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La cocina de carpanta

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España ha mordido el polvo y reclama su famélico destino entre los PIGS. Los hay que hurgan en las basuras. El pack de salchichas perrunas y la bolsa de spaghetti son el pan nuestro de cada día. Las librerías se llenan de recetarios cuyos títulos ostentan sin contradicción y con orgullo las palabras “alta cocina” y “low cost” en un oxímoron descabellado. El retortijón es la gimnasia nacional. Pareciera que una arena de miseria antigua se posa sobre el abrasado mapa y devuelve a España a Las Hurdes, tierra sin pan, y es la usura la que termina de rebañar el plato. Así las cosas, junto al restaurante fáustico galardonado conviven el tugurio, la fresquera huérfana y el mesón de radical penuria. Vamos a radiografiar la cocina del hambre en este nuevo edificio barroco con panzas huecas y pícaros sentados en consejos de administración llamado España.

 

Carpanta: hambre no, apetito

Si algún antihéroe reciente encarna el Hambre, ese es Carpanta, el inmortal personaje de tebeo concebido por el dibujante Josep Escobar. Formado en el semanario satírico L’Esquella de la Torratxa, el cariz republicano y anticlerical de éste haría que Escobar diera con sus huesos en prisión al término de la contienda civil. Allí conocería la represión y el hambre atroz del presidio. Toda una crítica social se vertería después en las historietas de Carpanta.

Con su eterno canotier maltrecho, una magullada corbata de pajarita, pantalones rojos, levita negra y camiseta de rayas marineras, Carpanta dedicaba esfuerzos ímprobos a hacerse con algo de comida que llevarse a la boca. Alopécico y desdentado, mezcla de pícaro y Sísifo, sus maquinaciones siempre se desbarataban en una última y cruel viñeta en la que las viandas se esfumaban delante de sus narices. El sadismo con que Escobar dejaba en ayuno perenne a este clochard encantador, conseguía que hasta algunos niños de la época enviaran dinero a la redacción de la revista para financiarle una merienda. Aficionado al disfraz, Carpanta ejecuta pequeños hurtos en los capachos de la compra de las amas de casa. Hace chapuzas discretas que nunca reciben el estipendio previsto. Roba castañas, asalta higueras. Si consigue pescar un pez, resulta más tarde que se trata de una anguila eléctrica que lo electrocuta al hincarle el diente. Si agarra un bocadillo, un macetero se precipita sobre su cabeza. 

Aparecido por primera vez en el número 4 de la revista Pulgarcito (1947), la censura franquista estuvo a punto varias veces de interrumpir la publicación de las viñetas debido a que, según la versión oficial, “en España nadie pasaba hambre”. Así, Carpanta se veía obligado a decir que tenía “apetito”, en lugar de “hambre”. El tiempo iría suavizando la causticidad de sus devastadores cuadros costumbristas, en la misma medida que se fue perfeccionando el dibujo. Pero siempre permanecería de fondo el hambre crónica y la imagen de Carpanta con la boca muy abierta: ademán al que se había acostumbrado el pueblo.

 

Cautivos y desarmados los estómagos

La posguerra, que trajo más victoria para algunos que paz para todos, dibuja un cuadro apocalíptico, zombificado. Campesinos pobres y otras entidades lampantes acuden a consulta médica con parálisis muscular, temblores e incontinencia. Se les diagnostica latirosis. Las pesquisas consiguen descifrar el origen del mal: la harina de almortas o guijas, una leguminosa resistente a la sequía, que también recibe el nombre de “tito” o diente de muerto (por su forma de garbanzo cuadrado aplastado). Destinada por lo común a la alimentación animal, la almorta, que contiene aminoácidos tóxicos.

Es un complemento de sopas y guisos, además de la base de las llamadas gachas manchegas, una suerte de papilla elaborada con su harina, primero tostada y cocida después con agua, acompañada de aceite, ajos, pimentón y sal, cuyo origen está entre los pastores que durante los fríos días del invierno manchego se sentaban alrededor de la sartén formando un corro.

Las zonas de interior acusan además la inveterada ausencia de pescados, exceptuando los arenques y el bacalao en salazón, esa momia envuelta en un sudario de sal tan endémica de la Castilla sin mar. El litoral también es azotado por el hambre. Así, en los días en que no hay capturas, los pescadores preparan el tristemente famoso “arroz con piedras”, para cuya cocción empleaban ¡piedras del mar! con que dar sabor al arroz.

