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Paseo.exe

“Mas que ver el mundo, lo leemos”
Gilles Deleuze. Conversaciones.

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Empiezo:

Estoy en el umbral del pórtico de Sarmental. En la catedral de Burgos. Sé que es un edificio gótico, imagino que construido alrededor de los siglos XIV y XV (en realidad ha sido entre el XIII y el XVII), pero no sé mucho más. Entro. Por primera vez. 

Aún no estoy dentro y ya percibo un cambio con respecto al exterior. La temperatura, más fresca en verano, más templada en invierno, nunca coincide con la que trae el visitante. Un salto térmico, que marca una frontera, el límite dentro-fuera. Grados y humedad son la antesala de la penumbra; porque otra sensación me asalta nada más cruzar el umbral: la luz; o, más bien, su ausencia. La sombra marrón de la catedral gótica. El resplandor de cirios y candelabros, del pan de oro, del rosetón. Brillos y destellos profundizan, por contraste, la percepción de la penumbra. Y lo profundizan porque, siempre dispuestos en los extremos del espacio, lo acrecientan. Difuminan las distancias. Que ambos saltos sean sensoriales no es otra cosa que la gestión fenomenológica de un espacio. 

Va a empezar la ceremonia. Recorro los primeros metros de la nave central hasta los últimos bancos de madera. Austeros. La simplicidad del mobiliario acompaña la simplicidad del espacio. Rígidos. Construidos con tres tablas paralelas —asiento, respaldo y reclinatorio— que definen el catálogo de posiciones. Puedo estar de pie, sentado con la espalda recta o arrodillado. Y en las tres posiciones estoy incómodo. Imposible dejarse llevar por el confort, dormitar o relajarse. Esos bancos son un monumento a la gestión corporal en un espacio.

La experiencia continúa. Los techos altos, abovedados, soportados por el costillar de los arcos de media punta, buscan el cielo. A los lados, dos naves laterales acompañan la vista, la dirigen hacia el ábside, único punto iluminado de toda la catedral. Incluso los ornamentos de la catedral, alejados de la mirada a varios metros de altura, para que nada distraiga al espectador. La estructura construida también responde a una gestión de la atención de un espacio. 

En la catedral, para resumir, todo mira al visitante de arriba abajo y el visitante es forzado a mirarlo todo de abajo arriba. Todo está dispuesto (diseñado) para empequeñecerlo. Y para ello pulveriza la relación simétrica entre realidad e individuo que se da en el exterior. Rompe la equidistancia. Y es en esa ruptura donde se dibuja una manera de percibir, de ocupar y de estar ese espacio: la gestión fenomenológica, postural y atencional son instrumentos de una política para la construcción de una realidad. 

En el único espacio que goza de iluminación no puntual, el cura ha comenzado su homilía. Desde el incomodísimo banco observo el único punto eternamente iluminado: sólo hay una puerta al paraíso, y se accede a ella atravesando esa luz. Y sólo lo harán los elegidos. La gestión fenomenológica, corporal y de la atención son políticas diseñadas para facilitar la transmisión de la promesa de salvación. Sonrío: hoy nos parecen mecanismos ingenuos. La metáfora del espacio como túnel que se resuelve en un foco de luz. Ya la Caverna platónica era así. 

Sin esperar a que concluya, salgo de la catedral. Otra vez la luz plana, democrática; otra vez el mundo. 

Y, fuera, iluminado —es curioso que la iluminación religiosa se alcance desde lugares en penumbra— caigo en la cuenta de que el recuento de mi visita es la lectura actual del relato de un feligrés medieval en su camino hacia la redención prometida. Veo el mundo como he aprendido a leerlo. Desde Maquiavelo sé que la religión es una mecánica de control de la población; desde Foucault, que esas mecánicas se expresan bajo formas arquitectónicas. Sé todo eso y por eso pienso en términos de mecánicas y de control. 

Sigo por la calle Paloma, aún con la cabeza viajando por los bajorrelieves del retablo, cuando llego al centro histórico de la ciudad. Eso que la Asociación de Comerciantes del Centro Histórico han denominado Centro Burgos, un centro comercial abierto. Y no puedo dejar de preguntarme cómo son las políticas del diseño para la construcción de la subjetividad posmoderna, y cómo son las tecnologías sobre las que se apoyan… 

Me encanta el olor de esas preguntas por la mañana. Pero, para enfrentarme a ellas, mejor reponer fuerzas. 

