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Adiós, Krahe, adiós
Me imagino a Krahe leyendo con una ceja levantada las necrológicas que se han escrito sobre su muerte. Con su camisa planchada lo imagino, pasando página al periódico y mirando al horizonte del mar en Zahara, mientras piensa que, en fin, la cosa no es para tanto. Es curioso, podría acordarme en este momento fúnebre de dos de sus primeras canciones, la de El tío Marcial –un diálogo entre la muerte y un viejo que ha cumplido dignamente con la vida aunque este mundo miserable haya torcido sus frutos–, y la de Don Andrés Octogenario –quien tuvo la suerte de despedirse de este mundo con una erección provocada por una enfermera extraordinaria, una erección tan pronunciada que impidió cerrar la caja del ataúd–, pero no son estas sino la Súplica para ser enterrado en la playa de Sète de su querido Brassens la que me viene a la memoria.
Brassens murió años después de hacer esa canción en su casa de Sète, el pueblo donde está enterrado Paul Valéry, el gran poeta del cementerio marino, con el que Brassens dialoga en su tierna y mordaz súplica. Krahe murió también en un pueblo costero, Zahara de los Atunes, pero aquí el personaje ilustre vinculado al terruño no es un poeta ilustre sino un torero, Francisco Rivera Pérez, más conocido como Paquirri. Y no murió Krahe en aquella casa de puerta amarilla, hermosamente llamada El Triguito, donde pasó tantos veranos, sino en uno de los pisos del bloque que se levantó en su lugar. Tierra de toreros maltratada por especuladores urbanísticos y conseguidores montados en el taco, quizás se puedan explicar las similitudes y diferencias entre Brassens y Krahe desde el paisaje en el que se movieron sus vidas y el lugar de su muerte. Porque si Brassens es un representante de la mejor cultura popular francesa, Krahe lo es de la mejor cultura popular española –lo popular, supongo que no hace falta recordarlo, no debe ser pensado hoy como lo opuesto a lo intelectual sino como su versión menos obtusa–.
Los múltiples obituarios que han aparecido estos días en prensa y en las redes sociales no dejan de señalar el carácter singular del personaje, y, aunque es verdad que era una persona impar alejada de todo afán patriotero, no dejo de pensar en él como un último representante de la tradición heterodoxa española, con esa forma de ser, como decía Cernuda, un español sin ganas, bailando a contradanza lo que está mandado, como predicaba García Calvo en uno de sus sonetos teológicos. Personaje impar de una estirpe de raros brillantes de la que también formó parte destacada su mentor y amigo Chicho Sánchez Ferlosio, que fue, por cierto, quien lo animó a subirse al escenario de la Aurora a interpretar sus propias canciones allá por la primavera del 79. Aquella primera vez fueron nueve noches que se sucedieron ante un público que se partía de risa, hasta que la policía porque sí mandó parar. Cuando pienso en aquella primera vez me sorprende la osadía de Krahe. Hace apenas dos meses, distanciándose de los cantautores de su época que aburrían a las piedras, me explicaba en su casa su dedicación a la música como una consecuencia inevitable de la risa: “Como desde el primer momento en que me subo a cantar la gente no paraba de reírse…”. ¿Pero qué creía él que le hacía tanta gracia a la gente? ¿Las letras de sus canciones? “No, no, todo lo que me decían eran cosas físicas, que si cómo movía las cejas, que si cómo movía el cuerpo”. Una de esas nueve noches inaugurales Krahe cumplió 35 años, ¿quién con esa edad, una voz poco dotada y sin saber tocar la guitarra, decide dedicarse a la canción animado además por el hilarante efecto que crean sus desmadejadas maneras? Krahe era un hombre valiente, sin duda, una de esas pocas personas capaces de hacer cualquier cosa por ridícula que pudiera parecer sin perder jamás la compostura.
Krahe, Sabina y el Empire State
Se ha repetido mucho también que Krahe no fue un superventas, pero decirlo así desluce, como si él hubiese querido llenar estadios alguna vez, como si la figura del cantante masivo fuera más envidiable que la suya. No hace falta más que ver a Sabina para entender que no, que la posición de Krahe era mucho más inteligente, elegante y gozosa. Y sin dejar de ser holgada económicamente; según me dijo ganaba unos 3.000 euros al mes, y eso después de haber pagado (y bien) a sus músicos. El arquetipo del cantante triunfador es hoy una de las encarnaciones más señeras del individualismo existencial, del sé tú mismo y triunfarás, del cree en ti y triunfarás, del lucha por ti y triunfarás… Por el arco del triunfo se pasaba el Krahe estas nociones de éxito, entre otros motivos porque desde sus primeras canciones parecía haber entendido a la perfección la paradoja que señala Valéry, la de que hace falta menos para complacer a tres millones que para agradar a cien personas.
