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Cómo convertirte en tu propio padre
Y otras respuestas de Jodorowsky
En algún rincón de la ciudad de Madrid, un día de estos, el día menos pensado, un hombre de mediana edad se vestirá con un traje de su padre —y su padre es un hombre que se acaba de jubilar— y se tumbará en la cama rodeado de velitas temblorosas y trascendencia. Tendrá que aguantar tres horas de esta manera, agarrado a la idea fija de que su padre ha muerto y dándole vueltas a esa imagen —«mi padre ha muerto, mi padre ha muerto»—, y cuando se cumpla el plazo, ¡alehop!, no tendrá más que levantarse y comprobar que se ha quitado un buen peso de encima. Tres horas es muy poco tiempo en la vida de un hombre, y no es casi nada si lo comparamos con la eternidad o con el tiempo que ha pasado desde el último Big Bang hasta ahora, y sin embargo es mucho tiempo para pensar en una sola cosa y, de hecho, bastan un par de segundos para imaginar que una persona ha muerto, incluido el padre. Así que es muy probable que durante las dos horas y cincuenta y nueve minutos y cincuenta y ocho segundos restantes nuestro hombre sucumba a la tentación de preguntarse: «¿Qué hago aquí?», «¿por qué hago esto?», y también encontrará tiempo para contestarse: «Hago esto porque me lo ha dicho Jodorowsky».
Pero todo esto ocurrirá en un futuro más o menos cercano —un día de estos— y ahora es ahora, y ahora este hombre de mediana edad no lleva ningún traje de su padre sino una camiseta verde y un anorak y una especie de riñonera, y es una de las quinientas personas que han venido a escuchar a Alejandro Jodorowsky en la Casa del Lector (Matadero, Madrid: las aguas negras y lentas, casi inexistentes, del río Manzanares forman un rumor de niebla otoñal).
—Estás gordito —le dice Jodorowsky—. ¿Tu padre es voluminoso o flaco?, ¿tienes algún traje de tu padre?
—Lo puedo conseguir —dice el hombre de mediana edad.
Lo cual demuestra que el hombre de mediana edad va en serio. Jodorowsky también va en serio. El hombre le ha explicado su problema y Jodorowsky le ha dado una solución. Jodorowsky está subido en un estrado y tiene una silla como las de los monologuistas, casi testimonial. A veces se sienta, pero cada vez que tiene una idea —es decir, todo el tiempo— tiene también el impulso de levantarse, de modo que casi nunca llega a estar plenamente sentado. Antes del turno de preguntas, Jodorowsky ha explicado su cosmovisión, ha sustanciado su propia existencia en unos cuantos párrafos y ha hablado sobre el cuento como género y como tabla de salvación personal (ha venido a promocionar un libro de cuentos). A la gente le ha parecido bien, todo el mundo ha celebrado sus frases, sobre todo cuando incluían alusiones al sexo y a la liberación sexual, pero —¡qué demonios!— al final lo más divertido son siempre los problemas de la gente, en las charlas de Jodorowsky como en la vida:
—Mi padre se jubila y esa misma semana yo hago que me despidan del trabajo —dice el hombre de la camiseta verde—. Y ahora no encuentro trabajo, pero yo creo que es porque estoy saboteando la búsqueda de otro trabajo.
Entonces Jodorowsky, ¡ajá!, le empieza a explicar al hombre que todo lo que le ocurre le ocurre —¿por qué nos pasa lo que nos pasa?— porque su padre no le dio todo lo que él esperaba cuando era niño, y da la impresión de que el hombre ya lo sabía. No parece muy sorprendido, dice que sí con la cabeza, mueve el micrófono hacia los lados.
—Tienes que convertirte en tu propio padre —le dice Jodorowsky, y luego le propone el ritual del traje y las tres horas, las velitas y el padre muerto.
