Contenido

Acumulación, ruina y resto

Alegorías de la ciudad contemporánea
Modo lectura

“Esto huele a destrucción.” Jules Renard anotó en su Diario estas palabras que Baudelaire espetó a sus amigos en una típica tasca parisina atestada de olor a col y a sudor de camarera. El poeta, sin duda de olfato fino, llevaba en la nariz el aire decadente de un tiempo marcado por el progreso y su inevitable secuela: la atrofia de la sensibilidad y el envilecimiento de los corazones. Y es que parece que, al final de su vida, la lengua de Baudelaire sabía a catástrofe. El temblor ante un mundo que va a terminar y la rabia triste por la llegada inminente del negro absoluto fueron los últimos latidos de un espíritu cansado por el desengaño de la gran ciudad y de su musa predilecta: la masa.

El autor de Las flores del mal no fue el único en sentir el tufillo a ruina que perfumaba a la modernidad. La ciudad y las masas habían emergido como la doble cara de un proceso de incidencia política y subjetiva que tuvo al progreso como motor histórico y a la acumulación como carburante. Pero la fe en el progreso y su encarnación en la ciudad burguesa vinieron acompañadas de un abanico de sospechas que tenían que ver con la pendiente oculta de esa lógica acumulativa, unas sospechas que se vieron reforzadas por el descubrimiento del correlato psíquico de esa modernidad urbana masificada: lo inconsciente y sus derivas colectivas. Las multitudes que poblaban las calles de París despertaban en los poetas una mystérieuse influence que contaba con no pocas resonancias con el discurrir pulsional y con el sentimiento inquietante, fugitivo y extrañamente familiar del Unheimlich freudiano, ese sentirse en casa en lo ominoso, donde fantasía y realidad, horror e intimidad se confunden hasta perder sus respectivas siluetas. Las masas urbanas sugerían tanta angustia como fascinación; el riesgo inminente de la barbarie y una promesa renovada de emancipación. Eran, en definitiva, la imagen misma de la acumulación al límite del desborde. La gran ciudad que les sirvió de escena desprendía también esa particular extrañeza a través de lo que Benjamin interpretó como “formas oníricas del colectivo”: pasajes comerciales, museos, casinos, panoramas. Si el amontonamiento de mercancías en los escaparates respondía en espejo al amontonamiento de consumidores unidos por el novedoso sentimiento de existir en tanto que masa, la expresión formal de esa acumulación reflejaba una nueva mirada urbana rápidamente acomodada a la falta de contornos y al brillo informe de los nuevos espacios de goce populares. La socialización del ocio y del disfrute encarnados en estos espacios de ensueño colectivo fueron determinantes para la definitiva instalación de la imagen, lo onírico y lo sensorial (expresiones más o menos deformadas de la vida pulsional) como nuevos componentes de la fantasmagoría urbana, y así, la ciudad y sus formas se convirtieron en el escenario predilecto de la modernidad, retrato del hombre de masas.

Pero antes hablábamos de sospechas. El mal sabor de boca que tenía Baudelaire se resume en un concepto que reúne los diversos escrúpulos generados ante la idea de un progreso automático basado en una acumulación cuantitativa: la catástrofe. Su signo anunciador fue la ruina, imagen alegórica del espectáculo de una ciudad perdida y en riesgo de destrucción. De ahí que la melancolía de Baudelaire mirase hacia el pasado pero también hacia un futuro que se anticipaba como ruina universal. La incipiente precariedad de la ciudad y de su experiencia tenía entre otras cosas que ver con la sucesión febril de demoliciones de casas, edificios, iglesias y calles que dibujaban, aún de forma efímera, un paisaje urbano de ruinas. Pero las ruinas de la grande ville estaban lejos de producir el sentimiento poético que las ruinas clásicas imprimían en Diderot: las de la ciudad burguesa se preveían como “un innoble detritus de cartón piedra”[1] y se leían como el síntoma de la fe en un progreso sin riesgos y sin voluntad crítica. Frente al aura sublime de la ruina clásica que tanto fascinaba a los románticos o al mismo Freud, evocada como pocos por Piranesi o Hubert Robert, la ruina de la ciudad moderna dejaba aparecer una realidad marcada por la destrucción y la ausencia de porvenir. Por eso, la decadencia de la ciudad que encara la obra de Baudelaire coloca a la ruina como imagen dialéctica de una modernidad que bascula entre la acumulación y la catástrofe, alegoría de un presente petrificado por su propia caducidad.