La Mandrágora como origen común, el que su gran hito de Cuervo Ingenuo se hubiera interpretado al alimón y su desigual destino con las masas dio mucho juego en las comparaciones entre Sabina y Krahe. Un juego de sombras y luces, donde se calibraba la autenticidad del uno y del otro y del otro respecto del uno. Un entretenimiento más de esta tierra de toreros y pasiones dicotómicas donde a la gente parece que lo que más le gusta es tomar partido. Yo, por supuesto, también caía en esos pasatiempos y siempre estaba de parte de Krahe, ¿cómo si no? Para mí hay una anécdota en la que se retrata muy bien la personalidad de cada uno y la visión que cada cual tiene de lo que es realmente importante. Resulta que decidieron escribir juntos una novela negra y empezaron por ubicar al detective: “En Nueva York y que viva en el Empire State”, dijo Sabina con entusiasmo, y Krahe añadió zumbón, que sí, que en el Empire State, pero en el primer piso.
El humor, la ternura, el amor, la política y la España por venir
En el aluvión de las necrológicas y mensajes de despedida, se ha hablado mucho del humor, de su humor con rigor literario, pero nada han dicho de su ternura. La ternura, en este mundo lleno de horteras, de blandos y de cursis, pasa desapercibida porque es una cualidad delicada y sutil. Porque aunque Krahe tenía mucho de Diógenes moderno, no era un cínico y su ironía estaba siempre atravesada por una ternura que nos hacía mejores. Escuchándolo con atención uno se ríe de sí mismo, de la propia idiotez, y sin embargo, nunca es una experiencia humillante, pues la catarsis de la música y la distancia de la risa, la inteligencia y el corazón que bailan agarrados en sus canciones, garantizan una experiencia de sabiduría, de olvido de la estupidez que nos constituye y recuerdo de esa inocencia de cuando aún no estábamos del todo hechos.
El amor y las relaciones sexuales fueron el tema principal de su cancionero, nadie como él ha sabido retratar la perplejidad del hombre contemporáneo ante el cambio de roles que ha supuesto la liberación de las mujeres. Su lucha contra el tópico y las convenciones convierte su cancionero en la mejor vacuna contra la educación sentimental promocionada por Hollywood y otras factorías del entertainment. Como en los tebeos de Lauzier, hombres ridículos y mujeres poderosas –y a menudo desequilibradas– protagonizan unas historias que siempre acaban por ser reveladoras y descubrir las contradicciones de la existencia contemporánea.
Si bien sus canciones directamente políticas son las menos, desde aquel Cuervo Ingenuo hasta el ¡Ay, Democracia!, pasando por la ineludible Huevos de corral, nadie como él ha sabido retratar la mentira y la horterada de nuestra querida España en las últimas tres décadas, de la OTAN a la crisis, pasando por esos años noventa del pelotazo. No por casualidad el único año en el que no tuvo actuaciones fue el 92, se ve que España entera estaba ocupada en forjar una nueva imagen de sí misma, nuevarrica y más europea que nadie, y no tenía tiempo que perder en mordaces cantamañanas que se tomaban a burla los mitos fundacionales, el progreso y sus trenes. Pero Felipe González cayó, el 92 pasó, el mito de la nueva España se hizo añicos y ahí seguía Krahe cantando, el más vivo de su moribunda generación, sobreviviendo a victormanueles, anabelenes, incluso a su amigo Sabina y al intocable Serrat. Pasaron los años y Krahe seguía teniendo cosas que decir y cada poco sacaba una buena canción, mientras el resto vivía de las rentas dilapidando lo que alguna vez tuvieron de bueno. En esta última época en la que todas las estatuas parecen haberse caído de su pedestal, la figura de Krahe crece como un ejemplo de libertad, de inteligencia y, me atrevería a decir, de lo mejor de una España que aún está por construir pero que a ratos parece más cerca que nunca.
