Enséñame lo tuyo y yo te enseñaré lo mío
Durante años se trató de un subgénero denostado por la crítica especializada. Se consideraban películas tontas y de chicas. La comedia romántica adolescente o teen romcom apelaba a cumplir la fantasía del príncipe azul en los pasillos del instituto. O no. ¿Y si el género fuera algo más? Analizamos sus momentos estelares, sus arquetipos y tótems para comprobar cómo ha generado discursos de poder, de sumisión y, por qué no, de rebelión.
–¿Por qué eres así?
–¿Así? ¿Así cómo?
–Así. Como eres.
La insondable búsqueda del alma humana. La indescriptible desazón del ser. La vida después de la muerte, la bella liviandad de lo existencial, el por qué de las cosas...Todo esto en un único instante cartesiano, una duda hegeliana, una desazón existencial propia de Hamlet. O, por el contrario, un diálogo de comedia romántica adolescente.
Si te sabes de memoria como se inicia este diálogo –en el parking– y en qué contexto está situado –un concierto de Buffalo Tom–, perteneces a un universo muy concreto: aquel que conoce al actor Jared Leto por su único nombre relevante en la ficción (Jordan Catalano). Y, por tanto, perteneces a ese universo increíblemente concreto que es el de los tarados amantes de las comedias románticas teen.
Tranquilo, somos más. Estamos por todas partes, de hecho. La ecuación es sencilla: cuanto más pernoctas en los bares, más ocasiones tienes de acabar un poco taja hablando con la peña. Entonces, cuando alguien te pregunta por tu película preferida, y los demás dicen “Herzog”, “Polanski” o –dios nos libre– “Eric Rohmer”, tú dices “John Hughes”. Y entonces, como en el Mar Rojo, las aguas se separan, y, entre las miradas de ignorancia, a alguien en el otro extremo de la barra se le humedecen los ojos y grita: “Una maravilla con claseeeeeeeee” y os abrazáis, en un acto de reconocimiento mutuo. Esto no es una ficción. Esto me ha pasado dos veces durante el último año.
¿Qué tienen las comedias románticas de adolescentes para crear un culto prácticamente religioso desde su época dorada, en los años ochenta? En un principio parece sencillo: cumplen con la fantasía romántica por excelencia, en la etapa más codificada de nuestra vida, el tránsito entre la infancia y la edad adulta. Juega en el terreno de la indefinición, la sexualidad desbordante y el ansia de trascender. Pero, ¿solamente eso? ¿Por qué, entonces, se han convertido en mitos con capacidad para el revisionismo? ¿Qué hace que hayan patentado una marca tan indeleble en el inconsciente colectivo como para tener su propia parodia, No es otra estúpida comedia americana? La respuesta, aunque pretenciosa, existe: la romcom adolescente tiene un horizonte de expectación que se renueva a lo largo de la historia. Como el Quijote, acepta nuevos públicos y lecturas, adaptándose a los tiempos y reclamando un espacio propio de discusión, y de reconfiguración. La comedia romántica adolescente, con sus héroes, heroínas y ritos de paso, nos habla de nuestro mundo, de nuestra economía y de nuestras ansiedades colectivas. La comedia romántica adolescente es el Aleph, el todo… O, si esto fuera Jerry Maguire, la romcom adolescente es el KWAN1. El jodido KWAN, tío.
■ La década prodigiosa ■
La primera regla no escrita de la comedia romántica adolescente es que venerarás la década de los ochenta por encima de todas las cosas. No se trata de un precepto dicho a la ligera: los años sesenta son para el musical, los setenta la década gloriosa para el cine de terror y los ochenta son los de la comedia romántica de adolescentes. Aquí es dónde se cimenta el género tal y como lo conocemos. Antes, sólo estaban Love Story y Esplendor en la hierba. Bonitas, sí. Pero, ¿comedias?
La romcom adolescente tiene varios pilares sobre los que se asienta su narrativa, y todos se definen en esa década.
En primer lugar tenemos al perdedor. Hay diversas versiones para este arquetipo clásico de la romcom, y todos tienen sus connotaciones teóricas. El perdedor en la comedia romántica de los años ochenta puede ser un nerd básico de gafas, cuerpo enclenque poco apto para los deportes, aficiones raras y gusto por las chicas demasiado guapas, como podemos comprobar en La mujer explosiva, La chica de rosa o El club de los cinco, pero también se amplía para incluir básicamente a cualquier chaval considerado no molón o rarete. Así, en la definición de perdedor podemos tener al John Cusack de Say Anything, a Andrew MacCarthy en Class o incluso al inestimable Eric Stoltz de Una maravilla con clase. ¿Feos? En absoluto, más bien frágiles. Todos cumplen cierto precepto de belleza casi femenina, para apelar a la audiencia de chicas, y son caracterizados en las antípodas del guapo deportista insulso con mechas rubias que gusta a todas las chavalas.
