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Conocimiento carnal

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Cézanne escribía que no había carne en las ideas. Pues ya que mis últimas afinidades electivas giran en torno al cuerpo, centrémonos en la carnalidad. Y la verdad es que lo miro, lo pienso y hasta en ocasiones le dejo hablar. Y para llegar a escucharlo, hay que dejar de lado el pudor. En la primera de las ocho peleas que componen Mis escenas de lucha (Mes séances de lutte, 2013), la última película de Jacques Doillon, de la boca del protagonista sale la palabra “amor”. La protagonista le recrimina que de su boca esa palabra suene obscena. Y sí, obsceno, el lenguaje verbal y no el tacto, la lucha, la piel y el sexo. Tantos años hablando y estudiando el idioma y me doy cuenta que soy más ducha en otros lenguajes. Incluso el otro día mi duermevela me ofreció la emoción de verme compositora. El sueño me mentía, porque me levanté y la hermosa composición se evaporó, pero positiva como me siento lo tomo como el aviso de una posibilidad. Durante el resto del día me seguía mintiendo cuando pensaba, así que he llegado a la conclusión de que mi lenguaje corporal es el único que no me miente. Y le atiendo. Por ahora es el más inmediato y barato y el que me procura mayores satisfacciones.

Y me he puesto a bailar. Sírvanse unas tazas de contacto corporal en estos tiempos de mordazas. Estoy probando eso del lindy hop, que es el baile correspondiente a la música swing. Aquí es necesario seguir el flujo de la comunicación corporal. Se trata de que dos cuerpos interactúen cargados de energía y juntos lleguen a cierta armonía. Aunque se baila a dos y uno lleva el rol de leader y el otro de follower, así se les llama, es un campo centrífugo, es una interacción con adaptaciones constantes, intuiciones; lecturas en definitiva a través del contacto y de la piel. Este contacto es la mejor terapia que se pueda hacer. El cuerpo es un buen lugar desde el que pensar y descubrirnos para incorporar al otro. “Si las personas pueden bailar juntas, pueden vivir juntas” es la gran frase que escuchamos en Five days to dance (Rafa Molés, Pepe Andreu), película con lento pero seguro recorrido donde un par de bailarines, él holandés y ella vasca, propone a un grupo de jóvenes bailar juntos montando una coreografía durante cinco días. Los jóvenes, que están construyendo su identidad en una sociedad etiquetadora, con una exclusiva rigidez estética y con la exigencia de la productividad, tienen la oportunidad de descubrir que todos sin excepción pueden bailar, que cada uno de ellos es válido sin más.

Al tiempo que me introduzco en eso del lindy hop, otros de mi alrededor se introducen en eso llamado contact improvisation. El lindy hop nació tanto de movimientos improvisados de las danzas africanas como de ciertas estructuras de danzas europeas y lo hizo en el barrio de Harlem, en Nueva York. A día de hoy se trata de improvisar sobre la base de unas rutinas y pasos aprendidos. El contact improvisation va más allá. Es una práctica, un experimento, una invitación a participar. Aquí no hay roles a seguir y hay mil maneras de ponerla en práctica ya que la expresión corporal es única y diversa. Más que de una lectura atenta, de lo que se trata es de una sensibilidad activa. De cada acción que se realiza, varias reacciones iguales u opuestas son posibles. Ahí está la improvisación. La información se pierde si no estamos en contacto así que los cuerpos se rozan, se apoyan, se elevan, se sostienen, reciben y dan energía. Es pasar de deambular por la vida a mostrarte y sentir sin pudor. Se apela a las zonas reflejas inconscientes del cuerpo más que a las conscientes y sobre todo al placer de moverse y bailar con alguien de manera espontánea.

Mientras estaba viendo los cuerpos de Mis escenas de lucha, pensé en el contact improvisation. Probablemente sin saberlo, Jacques Doillon, el director, ha puesto esta práctica en ficticia carne fílmica. Se trata de seguir o resistir el flujo de la comunicación y de pedir una respuesta inmediata ante los lanzamientos o recogidas del cuerpo del otro. Para llegar a un buen entendimiento, al sexo, al amor, al autoconocimiento, son los cuerpos los que dialogan. Lo afectivo también pasa por el contacto entre los cuerpos: roce, lucha y unión. El personaje de ella (no hay nombres propios en la película) es el que propone las luchas, única manera posible de relacionarse visto su recorrido familiar. A su padre ni le llamaba papá, ni le llamaba por su nombre, solamente tú. Ante el vacío del padre, necesita el contacto, sublimar la tensión con su familia. Son dos energías que se escuchan, se nivelan, se adaptan, se revuelven dándose réplicas orgánicas. Las luchas que acometen son su propia reconstrucción. En ellas hay que dejarse llevar, confiar, entregarse y así se llega a la reconstrucción personal.

