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La cocina de los dictadores

¿Somos lo que comemos? Aunque los futuristas sostuvieron que “se piensa, se sueña y se obra según aquello que se bebe y se come”, seguramente no sea así. Sin embargo, los paradigmas totalitarios siempre han querido abarcar aspectos integrales de la vida de sus gobernados.

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Desde el vegetarianismo oportunista de Hitler, partidario de los alimentos vegetales crudos por mero beneficio personal, que sembró de misticismo el consumo de verdura y barruntó que la humanidad del futuro sería vegetariana, hasta la gran panoplia plurinacional de la cocina soviética, de carácter clasicista, a la que Stalin se había aficionado durante sus destierros en Siberia y con la que pretendía elevar el tono de la humanidad socialista, pasando por la  (pasta en seco) de Mussolini, en cuya defensa se enfrentó a la vanguardia futurista.

Los pichones de Hitler, como su poderosa Luftwaffe, tenían ese músculo hecho para las grandes migraciones y abarcar grandes distancias. Lenin profetizó a sus discípulos que Stalin “les serviría un estofado picante”, y el chanakhi fue el guiso con que se instrumentaron las purgas. Mussolini vería por su parte cómo el sur de Italia, la cuna de la pasta que defendió, fue la puerta de Troya por la que los aliados entraron, con ayuda de la Mafia, para derrotar al fascismo.

 

LOS PICHONES RELLENOS DE HITLER

En materia nazi, el único revisionismo tolerado es el que tiene por objeto el dudoso vegetarianismo de Hitler. Las histéricas sectas verdes denuncian que el Führer, lejos de ser un vegetariano estricto, consumía regularmente carne. Por su parte, los enemigos de la dieta vegetal siempre aluden a las inclinaciones dietéticas de Hitler para denostar ésta. Parece que algunos datos dan la razón a los naturópatas: el creador del mito de un Hitler vegetariano habría sido un Goebbels a quien interesaba, por pura conveniencia propagandística, presentar ante el pueblo alemán la imagen de un caudillo abstemio que se mantenía alejado de la carne y del comercio carnal con mujeres. Sin embargo, el Führer gustaba de incluir ocasionalmente la carne en su menú: salchichas bávaras, albóndigas de hígado, jamón, caviar y caza. La chef de un hotel hamburgués, Dione Lucas, narra en su libro  (1964) cómo durante los años 30 era reclamada en los fogones del establecimiento para preparar el plato favorito de Hitler: pichón relleno.

El vegetarianismo se convirtió en la ideología nutricional alemana por influencia de Friedrich Schlegel, quien establece la hipótesis de que los pueblos indoeuropeos primitivos establecidos en la India habrían comenzado sus migraciones al sustituir el régimen vegetariano por el carnívoro, relacionando dicho cambio con el episodio bíblico criminal de Caín y Abel. Wagner abundó en esa teoría: los hombres vegetarianos vivían felices en lo alto de las cimas asiáticas, en un estado de inocencia que se vio interrumpido por la caza del primer animal. 

Desde ese momento fatídico la especie estaría poseída por la sed de sangre e inclinada al asesinato y a la guerra. En la medida que nabos, puerros y hierbajos regresaran al plato, la humanidad volvería a la bondad. Esta ideología nutricional echaría raíces perdurables en el seno del nacionalismo racial alemán. La incipiente “new age” germánica, a comienzos del siglo XX, llevaría aparejada la apuesta por estilos de vida alternativos que incorporaban el vegetarianismo. Algunos de estos movimientos arrastraban un marcado componente antisemita: Gustav Simon, inventor de una famosa variedad de pan integral, era un rabioso antisemita. Las penurias de la guerra harían que en los libros de cocina abundaran las recetas que prescindían de la carne. También se relacionaba el consumo de carne con el apetito sexual desmedido, que favorecía el proscrito mestizaje.