Por supuesto, cuando este personaje no es el protagonista de la película desarrolla muchísima más torpeza y sus cualidades de nerd se magnifican, resultando inversamente proporcionales al atractivo para las mujeres.
El perdedor o nerd tiene su contrapartida femenina en la ficción de los ochenta en el patito feo. Aquí, las cualidades intelectuales son las mismas –brillante e incomprendida, algo cínica–, siempre virgen y con un grave complejo físico que no tiene absolutamente ninguna razón de ser para el gran público –una rodilla más grande que la otra, pelo lacio, tetas normales y no de actriz porno, cosas así–. Los patitos feos de la comedia romántica en los ochenta son bellezas como Molly Ringwald en todas las películas de John Hughes, la pizpireta Lori Loughlin de Admiradora secreta, o la responsable Annabeth Gish en Mystic Pizza. Todas son listas y buenas con sus congéneres y absolutamente todas están secretamente enamoradas de alguien que no les hace caso.
Otro elemento necesario para la ficción es el deportista. En su versión más conocida, es el capullo de la película en la década de los ochenta. El denominado “jock” americano juega al fútbol, al béisbol o al hockey y tiene todo el cerebro en los músculos. Pensemos en el malo de Regreso al futuro o el lerdo de Grease. Es el equivalente anglosajón del “Sufre mamón, devuélveme a mi chica” de Hombres G. Es rico, tonto y abusón, y por alguna razón que ni el guionista comprende, se lleva a todas las chicas de calle. Cuando funciona como antagonista del nerd en cuestión, el deportista viste colores pastel, va demasiado engominado y tiene una familia acomodada que le asegura impunidad total en sus fechorías, que son muchas y de infinita crueldad.
Pero el deportista, por desagradable que resulte, puede ser también un protagonista convincente y con el que identificarse. Al fin y al cabo, en la Era Reagan que refleja la comedia romántica estadounidense, es el esfuerzo individual, la superación personal y no el trabajo colectivo el que hace que, tras mucha perseverancia, se alcance todo lo deseado. ¿Y qué mejor que el deporte cómo metáfora? Así, tenemos una larga saga de romcoms del deporte. Está Karate Kid, con un Ralph Macchio empeñado en partir tablas con la mano, un Matthew Modine que el Loco por ti establece una lucha cuerpo a cuerpo contra la mediocridad, e incluso un Kevin Bacon, que logra en Footlose hacer de algo tan divertido como el baile sea convertido en algo sacrificado y disciplinado, ya que se transforma en un deporte.
En esta subcategoría, todos los protagonistas deportistas de la comedia romántica tienen algo en común: son pobres. Algunos son pobres como ratas, otros son medianamente pobres, pero ninguno de ellos pertenece, ni por asomo, al círculo privilegiado de los antagonistas ricos. En una situación de aislamiento, pocos amigos y la perpetua sensación de exclusión, el deporte se convierte en un espacio de identificación y posible gloria. El protagonista pobre solamente escapará a su clase a través del triunfo. No casualmente, los protagonistas jamás incurren en opciones como la hípica o el tenis.
Pero la comedia romántica adolescente de los ochenta no se nutre únicamente de arquetipos, sino inventa una escena propia: la Escena Intrascendente Musical. Esta pieza, generalmente no tiene sentido ni razón de ser, más allá que dar a entender un esfuerzo importante por parte de el/la protagonista, un momento artísticamente creativo, un cambio de vestuario o simplemente el paso del tiempo en la ficción. Para ello se inventa, pues, la Escena Intrascendente Musical, basada exclusivamente en un montaje acelerado de imágenes en la que los personajes de la película realizan diversas tareas acordes con la temática de la película. Es la clásica escena en que les vemos Haciendo Cosas –ensayando con un grupo, repartiendo pizzas, recogiendo propinas en un trabajo de mierda o practicando el deporte para el que se están preparando–. Para que nos entendamos, es la versión MTV de cuando Rocky sale a correr y acaba en el Capitolio, y tiene la exclusiva función de dotar de energía a la película y vender más discos de la banda sonora.
En un orden similar de los acontecimientos, para las comedias orientadas a las chicas, se prepara la Revelación del Cisne. Esta escena es imprescindible para todas las comedias románticas protagonizadas por chicas y cuyo target son, precisamente, las chicas. Y apela a todas y cada una de las adolescentes por una sencilla razón: elabora la catarsis y emoción necesaria para transformar el reconocimiento en disfrute.
