Una relación profunda
Arrancaban olivos para que pudiera pasar la máquina nueva de recoger aceitunas y no tener que varear. Conseguimos traernos uno centenario al jardín antes de que lo hicieran leña.
Se le hizo una marca en una rama situada hacia el este para que al plantarlo de nuevo, no notara tanto el cambio y pudiera enraizar bien.
Este árbol lleno de tiempo y de vida sólo necesitaba que esa misma rama volviera a estar mirando al amanecer.
Tardó, pero ya ha vuelto a dar aceitunas, así que debe de estar a gusto rodeado de niños, gatos y ropa tendida. CRISTINA BARRERA
De todos los seres vegetales que me rodean hay una planta con ojos, así la representaron los aztecas, que me fascina. Una exuberante ipomea índica que crece con el frenesí salvaje que poseen las malas hierbas. Como si fuera una abeja visual un verano me siento cautivada por la intensidad vibrante del túnel de luz por la que acceden los insectos a su polen y empiezo a fotografiarla. Al revisar las fotos descubro perpleja que he retratado la formación de un ser extraño. Le pregunto a mi sobrina de cuatro años si ve algo en la foto, responde con absoluta rotundidad que es ella misma. En tiempos de retoques digitales, por puro azar de enredos de luz con estambres y pistilo de forma natural he retratado una hada en flor, como las falsas Cottingley Fairies de Elsie Wright que confundieron a Conan Doyle.
Poco después en Oaxaca, cae en mis manos Plantas de los dioses de Albert Hofmann y Evans Schultes. Al hojearlo, entre sus páginas, descubro una antigua imagen azteca de la gran diosa Tepnatitla transformada en una ipomea violácea o planta de la serpiente verde. Sus ramas cubiertas por ojos tienen en los extremos grandes flores de las que se desprenden semillas que sus sacerdotes recolectan. En el proceso alucinógeno y curativo, cuentan los zapotecas actuales, el paciente recibe una visión en su sueño a través de las fantásticas baduwin, y dos niñas pequeñas vestidas de blanco son las intermediarias en la revelación sanadora. Esta flor, con correspondencias féericas, fue la que me inició para tratar de fotografiar lo inefable y explorar otros mundos y formas de conocimiento. No en vano Hofmann la llamaba la planta de las maravillas. INKA MARTÍ
Es la osadía de nuestra huerta, nuestro envite horticultor de la temporada: seis plantas de papa negra canaria cultivadas en plena sierra madrileña de forma totalmente experimental y temeraria. Las amo porque son aguerridas y deliciosas y porque en los súbitos arranques de saudade que me aparecen de vez en cuando, ponerme a su vera y hablarles en canario vernáculo ha calmado mis ansias y nos ha unido en una singular relación de insularidad serrana. Hoy ya no hay planta, sino 5 kilos de tubérculo hermoso. SARA BRITO
¿Recuerdas que te visité hace dos años para hacerte un retrato? Hoy volví por tu calle y no existías. No estaba siquiera tu gemela, únicamente quedaba el vestigio icónico de tu anunciada desaparición. Tu fuste antes desmelenado, de relumbrón, era ahora un simple tocón inerte. Tú, que fuiste en tu momento el orgullo de la casa, tal vez el feliz recuerdo de un nacimiento doble, ahora estás muerta… inhiesta pero muerta. Y yo te echo de menos desde la ventana de mi coche, tu verdor y el trinar de los estorninos silbando desde su atalaya, la tuya. JUAN DEL JUNCO
Vengo de un lugar en el que los árboles en mi infancia formaban parte de nuestra vida como un don al que había que cuidar y respetar. Olivos, almendros, granados, palmeras, pinos y eucaliptus nos daban alimento y sombra en calurosos e interminables días de verano. Los cipreses señalaban el lugar de la memoria de los muertos y en las ramas de los frondosos algarrobos abandonábamos la tierra para jugar a ser animales arbóreos de vuelta a la vieja casa de nuestro origen. Su lugar señalaba la frontera entre el desierto y la vida.