Krahe era consciente, sin tampoco recrearse en el asunto, de que el tiempo le había dado la razón. Le pregunté, aquella noche en su casa, unos días antes de las elecciones del 25-M, por su relación con Podemos y me dijo que pese a que había cosas que no le gustaban iba a abandonar su proverbial abstencionismo votando por ellos: “Después de muchos años tenemos la posibilidad de un cambio histórico”.
El gran intérprete, el admirador pesado y una docena de buenas canciones
Era un excelente compositor siempre abierto al juego verbal y al desafío nada fácil de hacer algo nuevo con sus mimbres expresivos. Y era un grandísimo intérprete, y lo señalo porque su voz de cuervo (Krähe en alemán significa cuervo) suele despistar a los amantes de los tenores huecos que cantan a la luna. Ver a Krahe cantar en el Café Central o en cualquiera de las pequeñas y medianas salas que formaban parte de su extenso circuito, era un espectáculo impagable: su manera de interpretar con la voz y con el cuerpo su agudo repertorio, los comentarios presentando las canciones, el entendimiento con sus inseparables músicos y hasta sus equivocaciones hacían de él un cantante inigualable capaz de tener hechizado al público durante dos emocionantes horas, en las que la risa no impedía la aparición de la belleza, ni la inteligencia la invitación a la aventura.
Como camarero del Café Central tuve la suerte de verlo actuar muchas veces. Alguna noche me acerqué a él buscando su amistad, pero su timidez o indiferencia no me dejó ir más allá de servirle un güisqui y decirle algún cumplido sobre el concierto que acababa de dar. Supongo que la cercanía de las salas donde solía tocar le enseñaron a lidiar con admiradores pesados como yo, sin perder la sonrisa ni tampoco el tiempo. Hace un par de meses quedé con él para hablar de Chicho Sánchez Ferlosio y el libro-DVD que quiere sacar la editorial Fulgencio Pimentel con la película de Trueba, Mientras el cuerpo aguante. Comenzamos hablando de su amistad con Chicho, nos fumamos un porro –él el suyo de las nueve de la noche y yo mi yerba vaporizada–y acabamos hablando de mil cosas, algunas de las cuales quedaron recogidas en una entrevista para Cáñamo, si no me equivoco, la última que se publicó si exceptuamos una bastante tonta que le hicieron en vídeo para la Cadena Ser hace quince días. Incluso ahí, frente a un entrevistador graciosete sin gracia, era capaz de mantener la compostura y soltar alguna perla (“¡Ay, Perogrullo, si las cortes tuvieran consejo tuyo!”, que diría su amigo Chicho). El caso es que llegué a su casa, un piso noble en el Palacio de Bornos de la calle del Pez, a las ocho de la tarde y me marché a la una y media de la madrugada con un hermoso colocón y el estómago lleno por una tosta con tortilla francesa que nos preparó su mujer Annick. En un momento dado le comenté mi teoría acerca de que los grandes cantantes, los más grandes, en realidad nunca tienen más de una docena de canciones buenas. Me lo discutió argumentando sus cuentas: “Brassens tiene sinceramente unas 80 canciones buenas, en segundo lugar irían Los Beatles, que tendrán unas 70, y en tercer lugar Rafael de León, que escribió 8000 letras y no sé ni cuántas tendrá buenas”. Antes de despedirme, sin embargo, me dijo con el orgullo discreto del artesano que valora su obra “yo creo que al final yo también voy a dejar una docena de canciones buenas”.
El final ha llegado y lo único que se me ocurre es volver a escucharlo, tratar de poner una detrás de otra, sin orden ni concierto ni comentario que las estropee, esa docena de canciones que creo sobrevivirán a su singular paso por este mundo y por las vidas de los muchos que lo escuchamos con emoción. Ahí va mi lista:
El tío Marcial
¿Dónde se habrá metido esta mujer?