La escena es tan fácil que parece una tontería: el patito feo que se siente inadecuado y fuera de lugar pasa por un túnel de lavado del mundo de la estética y emerge mona, guapa o incluso sexy. Las variantes aquí son muchas: lo que queda claro es que reaparece insertada en el sistema como una rapaza universalmente bella. A partir de ese momento gusta tanto al nerd como al pijo, al triunfador, al perdedor, al deportista y al capitán del equipo. En definitiva: emerge triunfadora. Y eso, en comedia romántica para una chica implica únicamente una cosa: atraer al macho.
En La chica de rosa y Dieciséis velas basta con un vestido. En Una maravilla con clase, es suficiente con pantalón pitillo, taparse los tatuajes y usar un buen pintalabios. El club de los cinco exigió que la chica gótica sacrificara el khol, usara tonos pastel y se colocara un horroroso lacito rosa en el pelo. Y aún no nos hemos recuperado.
En cualquier caso, la escena del cisne se presenta como precursora de un final feliz. El momento camaleónico ocurre generalmente antes de un baile –espacio lícito de apareamiento y pérdida de virginidades–, en el que chico y chica se juntan para siempre –entendiendo que “siempre” es hasta que la universidad les separe si es que alguno obtiene una beca–. Si no a todo lo que podrán aspirar es a freír hamburguesas en la cafetería más cercana, un final feliz al que los guionistas jamás nos someten.
■ La comedia romántica como esquizofrenia ■
Hasta aquí los preceptos que establece la comedia romántica en la Era Reagan: con el consumo como base de la nación y un adolescente empoderándose a través de la identificación, el trabajo duro y la belleza, se acaba triunfando dentro del sistema e iniciando un camino hacia un futuro esplendoroso.
Pero de repente llega la crisis económica.
Sí. La década de los noventa podría haber transcurrido por el plácido camino del perdedor que logra su sitio, pero un fantasma recorre no únicamente Europa sino Estados Unidos de la mano de la pérdida de empleos para una generación que ha llegado a la universidad durante el auge de los Estudios Culturales, los movimientos antiglobalización, lo queer y el anticapitalismo. Es el momento del grunge, nihilista y desmoralizante, pero también de las raves y la recuperación del sentido de comunidad aplicado al baile. Es la época de los Jóvenes Sobradamente Preparados que podrían quitarte el trabajo si simplemente supieran que pueden hacerlo y de la Generación X y su apatía consumista, triste, irónica y muy estetizada.
En comedia romántica se trata de una década esquizoide. Si la romcom adolescente de los ochenta logra crear el mito del perdedor que subvierte o encuentra su sitio en el sistema a través de la transformación romántica y un objetivo rebelde, en los noventa encontramos dos mundos irreconciliables: los productos para inadaptados, cargados de razones y estética por un lado, y los triunfadores, con un discurso que ya jamás mutará, donde el éxito y el dinero son la base de la felicidad, ya desde la adolescencia. Para que nos entendamos: Nirvana contra Sensación de vivir.
El nihilismo del perdedor encuentra en los noventa su momento álgido, especialmente en la televisión. Llega el auge de las series de dibujos animados Daria y Beavis & Butthead, orientadas a adolescentes para los que se inventa la etiqueta de “lo alternativo” donde a través de un sarcasmo ácido y sardónico se critican aspectos básicos del sistema de vida del adolescente medio americano –el consumo desmedido, la idiocia de la educación secundaria, el aburrimiento de la vida suburbana–.
Estos y otros temas aparecen recurrentemente en My So Called Life, otra de las grandes apuestas de MTV para la década, serie de culto para todos los televidentes amantes de las romcom. En ella, además de mostrar que el instituto no es ya ese espacio de colores pastel y dramas glaseados sino un lugar sucio, violento e injusto, aparece una nueva variante del objeto de deseo femenino: el músico alternativo. El desclasado analfabeto Jordan Catalano –encarnado por el actor Jared Leto– se ofrece aquí como una variante mucho más atractiva para el público femenino –o gay– que cualquiera de los nerds anteriores. Los noventa traen a las chicas la resolución necesaria del platonismo: si ellos suspiraban por la cheerleader, asumamos que el James Dean de la década no es el deportista, sino el rebelde del fondo, el que no habla en clase y ama más a su guitarra que a cualquier chica. Este arquetipo será adoptado fielmente en Freaks and Geeks, con James Franco y una más que digna 10 razones para odiarte con Heath Ledger.
