervisibilidad, desvirtuación de la idea o del fenómeno mismo, anulación de su potencial semántico y visual (lo acotado de la representación anularía su multiplicidad y, con ella, la posibilidad de la ilusión y la imaginación). Las formas del pathos en la escena teatral griega (su aparecer, su volverse imagen) estarían pues sometidas a una suerte de ethos de la representación que tendría que ver con una ética pública encargada de velar por el cuidado de la sensibilidad (moral, estética, política) de los ciudadanos de la polis. Un cuidado de la sensibilidad que es, a la vez, un cuidado de la visibilidad y que en último término traduciría la preocupación por los motivos de una representación de y en la escena pública (una puesta en escena de lo común a todos) que poco o nada debía interesarse por lo meramente privado de la existencia (lo propio de cada uno está fuera del escenario público, “ob skena”).
En el lenguaje corriente decimos que es obsceno lo que ataca la sensibilidad, lo que pone en jaque al pudor, lo que produce disgusto no sólo a nivel sexual, sino a nivel sensible. Es una sobredosis en la representación que termina por anestesiarla, por hacer que en la escena y hacia la escena ya no se sienta nada. La pornografía es el ejemplo paradigmático de lo obsceno con relación al sexo, lo que se carga la escena del cuerpo (su puesta en juego, su misterio), lo que aniquila su erotismo y la oscilación propia de la coquetería y de la seducción (el vaivén entre el tener y el no tener, entre la ausencia y la posesión, entre el deseo y su satisfacción). No hay deseo cuando ya se ha visto y se ha dado todo; no hay más seducción cuando el cuerpo se ha vuelto obvio de antemano; no hay más sentido cuando todo se ha significado. Fin de la tensión, fin de la representación.
Los análisis de Baudrillard en este sentido han ganado en justicia y lucidez con el avance de la realidad hasta el presente. Si a finales de los ochenta el francés clamaba contra la “pornografía de la información y de la comunicación” que fulminaba toda mirada, toda imagen y toda representación, en los últimos años lo obsceno parece haber ganado carta definitiva de ciudadanía. Y esto no sólo en materia sexual, sino también, como anticipaba Baudrillard, en todas las esferas de la vida: en la escena social, en la escena política e incluso en la escena íntima, donde a la ausencia de distancia ética entre el actor y su máscara (la promiscuidad de lo público con lo privado) se le suma la ausencia de diferenciación de escenas porque todas han confluido en una sola. Obscenidad de la política con sus clientelismos y su cadena de favores corruptos que culminan en psicodramas familiares y en escenarios de crimen provinciano; obscenidad de la prensa con los dueños de los bancos sentados en los consejos de administración de los grupos de información; obscenidad de las entidades financieras que presumen de tasas millonarias de beneficios ante la mirada de los que meses antes pagaron de su bolsillo sus desaires o fueron engañados y expropiados por esas mismas entidades.
La obligación escénica del ser humano ha terminado por sobredimensionar hasta el derrame la representación de la vida: sometido a una permanente solicitación, a un contundente imperativo de comunicación y de exhibición, la persona se ha pegado a su propia máscara hasta ya no poder diferenciarse de ella (parece pues haber llegado el día en que los actores creen que su máscara y sus vestidos son ellos mismos); lo que antes quedaba fuera de escena pública (ob skena: lo inconfesable, lo monstruoso) se ha subido a las tablas (y a los tableros de facebook) para mostrarse en sobre-representación. Basta con darse un paseo por las redes sociales para hacer una cartografía detallada de la vida, milagros y miserias que pueblan nuestros contactos o nuestras suscripciones (que van desde el amigo del colegio que hace décadas que no ves “en persona”, hasta el macro trasero de la Kardashian y su padrastro trans, la nueva top-novia de Cristiano Ronaldo o las miserias sexuales un congresista demócrata de los EE. UU.) Y esto es todavía más inquisitivo si vives fuera de tu país, donde la demanda incipiente de material gráfico y visual de tu cotidiano es devoradora (a ver qué comiste, a ver qué cara tienes, a ver dónde estás, a ver qué vestido nuevo te compraste, a ver qué tiempo hace, a ver qué pinta tiene tu nuevo ligue, a ver qué ves). Sobre-representación incluso de la ausencia, que deja de ser tal por un exceso de presión relativa al dejar(se) ver.
