Contenido
Caravaggio: La forma de las sombras
En ocasiones, en el arte, la grandeza juega malas pasadas. Sucede con una docena de artistas, por ejemplo, que de tan conocidos, tan icónicos, acaban cifrados en cuatro recuerdos sintéticos, generalmente fijados de manera vaga, sobre los que nos tomamos la licencia de proyectar la totalidad de su pintura o su vida entera. Esa inercia, tan complaciente, hace que los abandonemos del mismo modo en que la rutina acaba con el milagro de la existencia. Sustituimos acaso su verdad por un saco de razones, todas nuestras, y practicamos un dobladillo de encaje para cubrir ese espacio vacío, el de la historia, perdiendo de vista al mismo tiempo que no hay certeza tan terca como la ingravidez. Para comprender a Caravaggio es necesario entrar en barrena. Y es necesario subrayar este gesto porque no es un guiño hacia el lector, sino una pirueta de pleitesía cuyo único destinatario ha de ser el artista.
El Museo Thyssen propone en Caravaggio y los pintores del norte no tanto profundizar en su obra como indagar en el vacío tras su marcha, qué se hizo en su ausencia y cuántos pintores fueron deudores de su obra. Gert van der Sman, comisario de la exposición, ha contribuido a ilustrar este esquivo período de la historia de la pintura, pues las lindes del caravaggismo, acotadas generalmente hasta 1630, se dilatan aquí casi una década más con pintores que reformularon su estilo de manera tan personal (Enrico Fiammingo, Matthias Stom) que han terminado apeándose de la corriente caravaggista, siempre sometidos al juicio de los expertos. A pesar de ello, todos los períodos de la vida de Caravaggio están representados, lo cual es admirable. Así que sean indulgentes con el siglo XVII y empecemos por el principio.
Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610)
Nuestro protagonista murió antes de cumplir los 39 años, pero resumir su vida no es fácil. El nombre por el que hoy se conoce a este monstruo milanés de la pintura universal no es precisamente un nombre, sino un apellido que proviene de una pequeña localidad italiana encajonada entre los ríos Adda y Serio, a caballo entre Milán y Bérgamo, y adonde su familia se trasladó huyendo la peste en 1576.
Con los años y de nuevo establecido en Milán, Simone Peterzano, un discreto discípulo de Tiziano, le enseñó los rudimentos esenciales. Más tarde emprendió el camino a Roma, ciudad en la que podría hallar acomodo como pintor y quién sabe si cualquier futuro. Ingresó en varios talleres de segunda o tercera fila (Grammatica, Carli) y afinó el oficio pintando imágenes devocionales y copiando vírgenes que pudo ver esparcidas por las iglesias de Roma. Su destreza pintando flores, frutas y bodegones lo condujo hasta la bottega de Giuseppe Cesari, más conocido como Caballero D’Arpino, el pintor predilecto del papa Clemente VIII. De estos años pueden verse en la exposición el primerizo “Muchacho pelando fruta”, que retoma modelos lombardos de la pintura de género; “Muchacho mordido por un lagarto”, donde ya asoman ciertos rasgos del genio caravaggiesco; y probablemente “La buenaventura”, cuya factura le valió el ingreso al coleccionismo privado romano. Digo quizás porque aún no se ha determinado con claridad si esta obra corresponde a su etapa inmediatamente posterior, aquella que lo catapultó a la fama, cuando el cardenal Francesco Maria del Monte (agente político del gran duque de Toscana) decidió alojarlo en su casa, entonces —como hoy— rutilante Palazzo Madama y actualmente sede del Senado italiano. En torno a San Luigi dei Francesi, Caravaggio entra en contacto con pequeños comerciantes de arte y experimenta por primera vez la urbe pendenciera, suburbial, una Roma de vestidos sucios y remiendos mal cosidos, la ciudad salpicada de tabernas, tramperos y putas infecciosas, conducida por la malicia y la picardía. Aquí encuentra modelos para sus pinturas y compagina la vida áulica del cardenal Del Monte con el estilo bufo de los alrededores de Campo Marzio, muy cerca de una plaza —Piazza Navona— llamada a ser símbolo indeleble del esplendor barroco tras la intervención, 50 años más tarde, de Bernini y Borromini.