Entro en un restaurante. Comida rápida. A pesar de ser una cadena multinacional, el establecimiento está avalado localmente gracias a la pegatina Centro Burgos colocada en la puerta. Me encuentro con un mostrador abarrotado por una treintena de estudiantes, todos de uniforme escolar. Deben estar de excursión en la ciudad, como yo. En la pantalla de una máquina autoservicio escojo un café con leche y una madalena. Introduzco la tarjeta de crédito y, tras recibir un ticket con un número de turno, soy dirigido al mostrador de entregas. Busco una mesa libre, aún hay muchas, y me siento. 

Sí, no he tardado ni dos minutos en hacerme con mi desayuno.

Y sonrío. Porque allí las preguntas han empezado a aclararse. Porque reconozco el lugar a pesar de no haber entrado allí en mi vida. Porque entra dentro en esa categoría de espacios que la sociología llama no-lugares. Espacios indeterminados, indistinguibles. Sean salas de espera de clínicas dentales, restaurantes de comida rápida o salas de reuniones: todos iguales, Seattle, Shanghai o Burgos. Espacios que niegan cualquier referencia exterior, siempre las mismas temperatura y humedad. Luces eternas e inmutables, de día o de noche. Espacios en los que tomas siempre la misma postura, todas las sillas son la misma silla y todas obligan a sentarte igual: el respaldo vertical, el asiento ergonómico, los apoyos dirigidos. 

Sonrío porque, efectivamente, en aquel restaurante de comida rápida también se dan las mecánicas de gestión fenomenológica, postural y espacial que aparecían en la catedral. Si era verdad aquello que afirmaba Nietzsche de que los católicos, a fuerza de ver el mundo como algo feo y malo, habían hecho el mundo feo y malo, entonces los diseñadores, a fuerza de ver el mundo a través del diseño, acabarán por construir un mundo de diseño. Y así, a sabiendas de que café y madalena también surgían de procesos semejantes, me los tomo. Efectivamente, como el espacio en que se venden sus sabores también están diseñados. Como el vaso y el envoltorio que los contienen.

Hoy todo está diseñado. 

Hace un día fantástico para pasear por el centro de la ciudad. Y, mientras recorro el camino que va hasta la plaza Mayor, recuerdo a Koolhaas y su reflexión sobre la memoria artificial que estamos construyendo en los centros históricos urbanos, esos lugares indistinguibles e indiferenciables entre sí. Las no-ruinas locales esbozan el perfil de una gran no-ciudad planetaria visitada por turistas ansiosos de ejecutar inmediatamente la promesa que les ofrece el mundo. Sea ésta un desayuno rápido o una gorra con el anagrama oficial/comercial de la ciudad. Y, allí, en la esquina de la calle Paloma con Diego Porcelos, frente a la puerta del restaurante La Mejillonera —también la pegatina Centro Burgos—, me pregunto: ¿cómo es posible que el diseño se haya convertido en el gran dador de sentido al mundo?

Ando unos metros y me siento en uno de los bancos de diseño de la plaza Mayor, unos graderíos de dos peldaños construidos con tablones corridos que sirven de asiento. Allí, saco el móvil y en la aplicación de notas escribo:

“Hoy todo está diseñado para que la distancia entre la promesa y su ejecución no requiera atravesar luz alguna. Que la distancia entre la promesa y su ejecución sea lo más corta, accesible y universal posible. Que entre las ganas de desayunar y el desayuno no haya distancia alguna, que sean uno y un mismo proceso”. 

“Y a eso es lo que llamamos eficiencia”. 

“La eficiencia es la nueva fórmula de control político: si para acceder a la realización de la promesa al feligrés medieval le era impuesto el recogimiento, a mí me es impuesta la transacción. Y, como corolario, la transacción como forma de realización de la promesa es mucho más eficiente que la oración. Si aún no somos capaces de proporcionarnos desayunos eficientes para todos, ¿cómo íbamos a prometernos paraísos? Es más fácil dar café regular que abrir las puertas del edén, aunque sea para unos cuantos elegidos. Es por eso por lo que ya no anhelamos tanto la gloria sino la satisfacción, que es como llama Becker a la realización de la promesa del mercado”. 