El turno de preguntas, esa acostumbrada eternidad donde el silencio y el vacío y las ganas de salir pitando lo llenan todo, se hace esta vez demasiado corto. ¡Milagro, milagro! Falta tiempo, sobran preguntas: esto es el mundo al revés. Se levantan muchas manos pero no habrá tiempo para todas. Los de las últimas filas se pierden por el camino en la lucha por la vida. No sirve de nada insistir, mover los brazos igual que unos náufragos a la deriva o hacer muecas. Jodorowsky se fija en aquellos que tiene más cerca, posa su dedo sobre una línea imaginaria que acaba en la cabeza del elegido, entonces el micrófono vuela por el éter hasta llegar a sus manos (las manos del elegido), y la pregunta se hace cuerpo:
—Tengo unas dolencias en el coxis y en el sacro, creo que es una cosa genética.
—¿Cómo te llamas?
—Micaela.
Micaela le dice a Jodorowsky el nombre y número de todos sus hermanos, los nacidos y los que no llegaron a nacer. Jodorowsky encuentra que muchos de esos nombres están repetidos y dice:
—Bueno, yo no soy curandero, pero es verdad que, psicológicamente, un dolor aquí —se lleva la mano a la rabadilla— nace por una situación de humillación, o por un trabajo no satisfactorio.
Micaela le explica a Jodorowsky que en estos momentos no tiene trabajo y Jodorowsky le pregunta por qué, y entonces se abre una gran balsa de aire por encima de las cabezas de la gente, porque estamos en el año 2015 y nadie le pregunta a nadie por qué no tiene trabajo, igual que nadie le pregunta a nadie por qué la lluvia se precipita de arriba abajo y casi siempre en vertical, a lo mejor en diagonal, pero nunca de abajo arriba. Son cosas que pasan. Pues bien, resulta que Micaela no tiene trabajo —ni satisfactorio ni frustrante— porque está desarrollando unas nuevas habilidades y lo que quiere es trabajar en ellas. ¡Todo está solucionado! El lumbago que tiene ahora Micaela, explica Jodorowsky, son los restos de una situación anterior y desaparecerá cuando empiece a trabajar en algo que guarde relación con sus nuevas habilidades.
—¿Cómo podemos desarrollar el rebe? –pregunta un joven con voz de ruiseñor, también en las primeras filas.
El rebe es un ente metafísico que se instaló hace años entre los hombres de la familia Jodorowsky. El rebe está y no está, o está sin estar y, por lo que explica el propio Jodorowsky, es algo parecido al tao:
—Si ves un rebe, es que no es tu rebe.
Pero no todo es cuestión de rebes, metafísicas y muertes del padre. El muchacho, siguiendo un consejo de Jodorowsky, se alivió una vez las hemorroides con arcilla verde y quiere darle las gracias por ello. Él podría estar toda la noche preguntándole cosas a Jodorowsky, pero hay poco tiempo y sólo queda una pregunta.
Una chica joven y extranjera:
—Yo soy muy joven, no tengo esposo ni nada concreto…
Jodorowksy la interrumpe para decirle que no es tan joven —su edad administrativa es de veinticuatro años— y le recuerda que para llegar adonde ella está han tenido que pasar unos doscientos millones de años. Bien, lo que la chica quiere saber es cómo ser feliz, sobre todo cuando se tienen tantos años como tiene ahora Jodorowky —ochenta y seis—, y Jodorowsky le recomienda que se deshaga del yo, y de los deseos, es decir, que le quite el yo y el quiero a la frase Yo quiero felicidad, tal y como aconsejaba Buda.
—¡Ahora sólo tienes felicidad!
Aplausos, ovación cerrada, gritos de ¡Bravo!
Cuando todo termina, Jodorowsky se baja del estrado y avanza por un pasillo y es como una antorcha que atraviesa la noche de Mongolia Exterior y traza una diagonal de luz. Deja tras de sí una estela de admiradores, organizadores-del-evento y empleados consulares que miran a los lados con una sonrisa congelada. Pero la reunión no se destruye, sino que se transforma, y se expande hacia un vestíbulo donde la gente hace cola para que Jodorowsky les firme un libro. Los que han levantado la mano pero no han podido preguntar, compartir, buscar una solución a un problema concreto, suspiran y se miran los párpados y llevan escritas en la frente las palabras más tristes: «Pudo haber sido».