La obscenidad, que decíamos, rompe la distancia ética y la diferenciación escénica, pretende terminar con toda “otra escena” donde el ser humano pueda tensarse con sus enigmas. Obscenidad de la ciencia y de su voluntad de verdad genético-positivista, que aspira incluso a exhibir y operacionalizar esa manifestación eminente de la “otra escena” que es el mundo inconsciente, los sueños, como mostraron en 2011 unos científicos alemanes que afirmaron haber descubierto mecanismos objetivos capaces de medir los contenidos específicos de nuestra producción onírica. A los participantes se les llamó “soñadores lúcidos” y fueron entrenados durante años hasta que fueron capaces de “soñar con conciencia” (posibilidad de controlar el contenido y desarrollo de los sueños). O más recientemente, en 2013, otros científicos japoneses sostuvieron haber diseñado un dispositivo capaz de asociar la actividad cerebral a una determinada categoría semántica de las imágenes soñadas. “En el futuro —apuestan los científicos nipones— los sueños se podrán leer con mayor precisión e incluso será factible leer historias completas.” Parece entonces que en poco tiempo las formaciones del inconsciente llevarán subtítulos, irán con leyenda, para evitar cualquier lectura no unívoca, cualquier malentendido en el sentido de lo vivido (y de lo soñado) por las personas.
La gestión científico-técnica del mundo y la persona que lo integra parecen así estar guiados por la intención de cerrar el espacio del camerino, el momento tenso del espejo en el que el actor se quita con cuidado el maquillaje, se quita la máscara y se enfrenta a “la pobreza esencial de su rostro”, como decía Lévinas. La persona ahora ya no es la que pone la cara, asumiendo la responsabilidad de su papel y el enigma que subyace a su máscara. El actor hoy parece haberse deshecho definitivamente de ella y, con la voluntad de liberarse del lastre de la persona, se ha convertido en un descarado: el que lo dice todo, lo muestra todo, hace gala de su falta de pudor, el que arruina el sentido del misterio por un celo de exhibición. El que mira y se deja mirar sólo con primeros planos y con filtros de instagram. El que no deja espacio para la tensión del aparecer porque vive bajo la exigencia de la transparencia, de la confesión pública, de la pose, de la liquidación del misterio de no saber.
Sin embargo, una vez reconocido nuestro malestar escénico contemporáneo, conviene hacer una precisión derivada de la pregunta sobre el fundamento mismo de nuestra naturaleza escénica. Nuestro ser escénico es la consecuencia de nuestra naturaleza inacabada, del hecho de que no somos iguales a nosotros mismos, de que carecemos de una consistencia suficiente por estar atravesados por un aprieto esencial que nos impide caminar rectos y mantenernos estables. Y no podemos ir rectos porque nuestro suelo no es una superficie perfectamente asfaltada, sin huecos, sin fisuras. Nuestro paso por la vida, nuestro aparecer, es un paso tenso, un equilibrio inestable que tiene que ver con un desnivel esencial trazado entre lo que lo que pensamos ser y lo que somos, entre lo que podemos decir y lo que se le escapa a la lengua, entre lo que se deja actuar y lo que resulta irrepresentable. En la pendiente que conecta el espacio de nuestra exterioridad (de nuestra persona y su máscara) con la incógnita que sella el espacio de nuestra interioridad, el ser escénico se ve abocado a la representación de esas dos escenas, siendo precisamente esa tensión sin resolución lo que nos revela nuestra condición trágica.
