La mesa de Tarantino
Cuando uno consigue limpiarse las salpicaduras de sangre de los ojos y silenciar mentalmente los ecos del ofensivo argot negro del gueto, y tras reprimir la risa ante las violencias banales que se le despachan, cae en la cuenta de que las películas de Tarantino están atiborradas de comida.
Aparece ya en el arranque del mediometraje independiente con que debutó (My Best Friend’s Birthday): Mick, el locutor de la emisora K-Billy, atiende la petición de un oyente sentado a un escritorio abarrotado de junk food mientras mastica galletas “Flicky flakes”. Y la comida será después una constante en todas sus películas: desde la tertulia de sobremesa en Reservoir Dogs sobre las propinas y la índole de las pollas que cobija Madonna en Like a Virgin a los noodles que Bridget Fonda sorbe en Jackie Brown, desde el arroz con que Pai Mai alimenta a Beatrix Kiddo durante su cruel adiestramiento en artes marciales al sándwich que Bill prepara con un descomunal cuchillo de cocina en las postrimerías de Kill Bill. O los grasientos nachos de pub de los que da cuenta Stuntman Mike, el misógino verdugo de tipo slasher en Death Proof. O el filete Douglas Sirk y la hamburguesa Durward Kirby en Pulp Fiction. O la “tarta blanca” de Django desencadenado, un chiste donde el color, como en el Perro blanco de Samuel Fuller, funciona como metáfora racista (el propio horno de pozo en que se encierra como castigo a la esclava Broomhilda, es el mismo que se empleaba para las “barbacoas de suelo” típicas de la soul food y la gastronomía sureña, una costumbre heredada de las tribus nativas del sureste).
Comida, basura o no, y nomenclaturas comerciales que crean una especie de apaciguador fondo cultural pop sobre el que se desenvuelven charlas banales, un realismo cultural contemporáneo indisociable de la comida sobre el que irrumpe siempre, inane y jocosamente, la violencia. No hay por tanto suspense, sino siempre un contexto apático —y ruido de masticación— antes de los disparos.
El strudel de Malditos Bastardos
En Malditos bastardos la tensión dramática gravita también alrededor de varias escenas de mesa. Una de las más tensas es la que protagoniza el coronel Hans Landa, magistralmente interpretado por el austriaco Christoph Waltz, quien atormenta a la judía Shosanna –a cuya familia ordenó asesinar siendo ésta niña– mientras da cuenta de un strudel con nata. El elemento que espesa el diálogo es la elipsis acerca de lo que sabe o no sabe el verdugo, gracias al vaso de leche que el coronel ordena traer para ella. La tortura psíquica reposa sobre un inocente apfelstrudel (como en el arranque sucederá con el vaso de leche fresca) para el que Landa prescribe la reglamentaria nata.
Si la masa de hojaldre del croissant es una burla de la media luna del Imperio otomano con que se conmemora el fallido asedio turco a la capital austriaca durante el siglo XVII –y cualquier aprensión ante las iras del califato islámico por este pequeño y masivo chiste de las pastelerías europeas no está infundado–, el strudel simboliza el triunfo de Solimán sobre los húngaros, quienes se aplicaron a la tarea de asimilar las artes reposteras de los turcos vencedores. Las masas en hoja (phyllo) como la del strudel, cuyo origen está en el Estambul de los albores del Imperio otomano, se preparan haciendo capas separadas que se montan justo antes de ser horneadas para formar masas con decenas de láminas. Empleadas también para hacer los baklava y los boreks turcos, la influencia otomana en Europa oriental hizo que la masa phyllo fuera adoptada por húngaros y austriacos. Alemania no escapó a la revancha turca del strudel, que se ha visto ampliada por los kebabs que compiten en sus calles con el currywurst nacional. Si los alemanes siguen exportando deuda, PIGS y morenos les daremos fast food (los griegos utilizan para su spanakopita salada la misma masa pero con espinaca y queso feta, con la cual sin duda Varoufakis estaría encantado de atormentar a los alemanes como un maldito bastardo más en los almuerzos desde su soleada azotea ateniense).