—Hola, ¿te puedo hacer una pregunta?
—…
El interpelado es un treintañero con barba —todos los treintañeros con barba se parecen, en realidad todos los treintañeros tienen barba, al menos en el Matadero— y ha venido con otros dos treintañeros con barba o pleonasmos. Hace cinco minutos estaba pidiendo el micrófono como un loco y, aunque finalmente no ha podido hacer la pregunta, es obvio que esa pregunta existe y forma parte de esta historia. El relato de lo que ha ocurrido aquí esta tarde noche quedaría incompleto sin su pregunta. Sería sólo la parte visible de la historia. En una buena historia hay que contar lo que se ve y lo que no se ve: lo que ocurrió pero también lo que no ocurrió.
—¿Qué pregunta ibas a hacer?, ¿qué es lo que le querías decir a Jodorowsky y no has podido decirle?
—…
No hay respuesta a la pregunta, el treintañero con barba sonríe y mueve el mentón de izquierda a derecha, y eso es en realidad lo que debe ocurrir para que la historia, aunque incompleta, sea infinita: ahora que su pregunta no es una pregunta concreta —sobre el coxis, sobre el rebe o sobre cómo liquidar al padre— sino una pregunta abierta y sin cifrar, puede ser cualquier cosa: una pregunta sobre fútbol, sobre cómo resucitar a la madre o sobre la alegría de vivir. La no-pregunta del pleonasmo con barba es todas la preguntas y lo que Jodorowsky no llegará a responder —porque no se lo han preguntado— es la respuesta a todas las preguntas y, entretanto, al otro lado del Matadero, el rumor otoñal del río cristaliza en una fina película de agua casi helada que asciende —llueve de abajo arriba— hasta el puente de Legazpi: pronto llegará el invierno.
Cómo convertirte en tu propio padre
En algún rincón de la ciudad de Madrid, un día de estos, el día menos pensado, un hombre de mediana edad se vestirá con un traje de su padre —y su padre es un hombre que se acaba de jubilar— y se tumbará en la cama rodeado de velitas temblorosas y trascendencia. Tendrá que aguantar tres horas de esta manera, agarrado a la idea fija de que su padre ha muerto y dándole vueltas a esa imagen —«mi padre ha muerto, mi padre ha muerto»—, y cuando se cumpla el plazo, ¡alehop!, no tendrá más que levantarse y comprobar que se ha quitado un buen peso de encima. Tres horas es muy poco tiempo en la vida de un hombre, y no es casi nada si lo comparamos con la eternidad o con el tiempo que ha pasado desde el último Big Bang hasta ahora, y sin embargo es mucho tiempo para pensar en una sola cosa y, de hecho, bastan un par de segundos para imaginar que una persona ha muerto, incluido el padre. Así que es muy probable que durante las dos horas y cincuenta y nueve minutos y cincuenta y ocho segundos restantes nuestro hombre sucumba a la tentación de preguntarse: «¿Qué hago aquí?», «¿por qué hago esto?», y también encontrará tiempo para contestarse: «Hago esto porque me lo ha dicho Jodorowsky».
Pero todo esto ocurrirá en un futuro más o menos cercano —un día de estos— y ahora es ahora, y ahora este hombre de mediana edad no lleva ningún traje de su padre sino una camiseta verde y un anorak y una especie de riñonera, y es una de las quinientas personas que han venido a escuchar a Alejandro Jodorowsky en la Casa del Lector (Matadero, Madrid: las aguas negras y lentas, casi inexistentes, del río Manzanares forman un rumor de niebla otoñal).
—Estás gordito —le dice Jodorowsky—. ¿Tu padre es voluminoso o flaco?, ¿tienes algún traje de tu padre?