Trágica porque, mal que nos pese (o bien que nos pese), nuestra tendencia a la sobrerrepresentación se verá inevitablemente truncada por un espacio que no se deja escenificar porque tiene más que ver con el sentido que con el significado, con el vacío que con el lleno de la representación. Es lo que Georges Bataille llamaba “nuestros puntos de intensidad”, el lugar donde uno sucumbe[4] por ser el lugar de un enigma esencial, de una incógnita de la que no hay actuación pero donde, en su imposibilidad de representarse, cada uno se la juega. Cada uno se la juega en la confrontación que se produce entre su parte “multitudinaria” y su “parte desértica”, por tomar de nuevo una imagen de Bataille; cada uno se la juega en esa tensión del aparecer que enfrenta lo que se deja ver con lo que se sustrae a la mirada, lo que se deja decir con lo que se resiste a la enunciación, y que es la misma, por cierto, que la tensión que funda la verdad en ese mostrarse ocultándose del que hablaba Heidegger a propósito de la aletheia griega. La máscara de la persona tiene un hueco por donde se resuena la voz hacia fuera pero también hacia dentro; por ese hueco suena el eco de lo que retumba en el ser, de lo que le convulsiona y de lo que también le hace caer, como al héroe trágico al final de su representación.
Y es que en el juego entre lo posible y lo imposible de la representación, en la dialéctica entre el actor y su máscara, se halla el sentido mismo de nuestro ser escénico y, con ello, la posibilidad de actualizar el sentido mismo de nuestros enigmas. Esta posibilidad es, además, el resorte fundador de la facultad clave de toda representación de la vida, a saber, la imaginación humana.
Pretender quitarle al hombre su camerino, su secreto, pretender volverlo completamente obsceno, supondría pues privarle de una de sus principales potencias: su actividad creadora. La imaginación es nuestra arma de invención, de crítica, de renovación; es lo que funda la emergencia toda nueva representación (individual y colectiva), lo que nos hace ser personas (repensar nuestras máscaras) y lo que hace que queramos seguir mirando; es, en definitiva, lo que mantiene abierta la función.
El riesgo del ser humano, sometido por naturaleza a una obligación escénica, es caer sin miramientos en la obscenidad. En los tiempos que corren, como decíamos, la escena (y el componente ético que la define) parece presentarse llena de desafíos. Mantenerse alejado de lo obsceno (mantener la distancia ética con respecto al éxtasis de la representación) y resistir al descaro (sostener la máscara) son quizás la garantía de que podamos seguir jugándonosla en la vida (tanto individual como colectiva). Son, en definitiva, los requisitos para que la pupila se pueda seguir dilatando y alcance una visión más luminosa de lo oscuro que se encuentra allá, en el fondo, detrás toda escena y de todo escenario.
De lo obsceno y lo descarado en la escena actual
El otro día me topé sin quererlo mucho con unas palabras de Kant que me sirvieron de palanca para pensar algunas cosas que me acechan desde hace un buen rato y que, además, tienen bastante que ver con la problemática que aborda el número 7 de El Estado Mental. Así que, animada por la cuestión de la policía del karma, me propuse esta pregunta: ¿de qué forma gestionamos nuestra representación en el mundo —nuestra manera de aparecer a los ojos del otro— hoy?
Escribía Kant en su Antropología: “El hecho de que el hombre pueda tener una representación de sí mismo lo realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra. Gracias a ello el hombre es una persona”[1]. Esto me sugirió dos cosas: una, que el hombre es un ser escénico por naturaleza, el ser escénico por excelencia; dos, que ese carácter escénico, ese poder de representación de sí, facultado por su capacidad de entendimiento y de imaginación, le permite darse una apariencia: tener una cara (una figura, ser una persona, ahora matizo esto) y tener una voz audible (una palabra). Conocemos la etimología de la palabra persona: máscara usada por un personaje teatral. Los griegos designaban a la máscara con el término de prósopon (delante de la cara). En latín la palabra persona parece derivar del etrusco (phersa: máscara), pero hubo algunos que relacionaron el término con el de personare (hablar a través de). Quizás se recuerde el pasaje de Rayuela en el que Cortázar cita el testimonio del historiador latino Aulo Gelio sobre el gramático Gabio Basso y su especulación sobre el origen de la palabra persona: “Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, retumbar. He aquí cómo explica su opinión: No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de Persona”.