Sea como fuere, gracias al contacto con Del Monte logra inmiscuirse en la esfera aristocrática. Es entonces cuando su figura sobrevuela la ciudad del Tíber, convirtiéndose en uno de los pintores más solicitados del momento. Se dice que muchos clientes pagaban altas sumas de dinero por adelantado para asegurarse el compromiso del pintor. El motivo estaba justificado, y hoy sabemos que la historia les ha dado la razón, porque cuando uno contempla “Los músicos” o la “Santa Catalina de Alejandría” tiene la certeza de estar tratando con prodigios sólo descifrables mediante revelación.
Después vino lo que tenía que venir. Del Monte intriga en su favor para la concesión de un importante encargo en San Luigi dei Francesi, la capilla Contarelli: vocación, inspiración y martirio, tres telas sobre la vida de san Mateo que ya son universales. Como también las consecuencias de dicho encargo, porque Tiberio Cerasi, tesorero de la Curia vaticana, ultimando en 1600 la decoración de su capilla familiar en Santa Maria del Popolo decide asignar los paneles laterales a Caravaggio y la pala central —atención— a nada menos que Annibale Carracci, ambos rivales por antonomasia. Por desgracia Cerasi no la ve terminada, muere meses antes, pero ese gesto selló un acontecimiento único para la historiografía artística en el que podemos ver a dos grandes maestros compitiendo en el mismo lugar con estilos diametralmente opuestos de entender la pintura y la vida. Le sigue una cantidad ingente de encargos, entre los que cabe destacar el “Entierro de Cristo” para Santa Maria in Vallicella, una pintura anacreóntica en la que el arte ya no se ve ni se admira, se goza; donde el torso caravaggiesco del Ungido se mide necesariamente a la “Pietà” vaticana del Buonarroti; y que Antonio Paolucci calificó de «capolavoro assoluto di Caravaggio romano». Una obra que como pueden imaginar, el Vaticano escolta con justo recelo.
Pero la ristra de comitentes es larga: para el banquero Ottavio Costa realizó la sangrienta y elegantísima “Judith y Holofernes”; para el coleccionista Ciriaco Mattei, la “Cena de Emaús” o el “Prendimiento de Cristo” de Dublín, entre otros; para el marqués Vincenzo Giustiniani, “El tañedor de laúd”, hoy en el Ermitage de San Petersburgo, la “Incredulidad de santo Tomás” y la “Coronación de espinas” del Kunst de Viena, sobrecogedora (al Thyssen ha llegado la versión de Vicenza). Por último, y esta sí en la exposición, el “Sacrificio de Isaac” de los Uffizi, una joya encargada por Maffeo Barberini a la que por mucho que miremos, nunca estaremos prestando suficiente atención. Por cierto que ese tal Maffeo sería, veinte años más tarde, obispo de Roma con el nombre de Urbano VIII y legendario mecenas de Bernini, dato que ilustra como ningún otro la influyente dimensión clientelar de Caravaggio en Roma.
Estamos alrededor de 1604 y la leyenda está a punto de consumarse. Los rumores sobre su temperamento violento, indómito y mesteño no son de ningún modo gratuitos. Se sabe, entre los episodios más abultados, que en julio de 1600 hiere a un sargento de la guardia de Castel Sant’Angelo y que, en octubre de 1601, ataca por la espalda al pintor Tommaso Salini, amén de una docena de informes oficiales donde encontramos declaraciones evasivas en las que Caravaggio no coopera. Hay una que recuerda Orietta Verdi, comisaria de la exposición Caravaggio a Roma. Una vita dal vero (Archivio di Stato di Roma, Sant’Ivo alla Sapienza, 2011), cuando un notario le interroga por unas heridas en la oreja y la garganta. El pintor responde: «Yo mismo me he herido con mi propia espada y después me he caído por estas calles». Pero todo lo que hoy para nosotros puede resultar cómico, tuvo un trágico final. El 28 de mayo de 1606 la emprende con otro pintor rival, Ranuccio Tomassoni, y el fatídico lance acaba en asesinato. Caravaggio aún no lo sabe, pero cuando se confirma la noticia, huye despavorido de Roma y se refugia en Paliano y Zagarolo (dos localidades en los Montes Albanos, un territorio propiedad de los Colonna, con quien tenía lazos de amistad). De esos años es el impresionante “San Francisco en meditación” que puede verse en esta exposición, terminado antes de partir a Nápoles y en el que ya vemos una verdadera transformación de estilo: aplicando una pátina parda, restringe la paleta de colores, los aclara y acentúa aún más el contraste. El resultado es un mar de tinieblas bañado por llamas de fuego.