Abajo el Alzheimer
Huevos de corral
Todo es vanidad (cantada por Rosendo)
El vals del perdón
Ron de caña
En la costa suiza
Eros y la civilización
Los caminos del señor
Paréntesis
Piero della Francesca
Y también Nos ocupamos del mar, Señor Juez, Un burdo rumor, La Yeti, Nembutal, El Dos de mayo, Ole tus tetas, ¡Ay, Democracia!, No todo va a ser follar, El cromosoma, Marieta, La tormenta, etc…
Adiós, Krahe, adiós
Me imagino a Krahe leyendo con una ceja levantada las necrológicas que se han escrito sobre su muerte. Con su camisa planchada lo imagino, pasando página al periódico y mirando al horizonte del mar en Zahara, mientras piensa que, en fin, la cosa no es para tanto. Es curioso, podría acordarme en este momento fúnebre de dos de sus primeras canciones, la de El tío Marcial –un diálogo entre la muerte y un viejo que ha cumplido dignamente con la vida aunque este mundo miserable haya torcido sus frutos–, y la de Don Andrés Octogenario –quien tuvo la suerte de despedirse de este mundo con una erección provocada por una enfermera extraordinaria, una erección tan pronunciada que impidió cerrar la caja del ataúd–, pero no son estas sino la Súplica para ser enterrado en la playa de Sète de su querido Brassens la que me viene a la memoria.
Brassens murió años después de hacer esa canción en su casa de Sète, el pueblo donde está enterrado Paul Valéry, el gran poeta del cementerio marino, con el que Brassens dialoga en su tierna y mordaz súplica. Krahe murió también en un pueblo costero, Zahara de los Atunes, pero aquí el personaje ilustre vinculado al terruño no es un poeta ilustre sino un torero, Francisco Rivera Pérez, más conocido como Paquirri. Y no murió Krahe en aquella casa de puerta amarilla, hermosamente llamada El Triguito, donde pasó tantos veranos, sino en uno de los pisos del bloque que se levantó en su lugar. Tierra de toreros maltratada por especuladores urbanísticos y conseguidores montados en el taco, quizás se puedan explicar las similitudes y diferencias entre Brassens y Krahe desde el paisaje en el que se movieron sus vidas y el lugar de su muerte. Porque si Brassens es un representante de la mejor cultura popular francesa, Krahe lo es de la mejor cultura popular española –lo popular, supongo que no hace falta recordarlo, no debe ser pensado hoy como lo opuesto a lo intelectual sino como su versión menos obtusa–.
Los múltiples obituarios que han aparecido estos días en prensa y en las redes sociales no dejan de señalar el carácter singular del personaje, y, aunque es verdad que era una persona impar alejada de todo afán patriotero, no dejo de pensar en él como un último representante de la tradición heterodoxa española, con esa forma de ser, como decía Cernuda, un español sin ganas, bailando a contradanza lo que está mandado, como predicaba García Calvo en uno de sus sonetos teológicos. Personaje impar de una estirpe de raros brillantes de la que también formó parte destacada su mentor y amigo Chicho Sánchez Ferlosio, que fue, por cierto, quien lo animó a subirse al escenario de la Aurora a interpretar sus propias canciones allá por la primavera del 79. Aquella primera vez fueron nueve noches que se sucedieron ante un público que se partía de risa, hasta que la policía porque sí mandó parar. Cuando pienso en aquella primera vez me sorprende la osadía de Krahe. Hace apenas dos meses, distanciándose de los cantautores de su época que aburrían a las piedras, me explicaba en su casa su dedicación a la música como una consecuencia inevitable de la risa: “Como desde el primer momento en que me subo a cantar la gente no paraba de reírse…”. ¿Pero qué creía él que le hacía tanta gracia a la gente? ¿Las letras de sus canciones? “No, no, todo lo que me decían eran cosas físicas, que si cómo movía las cejas, que si cómo movía el cuerpo”. Una de esas nueve noches inaugurales Krahe cumplió 35 años, ¿quién con esa edad, una voz poco dotada y sin saber tocar la guitarra, decide dedicarse a la canción animado además por el hilarante efecto que crean sus desmadejadas maneras? Krahe era un hombre valiente, sin duda, una de esas pocas personas capaces de hacer cualquier cosa por ridícula que pudiera parecer sin perder jamás la compostura.
Krahe, Sabina y el Empire State
Se ha repetido mucho también que Krahe no fue un superventas, pero decirlo así desluce, como si él hubiese querido llenar estadios alguna vez, como si la figura del cantante masivo fuera más envidiable que la suya. No hace falta más que ver a Sabina para entender que no, que la posición de Krahe era mucho más inteligente, elegante y gozosa. Y sin dejar de ser holgada económicamente; según me dijo ganaba unos 3.000 euros al mes, y eso después de haber pagado (y bien) a sus músicos. El arquetipo del cantante triunfador es hoy una de las encarnaciones más señeras del individualismo existencial, del sé tú mismo y triunfarás, del cree en ti y triunfarás, del lucha por ti y triunfarás… Por el arco del triunfo se pasaba el Krahe estas nociones de éxito, entre otros motivos porque desde sus primeras canciones parecía haber entendido a la perfección la paradoja que señala Valéry, la de que hace falta menos para complacer a tres millones que para agradar a cien personas.