El café, que en la posguerra alcanza el precio de cien pesetas el kilo, se convierte en un lujo prohibitivo. Se extiende el consumo del llamado café de recuelo, con posos cocidos por segunda vez y leche de oveja muy aguada. En Luces de bohemia se alude a él en boca de Don Latino: “un café de recuelo te integra”. Vendido a precios muy bajos, su preparación estaba reglamentada por la Real Orden del 3 de agosto de 1903, que establecía que los posos de café debían emplearse en el mismo día de su primera infusión, no pudiendo cocerse más de una vez. Pero habrán de proliferar otros “cafés postizos” hechos con algarroba, garbanzo molido, cáscaras de cacahuetes o el más conocido, preparado con achicoria de raíz, que ha de tostarse y molerse para ser convertida en polvo para infusionar. 

En el campo se extendería el consumo de ratas de agua, o topillos de ribera, de la especie Arvicola sapidus, roedores de menos de 300 gramos que se crían junto a aguas cristalinas y cuya amenaza de desaparición las ha convertido hoy en especie protegida. Delibes narra en Las ratas cómo en el entorno rural de la Castilla pobre los campesinos recurrían a las ratas como elemento habitual de su dieta. En la novela se consumen fritas y rociadas con vinagre. Quienes las han probado dicen que los muslitos son un manjar. Otra receta clásica las prescribe rehogadas con tomate, cebolla, guindilla y pimientos rojo y verde. 

Un aliado leal en esta travesía descarnada será el boniato, traída a Europa por Colón, y que ante la ausencia de patatas se convertiría en un elemento capital de la mesa, frito o guisado. Hoy abundan más los naranjas de la variedad California, pero entonces eran más valorados los boniatos blancos, menos dulces que aquellos. Para atenuar su dulzor en los guisos se los acompañaba de canela y clavo. Aún hoy perduran recetas de boniatos o calabaza con habichuelas que remedan preparaciones análogas con patatas. Tratados con cal y partidos en trozos, junto al melón y el membrillo, son la base del humilde calabazate.

Se trata de una época omnívora, donde el paladar no hace remilgos —por necesidad—  a nada. Las tiendas solían estar desabastecidas, tanto que en ocasiones sólo se encontraba en ellas acelgas, cebollas y nabos. Mondas de patata, hoy convertidas en aperitivo chic con la catalanísima salsa romesco, eran entonces un bocado de oportunidad muy codiciado. Los platos de posguerra admiten todo: cáscaras de plátano (se pueden preparar unas exquisitas albóndigas con ellas), hojas de remolacha, vainas de habas, castañas, altramuces, pipas… La gente incluso come hierbas conejeras o alimentos habitualmente destinados a piensos y forraje, como las algarrobas y la garrofa. Junto a ellas, las lentejas seguirán siendo un plato habitual en los hogares humildes, en ocasiones tan solo cocidas con agua. ¿Y la carne? Con suerte, algo de caballo viejo.

El pan sufre un envilecimiento parejo. Si en un primer momento la cartilla de racionamiento incluye el pan de harina de trigo, pronto será sustituido por el de maíz (amarillento, apelmazado y de sabor indeterminado), luego por el de altramuces o de guijas, útiles como proyectil descalabrador de cabezas, con una consistencia dura como la fibra de carbono, tanto que solía verse dichas hogazas tiradas por las calles pese al hambre reinante. En las casas se molía cualquier cereal del que se dispusiera sin separar la cáscara del grano, a menudo centeno y avena, de forma que el resultado de la molienda era de escasa calidad y daba lugar al famoso y denostado “pan negro” de la posguerra, emblema nutricio de una tierra devastada.