La pintura es el vehículo de su vida. Desde Nápoles se traslada un año a Malta y allí, queriendo redimir sus delitos, ingresa como novicio en una comunidad monástica. Gracias a sus dotes como pintor, es condecorado con el título de Caballero de la Orden de Malta, distinción finalmente revocada al verse envuelto de nuevo en otro conflicto de armas. Encarcelado ahora por otros lances, logra zafarse de la autoridad merced a algunos contactos y de ahí poner rumbo a Sicilia. Pasa por Siracusa, Mesina y Palermo, sin dejar de pintar un sólo segundo, a un ritmo frenético, desesperado, buscando el beneplácito de algunos gentiluomini —el noble genovés Marcantonio Doria y sobre todo el cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Pablo V— que puedan interceder por él para conseguir el indulto vaticano. En ese último trayecto, al parecer, tuvo la mala fortuna de ser confundido con un famoso maleante mientras su barco zarpaba a Roma con sus cuadros a bordo. Así, en una localidad de la provincia de Grosseto llamada Porto Ercole, cuya arteria principal lleva hoy su nombre, Caravaggio, camino del perdón pero sin llegar a encontrarlo, muere (se baraja el paludismo) mientras intenta recuperar esas obras.
Así y todo, a pesar del probable paludismo, la imagen novelesca del gran maestro varado en la playa o la humillación lastimosa a la que le sometió la vida, son años de esplendor artístico. En ellos completa media docena de obras maestras: la “Degollación de San Juan Bautista”, el “Entierro de Santa Lucía”, la “Resurrección de Lázaro”, la “Negación de san Pedro” y sobre todo el “Martirio de santa Úrsula”, pintado precisamente para Marcantonio Doria y hospedado hoy en Madrid hasta el 18 de septiembre. Un acontecimiento en sí mismo.
Roma, siglo XVII
Pensemos que hacia 1600 la ciudad del Tíber era un contenedor mestizo de artistas de todo el mundo venidos a la ciudad atraídos por su vitalidad cultural, la fluidez comercial y un gamberrismo cuya correcta pronunciación sería liberalidad. Fue Giulio Mancini, médico de Urbano VIII, el que alertó de esta continua afluencia de artistas. Un dato: el censo en Roma entre 1600 y 1630 recoge la cifra de 1.710 pintores, de los cuales casi 500 eran de procedencia flamenca, francesa y holandesa.
Dentro de aquella pluralidad, Caravaggio ofrecía sobre todo un desapego al clasicismo. Se congració con la tradición germánica por el modo de pintar ad vivum (del natural). Era de esperar, por tanto, que entre aquellos pintores del norte, el naturalismo de Caravaggio fuera recibido con los brazos abiertos. Dos admiradores precoces: Peter Paul Rubens y Adam Elsheimer. Del primero no hace falta presentación y todo elogio es insuficiente, pero es curiosa la anécdota de que, llegado al punto, la influencia se vuelve recíproca. Si Rubens se sirvió del “Entierro de Cristo” de Caravaggio para componer su versión, éste hizo lo propio dejándose seducir por Rubens para completar la “Coronación de espinas” de Vicenza (ésta es la de la exposición), un modelo figurativo que luego repercutiría en pintores de todo el mundo. De Elsheimer, aún siendo un gran desconocido para el gran público, basta ver las dos magníficas tablillas de Bonn y Londres para hacerse una idea cabal ya no sólo de su repercusión en la tradición pictórica alemana, sino de la extraordinaria admiración que su obra suscitó en Italia.
Los Giustiniani y el mecenazgo artístico
Benedetto y Vincenzo Giustiniani, uno cardenal, otro marqués, hermanos y diletantes, fueron personajes clave que marcaron un hito en la historia de la pintura y el coleccionismo. Ambos, entre otras cosas, coadyuvaron la explosión del estilo barroco en la ciudad de Roma. Protegieron a multitud de artistas y al menos media docena pernoctó en las dependencias del Palazzo de Via della Dogana Vecchia. A ellos se debe el mecenazgo de algunos de los principales pintores del momento: Gerard van Honthorst, David de Haen, Nicolas Régnier e incluso el historiador Joaquim von Sandrart. Llegaron a atesorar 15 originales de Caravaggio y fueron valedores de unos talentos que Roma —todavía— no conocía.