La relación de Baudelaire con la ruina interesó mucho a Walter Benjamin y fue uno de los principales puntos de apoyo de su proyecto filosófico emancipador. A través de Baudelaire y de su lectura de la gran ciudad de masas, Benjamin se propuso, nada más y nada menos, que poner en evidencia al progreso. Para el autor de los Pasajes, desmitificar la ideología del progreso implicaba desvelar su intimidad con la ruina. Más aun: la intención de Benjamin pasaba por arruinar las fantasmagorías de una historia entendida como marcha progresiva e ininterrumpida hacia lo mejor, de ahí su interés por las ruinas potenciales de un tiempo, el del siglo XIX, que necesitaba ser desenmascarado para entender los entresijos de un presente convulso y evitar la catástrofe definitiva del futuro. Las sospechas del poeta a las que antes hacíamos referencia fueron leídas por Benjamin como una clara profecía de lo que el siglo XX iba a confirmar: que el crecimiento de las grandes ciudades y el desarrollo de las masas urbanas iban acompañados de la posibilidad de su propia destrucción. Y es que si el contexto de Baudelaire fue el del auge del capitalismo, el de Benjamin fue el de su consagración. El tufo que tenía el primero en la nariz terminaría por inundar una escena europea apestada de olor a gas mostaza y a carne quemada.

Por otro lado, los procesos de acumulación que habían empezado a definir el trazado de la política y de la subjetividad modernas se vieron afianzados con el desarrollo de la sociedad de consumo y la democracia de masas, trayendo consigo un cambio definitivo en las condiciones de vida y de sensibilidad del sujeto del siglo XX. El precio que el hombre moderno pagó por su sensación fue la somnolencia de la conciencia colectiva y su abandono a un sueño nuevo alentado por el capitalismo. El espacio simbólico colectivo que constituía la ciudad, orquestado por una economía productiva basada en la acumulación, pronto desveló no sólo que la catástrofe social y subjetiva temida por Baudelaire era la expresión directa del impacto de la primera en los estilos de vida del siglo XX (la neurosis, la guerra y la crisis económica funcionando como sus principales síntomas), sino que, además, la ruina era el producto de una sociedad, la moderna, incapaz de hacer frente a los requerimientos de una economía urbana construida entre el exceso y la pérdida.

De los costes psíquicos que la ciudad imponía al sujeto moderno se dieron rápidamente cuenta Freud y Georg Simmel. Ambos reconocieron la capacidad de la cultura para determinar los fundamentos sensibles del alma y el especial efecto que la vida de la ciudad producía sobre la nerviosidad de unos individuos cuya experiencia sensible quedaba enmarcada entre el amontonamiento y el shock. Este empobrecimiento de la experiencia que Benjamin denuncia a lo largo de su obra tiene precisamente que ver con la dinámica de exaltación y disociación de los sentidos a la que los viandantes de la ciudad se veían sometidos en permanencia y con una nueva percepción determinada por la necesidad de estímulos, la distracción y el traumatismo normalizado. La crítica de Benjamin se dirige así contra la alienación de unas conciencias y la automatización de unos cuerpos que, encomendados al régimen fantasmagórico del consumo y de la acumulación capitalista, se habían olvidado de hacerse cargo de su propia singularidad.

Lo que en el tiempo de Baudelaire era leído como cúmulo de ruinas potenciales de la historia termina inscribiéndose en la época de Benjamin como campo de escombros. Las primeras décadas del siglo XX confirmaron que el movimiento de la historia funcionaba al ritmo de una dialéctica sin resolución entre el progreso y la catástrofe. Con Marx como antecedente inmediato (que ya había definido la barbarie como lepra de la civilización), la crítica a esta dialéctica histórica entendida como “eterna repetición de lo mismo” fue compartida por varias de las figuras claves del tiempo moderno: desde Baudelaire hasta Benjamin, pasando por Blanqui, Freud, Georges Bataille o Adorno. La metáfora que aporta Benjamin al respecto es conocida: un ángel de la historia que, vuelto hacia el apilamiento de ruinas que deja ver el pasado, es arrastrado hacia el futuro por una tempestad a la que llamamos progreso. Aunque Benjamin utiliza la imagen del Angelus Novus de Klee en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, uno de sus últimos trabajos, el alemán venía denunciando esta tensión desde sus notas preparatorias para su obra sobre los pasajes de París, donde ya insistía en la necesidad de fundar el concepto de progreso en la idea de catástrofe. El totalitarismo, que para Benjamin llegó como continuidad histórica del capitalismo, corroboró los costes de esa dialéctica de base acumulativa y puso cara a su deriva moderna: la ruina como imagen del presente. Karl Hofer la había pintado en 1937 en un cuadro titulado Hombre en ruinas. Un anticipo del telón de fondo de las ciudades europeas que pocos años después confirmarían la tragedia de la cultura: el cuánto de la acumulación devenido un número incontable de cuerpos, de restos, de pérdidas y de voces cortadas por una historia imposible de contar. A partir de 1945, las ruinas confirmaron su valor de actualidad y el precio que la modernidad había pagado por su fe ciega en el progreso: su propia destrucción.