 

Tortilla de patata sin patatas y sin huevo

Mondas de naranja. El cocinero manresano Ignasi Domènech i Puigcercós fue el primero en elevar tan modesto —e insólito— ingrediente al pabellón de la literatura gastronómica en su libro Cocina de recursos, publicado en la famélica Cataluña de 1938 y reeditado en la no menos hambrienta España de posguerra en 1941. La paradoja reside en que Doménech se había formado como cocinero junto a Auguste Escoffier en el hotel Savoy de Londres, y que había pasado por las cocinas de las mejores embajadas de París y Madrid. Gastrónomo y divulgador, escribió más de una veintena de obras y editó también las revistas gastronómicas La cocina elegante y El gorro blanco. Su primera gran aportación a la culinaria española es La Nueva Cocina Elegante Española (1915), y sólo dos décadas separan este tratado áulico del vademécum infernal mencionado más arriba. Qué hacer con las sobras, cómo usar los muebles para alimentar la lumbre durante más tiempo. Cocinar de la manera más noble posible con elementos baratos o miserables. Luego el tiempo y sus contradicciones han querido que algunas de sus preparaciones, como los sonsos enharinados y fritos, se hayan convertido en un bocado gourmet.

Domènech realiza rutas cenicientas por los restaurantes bélicos más siniestros de Barcelona, llamados de “plato único”, en los que, libreta en mano, realiza anotaciones y concibe mejoras del recetario pobre. En una Barcelona exhausta por los estragos de la contienda civil, Domènech elabora un catálogo dignísimo que redescubre ingredientes humildes. Elabora primitivos trampantojos ilusionistas —que ahora están tan de moda en los fogones de vanguardia—, como los “calamares de campo”, meros aros de cebolla rebozados y fritos, hoy endémicos en los dispensarios de triglicéridos del fast food americano. Cocciones mad max, acortadas por la falta de combustible. Platos concebidos a partir de las sobras. Mucha hierba silvestre y cardos, borrajas u ortigas para ennoblecer. Las carnes, en forma de albóndiga y con mucha miga de pan; los pescados, enharinados y fritos para procurar mayor saciedad. Tortillas de escarola, salsa mayonesa falsa, algarrobas a la cubanita, torrija sin leche ni huevos, crema de vainas de guisante, hojas de remolacha con tocino y cacahuetes, pétalos de girasol en tempura, buñuelos con pétalos de crisantemo… O tortilla sin huevos ni patatas.

Veamos cómo elaborar esta tortilla huérfana, que Ignasi Doménech concibió en tiempos en que huevos y patatas eran OVNIS culinarios. Hágase con unas mondas de naranja y despójelas de la parte exterior. Quédese con las partes blancas, denominadas albedo. Con dichas cortezas podremos simular unas patatas para nuestro propósito. Primero deberá restarles amargor sumergiéndolas en agua durante tres horas, o con dos o tres blanqueos consistentes en cocciones cortas. Escurra las mondas sobre papel absorbente y añádales sal. Fríalas en aceite como haría con una tortilla ortodoxa y añada cebolla. Retírelas cuando estén doradas. Procure no pasarse pues se volverían correosas. Para los “huevos”, frote un ajo crudo sobre un plato y disponga un poco de aceite, sal, pimienta, cuatro cucharadas de harina, una de bicarbonato de sosa y diez de agua, y bata la mezcla hasta que adquiera una textura líquida exenta de grumos. Déjela reposar diez minutos, al cabo de los cuales, tras batirla de nuevo y añadir el albedo, podrá usarla como menjunje para hacer la tortilla, dorándola por ambas caras en una sartén con aceite como haría normalmente. Ya tiene su tortilla para pobres de solemnidad.

Sólo la extravagancia, el tedio, o el revival del cainismo español, con la consiguiente devastación militar, podrían empujarnos a elaborar este plato de atrezzo. Puede que algún acreedor del Bundesbank prescriba más austeridad al vago meridión para ver satisfechas las deudas y crezca con ello nuestro ahogo. O puede también que se popularice el arte del telúrico Ferran Adrià, quien ya anduvo en El Bulli jugando con las mondas de los cítricos. Adrià, fuego y vanguardia, las rescató para elaborar con ellas ¡un puré de albedo! La historia y sus viñetas gemelas de tragedia y farsa. Del adagio al allegro. Ahora que el eje arriba/abajo vertebra la ecuación política, aplaudamos estas visitaciones de chamanes y esnobs al duro suelo que pisamos. Allí todo se parece más a nosotros mismos, a nuestros remiendos, lamparones y uñas de pulgar asomando en la puntera del calcetín.

José Manuel Ruiz Blas

José Manuel Ruiz Blas (Madrid, 1975) es periodista especializado en gastronomía y tendencias y colaborador habitual de EEM-Revista y EEM-Radio.