De los demás pintores expuestos merece la pena señalar a Dirk van Baburen, cuya obra cautivó inmediatamente al esteta español Pedro Cósida, agente diplomático de Felipe III en Roma, gracias al cual conseguiría el encargo de un “Entierro de Cristo”, inusualmente desmontado del altar de la capilla de la Pietà de San Pietro in Montorio, donde se aloja, y que ahora duerme en Madrid.
Ter Brugghen y los pintores franceses
Ter Brugghen llegó a Roma poco después de que el maestro huyera, pero fue el primero en volver a Utrecht con los deberes hechos. Está en la exposición porque suya es la culpa de haber llevado su estilo más allá de los Alpes, fruto de un estudio sistemático y minucioso de la obra de Caravaggio.
La irrupción de los franceses, sin embargo, es más cualitativa que cuantitativa. Se citan en la exposición la señoría de Simon Vouet y la armonía de Claude Vignon (a medio camino entre el colorismo de Rubens y el naturalismo terroso caravaggista). Aún así, todos son distintos a Caravaggio y Caravaggio es distinto de todos ellos. Excepto el más grande, que no es otro que Valentin de Boulogne, un artista de familia humilde y vida disoluta que tuvo que exudar sangre para establecerse y que, sólo con el largo caminar, obtuvo algún reconocimiento. Peor suerte tuvo Nicolas Tournier, el mayor descubrimiento de esta exposición, un artista solapado históricamente por la crítica debido a la similitud con su maestro, Bartolomeo Manfredi.
*
Nota bene:
Caravaggio había salido de Roma por la puerta de servicio, prófugo del mundo, huyendo de su vida pero no de su destino. Éste hizo que tuviera que cargar aún con su temperamento y unas cuantas telas plegadas. Nápoles, que no era pródiga en pintores de notable prosapia, lo esperaba como un hijo adoptivo, ansiosa con los brazos extendidos. Allí no se respiraban esa clase de carburantes que habían socavado la vida cultural de Roma como la envidia y el remordimiento. Por eso mismo a su llegada debió sentir, imaginamos, el poder inmenso de la libertad. Estuvo poco tiempo, pero su impronta, como un latigazo vaporoso de tinieblas arrebatado a la naturaleza, halló rápida respuesta.
A lo largo de su obra, el genio de Caravaggio puede percibirse con facilidad ya sea en el estilo, la invención figurativa, el quiebro de la paleta o incluso en el modo en que se autorretrata. Este último apartado, el de los autorretratos, es sumamente significativo. Caravaggio se retrató a sí mismo —dice el catálogo— cuatro veces, pero hay alguna más, per carità. En el “Martirio de san Mateo” (1599-1600), en el “Prendimiento de Cristo” (1602), en la “Decapitación de san Juan Bautista” (1608), en la “Resurrección de Lázaro” (1608-1609) y en el “Martirio de santa Úrsula” (1610), por no mencionar una citación dudosa en el “David y Goliath” (1607) de Viena. Lo corriente era que un autorretrato sirviese de punto de anclaje entre cuadro y espectador, pero Caravaggio lo hizo al revés. Prefería volverse a la escena y contemplar los crímenes que había pintado. Terminó usando la sangre del Bautista para firmar la tierra con su nombre. Innovó hasta en eso. «La forma de las sombras», lo resumió Roberto Longhi. Precisamente éste, Longhi, fue quien consiguió reactivar hace 70 años la fascinación en el mundo por esta bestia de la pintura: él es el responsable de la omnipresencia planetaria de Caravaggio, y de que ustedes o yo podamos contemplar con tanta facilidad a un pintor que, como hemos visto, evitaba nuestra mirada pero sobre todo un gamberro al que, por otra parte, qué curiosa es la vida, nosotros jamás olvidaremos.
Imagen de portada, Caravaggio, La buenaventura (Museos Capitolinos, Roma).
Luego, de arriba abajo, también del artista, Sacrificio de Isaac (Galleria degli Uffizi, Florencia), San Francisco en meditación (Museo Civico Ala Ponzone, Cremona) y Martirio de Santa Úrsula (Palazzo Zevallos Stigliano, Nápoles); Dirk van Baburen, Entierro de Cristo (San Pietro in Montorio, Roma), y autorretratos de Caravaggio (montaje de Mario S. Arsenal).