La Mandrágora como origen común, el que su gran hito de Cuervo Ingenuo se hubiera interpretado al alimón y su desigual destino con las masas dio mucho juego en las comparaciones entre Sabina y Krahe. Un juego de sombras y luces, donde se calibraba la autenticidad del uno y del otro y del otro respecto del uno. Un entretenimiento más de esta tierra de toreros y pasiones dicotómicas donde a la gente parece que lo que más le gusta es tomar partido. Yo, por supuesto, también caía en esos pasatiempos y siempre estaba de parte de Krahe, ¿cómo si no? Para mí hay una anécdota en la que se retrata muy bien la personalidad de cada uno y la visión que cada cual tiene de lo que es realmente importante. Resulta que decidieron escribir juntos una novela negra y empezaron por ubicar al detective: “En Nueva York y que viva en el Empire State”, dijo Sabina con entusiasmo, y Krahe añadió zumbón, que sí, que en el Empire State, pero en el primer piso.
El humor, la ternura, el amor, la política y la España por venir
En el aluvión de las necrológicas y mensajes de despedida, se ha hablado mucho del humor, de su humor con rigor literario, pero nada han dicho de su ternura. La ternura, en este mundo lleno de horteras, de blandos y de cursis, pasa desapercibida porque es una cualidad delicada y sutil. Porque aunque Krahe tenía mucho de Diógenes moderno, no era un cínico y su ironía estaba siempre atravesada por una ternura que nos hacía mejores. Escuchándolo con atención uno se ríe de sí mismo, de la propia idiotez, y sin embargo, nunca es una experiencia humillante, pues la catarsis de la música y la distancia de la risa, la inteligencia y el corazón que bailan agarrados en sus canciones, garantizan una experiencia de sabiduría, de olvido de la estupidez que nos constituye y recuerdo de esa inocencia de cuando aún no estábamos del todo hechos.
El amor y las relaciones sexuales fueron el tema principal de su cancionero, nadie como él ha sabido retratar la perplejidad del hombre contemporáneo ante el cambio de roles que ha supuesto la liberación de las mujeres. Su lucha contra el tópico y las convenciones convierte su cancionero en la mejor vacuna contra la educación sentimental promocionada por Hollywood y otras factorías del entertainment. Como en los tebeos de Lauzier, hombres ridículos y mujeres poderosas –y a menudo desequilibradas– protagonizan unas historias que siempre acaban por ser reveladoras y descubrir las contradicciones de la existencia contemporánea.
Si bien sus canciones directamente políticas son las menos, desde aquel Cuervo Ingenuo hasta el ¡Ay, Democracia!, pasando por la ineludible Huevos de corral, nadie como él ha sabido retratar la mentira y la horterada de nuestra querida España en las últimas tres décadas, de la OTAN a la crisis, pasando por esos años noventa del pelotazo. No por casualidad el único año en el que no tuvo actuaciones fue el 92, se ve que España entera estaba ocupada en forjar una nueva imagen de sí misma, nuevarrica y más europea que nadie, y no tenía tiempo que perder en mordaces cantamañanas que se tomaban a burla los mitos fundacionales, el progreso y sus trenes. Pero Felipe González cayó, el 92 pasó, el mito de la nueva España se hizo añicos y ahí seguía Krahe cantando, el más vivo de su moribunda generación, sobreviviendo a victormanueles, anabelenes, incluso a su amigo Sabina y al intocable Serrat. Pasaron los años y Krahe seguía teniendo cosas que decir y cada poco sacaba una buena canción, mientras el resto vivía de las rentas dilapidando lo que alguna vez tuvieron de bueno. En esta última época en la que todas las estatuas parecen haberse caído de su pedestal, la figura de Krahe crece como un ejemplo de libertad, de inteligencia y, me atrevería a decir, de lo mejor de una España que aún está por construir pero que a ratos parece más cerca que nunca.