Rendir cuentas con los costes de esa ceguera, como hizo Hannah Arendt, requería un nuevo ejercicio de visibilidad dispuesto a mirar de frente al desastre: “nos basta con mantener los ojos abiertos para ver que nos encontramos en un verdadero campo de escombros[2]. Hofer lo volvió a pintar en 1947: la ciudad de postguerra era el paradigma figurativo de ese campo de escombros del que hablaba Arendt. Una ciudad devastada por la noche del progreso cuyas fachadas destruidas ofrecían una mueca macabra de aquello mismo que las había levantado. Mantener los ojos abiertos en la noche de las ruinas suponía pues hacerse cargo de la catástrofe y resistir a uno de sus nombres propios: el olvido. A partir de entonces, la ruina de la ciudad y su representación se convierten en testimonio del traumatismo, signo viviente de una desaparición y herramienta contra la amnesia. Fin de cualquier aura de misterio asociada a la ruina, que pierde definitivamente su carga poética y se erige como imagen de un presente destrozado y saturado de impotencia.

Pero los trozos se recogieron y se procedió a un nuevo montaje de la historia. Los 50 fueron años de reconstrucción. La ciudad volvió a convertirse en un magasin d’images et des signes y un renacido proceso de acumulación apuntaló las formas de una sociedad encomendada a la abundancia y a la generalización del consumo. El espacio urbano se recuperó como espacio de sueños, de utopías y de inspiración, y la ruina dejó lugar al deshecho como alegoría de un nuevo presente marcado por la consagración de la mercancía. El arte pop entronizó esta figura con la incorporación del objeto de consumo y sus residuos como elemento central de su ironía crítica. Lo que la sociedad urbana expulsaba era recuperado por el artista, ensamblado, acumulado y devuelto como obra de arte. Así es como la ciudad se convirtió en proveedora de un resto que se reinventaba como mercancía y el arte contemporáneo se orientó hacia la promoción de la banalidad. Ya Benjamin, siguiendo a Baudelaire, había mostrado un especial interés en eso que la ciudad construida sobre el exceso y la acumulación dejaba fuera: sus sobras, sus desperdicios. La figura del trapero encarnaba el valor de los restos de la acumulación urbana en los primeros pasos del capitalismo; más aun, el trapero mismo alegorizaba ese resto, lo que la ciudad arrojaba como deshecho, igual que el borracho, el dandy, la puta o el poeta. En los años 60, este lugar fue ocupado por el artista de una sociedad que acumulaba demasiada basura como para deshacerse completamente de ella. El Pop Art y el Nouveau Réalisme glorificaron esa estética del desperdicio que tomará el relevo a una estética de la ruina mucho más incómoda para las conciencias. Sin embargo, esta última tendrá su revancha algunos años después, cuando vuelva a ponerse de manifiesto que la cara b del progreso y de la acumulación seguía teniendo el mismo rostro desfigurado: el desastre y la pérdida.

Desde entonces y hasta ahora, la ciudad ha seguido siendo, para un lector ansioso como lo fue Baudelaire, un vasto espacio de imágenes dialécticas. Las imágenes de la ciudad heredada de la modernidad, favorecidas y reproducidas gracias al desarrollo de la fotografía documental, se dan a la mirada como un campo de conflictos en el que la tensión entre progreso y catástrofe sigue palpitando. Los distintos colapsos económicos que han arrasado ciudades y vidas en la época contemporánea han dejado a su paso un nuevo campo de escombros en el que una forma renovada de ruina define la lógica de lo urbano. Fábricas sin trabajadores, óperas sin músicos, edificios sin habitantes, carreteras sin coches, hospitales sin enfermos, aeropuertos sin aviones: un paisaje arquitectónico marcado por el abandono y lo inhabitable. La ciudad de Detroit funciona aquí como paradigma: un territorio momificado donde la ruina habla del estallido de una economía desbordada por su propia desmesura. Las fotografías que los franceses Yves Marchand y Romain Meffre tomaron de la ciudad entre 2005 y 2010 muestran la psicología de un sistema arruinado y marcado por la decadencia de una ciudad que se dibuja como un cementerio.

