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Chabel, Chabel, qué bien

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El tema de los juguetes no es mi fuerte. Quiero decir que lo llevo mal, que no he sabido gestionarlo de cara a la vida adulta, no he sabido pasar página con dignidad. Mi gran debilidad son los diseños de Feber. Y de entre todo lo rico de esta familia que desapareció sin dejar rastro, por supuesto Chabel es mi Esperanza de Triana. También es cierto que yo no pude tener la primera hasta 1992, cuando ya estaba el imperio perdido, y así empezó a desarrollarse esta obsesión que todavía no acaba.

La muñeca Chabel dejó de fabricarse repentinamente y eso me enloqueció. Echo mucho de menos verla en los anuncios, en los escaparates. Sueño con ella sin parar. Que entro en cualquier habitación y encuentro un alijo secreto, en una tienda que las tiene muy baratas y no puedo cargarlas todas, o en otra donde están carísimas y tengo que decidir cuál llevarme. No sé qué va a ser de mí, si seguiré enganchada a la vejez y mataré por una caja en buen estado. Ninguna de las características desgracias del siglo XXI que padecen los nuevos diseños de Pin y Pon, Barriguitas o la pobre Nancy rozaron las creaciones de Feber, así que estoy condenada: todos los modelos y accesorios me gustan.

Nuestro país llegó a poseer en los ochenta una épica industria de la fantasía. El llamado valle del juguete en Alicante era un paraíso con el que muchos padres mantenían contacto constante. Allí estaban también las cunas de Jesmar o Famosa. Este poderío se vio mermado a causa de una importación masiva y barata, y seguramente en vista de muchos otros motivos que escapan a mi fugaz comprensión de la economía moderna.  El estado actual de las preciosas marcas de antaño es delicado. Muchas compañeras nostálgicas claman por un relanzamiento de Chabel, pero el grado de calidad que le era propio resulta impensable para el modelo de fabricación actual.

Feber sobrevivió a la coyuntura especializándose en muebles de jardín y vehículos para niños. Después fue absorbida por la longeva Famosa. Cuando veo su logotipo todavía me da subidón, claro, pero esos monstruos chillones no consiguen seducirme. Tampoco encuentro consuelo en la noticia de que Chabel no fuese más que una copia de Licca, muñeca japonesa que sigue vendiendo millones de unidades. Por desgracia, Chabel superó con creces al producto que estaba versionando. He reunido varias Liccas en un afán de encontrar sustituto para este amor necrófilo que me consume. Son bonitas de todas formas y las antiguas tienen un pelo para llorar de alegría. Pero no es lo mismo. En cuanto a  gama cromática y acabados se parecen poco. No huelen igual. 

Chabel era un poco pija y cara, la verdad, pero qué bien hecha estaba comparada con la princesa Tiana vacía y cubierta de juntas afiladas que le regalaron a mi sobrina el año pasado. Ella la disfrutó unos instantes y en menos de cinco minutos le había perdido los zapatos sin demasiada angustia. La crisis de lo material se refleja en su cara. Ya en su momento para mí todo esto era un fetiche basado en la belleza mientras que la auténtica diversión residía en las entrañas de una buena Mega Drive. Ahora lo que más anhelan estos niños es una tablet pepino. Yo no tengo claro si soy una hipster, desde dentro cualquiera sabe, pero coincido con los hipsters, con los indies, con los modernos en general pero también con los carrozas, en aferrarme a lo analógico como si fuera una religión que me somete y no logro entender.

Este año los cuatro sobrinos han recibido un montón de regalos extremadamente materiales de nuestra parte, artículos gráciles que poseen valor en sí mismos. Ellos respondieron de inmediato comprendiendo ese valor sin necesidad de explicaciones, completamente entregados al virus que les ofrecíamos. ¿Por qué? ¿Por qué nos gustan tanto las cosas? ¿Por qué queremos contagiar este síndrome de Diógenes a los pobres chiquillos? Como si no tuvieran bastante, les suministramos con todo el cariño del mundo una adicción más con la que lidiar.

Nuestra ingenua intención era mostrarles la virtud del mundo orgánico más allá de las espantosas animaciones tridimensionales que tanto les gustan, empujarles a comprender la gracia del objeto bien ideado. Deseamos transmitirles un amor por lo físico, por lo terrenal, por la forma en que el mundo era antes, más o menos. Para que tengan con qué fliparlo de verdad si una mañana se va la luz y no vuelve. Queremos que coleccionen algo interesante, del tipo que sea, queremos que reine la estética sobre sus tiernas sienes labradas por Disney Channel y los bancos de imágenes; que ellos también tengan un cuaderno favorito lleno de confesiones para esconder debajo de la almohada. Crucemos los dedos para que al menos estas moñadas les sirvan como lubricante. El día en que les peguemos con un ‘Jimmy Corrigan’ en toda la cabeza si hay suerte se fiarán de nosotros y lo abrirán. A ver qué pregunta crucial se me ocurre entonces.

Tras un inusual despliegue de espíritu navideño y pese a tantas cuestiones existenciales, a la altura del diez de enero yo me sentía más romántica que nunca, atada fuerte a un pasado de portales de Belén y caramelos pisoteados. “Ah, las cosas ya no se hacen como antes” me repetía a mí misma, “antes las cosas traían los cantos romos”. Estos murmullos calaron hondo a mi alrededor.

Acaba de ser mi cumpleaños y me han regalado cuatro Chabeles. Todavía tengo una que no ha pasado por el ritual de desembalaje. La estoy reservando para un momento especial. En el lote también venía el Burger. Nuevo, en su caja. La puta hamburguesería, ¿me entendéis? El Rosebud que nunca había llegado a tener. Podéis ver cómo brilla en la foto igual que se reflejaba contra los cristales de mis gafas en 1994 desde los panfletos descatalogados que tanto adoré.

¿Entonces qué pasa, está confirmado? ¿Somos unos titos finos, unos carcas quizá, unos conservadores? ¿Me he convertido en una niña consentida y quisquillosa, en una catadora de plásticos? Ojalá pudiera explicar cómo se comporta en mi interior ese plástico grueso, suave y curado cuando lo esnifo para alegar enajenación mental y que me perdonarais la vida. Ilumíname, Trianera guapa, porque es largo y confuso el camino que me queda aún por recorrer.

 

 

Fotografías de Joaquín León