Ahora, al pie de la Sierra de Gredos, junto a un río, vive esta encina desde hace doscientos o trescientos años, sólo ella conoce ese secreto. A su sombra los perros Rothko, Lola y Teo descansan conmigo de nuestras largas caminatas. A veces sesteamos un rato bajo sus ramas como huéspedes respetuosos, otras sólo paramos a saludarla en señal de hermandad. Bajo su protección, cada uno de nosotros, en silencio y a su manera, guardamos amorosa memoria de Berta que ya no nos acompaña. JOSÉ GUIRAO
La tuya es el árbol de la vida. Yo no lo sabía el 2008 cuando, ya en Madrid, compré una, enana, para decorar uno de los balcones de mi habitación donde me sentaba a leer. Toda mi vida he estado rodeado de plantas. En Lima, la ponciana en casa de mis padres alcanzó su esplendor durante mi adolescencia (y antes, mi infancia había estado marcada por el azote correctivo de la ortiga). Por eso necesitaba una compañía con ramas al mudarme a Madrid. La tuya sobrevive a condiciones duras, como vivir en un piso de solteros, lo que equivale a ser depósito de colillas, entre otras cosas. Hoy ya no está ahí, ni yo tampoco. Mi tuya vive en casa de un amigo y yo crío a unos mellizos con mi mujer. De tanto en tanto la echo de menos. Tengo la intención de recuperarla algún día, a ver si sobrevive a mis hijos. SERGIO GALARZA
Empecé a tener afecto por las plantas en un piso sin balcones. Después quise tener árboles en tiesto y todo tipo de flores en la terraza. En un viaje a Lanzarote comenzó mi romance con los cactus y he tenido muchísimos pero los que más me apasionan son las chumberas o nopales. Algo que me fascina de ellos son sus ciclos, siempre caprichosos y dependientes de las lunas y los equinoccios. Y cuando he tenido que abandonar mis plantas por las mudanzas de ultramar, de Barcelona a Mallorca y de Mallorca a Madrid, ha sido siempre como una ruptura y después me ha costado volver a empezar con ellas. El otro día leí que las plantas tienen un vínculo especial con la persona que las ha cuidado y eso me emocionó mucho. Hoy os presento a mis plantas madrileñas. JOE CREPÚSCULO
JONAS MEKAS. VÍDEO DEL 21 de AGOSTO DE 2014.
Esto es de un apunte de mi diario, escrito el 9 de octubre de 1997.
Anoche tuve un sueño extático. De repente, delante de mis ojos, aparecieron campos y campos de flores silvestres. Pasaban delante de mis ojos, campo tras campo, los prados llenos de flores de los colores más exquisitos, azul, amarillo, rojo, púrpura, y todas eran tan reales que casi podía olerlas, como en mi infancia.
Le he contado el sueño a August esta mañana. Y me ha dicho: “¿Sabes? ¡Lo que ese sueño te cuenta es que en tu vida anterior fuiste una abeja!” “Sí”, contesté, “debe de ser eso. Siempre me han gustado las flores, siempre las recogía, cuando era niño, para la curandera de mi pueblo. Se fiaba de mí. Yo conocía todas las flores de nuestro pueblo, y también las de los pueblos de los alrededores. Así que puede que tengas razón. Siempre he tenido una relación muy personal con las flores”. “Sí”, dijo August, “tienes un aire, en la nariz, en los rasgos de la cara… hay algo de abeja en ti”.
Mientras estaba escribiendo esto, me vino a la memoria algo que escribió una vez Rainer Maria Rilke. Así que lo busqué. Y es esto:
“Las abejas de lo invisible:
Somos las abejas de lo invisible. Desesperadamente recogemos la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena dorada de lo Invisible.”
Es de una carta a un amigo. Una carta de un poeta a otro poeta.