En coexistencia con una ruina que habla del exceso del mundo contemporáneo, encontramos otra forma de ruina que habla de su pérdida. El delirio financiero y su desastre fueron sus célebres arquitectos; España, uno de sus principales escenarios. Las llamadas ciudades fantasma que definen el ethos del paisaje urbano español, con Seseña o Valdeluz como modelos, aparecen como inmensos espectros de hormigón a medio hacer que, lejos de decir algo de los enigmas del pasado, cuentan la historia de un presente en ruptura consigo mismo. Ciudades y arquitecturas impracticables que dan cuerpo a un paisaje metafísico al estilo de De Chirico, retratos del abandono, cúmulo de vacíos deshumanizados. La actualidad de la ruina confirma así su valor contemporáneo. Pero esta actualidad no es la misma que la que definía a las ruinas de Baudelaire: las demoliciones de bloques y de casas de la ciudad del siglo XIX dejaban ver los restos de un tiempo pasado y de unas vidas con historia; desvelaban, como Gautier señalara, los misterios de unas distribuciones íntimas que habían tenido lugar. La arquitectura inacabada de la ciudad contemporánea (los bloques de edificios a medios hacer, la construcción interrumpida de urbanizaciones) no muestra ninguna intimidad porque nunca la ha acogido; ofrece espacios en los que la vida, sencillamente, no ha tenido lugar. Por esto, las ruinas contemporáneas no revelan el peso ni el paso del tiempo que tanto melancolizaban a Baudelaire, sino un tiempo desbordado, un tiempo (el de la acumulación contemporánea) superado por su falta de tiempo, por su propia aceleración, por sus excesos y sus pérdidas.

La ciudad de hoy se da a la mirada en unas ruinas que funcionan como huellas invertidas porque no hablan de lo que fue en el presente, sino de un presente marcado por lo que hubiera sido. Construcciones que nacen siendo ruinas y que funcionan, pues, como imágenes que tensan el progreso urbano con su fracaso, la acumulación con sus restos, una promesa de futuro con el incumplimiento del presente. Las ruinas contemporáneas ya no son el retrato petrificado de la lucha entre la naturaleza y el espíritu, como apuntaba Simmel, sino el del compromiso de la cultura humana con su propio descalabro. Para sentir su violencia sólo hay que mirar de frente la estampa de esas ciudades fantasmas superpobladas de grúas que, como Titanes, gobiernan un paisaje de ruinas donde lo sublime cede el paso a lo grotesco y a lo trivial como nuevas formas de la experiencia urbana[3]. Ahora no es la naturaleza la que se venga de los abusos de la cultura; es la cultura (y su principio renovado de acumulación) la que delata sus excesos y se traiciona a sí misma. El ángel de Benjamin no necesitaría hoy volver la vista atrás para encontrarse una pila de ruinas. Una mirada al frente le devolvería el mismo paisaje.

Este paisaje hecho de ruinas ha ratificado también la lógica del resto que trajo consigo la sociedad de consumo de los años 50 y 60. La ciudad ha multiplicado sus sobras y, en consecuencia, ha sofisticado sus mecanismos de expulsión y de recogida de deshechos. La acumulación de suburbios y de villas miseria, donde la vida y la basura conviven a partes iguales, alegorizan el nuevo resto del espacio urbano contemporáneo, lo que ya no le cabe a la ciudad porque, si lo hiciera, la reventaría por completo. A los restos vacíos que representa la arquitectura del abandono de la que venimos hablando (lo que la ciudad no ha podido incorporar sino como ruina), se le suman los restos llenos que ocupan las barriadas o los guetos, ruinas sublimadas de la urbanidad contemporánea. Es lo que Jean-Luc Nancy ha llamado parodias de lugares: el fuera-de-lugar como lugar de vida que encontramos en megalópolis como México, Buenos Aires, Madrid, Londres o París, por citar solamente algunos ejemplos[4]. Ciudades que, a la vez que estiran sus límites para dar cabida a los despojos que ha dejado la vorágine de un progreso basado en la especulación acumulativa, contraen su espacio con formas de lo inhabitado, monumentos sin memoria porque no hacen referencia a ninguna historia.