Pero la razón última del vegetarianismo de Hitler, desnuda de misticismos cátaros y cosmovisiones naturistas, quizá deba buscarse en que la ingesta de carne le hacía beber y sudar en abundancia, lo cual se sumaba a un terrible problema de flatulencias que le llevaban a manchar la ropa interior, y que el consumo de alimentos animales agravaba. Debido a ello, y desde 1924, se atuvo preferentemente a una dieta vegetariana. En la boda de Baldur von Schirach, Hitler entrega una nota destinada a las cocinas: “Yo como todo lo que la naturaleza proporciona voluntariamente: fruta, verdura y grasas vegetales. Pero ruego me sea evitado todo aquello que los animales sólo dan a su pesar: carne, leche y queso. De un animal, ¡sólo los huevos!”. Su secretaria narra cómo le gustaba amargar en la mesa a los comensales carnívoros narrando su visita a un matadero de Ucrania y lo que allí vio: lindas señoritas, con botas altas de goma, en una laguna de sangre que les llegaba hasta las pantorrillas.

Pichones rellenos de salchichas

El pichón (o paloma joven) goza de cierto pedigrí por su suavidad, su sabrosa carne y su leve aroma a avellanas. Suele vérsele poco en los manteles domésticos y más a menudo en escenarios gourmet. Los palomares siempre fueron una prerrogativa de las clases altas, y la posesión y degustación de palomas, un privativo bocado escandaloso, un plato de ricos que forzosamente tenía que tocar la fibra übermensch del Führer. Los pichones son sacrificados a tempranísima edad, viven deprisa y dejan un cadáver bonito (y comestible), de acuerdo con el ideal rockero. Si se los deja crecer, terminan siendo esas recalcitrantes aves de perfil urbano. Tiene poca grasa y mucha agua, como una piscina olímpica con nadadores hormonados. Los prepararemos asados. Limpie los pichones y quémelos con soplete para quitar las plumas completamente: el fuego es la mejor política siempre. Sazónelos con sal y pimienta negra. Destripe las salchichas y desmenuce su carne. A continuación, introduzca ésta dentro de los pichones a manera de relleno. Atraviéselos con un palillo para cerrarlos. Puede atarlos también con hilo de cáñamo. En una cacerola ponga a calentar aceite de oliva y dore en él los pichones. Retírelos y añada al aceite cerveza alemana de trigo, en abundancia. Embadúrnelos bien y métalos en el horno durante 18 minutos a unos 200˚C. Transcurrido ese tiempo preséntelos acompañados de la salsa en la que naden, que podrá ligar con maicena. Se puede sustituir la cerveza por agua y vino (en plan Castilla la Vieja) o cualquier otro combustible, pero el Lebensraum y la alemanidad aquí la prescribe. Admite las guarniciones que su imaginación conciba. Si no un de un Reich de los mil años, podrá al menos disfrutar de una comida agradable.

 

 

Stalin y su estofado picante

El mejor y definitivo compendio de la cocina dominante en la URSS es editado 1939, en el preámbulo de la Gran Guerra Patriótica, y prologado por Stalin. Reimpreso con ricas ilustraciones en varias ocasiones a lo largo de los años siguientes por la Academia de Ciencias Médicas de la Unión Soviética, hoy tenemos una aproximación occidental accesible gracias a la traducción italiana de hace unos años (2010). Los planes quinquenales empujaron el desarrollo de la industria alimentaria, y el libro daba cuenta de las posibilidades que representaba para el ciudadano soviético.