Que no falten las hamburguesas
Pulp Fiction arranca con una charla de sobremesa entre una pareja de ineptos robaperas —Pumpkin y Honey Bunny, un trasunto lumpenizado de la heroica pareja romántica de True Romance, guionizada por Tarantino— sobre los restos de un desayuno en la mesa de un diner angelino, el Hawthorne Grille (demolido poco después del rodaje de la película para ser convertido en un aparcamiento). A su lado, Vincent y Jules, los hampones a sueldo de Marsellus Wallace, el gángster nigga, dan cuenta de unas tortitas americanas con bacon y un muffin de maíz, respectivamente.
Después los veremos dialogar sobre la hamburguesa Big Mac y la Cuarto de Libra (Quarter Pounder, Cuarto de Libra con queso en España), que según Vincent recibe la denominación en Francia de Royale con queso debido al sistema métrico (de hecho es así en más países: Royal Cheeseburger en Rusia). La Quarter Pounder se empezó a comercializar en 1972, en el umbral de la primera crisis preapocalíptica occidental, y es sin duda el icono culinario que jalona el clima político de la reelección de Richard Nixon. El cuarto de libra hace referencia a los 113 gramos de carne precocinada que contiene la hamburguesa y fue inventada por Al Bernardin, el propietario de una franquicia en Freemont (California), en respuesta a la presunta necesidad del americano medio de una mayor cantidad de carne en su bocadillo. La nueva receta tuvo tanto éxito que se incorporó enseguida a los menús nacionales. Fue comedido: hoy la Mega Mac lleva cuatro filetes: 250 gramos (46 de ellos grasa) y 754 calorías.
La carne de vacuno no siempre fue la preferida por los americanos. De hecho, el paladar nacional prefirió tradicionalmente el cerdo. El cordero siempre fue políticamente odiado desde la época colonial debido a la imposición por parte de la metrópoli de la producción de lana en las colonias, aunque se les prohibía manufacturarla. Por dicha razón, cerdos y vacas comenzaron a ser más rentables y por tanto más habituales en la mesa. La fobia por la carne de cabrito y de oveja fue más temprana entre los sureños, habituados a su algodón y ajenos completamente al comercio de la lana.
El cerdo empezó siendo la carne favorita para los americanos. Parte de culpa la tenía la densidad de los bosques norteamericanos que, una vez limpiados de lobos e indios, eran particularmente propicios para el ganado porcino, que correteaba entre bellotas, hayucos y avellanas, que servían como pasto gratuito. Incapaces de competir económicamente en este aspecto, los rumiantes eran destinados a la producción de leche, mantequilla y queso (la capacidad del cerdo para transformar el pienso en carne es cinco veces mayor que la de las vacas). Así pues, en el sur y en el medio oeste las preferencias siempre se inclinaron por el cerdo. Sólo en la zona de las grandes llanuras y en el norte el gusto se decantaba por las vacas gracias a amplias áreas de pasto, tras la previa eliminación de los búfalos, de escaso valor económico y preferidos por los indios nativos. El 4 de julio, día de la Fiesta Nacional, el cerdo asado era siempre el plato obligado. Todavía a principios del siglo XX se consumía mayor cantidad de cerdo que de vacuno.
Sólo a partir de los 60 las preferencias se vuelven hacia la carne de vacuno (y la hamburguesa) por culpa de dos factores. Por un lado, gracias a los piensos, ya no hacían falta pastos naturales para la producción de carne. Por otro, los cambios en los estilos de vida, con la proliferación de viviendas suburbanas y urbanizaciones residenciales con jardines particulares en los que se podían celebrar barbacoas al aire libre —vetadas a los inquilinos de los apartamentos—, representaron un hándicap para la carne picada de cerdo, que se deshacía en las parrillas por la necesidad de cocinarla durante mucho más tiempo debido al peligro de triquinosis. Otro elemento que encumbraría la hamburguesa como plato abanderado de la gastronomía americana sería el auge del automóvil: las familias consumían sus pedidos en áreas de estacionamiento, entre el hierro y los cristales de sus autos. (McDonald´s no pondría mesas y sillas para sentarse ¡hasta 1966!). Así fue como la hamburguesa de vacuno obtuvo el reinado en los EE.UU. Esos americanos que apenas salían de sus refugios atómicos durante la guerra fría, no querían poner perdidas las tapicerías de sus coches, seña de identidad nacional, con cerdo chorreante, que sólo aparecerá en los restaurantes de comida rápida en los 80 y lo hará la franja del desayuno.