Más allá de la polémica que ha suscitado esta interpretación, creo que lo importante es retener que la persona tiene que ver con esa posibilidad que hablábamos de darse una cara (una imagen) y, en segundo lugar, con la posibilidad de hacerse oír. Y, en los dos casos, para que ambas posibilidades adquieran todo el sentido del que son capaces, es necesario contar con el reconocimiento del otro, y más precisamente, con la mirada del otro, de quien depende en último término el sentido de toda representación y a quien en último término aquélla va destinada. Por eso, la persona tiene un estatuto eminentemente social, su valor depende de una alteridad, o más precisamente, de una comunidad dispuesta a reconocerla, o diría, incluso, a distinguirla (percibir y reconocer su igualdad y su diferencia). Lo mismo le ocurre al actor. No hay actor (con su máscara) sin público. No hay máscara sin observador. No hay función sin una común expectación ni un común reconocimiento.
Pero, por otro lado, tampoco hay función sin la conciencia de su interrupción. No hay representación sin bajada de telón, no hay escenario sin camerino, no hay máscara sin un rostro que se pueda desenmascarar. Lo que quiero decir es que no hay espacio escénico sin un espacio otro que lo dialectice, y que ese espacio otro es siempre un misterio. Lo que hay detrás del bastidor es siempre una intriga; lo que queda debajo de la máscara del actor, una incógnita; lo que subyace a la persona y, por ello, lo que se sustrae a su cara social, un enigma. Y en esa tensión original entre lo visible y lo no visible, entre la representación y lo que queda fuera de ella; en la existencia de una claqueta que anuncie la toma y el corte, si puedo decirlo así, se juega el sentido de la escena misma y de aquél que se deja ver en ella.
Esa tensión original podría designarse como la tensión propia del aparecer (que voy a intentar relacionar con una tensión trágica que a mi juicio organiza la representación de la existencia tanto a nivel individual como a nivel social). Decimos que algo o alguien aparece cuando irrumpe en el campo de lo visible, cuando se manifiesta lo que hasta el momento no tenía una forma de expresión o que, teniéndola, permanecía oculta. Alguien aparece cuando entra en escena y, por lo mismo, cuando se deja ver a los ojos de otros. El actor con su máscara, la persona, entra en escena (la escena social incluida) asumiendo su exposición a la mirada del otro. Es más, porque hay otro la persona entra en escena. Pero también porque sabe que en algún momento va a poder sustraerse a esa mirada y va a poder descansar de su máscara, porque sabe que va a desaparecer y cesar en su representación, el actor da la cara por ésta, esto es, asume la responsabilidad de su papel. El actor se la juega consciente de esa tensión que moviliza su aparecer, consciente de que existe una distancia esencial con su máscara, con lo que no se deja ver (reconocer, distinguir) por la mirada ajena.
He dicho todo esto para poder llegar a decir que jugársela, ponerse en escena, asumir esa tensión y por lo mismo afrontar su máscara con responsabilidad, supone una posición ética. Giorgio Agamben habla sobre esto en un texto titulado “Identidad sin persona”. En él, el pensador italiano recuerda el alcance moral, en nuestra cultura, de la “persona-máscara”, y cómo este significado moral fue elaborado por la ética estoica a partir de una dialéctica intrínseca a la escena teatral. La relación entre el actor y su máscara en este sentido es fundamental, pues está articulada en dos movimientos complementarios (lo que Agamben llama una “doble intensidad”): por un lado, el actor debe acatar el rol que le ha sido asignado sin pretender elegirlo (“a ti no te corresponde elegir el rol, sino interpretar bien a la persona que te ha sigo asignada, eso depende de ti”, escribe Epicteto); por otro lado, el actor debe guardarse de una identificación total con su máscara (de lo contrario, “pronto llegará el día en que los actores creerán que su máscara y sus vestidos son ellos mismos”, Disertaciones I, XXIX, 41). A partir de aquí, nos dice Agamben, “la persona moral se constituye a través de una adhesión y a su vez una distancia respecto a la máscara social: la acepta sin reservas y, al mismo tiempo, se diferencia casi imperceptiblemente de ella”[2].