—Lo puedo conseguir —dice el hombre de mediana edad.
Lo cual demuestra que el hombre de mediana edad va en serio. Jodorowsky también va en serio. El hombre le ha explicado su problema y Jodorowsky le ha dado una solución. Jodorowsky está subido en un estrado y tiene una silla como las de los monologuistas, casi testimonial. A veces se sienta, pero cada vez que tiene una idea —es decir, todo el tiempo— tiene también el impulso de levantarse, de modo que casi nunca llega a estar plenamente sentado. Antes del turno de preguntas, Jodorowsky ha explicado su cosmovisión, ha sustanciado su propia existencia en unos cuantos párrafos y ha hablado sobre el cuento como género y como tabla de salvación personal (ha venido a promocionar un libro de cuentos). A la gente le ha parecido bien, todo el mundo ha celebrado sus frases, sobre todo cuando incluían alusiones al sexo y a la liberación sexual, pero —¡qué demonios!— al final lo más divertido son siempre los problemas de la gente, en las charlas de Jodorowsky como en la vida:
—Mi padre se jubila y esa misma semana yo hago que me despidan del trabajo —dice el hombre de la camiseta verde—. Y ahora no encuentro trabajo, pero yo creo que es porque estoy saboteando la búsqueda de otro trabajo.
Entonces Jodorowsky, ¡ajá!, le empieza a explicar al hombre que todo lo que le ocurre le ocurre —¿por qué nos pasa lo que nos pasa?— porque su padre no le dio todo lo que él esperaba cuando era niño, y da la impresión de que el hombre ya lo sabía. No parece muy sorprendido, dice que sí con la cabeza, mueve el micrófono hacia los lados.
—Tienes que convertirte en tu propio padre —le dice Jodorowsky, y luego le propone el ritual del traje y las tres horas, las velitas y el padre muerto.
El turno de preguntas, esa acostumbrada eternidad donde el silencio y el vacío y las ganas de salir pitando lo llenan todo, se hace esta vez demasiado corto. ¡Milagro, milagro! Falta tiempo, sobran preguntas: esto es el mundo al revés. Se levantan muchas manos pero no habrá tiempo para todas. Los de las últimas filas se pierden por el camino en la lucha por la vida. No sirve de nada insistir, mover los brazos igual que unos náufragos a la deriva o hacer muecas. Jodorowsky se fija en aquellos que tiene más cerca, posa su dedo sobre una línea imaginaria que acaba en la cabeza del elegido, entonces el micrófono vuela por el éter hasta llegar a sus manos (las manos del elegido), y la pregunta se hace cuerpo:
—Tengo unas dolencias en el coxis y en el sacro, creo que es una cosa genética.
—¿Cómo te llamas?
—Micaela.
Micaela le dice a Jodorowsky el nombre y número de todos sus hermanos, los nacidos y los que no llegaron a nacer. Jodorowsky encuentra que muchos de esos nombres están repetidos y dice:
—Bueno, yo no soy curandero, pero es verdad que, psicológicamente, un dolor aquí —se lleva la mano a la rabadilla— nace por una situación de humillación, o por un trabajo no satisfactorio.
Micaela le explica a Jodorowsky que en estos momentos no tiene trabajo y Jodorowsky le pregunta por qué, y entonces se abre una gran balsa de aire por encima de las cabezas de la gente, porque estamos en el año 2015 y nadie le pregunta a nadie por qué no tiene trabajo, igual que nadie le pregunta a nadie por qué la lluvia se precipita de arriba abajo y casi siempre en vertical, a lo mejor en diagonal, pero nunca de abajo arriba. Son cosas que pasan. Pues bien, resulta que Micaela no tiene trabajo —ni satisfactorio ni frustrante— porque está desarrollando unas nuevas habilidades y lo que quiere es trabajar en ellas. ¡Todo está solucionado! El lumbago que tiene ahora Micaela, explica Jodorowsky, son los restos de una situación anterior y desaparecerá cuando empiece a trabajar en algo que guarde relación con sus nuevas habilidades.
