En el estómago de Elvis
El 16 de agosto de 1977 Elvis yació inerte en un retrete de Memphis. Su cuerpo, que había visto transitar más drogas que un paso fronterizo afgano, albergaba en su interior un alijo excesivo incluso para el más audaz mulero de Medellín. Sobreexplotado por el coronel Parker, su abrasivo factótum y entidad parasitaria de sus postrimerías, se vio inmerso en una espiral de extenuantes actuaciones para conseguir el dinero que ya no provenía de los discos.
Aparte, la “Memphis Mafia”, un clan departy animalscon estilos de vida adulterados, deja sentir su nefasta influencia en el Rey. Hablamos de una pandilla que tomaba sustancias para despertar su euforia y casi a continuación somníferos para sedar a un paquidermo. Hasta diez drogas distintas se encuentran en su cadáver. Para hacernos una idea del roller coasterquímico que lo atravesaba por dentro: el vademécum solía incluir dilaudid, percodan, etclorvinol, dextroanfetamina, bifetamina, tiunal, desbutal, eskatrol, amobarbital, metacualona, carbrital, secobarbital, metadona y ritalin.
Pero esta farmacia con piernas escondía otra sorpresa, toda una necrópolis de la gastronomía norteamericana del siglo XX: la autopsia reveló la presencia de veintitrés kilos de heces que permanecieron almacenados en el intestino de Elvis durante cuatro o cinco meses antes de su muerte. El Rey habría muerto por tanto de un estreñimiento crónico severo debido al pobre desempeño de sus válvulas intestinales. ¿Era en verdad tan gordo como lo recordamos, erguido penosamente en los escenarios de Las Vegas, o su gordura obedecía a una parálisis intestinal de tipo hereditario? Sea como fuere, vamos a aventurarnos en la dieta kamikaze que dio origen al mito. Come mucho y deprisa y deja un cadáver hinchado, sería la divisa tragaldabas de la estrella más grande del rock.
Los últimos días de vida vieron a nuestro héroe atiborrándose de puré de patatas, crujiente bacon, chucrut y rodajas de tomate. Pero el desenfreno grasiento le había acompañado siempre. Su cocinera durante once años, Mary Jenkins Langston, describe con exactitud el menú pantagruélico de sus días: sopa de ternera con pan de maíz, hamburguesas gigantes, hot dogs (siempre comía tres del tirón) anegados en chucrut, desayunos a base de huevos y salchichas, hojas de berza con suero de mantequilla, tortillas de seis huevos y medio kilo de tocino, bocadillos de manteca de cacahuete y mermelada de frambuesa con bacon. Elvis sentía aversión por el pescado y escaso aprecio por el pollo. Conservó siempre el gusto por las comidas sencillas de su infancia sureña, tan pobre que no era infrecuente que comiera ardillas fritas, zarigüeyas y rabos de cerdo. ¿Los postres? Hilarantes fantasías infantiles que harían estallar por los aires el índice glucémico: pasteles de plátano y coco y merengues de limón.
El genio se precipitó hacia la depresión en 1973, tras su divorcio de Priscilla. Había alcanzado los 150 kilos de peso. Sus shows se acortan, pierden dinamismo. Se rumorea que sale a escena con pañales. Está asediado por el glaucoma, el colon irritable y la artritis. Un delirante cóctel de drogas y triglicéridos ha destruido al hombre.
P ocos artistas musicales han dedicado tanta atención a la comida en su repertorio como el Rey. “Ito Eats”, interpretada por Elvis en el contexto de una barbacoa nocturna en la película Blue Hawaii, festeja las propiedades tragonas de Ito, un nativo del archipiélago de Hawái, un desaforado eating boy y riente comensal de torso descubierto que cena a la luz de las antorchas, abanicado por palmeras. ¿Sus gustos? Obviando la hipérbole sobre su tolerancia a la cáscara de coco, se habla de pescado y poi, un plato emblemático de la cocina polinesia elaborado con las raíces del taro, aplastadas y cocinadas posteriormente al vapor o estofadas hasta convertirse en un menjunje viscoso. De dicha planta también se aprovechan las hojas –semejantes a las espinacas– y los tubérculos, muy tóxicos en crudo pero con un agradable sabor a nueces tras ser cocinados.