Krahe era consciente, sin tampoco recrearse en el asunto, de que el tiempo le había dado la razón. Le pregunté, aquella noche en su casa, unos días antes de las elecciones del 25-M, por su relación con Podemos y me dijo que pese a que había cosas que no le gustaban iba a abandonar su proverbial abstencionismo votando por ellos: “Después de muchos años tenemos la posibilidad de un cambio histórico”.
El gran intérprete, el admirador pesado y una docena de buenas canciones
Era un excelente compositor siempre abierto al juego verbal y al desafío nada fácil de hacer algo nuevo con sus mimbres expresivos. Y era un grandísimo intérprete, y lo señalo porque su voz de cuervo (Krähe en alemán significa cuervo) suele despistar a los amantes de los tenores huecos que cantan a la luna. Ver a Krahe cantar en el Café Central o en cualquiera de las pequeñas y medianas salas que formaban parte de su extenso circuito, era un espectáculo impagable: su manera de interpretar con la voz y con el cuerpo su agudo repertorio, los comentarios presentando las canciones, el entendimiento con sus inseparables músicos y hasta sus equivocaciones hacían de él un cantante inigualable capaz de tener hechizado al público durante dos emocionantes horas, en las que la risa no impedía la aparición de la belleza, ni la inteligencia la invitación a la aventura.
Como camarero del Café Central tuve la suerte de verlo actuar muchas veces. Alguna noche me acerqué a él buscando su amistad, pero su timidez o indiferencia no me dejó ir más allá de servirle un güisqui y decirle algún cumplido sobre el concierto que acababa de dar. Supongo que la cercanía de las salas donde solía tocar le enseñaron a lidiar con admiradores pesados como yo, sin perder la sonrisa ni tampoco el tiempo. Hace un par de meses quedé con él para hablar de Chicho Sánchez Ferlosio y el libro-DVD que quiere sacar la editorial Fulgencio Pimentel con la película de Trueba, Mientras el cuerpo aguante. Comenzamos hablando de su amistad con Chicho, nos fumamos un porro –él el suyo de las nueve de la noche y yo mi yerba vaporizada–y acabamos hablando de mil cosas, algunas de las cuales quedaron recogidas en una entrevista para Cáñamo, si no me equivoco, la última que se publicó si exceptuamos una bastante tonta que le hicieron en vídeo para la Cadena Ser hace quince días. Incluso ahí, frente a un entrevistador graciosete sin gracia, era capaz de mantener la compostura y soltar alguna perla (“¡Ay, Perogrullo, si las cortes tuvieran consejo tuyo!”, que diría su amigo Chicho). El caso es que llegué a su casa, un piso noble en el Palacio de Bornos de la calle del Pez, a las ocho de la tarde y me marché a la una y media de la madrugada con un hermoso colocón y el estómago lleno por una tosta con tortilla francesa que nos preparó su mujer Annick. En un momento dado le comenté mi teoría acerca de que los grandes cantantes, los más grandes, en realidad nunca tienen más de una docena de canciones buenas. Me lo discutió argumentando sus cuentas: “Brassens tiene sinceramente unas 80 canciones buenas, en segundo lugar irían Los Beatles, que tendrán unas 70, y en tercer lugar Rafael de León, que escribió 8000 letras y no sé ni cuántas tendrá buenas”. Antes de despedirme, sin embargo, me dijo con el orgullo discreto del artesano que valora su obra “yo creo que al final yo también voy a dejar una docena de canciones buenas”.
El final ha llegado y lo único que se me ocurre es volver a escucharlo, tratar de poner una detrás de otra, sin orden ni concierto ni comentario que las estropee, esa docena de canciones que creo sobrevivirán a su singular paso por este mundo y por las vidas de los muchos que lo escuchamos con emoción. Ahí va mi lista:
El tío Marcial
¿Dónde se habrá metido esta mujer?
Abajo el Alzheimer
Huevos de corral
Todo es vanidad (cantada por Rosendo)
El vals del perdón
Ron de caña
En la costa suiza
Eros y la civilización
Los caminos del señor
Paréntesis
Piero della Francesca
Y también Nos ocupamos del mar, Señor Juez, Un burdo rumor, La Yeti, Nembutal, El Dos de mayo, Ole tus tetas, ¡Ay, Democracia!, No todo va a ser follar, El cromosoma, Marieta, La tormenta, etc…