La gran hamburguesa cajuna
Tarantino no es desde luego un dietista responsable o un refinado gourmet, sino el panegirista irónico del lifestyle americano. Nos detendremos en la ficticia hamburguesa cajuna, perteneciente a la cadena hawaiana Big Kahuna Burger, que atraviesa la filmografía de Tarantino (figura o se menciona en Reservoir Dogs, Four Rooms y Death Proof), siendo en Pulp Fiction donde adquiere protagonismo durante la conversación entre Jules, el hampón afroamericano que interpreta Samuel L. Jackson, y Brett, el asustado delincuente que ha intentado joder a su jefe, Marsellus Wallace. He aquí nuestra receta tentativa de la misma:
Ingredientes: 150 grs. de carne de vacuno, 50 grs. de carne de caimán (o, en su defecto, ardilla o iguana), 2 lonchas de queso cheddar, 2 lonchas de bacon, cebolla, aceite de sésamo, sirope de arce, condimento cajún, sal, lechuga y pan de maíz.
Diríjase a una carnicería en busca de carne de vaca. Descarte las bandejas de poliestireno de los supermercados con carne picada, pues son definitivamente sospechosas: si por un azar están libres de trazas de caballo percherón rumano, incluirán inexorablemente porquerías como espesantes y sulfitos. En las fábricas, junto con la carne, se pican tendones y cartílagos. Es decir, menos proteína y más colágeno, como si masticaras un labio de Lana Del Rey.
Cajún evoca “americanos pobres”, así que mezcle la carne de vacuno con la de caimán, muy apreciada por los habitantes de los pantanos de Louisiana. Venden latas de aligátor por internet (a unos 16 dólares el medio kilo). Puede sustituirla por carne de ardilla (muy del gusto de los nativos blancos sin seguro médico ni dientes del sur de Estados Unidos, votantes disciplinados del Partido Republicano que periódicamente son pasto de los tornados en Molochs derechistas mientras duermen abrazados a sus rifles en sucias cabañas portátiles). Internet le ofrecerá soluciones, pero puede encaminarse al parque con un puñado de nueces. La ardilla es un animal muscular, un gimnasta escasamente empático con mirada vivaz y carne dura que necesita ser cocinada más tiempo, lo cual complica la preparación. Otra opción es la carne de iguana, muy accesible en conserva y muy del gusto redneck. La sola idea de comérselas es graciosa cuando uno piensa en la distinguida frialdad y la flemática altanería que gastan en vida estos reptiles, ajenos a su final como posible ingrediente de cocina. Incorpore unas gotas de aceite de sésamo: fueron los esclavos africanos los que lo llevaron a Estados Unidos en el siglo XVII. Añada a la carne sazonador cajún (que encontrará en tiendas) y sal, y mezcle todo.
Dele forma de hamburguesa y pásela por la plancha cuando esté bien caliente. Una buena manera de comprobarlo es escupir en ella y ver si se produce un siseo seductor. Absténgase de carbonizar la carne. Tras darle la vuelta, ponga el queso encima para que se derrita. Aparte, pase también por la plancha el bacon hasta que quede crujiente. Incorpore la carne sobre una rebanada de pan de maíz y añada cebolla y lechuga (a ser posible huya de la insípida variedad iceberg: nunca un alimento tuvo un nombre que le hiciera tanta justicia) y el bacon. Riegue todo con un chorretón de sirope de arce, muy típico de la cocina apalache. También puede sustituirlo por mostaza y kétchup para dotarle de un elemento sanguíneo muy tarantiniano. Ya está lista su hamburguesa cajuna. Acompáñela de unos bastones de calabaza fritos, a los habitantes de los pantanos les chiflan y usted carece de su fiable criterio. Relájese y disfrute. La balacera puede comenzar en cualquier momento. Si no lo hace una bala, pronto nos terminará matando el tedio.
José Manuel Ruiz Blas
José Manuel Ruiz Blas (Madrid, 1975) es periodista especializado en gastronomía y tendencias y colaborador habitual de EEM-Revista y EEM-Radio.
Alberto Flores (Madrid, 1987), fotógrafo ecléctico y sin gusto estético, colaborador en prensa deportiva conceptual y empleado en locales de comida rápida donde sobrevive a base de sobras.