El libro debía recoger los progresos revolucionarios en materia de cocina, y en él tienen cabida las recetas dilectas del Padrecito. Ensaladas de fuerte prosapia eslava (de pepinos con crema agria, de remolacha, de col roja), platos fríos de pescado (trucha, perca, salmón ahumado de tipo sjomga —muy presente en las cocinas escandinavas— o el más humilde salmón keta —con menos grasa que sus parientes rojo o real—; más el inevitable esturión o el pez gato, ese siluro con bigotes que vive en aguas mansas y en ríos de escaso caudal y tiene por tanto un regusto a fango, pariente del pequeño tiburón moteado llamado pintarroja, muy propicio para ser adobado, como el cazón del sur español; además de los rusísimos esturiones y su caviares), aperitivos fríos (patés de hígado de ternera) o calientes como la sosiska (una especie de salchicha envuelta en masa de pan, muy semejante al Schweine in einer Decke alemán o al pig in blanket anglosajón), la salsa de rábano picante para realzar los pescados hervidos (no confundir con el wasabi, caro y de producción escasa, el cual sólo crece en la Isla de Sajalín, que pícara y paradójicamente pertenece a la Federación Rusa, país que obstinadamente declina los intentos de comprarla por parte de Japón, que nos vende en cambio su pasta artificialmente coloreada a base de sucedáneo de wasabi, esa que arde en nuestras fosas nasales hasta dejárnoslas como el culo de Belcebú) o para realzar las carnes (el rábano llamado kren que compagina también con la soviética remolacha y que, aparte del centro y norte europeos, sólo está extendido entre los italianos). Hoy un restaurante de Kiev recupera esta carta y mantiene nostálgicamente la atmósfera soviética: el Spotykach. Mención especial merecen los poderosos caldos y sopas, fuertes reconstituyentes para la fatiga de Stajanov o del soldado rojo, como la milenaria sopa schi, estofada con condimentos agrios y picantes, ágape de zares y siervos (aunque la versión de los primeros incluía carne, ausente en la más huérfana versión campesina de col y cebolla, llamada con elocuencia “sopa vacía”).

Fueron esas sopas, huérfanas de carne, las que precipitaron el auge de los soviets. El pueblo quería calorías y que cesara el quebranto de la guerra. El territorio de la URSS llegaría a abarcar once husos horarios, y a esa extensión corresponde un atlas gastronómico descomunal. En él tienen cabida el refinamiento de San Petersburgo —luego Leningrado—, cuna de la revolución y sede de la intelligentsia, más volcada a Occidente que la asiática Moscú (ahí la semejanza de sus blinis con la crêpe francesa, y de la influencia del servicio a la rusa en la cocina francesa, obra de los príncipes rusos de Pedro el Grande); el sincretismo de los manteles del mundo ortodoxo de Moscú o el exótico orientalismo de Kazajistán. Quizá haya que bucear en la infancia de Stalin para entender su preferencia por un vino georgiano semidulce: el khvanchkara. Era hijo de un zapatero georgiano, Vissarión Dzhugashvili, cuyo taller tuvo tanto éxito que los clientes, numerosos, le pagaban con vino, por culpa de lo cual desarrolló un alcoholismo que se traducía en violentos episodios domésticos. Esto despertó en Stalin un temprano desprecio por la autoridad, y quién sabe si alimentó su gusto por los tintos dulces como el khvanchkara. Para agrandar la paradoja, en la actualidad los derechos sobre esta denominación pertenecen a una marca
 estadounidense.

Stalin se cobró otra modesta revancha póstuma contra el lujo. Su idea de represar el Volga alteró hasta tal punto el Caspio, en el que habita el esturión beluga, que éste está en trance de desaparecer, y con ello el cotizado caviar negro del que es proveedor. Precisamente el mismo esturión con que Stalin solía agasajar al mariscal Tito de Yugoslavia antes de enemistarse con él.