Como un esqueje más de esta cadena de carnalidades apareció el texto y sentido de la canción Hombre y pulso de De La Purissima: “Mi familia no me acepta porque me gusta jugar con mi hombre que me adora y le gusta improvisar. Los que dicen que el amor y la violencia no se llevan yo les digo que no es cierto, que el placer es superior. El deseo, la lujuria y la vida conyugal se potencian con la fuerza si se sabe controlar”. Serviría la canción como una especie de prólogo para la película junto con la imagen de Lutte d’amour de Paul Cézanne, aunque esto último no es propuesta mía, ya que de este cuadro es de donde surgió verdaderamente el guión para Mis escenas de lucha.

Existe un crescendo de confianza y conocimiento corporal en esas ocho peleas de los protagonistas de la película de Doillon. La necesidad de rodar cronológicamente las escenas era evidente. Es, aunque en otra escala mucho menor, como la evolución histórica de la práctica del contact improvisation que vemos en Fall After Newton (1983). Steve Paxton, el padre de esta práctica, nos muestra en una serie de vídeos su evolución durante once años desde el año 1972 a través de una de sus figuras más importantes, la de Nancy Stark Smith.

Tanto el contact improvisation como el lindy hop aparecieron en épocas de crisis durante el siglo XX. El lindy hop lo hizo en los años 30, los años de la depresión. El contact improvisation en los 70, años de gran recesión que no es sino depresión en lenguaje más pulido. La gente necesitaba escapar de la cruda realidad. Surgen en esos momentos prácticas artísticas donde el cuerpo humano es el instrumento fundamental. Mandar sobre el propio cuerpo cuando desde fuera te bloquean es parte de una rebelión ante el panorama político y social y la danza probablemente sea la terapia más antigua. En tiempos de crisis surgen brotes de este tipo: de necesidad de piel, de la nuestra y de la de los demás sobre todo. Ansias de comunicación reales. De conocimiento carnal. El tocar como prueba de existencia. Sobre todo el contact improvisation aparece como un motivo de confiar en el otro y cooperar. Ahora parece que estamos en ese estado. Si el lindy hop y el contact improvisation aparecieron con cuarenta años de diferencia, tras otros cuarenta años nos vemos conviviendo con ambos.

Nuestra crisis actual reúne las crisis anteriores y las de su propio tiempo. Vivimos la incongruencia de estar cada vez más conectados pero en desconexión corporal. De ahí la búsqueda de estos bailes en conexión. Nuestro panorama es el de la urgencia de la posesión y la exigencia de un crecimiento económico imperioso cuando se sabe que es imposible e ilógico. Respiramos obligaciones de productividad, por eso buscamos vivencias, la sensación y emoción del proceso. El cuerpo se convierte en la gran voz si resulta que nos amordazan. Por eso lo liberamos de capas, lo desnudamos y nos expresamos con él. Por eso, porque es lo último que nos pueden quitar es necesario que viremos hacia el cuerpo sensitivo y comunicador. Hemos de dejar atrás la exigencia corporal a la que nos vemos sometidos. El cuerpo deseable, productivo y reproductivo tiene que dejar de ser el hegemónico y el único válido.

Pero nos faltaba la gran y última lanza por el contacto físico: el sexo, que también es baile y otra manera de expresarse. A través de la carne podemos llegar a gestionar nuestros afectos, porque el cuerpo y el deseo no pueden estancarse. Es otro ejercicio de autoconocimiento que debemos explorar. La pareja protagonista de Mis escenas de lucha no es pareja como tal ni tampoco la pareja de Intimidad (Intimacy, Patrice Chéreau, 2001), película que se me presentó de inmediato. En ambas se nos escamotea el punto de partida físico de la pareja. La primera empieza a jugar en torno a ese primer encuentro físico fallido y la segunda no hace en ningún momento mención alguna. El deseo primario sin contexto alguno es el que viven los protagonistas de Intimidad. Por no haber, no hay ni nombres propios cuando ya han establecido sus encuentros sexuales los miércoles. Disfrutar del sexo per se. Ahí también somos. Solo nos queda ser generosos con el cuerpo, porque así lo seremos con todo lo demás. Tenemos que concentrarnos en la carnalidad. Esa es la clave. No tocar es como no pensar. Porque mi última afinidad electiva de la que sacaremos partido práctico ha sido la historia de una mujer a través de un libro muy carnal. El arte del placer, de Goliarda Sapienza, debilita “el miedo de la búsqueda, de la experimentación, de la sorpresa, de la fluidez de la vida”. Ahora lo que toca es que el verbo se haga carne.

 

De arriba abajo, la escena del baile de Simple Men, película de 1992 de Hal Hartley; detalle del Lucha del amor, de Paul Cézanne; una pareja bailando en los últimos años 20; fotograma de Mis escenas de lucha, de Jacques Doillon; Joséphine Baker bailando.