—¿Cómo podemos desarrollar el rebe? –pregunta un joven con voz de ruiseñor, también en las primeras filas.
El rebe es un ente metafísico que se instaló hace años entre los hombres de la familia Jodorowsky. El rebe está y no está, o está sin estar y, por lo que explica el propio Jodorowsky, es algo parecido al tao:
—Si ves un rebe, es que no es tu rebe.
Pero no todo es cuestión de rebes, metafísicas y muertes del padre. El muchacho, siguiendo un consejo de Jodorowsky, se alivió una vez las hemorroides con arcilla verde y quiere darle las gracias por ello. Él podría estar toda la noche preguntándole cosas a Jodorowsky, pero hay poco tiempo y sólo queda una pregunta.
Una chica joven y extranjera:
—Yo soy muy joven, no tengo esposo ni nada concreto…
Jodorowksy la interrumpe para decirle que no es tan joven —su edad administrativa es de veinticuatro años— y le recuerda que para llegar adonde ella está han tenido que pasar unos doscientos millones de años. Bien, lo que la chica quiere saber es cómo ser feliz, sobre todo cuando se tienen tantos años como tiene ahora Jodorowky —ochenta y seis—, y Jodorowsky le recomienda que se deshaga del yo, y de los deseos, es decir, que le quite el yo y el quiero a la frase Yo quiero felicidad, tal y como aconsejaba Buda.
—¡Ahora sólo tienes felicidad!
Aplausos, ovación cerrada, gritos de ¡Bravo!
Cuando todo termina, Jodorowsky se baja del estrado y avanza por un pasillo y es como una antorcha que atraviesa la noche de Mongolia Exterior y traza una diagonal de luz. Deja tras de sí una estela de admiradores, organizadores-del-evento y empleados consulares que miran a los lados con una sonrisa congelada. Pero la reunión no se destruye, sino que se transforma, y se expande hacia un vestíbulo donde la gente hace cola para que Jodorowsky les firme un libro. Los que han levantado la mano pero no han podido preguntar, compartir, buscar una solución a un problema concreto, suspiran y se miran los párpados y llevan escritas en la frente las palabras más tristes: «Pudo haber sido».
—Hola, ¿te puedo hacer una pregunta?
—…
El interpelado es un treintañero con barba —todos los treintañeros con barba se parecen, en realidad todos los treintañeros tienen barba, al menos en el Matadero— y ha venido con otros dos treintañeros con barba o pleonasmos. Hace cinco minutos estaba pidiendo el micrófono como un loco y, aunque finalmente no ha podido hacer la pregunta, es obvio que esa pregunta existe y forma parte de esta historia. El relato de lo que ha ocurrido aquí esta tarde noche quedaría incompleto sin su pregunta. Sería sólo la parte visible de la historia. En una buena historia hay que contar lo que se ve y lo que no se ve: lo que ocurrió pero también lo que no ocurrió.
—¿Qué pregunta ibas a hacer?, ¿qué es lo que le querías decir a Jodorowsky y no has podido decirle?
—…
No hay respuesta a la pregunta, el treintañero con barba sonríe y mueve el mentón de izquierda a derecha, y eso es en realidad lo que debe ocurrir para que la historia, aunque incompleta, sea infinita: ahora que su pregunta no es una pregunta concreta —sobre el coxis, sobre el rebe o sobre cómo liquidar al padre— sino una pregunta abierta y sin cifrar, puede ser cualquier cosa: una pregunta sobre fútbol, sobre cómo resucitar a la madre o sobre la alegría de vivir. La no-pregunta del pleonasmo con barba es todas la preguntas y lo que Jodorowsky no llegará a responder —porque no se lo han preguntado— es la respuesta a todas las preguntas y, entretanto, al otro lado del Matadero, el rumor otoñal del río cristaliza en una fina película de agua casi helada que asciende —llueve de abajo arriba— hasta el puente de Legazpi: pronto llegará el invierno.