Contenido
Cagarse en el bañador
Los entresijos de la hidrofobia
Sé nadar, más o menos. Incluso se me da bien bucear. Pero no fue nada fácil aprender. Lo conseguí tarde y cagada de miedo. El monitor de la piscina a la que me habían apuntado desistió conmigo, fui su fracaso de la temporada. Ni siquiera fui capaz de lanzarme desde el suelo. Me sentaba en el bordillo y me sumergía discretamente. Confesé con ocho años que había alcanzado mi límite, que jamás podría tirarme desde un trampolín. Hasta hoy ha sido verdad.
A los trece me caí de una piragua al río y casi me vuelvo loca. Calculaba que tendría bajo mis pies unos quince metros de espesor, pero en mi esquema mental ese suelo bajaba y bajaba. Era incapaz de controlar el pensamiento. Se me escapaba de forma enfermiza. Sabía nadar e incluso llevaba puesto un chaleco salvavidas. Pero esas cosas son minucias frente al poderío de un ataque irracional de ansiedad.
UNA RELACIÓN COMPLICADA
El océano es como un chico guapo y romántico. A nadie le has escuchado poemas tan hermosos, pero tiene un pronto muy malo y cualquiera sabe lo que estará pensando en el fondo. En este caso no sé qué es peor, si la transparencia o la opacidad.
La hidrofobia o acuafobia se refiere a un intenso miedo al agua. Hasta hace pocas generaciones fue un mal bastante generalizado en la población. El mar imponía verdadero respeto. Aprender a nadar no estaba al alcance de las masas. Marineros y viajantes se embarcaban a la aventura y el misterioso líquido se los tragaba a menudo. Muchos recordaréis el clásico remilgo femenino hacia el buceo, a no hacer pie. Esas abuelas, esas madres cabreadas si un salpicón les arruinaba el peinado.
La palabra hidrofobia se usa también para designar la enfermedad de la rabia. Los que han sido mordidos por un animal rabioso desarrollan una terrible aversión, un horror insistente que les lleva incluso a sufrir espasmos ante la mera visión de un vaso o la idea de beber. No obstante, aquí nos referimos a un terror irracional y completamente psicológico hacia el agua que puede tener como base una experiencia traumática concreta. Un naufragio o incluso una ahogadilla pueden llegar a propiciar el desarrollo de este daño a largo plazo.
Cuando era niña, Ana S. se montó en uno de esos barquitos con el suelo de cristal. Algo inofensivo y muy interesante. Sin embargo quedó chocada por el paisaje que atisbó bajo sus pies. El colorido y los pececitos le causaron una fuerte impresión, una inquietud no del todo alegre. La aventura del Poseidón, película catastrofista sobre el hundimiento de un transatlántico que vio durante la misma época, le detalló los peligros que implican los peores episodios en alta mar. Días más tarde, un violento revolcón de espuma que le rellenó el culo de arena consiguió afianzar su nuevo temor. Pero la temática, lejos de causarle rechazo, la embelesaba cada vez más.
A esa temprana edad yo me empezaba a obsesionar con el Titanic, con la trilogía de Tiburón y con la idea de que se me pinchara el flotador. Entre los cuatro y los quince años dibujé barcos, calamares gigantes y sirenas tetonas hasta la madrugada. Esther Williams era mi heroína. Incluso soy capaz de disfrutar con sincero agrado todas las comedias fantásticas sobre megalodones hambrientos, por muy cutre que sea la postproducción.
Esta dolencia trae consigo motivaciones de diversa índole y un denominador común: la fascinación.
FOBIA Y FASCINACIÓN
A veces me tiro de cabeza a uno de esos documentales sobre cámaras submarinas que llegan a los abismos y los veo encogida, con los deditos cerca de la cara por si me la tengo que tapar de golpe. Si ocurre algo inesperado es probable que se me escape un grito.
El imaginario preferido de los hidrofóbicos suele ser precisamente el subacuático. Nos sentimos atraídos hacia las películas de las profundidades y las imágenes vistas nos producen más tarde los más oscuros delirios antes de dormir o en la ducha. Cerrar los ojos para lavarme el pelo es un tema que ya domino, pero que me la sigue jugando después de tantos años. Y adoro meterme en la bañera, pero tengo que enfrentarme a la idea de que el desagüe esté conectado a una serie de pasadizos cavernosos con longitud de sobra como para recorrer varios países. ¿Hacían falta de verdad todas esas preciosas grutas sumergidas? Matilde R., Ana S. y yo podemos soportar pocos segundos la existencia de estos fenómenos geológicos. Los exploradores que deciden investigar esos pasadizos secretos se exponen a frecuentes ahogamientos. Inimaginable escena.
El agua ejerce un atractivo digno de embrujo. Te llama de una forma tangible, como el vacío. Es una especie de vértigo. La primera vez que fui a un acuario me preocupaba mucho mi posible reacción. Asomada desde un muro exterior, acechaba a los tiburones toro que se movían despacio y me miraban de reojo. La sala estaba en penumbra y la gran pecera iluminada. Me aproximé con sumo sigilo y las criaturas estaban pendientes de mí, conocían el débil secreto de mi aflicción. Lo que más me apetecía era acercarme, vivir con ellas.