Hace bueno. Y en Google Maps leo que hay un quiosco majo en la vereda del río, no muy lejos. Quizá también vendan bocadillos. Es más barato que un menú y no sé si tengo ganas de sentarme en un restaurante. Pero como esto de escribir deja resaca, mientras busco el quiosco, me pregunto: ¿cómo ha sido que, ahora, el mundo y nosotros hemos sido diseñados para la eficiencia? 

Sencillo. La respuesta ya la sabía Adorno cuando avisaba de los peligros de los lenguajes formales. Estos, tan alérgicos a la semántica, se han convertido en un potentísimo instrumento de actuación sobre la realidad mediante las lógicas de programación de ordenadores, capaces de reducir a nanosegundos la distancia entre cualquier promesa y su ejecución. Con su eficiencia se han convertido en los primeros lenguajes performativos (en la definición de Searle), capaces de incluir la ejecución del acto en el propio enunciado. Y hacerlo no ya sólo sobre la realidad simbólica del lenguaje, sino sobre la propia realidad. Sobre el mundo. Sobre lo dado. Si la fórmula clásica para definir la Verdad es cierta —la adecuación entre lo enunciado y lo acontecido— los lenguajes que corren en las máquinas con las que gestionamos el mundo se han convertido en Verdad. Ya no hace falta ninguna otra descripción de la realidad. Porque no puede haberla. No hay espacio para enunciados alternativos. La propia ejecución de esos lenguajes construye su propia realidad. 

La diseña.

Y así, sólo ha sido cuestión de tiempo que todo lo demás sea diseñado. Basten una imágenes como demostración: 

El campo hasta el renacimiento

El campo hasta el siglo XX

El campo desde el siglo XXI

 

Decía Deleuze, en relación al dios de Spinoza, que producía existiendo. El algoritmo y la máquina en la que corren hacen algo parecido. Producen ejecutando. Producen un mundo y lo hacen al tiempo que éste se ejecuta a sí mismo. Este dios menor crea la realidad mientras cumple su función. Una realidad unívoca, inmanente y finalista. Como el dios mayor de antaño. La tecnología se ha convertido en la principal industria de creación de sentido. En la única posible. Un sentido del que se ha desterrado la semántica y, posiblemente, la subjetividad. Por ineficientes. 

Si hasta pudimos desbancar la promesa del paraíso por un café, ¿cómo no íbamos a caer nosotros en la eficiencia? Los lenguajes formales, mediante su eficiencia performativa, han sepultado el mundo dado bajo un mundo-hecho. Incluidos nosotros, ya convertidos en usuarios del mundo. Y de nuestros propios cuerpos. Usuarios de una subjetividad diseñada para sustituir la ineficiencia humana por la eficiencia de las máquinas: la renuncia al Yo ilustrado ha generado la política más eficaz de administración del Yo posmoderno. 

El quiosco es un puesto modernista, donde debe tocar la banda municipal los días de fiesta. O algo así. Pero no es un quiosco donde se pueda consumir nada, no hay bar. Vaya con las significaciones del mundo, lo traidora que es la polisemia del lenguaje… En fin, ya se ha hecho tarde: decido volver a casa. Ya comeré en el tren, es más eficiente.

 

Colofón.

No he estado en mi vida en Burgos. El recorrido está hecho a través de Google Maps y Street View. Pero por lo que he visto, más allá del centro histórico gentrificado, la visita merece la pena. Prometo hacerla pronto. Eso sí, leo en los comentarios de los visitantes que mejor en primavera.

Luis Montero

Luis Montero nació en Madrid en 1965. Vivió en Nueva York, Frankfurt y Marrakech. Estudió Publicidad y Filosofía. Publicó ensayos sobre interfaces en distintas antologías y las novelas Artrópodos, Feliz Año Nuevo y Clon. Y, por supuesto, tiene un blog que no actualiza. 

Este artículo es un extracto del ensayo Las políticas del diseño. Puede descargarse en este enlace.