El reconocimiento de esta “distancia ética” entre el actor y su máscara (entre el individuo y su persona, entre lo singular y la escena social con sus exigencias) implica a su vez reconocer una diferenciación escénica, es decir, una distinción entre lo que es escena (donde el actor se la juega con su máscara ante un público) y lo que no lo es (ahí donde el actor se deshace de su máscara y de sus vestidos en la intimidad y silencio de su camerino). Pues bien, esta distancia, que es también una diferencia, me parece que además de un sentido ético implica un sentido ontológico y un sentido político; me parece que este sentido conjugado deriva además de la tensión del aparecer de la que he hablado y que, concretamente, la forma de esa tensión en la sociedad actual desvela una crisis del principio escénico que tiene que ver con lo que Baudrillard llamó “la obscenidad” (entendida como una de las estrategias fatales de la postmodernidad).
¿Qué es la obscenidad para Baudrillard? Si arriesgamos una definición simple, diríamos que la obscenidad es lo visible sin enigma, o un volver todo lo enigmático disponible para el campo de la visibilidad. Una hipervisibilidad que aniquila la mirada porque ya no distingue entre espacios escénicos (entre lo que es escena y lo que no lo es) y que borra el misterio de la representación al exigir de toda persona su desenmascaramiento, la supresión de la distancia entre el actor y su máscara. Lo obsceno es lo que hace estallar la escena, lo que la deja fuera de lugar porque la estira hasta suprimirla; es la escena sin límites, la escena ilimitada, el éxtasis del ser escénico. “La escena es del orden de lo visible. Pero no hay escena de lo obsceno, no hay más que dilatación de la visibilidad de todas las cosas hasta el éxtasis. Lo obsceno es el fin de toda escena”, escribe Baudrillard[3].
Algunos comentadores e historiadores de la Antigüedad han mostrado cómo en el teatro griego determinadas escenas (patéticas, relativas al pathos sexual y violento) debían ocurrir “ob skena”, es decir, fuera de escena. Pero ¿por qué esta censura de la escena? ¿Por qué el celo por evitar mostrar demasiado? Quizás porque los griegos pensaban que hay ideas o fenómenos que no necesitan ser representados porque guardan en su naturaleza un principio de misterio, un arcano, cuya puesta en escena, cuya visibilidad, sería ya desde el principio hipervisibilidad, desvirtuación de la idea o del fenómeno mismo, anulación de su potencial semántico y visual (lo acotado de la representación anularía su multiplicidad y, con ella, la posibilidad de la ilusión y la imaginación). Las formas del pathos en la escena teatral griega (su aparecer, su volverse imagen) estarían pues sometidas a una suerte de ethos de la representación que tendría que ver con una ética pública encargada de velar por el cuidado de la sensibilidad (moral, estética, política) de los ciudadanos de la polis. Un cuidado de la sensibilidad que es, a la vez, un cuidado de la visibilidad y que en último término traduciría la preocupación por los motivos de una representación de y en la escena pública (una puesta en escena de lo común a todos) que poco o nada debía interesarse por lo meramente privado de la existencia (lo propio de cada uno está fuera del escenario público, “ob skena”).
En el lenguaje corriente decimos que es obsceno lo que ataca la sensibilidad, lo que pone en jaque al pudor, lo que produce disgusto no sólo a nivel sexual, sino a nivel sensible. Es una sobredosis en la representación que termina por anestesiarla, por hacer que en la escena y hacia la escena ya no se sienta nada. La pornografía es el ejemplo paradigmático de lo obsceno con relación al sexo, lo que se carga la escena del cuerpo (su puesta en juego, su misterio), lo que aniquila su erotismo y la oscilación propia de la coquetería y de la seducción (el vaivén entre el tener y el no tener, entre la ausencia y la posesión, entre el deseo y su satisfacción). No hay deseo cuando ya se ha visto y se ha dado todo; no hay más seducción cuando el cuerpo se ha vuelto obvio de antemano; no hay más sentido cuando todo se ha significado. Fin de la tensión, fin de la representación.