Chanakhi de cordero

Hablamos del plato favorito de Stalin, cuyo origen se remonta a su Georgia natal. Recibe su nombre de las ollas de barro tradicionales en que se prepara. Se trata de un estofado de cordero, de cocción lenta, prolija como un plan quinquenal. Dedíquele tiempo porque se trata de consolidar la revolución y de ganar la Gran Guerra Patria. Coja una berenjena, trocéela, espolvoree sal sobre ella y deje reposar los trozos durante 30 minutos para restarle amargor. Coja aproximadamente dos kilos de carne de cordero magra y trocéelos en pedazos de la medida de un bocado (unos tres centímetros, si su boca no es grotesca). Caliente aceite en una sartén y, tras salpimentar los trozos de cordero, fríalos hasta que cambien de color y se forme una pequeña costra. Retire la carne y espolvoree sobre ella cayena y un tercio de una cucharada de suneli khmeli (un menjunje descomunal de especias tradicionales de Georgia que encontrará en las tiendas de productos rusos o que, en su defecto, puede elaborar en casa reuniendo lo que pueda de albahaca, perejil, apio, eneldo, cilantro, laurel, ajedrea, menta, mejorana, alholva, hisopo y azafrán). Añada más aceite o mantequilla y rehogue una cebolla hasta que esté tierna. Incorpore un pimiento troceado y unos dientes de ajo. Retire la mezcla y póngala como una capa sobre la carne y sazone con otro tercio de suneli khmeli. Pele cuatro tomates (le facilitará la tarea darles un breve hervor) y agréguelos como una capa más al conjunto, seguido de otra capa de berenjena, y espolvoree el resto de suneli khmeli. Ponga encima las berenjenas, tres patatas cortadas en láminas y cubra con medio litro de caldo de carne. Tape la olla y métala en el horno durante una hora y media. Retire, agregue eneldo, perejil y cilantro y ya está listo para servir. Proteína, aportes calóricos y trincheras defensivas. Muy pronto estará llamando a las puertas de Berlín o emancipando al proletariado.

 

Mussolini y la pasta asciutta

Cuando las tropas franquistas entraron en Zumárraga y Villarreal de Urrechua, durante la Guerra Civil española, celebraron dicha conquista militar ofreciendo un menú de la victoria que incluía, entre otras delicias (como la tortilla a lo Führer, la merluza con salsa falangista o el pollo asado al estilo Requeté), la denominada sopa Mussolini. Aunque no ha llegado hasta nosotros la receta, no es difícil relacionarla con el apego personal de Franco por la triste sopa de fideos, comida de temperamento apagado para espíritus de corto recorrido y uno de sus platos favoritos junto a las patatas guisadas y los huevos fritos con bacon, platos muy característicos de los refectorios militares. Y también, claro, la paella de los jueves.

Se dice que Mussolini tenía predilección por el ajo. En el libro A tavola con il Duce (2004), su autora —Maria Scicolone, hermana de Sofia Loren y exmujer de uno de los hijos del dictador— relata el ahínco con que el Duce ingería ese bulbo al que atribuía propiedades casi mágicas. Los comía en tal cantidad que ahuyentaba por su olor a cuantos le rodeaban, hasta el punto de que en ocasiones Rachele, su mujer, le abandonaba en el lecho durante la noche. Quizá acertaba Julio Camba cuando atribuyó al ajo en  La casa de Lúculo preocupaciones religiosas: “Las mujeres de mi tierra natal suelen llevarlo en la faltriquera para espantar a las brujas, y sólo cuando el bulbo liláceo ha perdido su virtud mágica en fuerza de rozarse con la calderilla, se deciden a echarlo a la cazuela. Es decir, que el ajo lo mismo sirve para espantar brujas que para espantar extranjeros. También sirve para darle al viandante gato por liebre en las hosterías, y aquí quisiera ver yo a los famosos catadores de la corte del Rey Sol, que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata que el faisán replegaba para dormirse o a la otra…”. La autora describe también, de acuerdo con el testimonio de una de la sirvientas, la aversión supersticiosa del dictador: no toleraba que hubiera trece comensales en la mesa. Afectado de una úlcera de estómago, muchas veces optaba por una dieta líquida a base de infusiones, leche y zumos, con predilección por la fruta sobre la carne y escaso aprecio por el queso, los embutidos y los dulces.