Con la edad me he vuelto más frágil. No puedo ver fotos sin sentirme amenazada.
LÍMITES, SECUELAS Y CACA
La terapia de choque posee beneficios conocidos para las fobias, pero no tiene por qué funcionar e incluso puede agravar el problema. Cuando conseguí saltar desde el bordillo de una piscina me acojoné, pero aquel sencillo éxito me hizo rozar una tímida gloria. Otra vez me enfrasqué en un desafío de gran envergadura. Eché un fin de semana en un barco, bastante nerviosa durante el día y con crisis de ansiedad durante la noche. Un amigo psicólogo que nos acompañaba me invitó a recorrer los pocos cientos de metros que nos separaban de una orilla paradisiaca alegando que me sentaría bien la experiencia. Pensé que valía la pena y seguí su consejo. Sacudía los pies lo más rápido posible mientras apretaba los ojos con todas mis fuerzas, consciente de que si los abría y miraba iba a necesitar un pequeño rescate. Podría haber sido positivo pero estuve cerca de cagarme en el bañador. Ana S. también trata de ser valiente, pero ante situaciones de riesgo su cuerpo reacciona con fuertes mareos y una diarrea incontrolable. Cuando el desasosiego llega a manifestarse en forma de caca hay que dialogar de otro modo con la fobia.
Ahora no me planteo usar gafas de bucear en la playa porque atreverme a mirar una sola vez elevó mis ataques de pánico a un nuevo nivel. Darle la espalda al enemigo tampoco entra en mis planes. Puedo sentir cómo ballenas azules emergen flotando de un lago en cuanto me doy la vuelta hacia la orilla. Aquellos que hemos sido embrujados por el agua vemos peces a nuestro alrededor en el lugar más insospechado. Pablo B. confiesa medir las habitaciones en criaturas marinas desde la pubertad. Si la cocina tiene seis metros de largo, ubica figuradamente un calamar de seis metros en el centro de la estancia. Este vicio puede llegar a resultar muy perturbador, sobre todo si trabajas en una gran superficie.
El cuarto donde escribo tiene la dimensión de un tiburón tigre crecidito. No me cuesta ver cómo su espectro nada a mi alrededor muy apretado, rozando el techo, asomándose a la ventana. Descansa enroscado sobre la cama de matrimonio con la cola colgando. El gato se acerca y le bufa. Sobre el bicho que cabe en el salón prefiero no pensar.
Ilustraciones de Silvia Tëster.
Cagarse en el bañador
Sé nadar, más o menos. Incluso se me da bien bucear. Pero no fue nada fácil aprender. Lo conseguí tarde y cagada de miedo. El monitor de la piscina a la que me habían apuntado desistió conmigo, fui su fracaso de la temporada. Ni siquiera fui capaz de lanzarme desde el suelo. Me sentaba en el bordillo y me sumergía discretamente. Confesé con ocho años que había alcanzado mi límite, que jamás podría tirarme desde un trampolín. Hasta hoy ha sido verdad.
A los trece me caí de una piragua al río y casi me vuelvo loca. Calculaba que tendría bajo mis pies unos quince metros de espesor, pero en mi esquema mental ese suelo bajaba y bajaba. Era incapaz de controlar el pensamiento. Se me escapaba de forma enfermiza. Sabía nadar e incluso llevaba puesto un chaleco salvavidas. Pero esas cosas son minucias frente al poderío de un ataque irracional de ansiedad.
UNA RELACIÓN COMPLICADA
El océano es como un chico guapo y romántico. A nadie le has escuchado poemas tan hermosos, pero tiene un pronto muy malo y cualquiera sabe lo que estará pensando en el fondo. En este caso no sé qué es peor, si la transparencia o la opacidad.
La hidrofobia o acuafobia se refiere a un intenso miedo al agua. Hasta hace pocas generaciones fue un mal bastante generalizado en la población. El mar imponía verdadero respeto. Aprender a nadar no estaba al alcance de las masas. Marineros y viajantes se embarcaban a la aventura y el misterioso líquido se los tragaba a menudo. Muchos recordaréis el clásico remilgo femenino hacia el buceo, a no hacer pie. Esas abuelas, esas madres cabreadas si un salpicón les arruinaba el peinado.
La palabra hidrofobia se usa también para designar la enfermedad de la rabia. Los que han sido mordidos por un animal rabioso desarrollan una terrible aversión, un horror insistente que les lleva incluso a sufrir espasmos ante la mera visión de un vaso o la idea de beber. No obstante, aquí nos referimos a un terror irracional y completamente psicológico hacia el agua que puede tener como base una experiencia traumática concreta. Un naufragio o incluso una ahogadilla pueden llegar a propiciar el desarrollo de este daño a largo plazo.