Los análisis de Baudrillard en este sentido han ganado en justicia y lucidez con el avance de la realidad hasta el presente. Si a finales de los ochenta el francés clamaba contra la “pornografía de la información y de la comunicación” que fulminaba toda mirada, toda imagen y toda representación, en los últimos años lo obsceno parece haber ganado carta definitiva de ciudadanía. Y esto no sólo en materia sexual, sino también, como anticipaba Baudrillard, en todas las esferas de la vida: en la escena social, en la escena política e incluso en la escena íntima, donde a la ausencia de distancia ética entre el actor y su máscara (la promiscuidad de lo público con lo privado) se le suma la ausencia de diferenciación de escenas porque todas han confluido en una sola. Obscenidad de la política con sus clientelismos y su cadena de favores corruptos que culminan en psicodramas familiares y en escenarios de crimen provinciano; obscenidad de la prensa con los dueños de los bancos sentados en los consejos de administración de los grupos de información; obscenidad de las entidades financieras que presumen de tasas millonarias de beneficios ante la mirada de los que meses antes pagaron de su bolsillo sus desaires o fueron engañados y expropiados por esas mismas entidades.
La obligación escénica del ser humano ha terminado por sobredimensionar hasta el derrame la representación de la vida: sometido a una permanente solicitación, a un contundente imperativo de comunicación y de exhibición, la persona se ha pegado a su propia máscara hasta ya no poder diferenciarse de ella (parece pues haber llegado el día en que los actores creen que su máscara y sus vestidos son ellos mismos); lo que antes quedaba fuera de escena pública (ob skena: lo inconfesable, lo monstruoso) se ha subido a las tablas (y a los tableros de facebook) para mostrarse en sobre-representación. Basta con darse un paseo por las redes sociales para hacer una cartografía detallada de la vida, milagros y miserias que pueblan nuestros contactos o nuestras suscripciones (que van desde el amigo del colegio que hace décadas que no ves “en persona”, hasta el macro trasero de la Kardashian y su padrastro trans, la nueva top-novia de Cristiano Ronaldo o las miserias sexuales un congresista demócrata de los EE. UU.) Y esto es todavía más inquisitivo si vives fuera de tu país, donde la demanda incipiente de material gráfico y visual de tu cotidiano es devoradora (a ver qué comiste, a ver qué cara tienes, a ver dónde estás, a ver qué vestido nuevo te compraste, a ver qué tiempo hace, a ver qué pinta tiene tu nuevo ligue, a ver qué ves). Sobre-representación incluso de la ausencia, que deja de ser tal por un exceso de presión relativa al dejar(se) ver.
La obscenidad, que decíamos, rompe la distancia ética y la diferenciación escénica, pretende terminar con toda “otra escena” donde el ser humano pueda tensarse con sus enigmas. Obscenidad de la ciencia y de su voluntad de verdad genético-positivista, que aspira incluso a exhibir y operacionalizar esa manifestación eminente de la “otra escena” que es el mundo inconsciente, los sueños, como mostraron en 2011 unos científicos alemanes que afirmaron haber descubierto mecanismos objetivos capaces de medir los contenidos específicos de nuestra producción onírica. A los participantes se les llamó “soñadores lúcidos” y fueron entrenados durante años hasta que fueron capaces de “soñar con conciencia” (posibilidad de controlar el contenido y desarrollo de los sueños). O más recientemente, en 2013, otros científicos japoneses sostuvieron haber diseñado un dispositivo capaz de asociar la actividad cerebral a una determinada categoría semántica de las imágenes soñadas. “En el futuro —apuestan los científicos nipones— los sueños se podrán leer con mayor precisión e incluso será factible leer historias completas.” Parece entonces que en poco tiempo las formaciones del inconsciente llevarán subtítulos, irán con leyenda, para evitar cualquier lectura no unívoca, cualquier malentendido en el sentido de lo vivido (y de lo soñado) por las personas.
La gestión científico-técnica del mundo y la persona que lo integra parecen así estar guiados por la intención de cerrar el espacio del camerino, el momento tenso del espejo en el que el actor se quita con cuidado el maquillaje, se quita la máscara y se enfrenta a “la pobreza esencial de su rostro”, como decía Lévinas. La persona ahora ya no es la que pone la cara, asumiendo la responsabilidad de su papel y el enigma que subyace a su máscara. El actor hoy parece haberse deshecho definitivamente de ella y, con la voluntad de liberarse del lastre de la persona, se ha convertido en un descarado: el que lo dice todo, lo muestra todo, hace gala de su falta de pudor, el que arruina el sentido del misterio por un celo de exhibición. El que mira y se deja mirar sólo con primeros planos y con filtros de instagram. El que no deja espacio para la tensión del aparecer porque vive bajo la exigencia de la transparencia, de la confesión pública, de la pose, de la liquidación del misterio de no saber.