Mussolini no desvió su paladar del gusto nacional por la pasta, aunque ha proliferado el malentendido de que intentó abolirla. Tal superchería se debe al “Manifiesto de la cocina futurista”, publicado en la Gazzetta del Popolo de Turín en diciembre de 1930. Marinetti sostenía que “pensamos, soñamos y obramos según lo que bebemos y comemos”. ¿Su propósito? Impedir que el italiano se volviera “cúbico macizo emplomado de una compactibilidad opaca y ciega”. Los futuristas creían que la pasta inducía a “flojedad, pesimismo, inactividad nostálgica y neutralismo”. Los antiviriles spaghetti no eran una comida aceptable para un combatiente, a la par que mitigaban el entusiasmo físico del varón por las mujeres. Se trataba de prepararse para una “agilidad de cuerpos italianos adaptados a los ligerísimos trenes de aluminio que sustituirán a los actuales, pesados de hierro madera acero”. En su lugar, propusieron recetas como la “carneplástico”, una albóndiga cilíndrica de gran tamaño que incorporaba verduras que evocaban el paisaje italiano. Su cocina futurista fue el inadvertido germen de la cocina tecnoemocional de nuestros días.

Comoquiera que la prensa internacional propaló la especie de que Italia se proponía abolir la pasta, la creencia ha perdurado hasta hoy. Y sin embargo, Mussolini nunca se propuso tal cosa, sino que fue un partidario más de la gran comida nacional italiana. El significado de spaghetti es un diminutivo de “cuerdas”, más delgadas no obstante que aquellas otras de las que Mussolini apareció colgado en la Plaza Loreto de Milán en abril de 1945.

Spaghetti alla puttanesca

Ubíquese mentalmente en una atmósfera prostibularia inundada de exuberancia, infección y caderas curvas, o transporte idealmente a su cocina el aire de los corrompidos burdeles napolitanos que Malaparte describe en La piel. Súmele el loco vaivén de las caderas de la Saraghina, la rotunda mujer de sexualidad salina que salpica el imaginario de Guido Anselmi, el álter ego en la ficción del excesivo Fellini en Ocho y medio. Porque ésa es la leyenda de su origen a la que somos afectos: la de su nacimiento en los burdeles napolitanos, a los que llegaban los marineros desde el puerto, utilizando anchoas para pagar por los venales servicios dispensados. La pasta bañada en la salsa de las putas, que éstas preparaban entre un servicio y otro.

Disponga una sartén con aceite de oliva, ese oro líquido del Mediterráneo. Antes de que arda como los catres de Pompeya en la hora fatídica, añada ajo picado. Sin esperar a que se doren demasiado añada perejil picado y tomillo (o el más sumiso y discreto orégano). Cuando todo se impregne del aroma, añada las anchoas cortadas, con parte de su aceite, y vaya aplastándolas hasta deshacerlas. Siga esta rutina durante un minuto y a continuación vierta en la sartén la democracia de los tomates maduros pelados y sin semillas (la variedad pera es la preferida por su vago vínculo con los senos de nuestras inspiradoras del plato), las aceitunas picadas y las alcaparras y guindilla picante (el peperoncino italiano). Sazone con timidez, pues la anchoa ya incorpora sal y deje cocer la salsa a fuego no muy alto unos diez minutos. Cueza la pasta al dente según las instrucciones del fabricante y añádala a la sartén. Emplee para su cocción diez veces más de agua que de pasta, para que la pasta absorba agua y quede suficiente de ésta para que se disuelva el almidón y los spaghetti no se peguen unos a otros. (Pequeño truco: el agua del grifo de ciudad suele estar alcalinizada para evitar la corrosión de las tuberías, es conveniente mejorarla añadiendo zumo de limón, algún otro ácido como crémor tártaro, esa sal ácida más presente en su dieta de lo que piensa). Dele un meneo y sírvalo. Como cantaban los fascistas tontorrones: Giovinezza, Giovinezza/ Primavera di belleza/ Per la vita, nell’ asprezza/ Il tuo canto squilla e va!

José Manuel Ruiz Blas

José Manuel Ruiz Blas (Madrid, 1975) es periodista especializado en gastronomía y tendencias y colaborador habitual de EEM-Revista y EEM-Radio.

Alberto Flores

Alberto Flores (Madrid, 1987) es fotógrafo ecléctico y sin gusto estético, colaborador habitual en prensa deportiva conceptual y empleado fijo en locales de comida rápida para conseguir un sustento a base de sobras.