Cuando era niña, Ana S. se montó en uno de esos barquitos con el suelo de cristal. Algo inofensivo y muy interesante. Sin embargo quedó chocada por el paisaje que atisbó bajo sus pies. El colorido y los pececitos le causaron una fuerte impresión, una inquietud no del todo alegre. La aventura del Poseidón, película catastrofista sobre el hundimiento de un transatlántico que vio durante la misma época, le detalló los peligros que implican los peores episodios en alta mar. Días más tarde, un violento revolcón de espuma que le rellenó el culo de arena consiguió afianzar su nuevo temor. Pero la temática, lejos de causarle rechazo, la embelesaba cada vez más.
A esa temprana edad yo me empezaba a obsesionar con el Titanic, con la trilogía de Tiburón y con la idea de que se me pinchara el flotador. Entre los cuatro y los quince años dibujé barcos, calamares gigantes y sirenas tetonas hasta la madrugada. Esther Williams era mi heroína. Incluso soy capaz de disfrutar con sincero agrado todas las comedias fantásticas sobre megalodones hambrientos, por muy cutre que sea la postproducción.
Esta dolencia trae consigo motivaciones de diversa índole y un denominador común: la fascinación.
FOBIA Y FASCINACIÓN
A veces me tiro de cabeza a uno de esos documentales sobre cámaras submarinas que llegan a los abismos y los veo encogida, con los deditos cerca de la cara por si me la tengo que tapar de golpe. Si ocurre algo inesperado es probable que se me escape un grito.
El imaginario preferido de los hidrofóbicos suele ser precisamente el subacuático. Nos sentimos atraídos hacia las películas de las profundidades y las imágenes vistas nos producen más tarde los más oscuros delirios antes de dormir o en la ducha. Cerrar los ojos para lavarme el pelo es un tema que ya domino, pero que me la sigue jugando después de tantos años. Y adoro meterme en la bañera, pero tengo que enfrentarme a la idea de que el desagüe esté conectado a una serie de pasadizos cavernosos con longitud de sobra como para recorrer varios países. ¿Hacían falta de verdad todas esas preciosas grutas sumergidas? Matilde R., Ana S. y yo podemos soportar pocos segundos la existencia de estos fenómenos geológicos. Los exploradores que deciden investigar esos pasadizos secretos se exponen a frecuentes ahogamientos. Inimaginable escena.
El agua ejerce un atractivo digno de embrujo. Te llama de una forma tangible, como el vacío. Es una especie de vértigo. La primera vez que fui a un acuario me preocupaba mucho mi posible reacción. Asomada desde un muro exterior, acechaba a los tiburones toro que se movían despacio y me miraban de reojo. La sala estaba en penumbra y la gran pecera iluminada. Me aproximé con sumo sigilo y las criaturas estaban pendientes de mí, conocían el débil secreto de mi aflicción. Lo que más me apetecía era acercarme, vivir con ellas.
Con la edad me he vuelto más frágil. No puedo ver fotos sin sentirme amenazada.
LÍMITES, SECUELAS Y CACA
La terapia de choque posee beneficios conocidos para las fobias, pero no tiene por qué funcionar e incluso puede agravar el problema. Cuando conseguí saltar desde el bordillo de una piscina me acojoné, pero aquel sencillo éxito me hizo rozar una tímida gloria. Otra vez me enfrasqué en un desafío de gran envergadura. Eché un fin de semana en un barco, bastante nerviosa durante el día y con crisis de ansiedad durante la noche. Un amigo psicólogo que nos acompañaba me invitó a recorrer los pocos cientos de metros que nos separaban de una orilla paradisiaca alegando que me sentaría bien la experiencia. Pensé que valía la pena y seguí su consejo. Sacudía los pies lo más rápido posible mientras apretaba los ojos con todas mis fuerzas, consciente de que si los abría y miraba iba a necesitar un pequeño rescate. Podría haber sido positivo pero estuve cerca de cagarme en el bañador. Ana S. también trata de ser valiente, pero ante situaciones de riesgo su cuerpo reacciona con fuertes mareos y una diarrea incontrolable. Cuando el desasosiego llega a manifestarse en forma de caca hay que dialogar de otro modo con la fobia.
Ahora no me planteo usar gafas de bucear en la playa porque atreverme a mirar una sola vez elevó mis ataques de pánico a un nuevo nivel. Darle la espalda al enemigo tampoco entra en mis planes. Puedo sentir cómo ballenas azules emergen flotando de un lago en cuanto me doy la vuelta hacia la orilla. Aquellos que hemos sido embrujados por el agua vemos peces a nuestro alrededor en el lugar más insospechado. Pablo B. confiesa medir las habitaciones en criaturas marinas desde la pubertad. Si la cocina tiene seis metros de largo, ubica figuradamente un calamar de seis metros en el centro de la estancia. Este vicio puede llegar a resultar muy perturbador, sobre todo si trabajas en una gran superficie.
El cuarto donde escribo tiene la dimensión de un tiburón tigre crecidito. No me cuesta ver cómo su espectro nada a mi alrededor muy apretado, rozando el techo, asomándose a la ventana. Descansa enroscado sobre la cama de matrimonio con la cola colgando. El gato se acerca y le bufa. Sobre el bicho que cabe en el salón prefiero no pensar.
Ilustraciones de Silvia Tëster.