Sin embargo, una vez reconocido nuestro malestar escénico contemporáneo, conviene hacer una precisión derivada de la pregunta sobre el fundamento mismo de nuestra naturaleza escénica. Nuestro ser escénico es la consecuencia de nuestra naturaleza inacabada, del hecho de que no somos iguales a nosotros mismos, de que carecemos de una consistencia suficiente por estar atravesados por un aprieto esencial que nos impide caminar rectos y mantenernos estables. Y no podemos ir rectos porque nuestro suelo no es una superficie perfectamente asfaltada, sin huecos, sin fisuras. Nuestro paso por la vida, nuestro aparecer, es un paso tenso, un equilibrio inestable que tiene que ver con un desnivel esencial trazado entre lo que lo que pensamos ser y lo que somos, entre lo que podemos decir y lo que se le escapa a la lengua, entre lo que se deja actuar y lo que resulta irrepresentable. En la pendiente que conecta el espacio de nuestra exterioridad (de nuestra persona y su máscara) con la incógnita que sella el espacio de nuestra interioridad, el ser escénico se ve abocado a la representación de esas dos escenas, siendo precisamente esa tensión sin resolución lo que nos revela nuestra condición trágica.
Trágica porque, mal que nos pese (o bien que nos pese), nuestra tendencia a la sobrerrepresentación se verá inevitablemente truncada por un espacio que no se deja escenificar porque tiene más que ver con el sentido que con el significado, con el vacío que con el lleno de la representación. Es lo que Georges Bataille llamaba “nuestros puntos de intensidad”, el lugar donde uno sucumbe[4] por ser el lugar de un enigma esencial, de una incógnita de la que no hay actuación pero donde, en su imposibilidad de representarse, cada uno se la juega. Cada uno se la juega en la confrontación que se produce entre su parte “multitudinaria” y su “parte desértica”, por tomar de nuevo una imagen de Bataille; cada uno se la juega en esa tensión del aparecer que enfrenta lo que se deja ver con lo que se sustrae a la mirada, lo que se deja decir con lo que se resiste a la enunciación, y que es la misma, por cierto, que la tensión que funda la verdad en ese mostrarse ocultándose del que hablaba Heidegger a propósito de la aletheia griega. La máscara de la persona tiene un hueco por donde se resuena la voz hacia fuera pero también hacia dentro; por ese hueco suena el eco de lo que retumba en el ser, de lo que le convulsiona y de lo que también le hace caer, como al héroe trágico al final de su representación.
Y es que en el juego entre lo posible y lo imposible de la representación, en la dialéctica entre el actor y su máscara, se halla el sentido mismo de nuestro ser escénico y, con ello, la posibilidad de actualizar el sentido mismo de nuestros enigmas. Esta posibilidad es, además, el resorte fundador de la facultad clave de toda representación de la vida, a saber, la imaginación humana.
Pretender quitarle al hombre su camerino, su secreto, pretender volverlo completamente obsceno, supondría pues privarle de una de sus principales potencias: su actividad creadora. La imaginación es nuestra arma de invención, de crítica, de renovación; es lo que funda la emergencia toda nueva representación (individual y colectiva), lo que nos hace ser personas (repensar nuestras máscaras) y lo que hace que queramos seguir mirando; es, en definitiva, lo que mantiene abierta la función.
El riesgo del ser humano, sometido por naturaleza a una obligación escénica, es caer sin miramientos en la obscenidad. En los tiempos que corren, como decíamos, la escena (y el componente ético que la define) parece presentarse llena de desafíos. Mantenerse alejado de lo obsceno (mantener la distancia ética con respecto al éxtasis de la representación) y resistir al descaro (sostener la máscara) son quizás la garantía de que podamos seguir jugándonosla en la vida (tanto individual como colectiva). Son, en definitiva, los requisitos para que la pupila se pueda seguir dilatando y alcance una visión más luminosa de lo oscuro que se encuentra allá, en el fondo, detrás toda escena y de todo escenario.