Caravaggio: La forma de las sombras
En ocasiones, en el arte, la grandeza juega malas pasadas. Sucede con una docena de artistas, por ejemplo, que de tan conocidos, tan icónicos, acaban cifrados en cuatro recuerdos sintéticos, generalmente fijados de manera vaga, sobre los que nos tomamos la licencia de proyectar la totalidad de su pintura o su vida entera. Esa inercia, tan complaciente, hace que los abandonemos del mismo modo en que la rutina acaba con el milagro de la existencia. Sustituimos acaso su verdad por un saco de razones, todas nuestras, y practicamos un dobladillo de encaje para cubrir ese espacio vacío, el de la historia, perdiendo de vista al mismo tiempo que no hay certeza tan terca como la ingravidez. Para comprender a Caravaggio es necesario entrar en barrena. Y es necesario subrayar este gesto porque no es un guiño hacia el lector, sino una pirueta de pleitesía cuyo único destinatario ha de ser el artista.
El Museo Thyssen propone en Caravaggio y los pintores del norte no tanto profundizar en su obra como indagar en el vacío tras su marcha, qué se hizo en su ausencia y cuántos pintores fueron deudores de su obra. Gert van der Sman, comisario de la exposición, ha contribuido a ilustrar este esquivo período de la historia de la pintura, pues las lindes del caravaggismo, acotadas generalmente hasta 1630, se dilatan aquí casi una década más con pintores que reformularon su estilo de manera tan personal (Enrico Fiammingo, Matthias Stom) que han terminado apeándose de la corriente caravaggista, siempre sometidos al juicio de los expertos. A pesar de ello, todos los períodos de la vida de Caravaggio están representados, lo cual es admirable. Así que sean indulgentes con el siglo XVII y empecemos por el principio.
Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610)
Nuestro protagonista murió antes de cumplir los 39 años, pero resumir su vida no es fácil. El nombre por el que hoy se conoce a este monstruo milanés de la pintura universal no es precisamente un nombre, sino un apellido que proviene de una pequeña localidad italiana encajonada entre los ríos Adda y Serio, a caballo entre Milán y Bérgamo, y adonde su familia se trasladó huyendo la peste en 1576.
Con los años y de nuevo establecido en Milán, Simone Peterzano, un discreto discípulo de Tiziano, le enseñó los rudimentos esenciales. Más tarde emprendió el camino a Roma, ciudad en la que podría hallar acomodo como pintor y quién sabe si cualquier futuro. Ingresó en varios talleres de segunda o tercera fila (Grammatica, Carli) y afinó el oficio pintando imágenes devocionales y copiando vírgenes que pudo ver esparcidas por las iglesias de Roma. Su destreza pintando flores, frutas y bodegones lo condujo hasta la bottega de Giuseppe Cesari, más conocido como Caballero D’Arpino, el pintor predilecto del papa Clemente VIII. De estos años pueden verse en la exposición el primerizo “Muchacho pelando fruta”, que retoma modelos lombardos de la pintura de género; “Muchacho mordido por un lagarto”, donde ya asoman ciertos rasgos del genio caravaggiesco; y probablemente “La buenaventura”, cuya factura le valió el ingreso al coleccionismo privado romano. Digo quizás porque aún no se ha determinado con claridad si esta obra corresponde a su etapa inmediatamente posterior, aquella que lo catapultó a la fama, cuando el cardenal Francesco Maria del Monte (agente político del gran duque de Toscana) decidió alojarlo en su casa, entonces —como hoy— rutilante Palazzo Madama y actualmente sede del Senado italiano. En torno a San Luigi dei Francesi, Caravaggio entra en contacto con pequeños comerciantes de arte y experimenta por primera vez la urbe pendenciera, suburbial, una Roma de vestidos sucios y remiendos mal cosidos, la ciudad salpicada de tabernas, tramperos y putas infecciosas, conducida por la malicia y la picardía. Aquí encuentra modelos para sus pinturas y compagina la vida áulica del cardenal Del Monte con el estilo bufo de los alrededores de Campo Marzio, muy cerca de una plaza —Piazza Navona— llamada a ser símbolo indeleble del esplendor barroco tras la intervención, 50 años más tarde, de Bernini y Borromini.