La leche es la protagonista de “Milk Cow Blues”, un prodigio vocal sensualmente arrastrado que evoca el primitivismo rural del delta del Mississippi a través de un blues añejo, dedicado al lamento de un granjero por una vaca lechera perdida, queja, por cierto, de temática análoga a la de Manolo Escobar tras la sustracción de su famoso carro. Ya se ve que en todas partes cuecen habas.
La obsesión glotona y el ensueño del arraigo se desbordan en “Crawfish”, una oda al cangrejo de río que preparado al estilo cajún, con mazorcas de maíz y patatas, es uno de los iconos gastronómicos de Louisiana. El tema acompaña el arranque de la película King Creole, en cuya primera escena vemos a un vendedor ambulante afroamericano empujando un carrito para la venta callejera de gumbo, la sopa criolla que atraviesa varias cocinas sureñas desde Texas a Georgia, otro hito de la fusión gastronómica: arroz y caldo cocinados separadamente con anterioridad y que se reúnen en el momento de ser servidos. El caldo puede incorporar de todo: mariscos (una vez más cangrejos y langostas) y aves como el pato o el pollo, además de otras carnes y tasso humcajún (cerdo ahumado picante obtenido a partir de un corte graso de la paletilla que se deja curar durante unas pocas horas envuelto en sal y azúcar, para frotarlo a continuación con ajo y cayena antes de ser ahumado: es la base de la jambalaya, nombre de aquella mítica sopa picante que ejecutaba con maestría el sopero naziestalinista de la serie Seinfeld). El único ingrediente insoslayable del gumbo sería la okra, planta originaria de África. Si se quiere hacer un caldo aún más fuerte, hay que apostar por el gumbo filéy la mezcla roux, una base de harina y grasa presente en salsas como la bechamel.
Los malentendidos sexuales tiñen la canción “Party”, un rock de hechuras clásicas donde Elvis describe las condiciones ideales de la “fiesta”: la carne está en el horno, el pan se está calentando, que todos vengan y prueben la pasta parmesana. En ella late la impronta de un género, el hokum blues, que se originó a finales de los años veinte y cuyos temas desarrollaban innuendos picantes a base de eufemismos y analogías ampliadas: el sexo femenino solía ser mantequilla, o un pastel; y el masculino, desde una banana presta a penetrar en una cesta de frutas a un robusto repollo. Si el coito era insatisfactorio, recibía la calificación de pan quemado.
“Polk Salad Annie” es una descripción costumbrista, no exenta de orgullo, de la vida de una pobre chica sureña. “ Some of you all never been down South too much”. Una pieza de swamp rock, música cajún con una guitarra gangosa, bajo de soul y aliños funky. En una Louisiana donde los cocodrilos crecen como saurios, una chica come polk saladelaborada a base de hojas de pokeweed, alta planta herbácea del este de los Estados Unidos, en compañía de bacon frito, huevos cocidos y cebolla. Dichas hojas, parecidas a las espinacas, tienen un alto nivel de toxinas y sólo son aptas para consumo humano tras ser hervidas tres veces. En YouTube circula un vídeo con una interpretación de Elvis en la mítica Las Vegas de los setentas, con algún latigazo de pelvis, envuelto en una de esas libreas de ópera espacial retro y fajín de pasamanería, haciendo un parón de amnésico para consultar la letra de la canción.
Menos emotiva y más sandunguera es “Queenie Wahine’s Papaya”, que figura en su película Paradise, Hawaiian Style, reputada como el peor título cinematográfico de aquellos en los que intervino. Un ukelelito hawaiiano adorna la interpretación vocal de Elvis, enredado otra vez en juguetonas aliteraciones y vagos malentendidos sexy sobre la papaya de Queenie Wahine (Please pick her papaya, /Put Queenie Wahine in perfect perpetual joy), muy superior en calidad, según nos dice, a encurtidos, calabaza, pastel de melocotón, palomitas de maíz, bizcocho y piñas. Cabe recordar que Elvis inició a menudo una dieta consistente en el consumo exclusivo de jugo de papaya.