Al estar exentas del aura del pasado (no evocan encantos que se fueron, parafraseando a Joyce), las ruinas contemporáneas pierden definitivamente la poética que sobrecogía a Diderot. Su contemplación no se acompaña del sentimiento sublime de soledad y silencio que despierta el sentido de la distancia (no tienen manto afectivo alguno; han perdido el aspecto enigmático que fascinaba a los surrealistas); su ser próximo, su coexistencia, su haberlas visto nacer, hacen de las ruinas contemporáneas, para nosotros, un síntoma sin solemnidad que pide a gritos una política que las desenmascare. Una política que recobre sus derechos y abandone su propia situación de vestigio, efecto de la lógica neoliberal que marca el tono del mundo contemporáneo. Una política que recupere la ciudad como espacio de lo común sin restos y deje fuera de lugar a lo inhabitable que representan sus ruinas. Esto implicaría (sacar a la política de su ruina) responder con una política de la ruina que enfrente a lo político con la economía del exceso y de la desfiguración, que sea capaz de evitar que la ciudad toda se convierta en una parodia de lugar y que la catástrofe sea la crónica de un presente que no supo anticiparse a su propia derrota. Una política de la ruina que, lejos de rentabilizar su existencia a su favor (desbaratando con exigencias suicidas las condiciones de vida de los ciudadanos o reforzando los dispositivos de vigilancia y de control), sea sensible a su valor anunciador.

Convendría pues darle un nuevo eco a las sospechas baudelaireanas y afinar el olfato para sentir lo que sigue quedando de ese olor a destrucción que le picaba en la nariz al poeta. Parece que nos hemos acostumbrado a mirar de frente a esas figuras de lo intolerable, seducidos y anestesiados por unos efectos hipnóticos que son réplica de aquellos que atrapaban al espectador de las primeras formaciones de masas modernas. Parece que, en definitiva, hemos perdido la capacidad de mirar la ciudad con la inocencia, la errancia y la sorpresa de los ojos de la infancia, aquellos que los surrealistas quisieron recuperar para una experiencia auténtica de la ciudad. Por eso cabe preguntarse si devolver la mirada auténtica a la ciudad no significaría devolver al sujeto que la habita su desconcierto, esto es, la posibilidad de la experiencia. Si no exigiría dejar de pasar de largo ante el engendro de ruinas y de sobras que trazan el plano de la ciudad contemporánea y hacer un esfuerzo por restaurar un punto de vista que tome posición a su encuentro, que las saque de su valor de rutina estética, que nos desacostumbre. Y si todo este trabajo de la sensibilidad no requeriría, antes que nada, desmantelar los falsos encantos de la acumulación neoliberal, ponerla en evidencia y, en definitiva, arruinarla. Ésta sería la versión positiva del trabajo de la ruina: sacar a la ciudad de su propio padecimiento poniéndola frente a frente con su propia desfiguración para, desde ahí, invertir su cara trágica y devolverla a un escenario saneado de escombros.

 

La foto de portada es de la autora del artículo: Litoral galego, 2016.
Las tres siguientes son de Yves Marchand & Romain Meffre: The Ruins of Detroit (2005-2010), proyecto publicado como libro por Steidl, 2013. © Yves Marchand & Romain Meffre / Polka Galerie, Paris / Tristan Hoare Gallery, London / Galerie Fontana Fortuna, Amsterdam / Gun Gallery, Stockholm
Las dos últimas son de Gabri Solera: Seseña (New Topographics, Terrain Vague), 2012. © Gabri Solera.

 

[1] Benjamin, W., Paris, capitale du XIXe siècle, Paris, Éditions du Cerf, 1989, p.113.

[2] Arendt, H. De l’humanité dans de ‘sombres temps’. Réflexions sur Lessing (1959), trad. B. Bassin et P. Lévy, Vies politiques, Paris, Gallimard, 1986, p.19. Citado por Didi-Huberman, G. Peuples exposés, peuples figurants. L’Oeil de l’histoire, 4, Paris, Éditions de Minuit, 2012, p.27.

[3] “Quizás lo técnico no sea otra cosa que el destino de lo sublime en estos tiempos de destrucción generalizada: lo trivial de la destrucción”. Ángel González, Arte y Terror, Barcelona, Sd editions, colección Mudito & Co, 2008. p. 21.

[4] Nancy, Jean-Luc, La ciudad a lo lejos, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2013.