Sea como fuere, gracias al contacto con Del Monte logra inmiscuirse en la esfera aristocrática. Es entonces cuando su figura sobrevuela la ciudad del Tíber, convirtiéndose en uno de los pintores más solicitados del momento. Se dice que muchos clientes pagaban altas sumas de dinero por adelantado para asegurarse el compromiso del pintor. El motivo estaba justificado, y hoy sabemos que la historia les ha dado la razón, porque cuando uno contempla “Los músicos” o la “Santa Catalina de Alejandría” tiene la certeza de estar tratando con prodigios sólo descifrables mediante revelación.
Después vino lo que tenía que venir. Del Monte intriga en su favor para la concesión de un importante encargo en San Luigi dei Francesi, la capilla Contarelli: vocación, inspiración y martirio, tres telas sobre la vida de san Mateo que ya son universales. Como también las consecuencias de dicho encargo, porque Tiberio Cerasi, tesorero de la Curia vaticana, ultimando en 1600 la decoración de su capilla familiar en Santa Maria del Popolo decide asignar los paneles laterales a Caravaggio y la pala central —atención— a nada menos que Annibale Carracci, ambos rivales por antonomasia. Por desgracia Cerasi no la ve terminada, muere meses antes, pero ese gesto selló un acontecimiento único para la historiografía artística en el que podemos ver a dos grandes maestros compitiendo en el mismo lugar con estilos diametralmente opuestos de entender la pintura y la vida. Le sigue una cantidad ingente de encargos, entre los que cabe destacar el “Entierro de Cristo” para Santa Maria in Vallicella, una pintura anacreóntica en la que el arte ya no se ve ni se admira, se goza; donde el torso caravaggiesco del Ungido se mide necesariamente a la “Pietà” vaticana del Buonarroti; y que Antonio Paolucci calificó de «capolavoro assoluto di Caravaggio romano». Una obra que como pueden imaginar, el Vaticano escolta con justo recelo.
Pero la ristra de comitentes es larga: para el banquero Ottavio Costa realizó la sangrienta y elegantísima “Judith y Holofernes”; para el coleccionista Ciriaco Mattei, la “Cena de Emaús” o el “Prendimiento de Cristo” de Dublín, entre otros; para el marqués Vincenzo Giustiniani, “El tañedor de laúd”, hoy en el Ermitage de San Petersburgo, la “Incredulidad de santo Tomás” y la “Coronación de espinas” del Kunst de Viena, sobrecogedora (al Thyssen ha llegado la versión de Vicenza). Por último, y esta sí en la exposición, el “Sacrificio de Isaac” de los Uffizi, una joya encargada por Maffeo Barberini a la que por mucho que miremos, nunca estaremos prestando suficiente atención. Por cierto que ese tal Maffeo sería, veinte años más tarde, obispo de Roma con el nombre de Urbano VIII y legendario mecenas de Bernini, dato que ilustra como ningún otro la influyente dimensión clientelar de Caravaggio en Roma.
Estamos alrededor de 1604 y la leyenda está a punto de consumarse. Los rumores sobre su temperamento violento, indómito y mesteño no son de ningún modo gratuitos. Se sabe, entre los episodios más abultados, que en julio de 1600 hiere a un sargento de la guardia de Castel Sant’Angelo y que, en octubre de 1601, ataca por la espalda al pintor Tommaso Salini, amén de una docena de informes oficiales donde encontramos declaraciones evasivas en las que Caravaggio no coopera. Hay una que recuerda Orietta Verdi, comisaria de la exposición Caravaggio a Roma. Una vita dal vero (Archivio di Stato di Roma, Sant’Ivo alla Sapienza, 2011), cuando un notario le interroga por unas heridas en la oreja y la garganta. El pintor responde: «Yo mismo me he herido con mi propia espada y después me he caído por estas calles». Pero todo lo que hoy para nosotros puede resultar cómico, tuvo un trágico final. El 28 de mayo de 1606 la emprende con otro pintor rival, Ranuccio Tomassoni, y el fatídico lance acaba en asesinato. Caravaggio aún no lo sabe, pero cuando se confirma la noticia, huye despavorido de Roma y se refugia en Paliano y Zagarolo (dos localidades en los Montes Albanos, un territorio propiedad de los Colonna, con quien tenía lazos de amistad). De esos años es el impresionante “San Francisco en meditación” que puede verse en esta exposición, terminado antes de partir a Nápoles y en el que ya vemos una verdadera transformación de estilo: aplicando una pátina parda, restringe la paleta de colores, los aclara y acentúa aún más el contraste. El resultado es un mar de tinieblas bañado por llamas de fuego.
