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La lección

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Me dirijo a la facultad de Filosofía de la Complutense buscando confirmación a mis sospechas, con una idea más o menos clara de lo que quiero contar aquí. Voy en el metro repasando los peligros que se ciernen sobre un experimento que trata de vertebrar un movimiento de base con un elemento representativo. Unos asientos más allá reconozco a Íñigo Errejón, una de las caras visibles de Podemos, para muchos una inteligencia viva, para mí un tipo irritante al que he visto varias veces en televisión repitiendo machaconamente una serie de eslóganes contra la “casta”. Eslóganes razonables, entiéndanme, pero dichos con una seguridad y una redundancia que me hacen ponerme en guardia. Me pasa lo mismo con Juan Carlos Monedero y en parte también con Pablo Iglesias. ¿Son éstas las maneras de la nueva política? En tres años hemos pasado, como recordaba alguno con sorna, del ¡No nos representan! al ¡Que alguien nos represente, por favor!; del furor deconstituyente y la fuerza del anonimato al fervor constituyente y la eficacia del liderazgo. “Sí se puede”, un lema que parece sacado de un libro de autoayuda, es el mantra de la nueva comunión. 

Voy pensando en estas cosas y en la necesidad de poner en perspectiva histórica el asunto: cómo la “normalización” democrática de este país se apoyó en el miedo (a un golpe militar, a la ETA, al ridículo, a no ser buenos europeos…) y en la confianza en los mecanismos representativos; la gente entendía que los políticos cumplían su función y que a ellos, y a nadie más, correspondía la administración de lo común y el pilotaje del país hacia el progreso. En los ‘80 los españoles se habían enamorado de la moda juvenil y la pasión por la política del tardofranquismo setentero quedó arrumbada junto a los pantalones de pana en el fondo del armario: cada uno en su casa, a votar cada cuatro años y a la calle para ir de fiesta. Los ‘90 con su Exposición Universal y sus Olimpiadas significaron un portazo a nuestro secular complejo de inferioridad; si a la par se descubría que la corrupción no era episódica ni resabios de la dictadura anterior, daba lo mismo, porque lo verdaderamente importante era lo mucho que corría el tren. Nuestra buena conciencia transicional nos hacía pensarnos incluso como modelo exportable. Esta borrachera de progreso, consumo y autosatisfacción siguió con el nuevo milenio, donde nos llegamos a creer más europeos que nadie. Nuestra supuesta madurez consistía principalmente en jugar a las casitas: a lo tonto y cuarenta años después habíamos cumplido el sueño del desarrollismo franquista formulado con tanto tino por don José Luis Arrese: “Hagamos de este país de proletarios una nación de propietarios”. 

La burbuja, ya lo saben, se pinchó y descubrimos que nuestra supuesta riqueza no era más que deudas y que nuestros políticos eran unos incapaces y que nada se iba a solucionar si nos quedábamos en casa y que la fiesta se había acabado y que todo era una mierda. Entonces llegó el 15–M, la gente perdió el miedo y se volvió a encontrar, y la pasión por lo común y el rechazo al sistema sustituyó a la idiotez de tantos años. Pero llegó noviembre y el PP ganó las elecciones.

El caso es que aquí estoy, en la facultad de Filosofía, prevenido y en parte ilusionado por la novedad de las recientes elecciones, para muchos la confirmación electoral de que el Régimen del ‘78 ha pasado a mejor vida. ¿No teme —le pregunto a un militante que reparte panfletos pidiendo a los movimientos sociales que se integren en Podemos— que el personalismo y los manejos de los representantes, como siempre suele suceder, acabe enterrando el poder de los Círculos? No, no hay nada que temer, me dice; que lo importante son las asambleas y que en Andalucía deciden por unanimidad porque cuando una mayoría se impone a una minoría las cosas no funcionan; que la unanimidad permite acordar entre todos el mínimo común y que ese mínimo común es el que tienen que defender los representantes; que Pablo Iglesias, como él mismo dice, no es más que un humilde portavoz. 

Y ya sale el susodicho a la tribuna. Un breve discurso que termina efectivamente con modestia: “No hemos venido a dar la nota. Somos una nota más en la canción que tenemos que componer entre todos”. El auditorio se entusiasma y por momentos me contagia: es tanta la diferencia de este hombre de 36 años con el resto de eurodiputados electos… Piensen en Cañete o en Elena Valenciano, ¿no se les revuelven las tripas?

Voy tras la gente y paso por los distintos talleres destinados a recoger ideas para la asamblea ciudadana de otoño de la que saldrá el programa de Podemos. El más propagandístico ocupa el Paraninfo y se centra en el resultado de las recientes elecciones. Los más técnicos, el de redes sociales y el de nuevos mecanismos de participación ciudadana, demuestran en qué medida las nuevas tecnologías pueden hacer que un movimiento como éste, sin el apoyo del capital, se convierta en palanca del cambio. Acabo en el taller más especulativo, el de las alternativas económicas, y me sorprendo por el nivel de madurez política de los presentes, más de un centenar de personas venidas de toda España que discuten sobre la Renta Básica, la necesaria reforma fiscal, maneras para que los más ricos tributen más, fórmulas para una administración pública más eficaz… Hay funcionarios de Hacienda, teleoperadoras, parados, profesores de universidad, economistas, estudiantes… La mezcla perfecta entre ingenuidad y experiencia y una educación y una capacidad de escucha que ya la quisieran sus señorías en el hemiciclo. Si alguien quiere ver eso que llaman inteligencia colectiva, éste es el mejor de los escaparates.

La onda expansiva del 15–M ha llegado a las instituciones y aunque algunos, desde la retaguardia, seamos suspicaces con las avanzadillas que se colocan en vanguardia, tendremos que reconocer que Podemos no es un partido al uso, que es un proceso abierto a la participación de cualquiera y que puede seguir sorprendiéndonos. Que el experimento les salga bien nos viene bien a todos, o a casi todos. Vuelvo a casa pensando que he recibido una lección, y que sí, que sí se puede.

Fidel Moreno

Fidel Moreno (Huelva, 1976), escritor que no escribe y cantante que no canta, trabaja de freelance para una editorial y en la revista El Estado Mental. Si rebuscan en su pasado encontrarán, entre otras cosas, dos libros-disco de El Hombre Delgado y un libro llamado La Cabaña. De la Costa Azul a la Selva Negra. Mientras prepara su próximo disco, aquí se pueden oír algunas de sus antiguas canciones: 
www.myspace.com/elhombredelgado.