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Cómo perder el tiempo en internet

Crónica de la visita de Kenneth Goldsmith a Buenos Aires
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Son las once de la mañana de un lunes de finales de noviembre en Buenos Aires, pero la ciudad no acaba de entregarse a la primavera. Kenneth Goldsmith llega al Museo de Arte Latinoamericano sin dormir, y aun así luce de lo más elegante, como un verdadero dandy. No tarda en descalzarse. Tiene 54 años, mujer e hijos. Ha estado toda la noche bailando en un garito de Palermo, un barrio porteño herido por la gentrificación, que a estas alturas podría estar en cualquier ciudad del mundo. Poeta, ensayista, fundador de Ubuweb —el mayor archivo digital de arte de vanguardia—, se encuentra en la capital argentina para promocionar el libro, publicado por la editorial Caja Negra, Escritura no-creativa. Gestionando el lenguaje en la era digital. Esta es precisamente la asignatura que dicta en la Universidad de Pensilvania, donde penaliza a los estudiantes por ser originales, sinceros y creativos. También dirige workshops, como éste al que estamos a punto de asistir, en los que se trata de perder el tiempo en Internet, algo que en realidad solemos hacer en soledad, una suerte de onanismo. A pesar de que todos nos consideramos alumnos avezados en la materia, nos presentamos expectantes a la cita.

Cuenta Goldsmith que la idea de hacer este taller se le ocurrió como respuesta ante la frustración que sentía cada vez que se enfrentaba a los infinitos reproches que se le hacen a Internet por volvernos más tontos. Él dice sentir justo lo contrario. Nunca antes habíamos leído y escrito tanto, aunque leamos y escribamos de otro modo: cortando, pegando, twitteando y retwitteando, comentando y compartiendo estados de Facebook, whatsappeando, redactando mails... Hasta ahora, todo ello, resultado de la revolución digital en nuestras vidas, no se había reconocido como literatura. Tal es la parcela que ha logrado conquistar en el competitivo terreno académico estadounidense.

Astuto y carismático, exuma un entusiasmo propio de la lejana e ingenua posmodernidad, y en cierto sentido se lanza sin reservas a los brazos de este nuevo mundo, atravesado en lo más hondo por la tecnología. Sabe de sus males —la colaboración eterna con la máquina, la sumisión voluntaria e inconsciente—, pero entiende que la revolución es irrevocable, como el destino. Aunque como todo relato que asume la premisa del destino, no deja mucho lugar a la libertad: estamos muy equivocados, sostiene, si creemos que podemos controlar la información en Internet. El rumor y la distorsión son los nuevos mecanismos de construcción de la verdad. Atrás queda la certeza cartesiana como criterio, el cogito como pilar de la subjetividad. Hoy en día, la sentencia constitutiva de la modernidad podría traducirse por un “clickeo, ergo existo”, algo que la sociología de mercado descubrió hace tiempo, pero que todavía no había llegado al espacio literario.

El profeta de la nueva tierra de Internet da la primera consigna. Nos indica que nos acerquemos al frente del auditorio con nuestros ordenadores. Algunos lo colocamos al borde del escenario, y nos quedamos frente a éste, custodiándolo como si se tratara de nuestro bien más preciado. Quizá sea porque ahí reside, en el historial que se va acumulando lineal y sucesivamente, como nos iluminará el gurú a lo largo de la sesión, nuestra identidad. Otros sientan la máquina con la pantalla abierta en la primera fila. La imagen, sin duda, resulta inquietante. Nos dice que vayamos a Facebook. Una vez allí, todos actualizamos nuestro perfil con el mismo estado, que previamente hemos acordado entre los asistentes: “Nos ponemos promiscuas con Kenneth Goldsmith”. Nos anima a comentarnos entre nosotros, a likearnos, a compartirnos. Hay una persona que no tiene cuenta y no puede hacer el ejercicio. La respuesta es un reproche categórico: “Hoy es una obligación estar en Facebook”. ¿Se trata de una nueva máxima ontológica, estamos “arrojados” a Facebook? Aun así, el propio Goldsmith, en estos momentos, tiene cerrado su perfil debido al escándalo que generó uno de sus poemas. En realidad, sus versos procedían del informe de la autopsia practicada a un joven negro asesinado por la policía. Tomó el material y lo reordenó: “Lo volví literario”, explica. “Soy un hiperrealista”, se confiesa.

El siguiente ejercicio es un llamado a la transgresión. Nos invita a pasear por las máquinas ajenas, a abrir todo lo que queramos: el mail, el Facebook, los documentos, las fotografías, el skype, los vídeos porno... Todo es todo. Libertad absoluta de intromisión. Ese es el mandamiento. La única regla es no cerrar ni modificar ninguno de los archivos. En un primer momento nos sentimos incómodos. Nos acercamos a los ordenadores desconocidos con respeto, sigilosos, a sabiendas de que, a pesar del consentimiento del propietario, y de exponernos nosotros mismos a tal profanación, estamos a punto de quebrantar el dogma de la intimidad. No podemos evitarlo, es parte de nuestro legado judeocristiano. Casi todos hemos nacido analógicos, pero no cabe duda de que moriremos digitales. La excitación frenética del click no tarda en apropiarse de nosotros. Esto es una orgía. Un saqueo. Una fiesta para la pulsión.

Damos un paso más allá después de haber puesto nuestro mundo más íntimo en manos de extraños. Ahora la consigna consiste en dejar Facebook abierto e ir deambulando entre los ordenadores, actualizando estados indiscriminadamente, con lo primero que se nos pase por la cabeza, apropiándonos del muro ajeno. Por un momento, somos amos del relato del otro. El ejercicio, por supuesto, surte efecto al instante. Empezamos a recibir mensajes y llamadas de nuestros allegados. ¿Estás bien? ¿Te han hackeado la cuenta? ¿Por qué estás colgando cosas tan raras...? Después, siguiendo la misma dinámica, nos dedicamos a postear vídeos en los perfiles de gente de la que ni siquiera somos amigos. Hasta que llega un play al unísono y se produce el delirio acústico.

En la recta final del seminario invita a una voluntaria a subir al escenario y leernos el historial de su ordenador de esa misma mañana: un ejercicio en principio distante y objetivo que resulta en una escena de lo más emotiva. Una chica, a partir de sus huellas digitales, acaba contando su vida ante todos nosotros, completamente desconocidos (se ha separado hace poco de una relación muy larga, no está acostumbrada a pensar de a uno, busca casa…). Luego nos insta a contar cómo construimos nuestras contraseñas. Es curioso ver los mecanismo de camuflaje de cada uno, el modo en que imaginamos aquello que creemos que nunca van a descubrir. Una editora, por ejemplo, frente a toda previsión, siempre usa palabras con faltas de ortografía. Y en un último ejercicio, llama al estrado a una participante a perder el tiempo en internet ante todos nosotros, proyectándose en la gran pantalla a su espalda, como un inmenso espejo, cada uno de los movimientos en su ordenador: abre Facebook, pone una canción de Die Antwoord en youtube, busca el precio de un calentador...

Ahí estamos, escribiéndonos, distraídos, a cada click.

 
Fotos: GUYOT / prensa Museo MALBA.