La pintura es el vehículo de su vida. Desde Nápoles se traslada un año a Malta y allí, queriendo redimir sus delitos, ingresa como novicio en una comunidad monástica. Gracias a sus dotes como pintor, es condecorado con el título de Caballero de la Orden de Malta, distinción finalmente revocada al verse envuelto de nuevo en otro conflicto de armas. Encarcelado ahora por otros lances, logra zafarse de la autoridad merced a algunos contactos y de ahí poner rumbo a Sicilia. Pasa por Siracusa, Mesina y Palermo, sin dejar de pintar un sólo segundo, a un ritmo frenético, desesperado, buscando el beneplácito de algunos gentiluomini —el noble genovés Marcantonio Doria y sobre todo el cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Pablo V— que puedan interceder por él para conseguir el indulto vaticano. En ese último trayecto, al parecer, tuvo la mala fortuna de ser confundido con un famoso maleante mientras su barco zarpaba a Roma con sus cuadros a bordo. Así, en una localidad de la provincia de Grosseto llamada Porto Ercole, cuya arteria principal lleva hoy su nombre, Caravaggio, camino del perdón pero sin llegar a encontrarlo, muere (se baraja el paludismo) mientras intenta recuperar esas obras.
Así y todo, a pesar del probable paludismo, la imagen novelesca del gran maestro varado en la playa o la humillación lastimosa a la que le sometió la vida, son años de esplendor artístico. En ellos completa media docena de obras maestras: la “Degollación de San Juan Bautista”, el “Entierro de Santa Lucía”, la “Resurrección de Lázaro”, la “Negación de san Pedro” y sobre todo el “Martirio de santa Úrsula”, pintado precisamente para Marcantonio Doria y hospedado hoy en Madrid hasta el 18 de septiembre. Un acontecimiento en sí mismo.
Roma, siglo XVII
Pensemos que hacia 1600 la ciudad del Tíber era un contenedor mestizo de artistas de todo el mundo venidos a la ciudad atraídos por su vitalidad cultural, la fluidez comercial y un gamberrismo cuya correcta pronunciación sería liberalidad. Fue Giulio Mancini, médico de Urbano VIII, el que alertó de esta continua afluencia de artistas. Un dato: el censo en Roma entre 1600 y 1630 recoge la cifra de 1.710 pintores, de los cuales casi 500 eran de procedencia flamenca, francesa y holandesa.
Dentro de aquella pluralidad, Caravaggio ofrecía sobre todo un desapego al clasicismo. Se congració con la tradición germánica por el modo de pintar ad vivum (del natural). Era de esperar, por tanto, que entre aquellos pintores del norte, el naturalismo de Caravaggio fuera recibido con los brazos abiertos. Dos admiradores precoces: Peter Paul Rubens y Adam Elsheimer. Del primero no hace falta presentación y todo elogio es insuficiente, pero es curiosa la anécdota de que, llegado al punto, la influencia se vuelve recíproca. Si Rubens se sirvió del “Entierro de Cristo” de Caravaggio para componer su versión, éste hizo lo propio dejándose seducir por Rubens para completar la “Coronación de espinas” de Vicenza (ésta es la de la exposición), un modelo figurativo que luego repercutiría en pintores de todo el mundo. De Elsheimer, aún siendo un gran desconocido para el gran público, basta ver las dos magníficas tablillas de Bonn y Londres para hacerse una idea cabal ya no sólo de su repercusión en la tradición pictórica alemana, sino de la extraordinaria admiración que su obra suscitó en Italia.
Los Giustiniani y el mecenazgo artístico
Benedetto y Vincenzo Giustiniani, uno cardenal, otro marqués, hermanos y diletantes, fueron personajes clave que marcaron un hito en la historia de la pintura y el coleccionismo. Ambos, entre otras cosas, coadyuvaron la explosión del estilo barroco en la ciudad de Roma. Protegieron a multitud de artistas y al menos media docena pernoctó en las dependencias del Palazzo de Via della Dogana Vecchia. A ellos se debe el mecenazgo de algunos de los principales pintores del momento: Gerard van Honthorst, David de Haen, Nicolas Régnier e incluso el historiador Joaquim von Sandrart. Llegaron a atesorar 15 originales de Caravaggio y fueron valedores de unos talentos que Roma —todavía— no conocía.