Con la sedosa nana “Cotton Candy Land”, Elvis nos arrulla para anunciarnos que Sandman, el personaje del folclore anglosajón que ayuda a los niños a dormir esparciendo arena en sus ojos, hará que sobrevolemos nubes de helado rosa, estrellas de chucherías y una luna de malvavisco a lomos de un cisne. Una inocente iconografía que presagia el marrano katyperrismo de “California Gurls”, en el que la Perry se prepara para enfrentarse con el rapero Snoop Dog, gobernador de Candyfornia, disparando crema batida con sus pechos y derrotándolo junto con su ejército de ositos de goma.
V amos a aventurarnos en el vientre del Rey, tripa adentro, a escarbar en su obsesiva fijación por esta montaña de calorías, un bocadillo con cuya grasa se podrían mantener lubricados los goznes de las puertas de Tannhäuser. Hablamos del Sandwich Elvis, el bocadillo que la cocinera sureña Pauline Nicholson preparó miles de veces en Graceland. Antes de rendir su denominación a la devoción profesada por Elvis hacia este bocadillo, respondía sencilla y un tanto aburridamente por “sándwich de mantequilla de cacahuate y plátano”. Su elaboración no requiere de un chef entrenado o de una habilidad especial: hasta un soltero recalcitrante, perezoso y socialmente defenestrado se las arreglaría para reptar hasta la cocina, reunir los ingredientes necesarios y juntarlos unos con otros hasta conseguir algo vagamente parecido a este grasiento emparedado de naturaleza alien. Parece que este disparate calórico tiene su precedente en el sandwichFool’s Gold Loaf. Según narra la leyenda, el 1 de febrero de 1976 Elvis se encontraba en su mansión de Graceland en Memphis manteniendo una animada conversación con dos policías de Denver (Colorado). Los hombres empezaron a discutir sobre dicho sándwich y el antojo del mismo perturbó tanto a Elvis que decidió desplazarse hasta el mismísimo Denver en su jet privado para consumirlo.
Aténgase a las instrucciones y nadie saldrá herido. Coja 300 gramos de bacon. Caliente una plancha y llévela a la temperatura del esfínter de Satanás. Dore en ella el tocino hasta que crepite como la chimenea de una cabaña de leñador. Pele unos plátanos y lamine su carne. Hay quien prefiere hacer una especie de puré pulposo o papillita con el plátano, sirviéndose para ello de un tenedor o una batidora. Retire antes las hebras. Por cierto, puestas a secar, éstas no tienen propiedades alucinógenas ni colocan como el opio: aquellas fumadas de banana en el campus de Berkeley en los 68 eran por tanto bastante inofensivas.
Tome dos rebanadas de pan de molde y fríalas en mantequilla evitando el punto de carbonización. Extienda generosamente mantequilla de cacahuete sobre una de las rebanadas de pan, coloque encima las láminas –o el puré– de plátano y abundante miel. Si se siente rumboso sustituya ésta por el ridículo sirope de agave o melaza [risas]. Ponga después las lonchas de bacon y cubra el conjunto con la otra rebanada de pan, que también habrá ungido con mantequilla de cacahuete. Ya saben, esa pasta que se inventó como suplemento alimenticio para personas desdentadas y que se ha convertido en alimento para gente que no se respeta a sí misma. Opcionalmente, se puede freír el plátano. La película de grasa, junto con la miel, le dotará de un jocoso punto psicópata, como un chimpancé de Isla Monos bailando claqué con pistolas en una colmena de abejas cabreadas.
José Manuel Ruiz Blas
José Manuel Ruiz Blas (Madrid, 1975) es periodista especializado en gastronomía y tendencias y colaborador habitual de EEM-Revista y EEM-Radio.
Fotografías de Alberto Flores (Madrid, 1987), fotógrafo ecléctico y sin gusto estético, colaborador habitual en prensa deportiva conceptual y empleado fijo en locales de comida rápida para conseguir un sustento a base de sobras.