De los demás pintores expuestos merece la pena señalar a Dirk van Baburen, cuya obra cautivó inmediatamente al esteta español Pedro Cósida, agente diplomático de Felipe III en Roma, gracias al cual conseguiría el encargo de un “Entierro de Cristo”, inusualmente desmontado del altar de la capilla de la Pietà de San Pietro in Montorio, donde se aloja, y que ahora duerme en Madrid.
Ter Brugghen y los pintores franceses
Ter Brugghen llegó a Roma poco después de que el maestro huyera, pero fue el primero en volver a Utrecht con los deberes hechos. Está en la exposición porque suya es la culpa de haber llevado su estilo más allá de los Alpes, fruto de un estudio sistemático y minucioso de la obra de Caravaggio.
La irrupción de los franceses, sin embargo, es más cualitativa que cuantitativa. Se citan en la exposición la señoría de Simon Vouet y la armonía de Claude Vignon (a medio camino entre el colorismo de Rubens y el naturalismo terroso caravaggista). Aún así, todos son distintos a Caravaggio y Caravaggio es distinto de todos ellos. Excepto el más grande, que no es otro que Valentin de Boulogne, un artista de familia humilde y vida disoluta que tuvo que exudar sangre para establecerse y que, sólo con el largo caminar, obtuvo algún reconocimiento. Peor suerte tuvo Nicolas Tournier, el mayor descubrimiento de esta exposición, un artista solapado históricamente por la crítica debido a la similitud con su maestro, Bartolomeo Manfredi.
*
Nota bene:
Caravaggio había salido de Roma por la puerta de servicio, prófugo del mundo, huyendo de su vida pero no de su destino. Éste hizo que tuviera que cargar aún con su temperamento y unas cuantas telas plegadas. Nápoles, que no era pródiga en pintores de notable prosapia, lo esperaba como un hijo adoptivo, ansiosa con los brazos extendidos. Allí no se respiraban esa clase de carburantes que habían socavado la vida cultural de Roma como la envidia y el remordimiento. Por eso mismo a su llegada debió sentir, imaginamos, el poder inmenso de la libertad. Estuvo poco tiempo, pero su impronta, como un latigazo vaporoso de tinieblas arrebatado a la naturaleza, halló rápida respuesta.
A lo largo de su obra, el genio de Caravaggio puede percibirse con facilidad ya sea en el estilo, la invención figurativa, el quiebro de la paleta o incluso en el modo en que se autorretrata. Este último apartado, el de los autorretratos, es sumamente significativo. Caravaggio se retrató a sí mismo —dice el catálogo— cuatro veces, pero hay alguna más, per carità. En el “Martirio de san Mateo” (1599-1600), en el “Prendimiento de Cristo” (1602), en la “Decapitación de san Juan Bautista” (1608), en la “Resurrección de Lázaro” (1608-1609) y en el “Martirio de santa Úrsula” (1610), por no mencionar una citación dudosa en el “David y Goliath” (1607) de Viena. Lo corriente era que un autorretrato sirviese de punto de anclaje entre cuadro y espectador, pero Caravaggio lo hizo al revés. Prefería volverse a la escena y contemplar los crímenes que había pintado. Terminó usando la sangre del Bautista para firmar la tierra con su nombre. Innovó hasta en eso. «La forma de las sombras», lo resumió Roberto Longhi. Precisamente éste, Longhi, fue quien consiguió reactivar hace 70 años la fascinación en el mundo por esta bestia de la pintura: él es el responsable de la omnipresencia planetaria de Caravaggio, y de que ustedes o yo podamos contemplar con tanta facilidad a un pintor que, como hemos visto, evitaba nuestra mirada pero sobre todo un gamberro al que, por otra parte, qué curiosa es la vida, nosotros jamás olvidaremos.
Imagen de portada, Caravaggio, La buenaventura (Museos Capitolinos, Roma).
Luego, de arriba abajo, también del artista, Sacrificio de Isaac (Galleria degli Uffizi, Florencia), San Francisco en meditación (Museo Civico Ala Ponzone, Cremona) y Martirio de Santa Úrsula (Palazzo Zevallos Stigliano, Nápoles); Dirk van Baburen, Entierro de Cristo (San Pietro in Montorio, Roma), y autorretratos de Caravaggio (montaje de Mario S. Arsenal).