Del otro lado de la zanja está el oropel. Siguiendo la tradición hollywoodiense del cuento de hadas, esta década tiene un Mago de Oz particular, Aaron Spelling. “Presentamos a unos adolescentes que venían de fuera de California y que se quedaban atónitos con los Jaguars, los yates y las cosas, y cómo se integraban a eso, a lo que aspiraban”, explicó a Archive of American Television. La aspiración es aquí la clave del pastel que se abre en este momento y que jamás nos abandonará en el mundo teen. Spelling, productor de 90210, retoma la idea de crear deseo a través de la ficción resultona protagonizada un grupo de adolescentes que viven en el exclusivo distrito postal de Beverly Hills. Rubias triunfadoras que parecen malas pero sólo desean casarse, chicos con descapotable que hacen el bien en la comunidad, chavales de Minnesota trasplantados a un mundo feroz donde salen victoriosos... ninguna gran empresa de la ficción adolescente aspiró a tanto dando tan poco. El auge de la factoría Spelling crea una superficie lustrosa fascinante en la que jamás se le arranca un sentimiento de reconocimiento o duda: únicamente la aspiración es el motor de la taquilla adolescente. En esta línea –sólo existen los triunfadores, blancos, ricos y exitosos– funcionarán grandes éxitos del momento. A por todas o Clueless son los ejemplos más evidentes.
Así, esto trae dos espectros completamente irreconciliables en la ficción: por un lado, los perdedores encuentran su lugar en el discurso cultural. Por el otro lado, estos no existen en la ficción. En esta paradoja al estilo de Bertrand Russell no hay mejor ironía que el caso de Reality Bites en sí. La película representa el cliché del outsider de los noventa en el mainstream: cuatro amigos irónicos, listos, que citan a Faulkner, fuman muchísimos cigarrillos y beben toneladas de café malgastan su vida con trabajos de mierda esperando que llegue un futuro mejor. La protagonista Lelaina, encarnada por Winona Ryder, pese a estar profundamente enamorada de Troy (Ethan Hawke), el rockero sucio, mujeriego y loser, es cortejada por un joven y respetable ejecutivo de MTV que cree que, además de acostarse con ella, puede ofrecerle un trabajo como realizadora de documentales sobre su propia Generación Perdida. Ella acepta y entrega un documental honesto y profundo a la cadena, para encontrarse después con un montaje absurdo y vacío de contenido de la vida de sus amigos.
La película se convierte en una metáfora desopilante de la década: Reality Bites es MTV, intentando reproducir la “autenticidad”, vaciando a su paso de contenido y mensaje todo aquello que quería plasmar. Winona Ryder, musa de la romcom teen más contestataria y rebelde con Heathers en la década anterior se ha convertido aquí en una veinteañera que solamente desea caminar hacia el ocaso de la mano de su rockero molón en una película taquillera descafeinada.
■ El fin de una era ■
Y de repente, los dosmil.
Y de repente, Internet.
El cambio de década coincide con el cambio tecnológico más importante de los últimos tiempos, y eso afecta a los usos y costumbres de la romcom. Uno de los efectos más relevantes es, sin duda, el uso del porno. Éste llega a la red y, en consecuencia, al adolescente con un efecto multiplicador y voraz. Por primera vez, los ritos de paso se explicitan y se le concede mucha más presencia. ¿El primer beso? ¿A quién le importa? American Pie nos demuestra que la tradición de la comedia romántica puede unirse a otra gran saga del cine teen: el de la fiesta y el cachondeo. Pensemos en Porky's.
En American Pie y toda su estela comprobamos cómo el nerd deja de serlo en cuanto logra mojar. Atrás quedan ganadores, perdedores, princesas y deportistas. El que triunfa aquí es el que folla. Y en esta nueva década –con Supersalidos o Colega, ¿dónde está mi coche?– el lugar del romanticismo queda desplazado para mejor ocasión. Y para muestra, un botón: la verdadera heroína de American Pie, Alyson Hannigan, es una empollona sin demasiado que decir o hacer hasta que le revela que lleva pasándoselo pipa con sus compañeros y compañeras del campamento de verano desde los 13 años. “¿Quién no se ha masturbado usando la flauta?” le pregunta, ante un galán atónito. Del diálogo inicial a esta expresión final han pasado solamente diez años. Y parece poco. La puerta giratoria de la comedia romántica adolescente mainstream pierde aquí inocencia y gana información y explicitación genital.
A partir de aquí ya nada será lo mismo. O al menos eso es lo que nos decimos los fanáticos de la romcom adolescente cuando nos encontramos en los bares.
- 1. Expresión utilizada en dicha película que quiere decir "lo mejor"
Lucía Lijtmaer
Lucía Lijtmaer es periodista y escritora. Ha escrito en ADN y Público, y colabora habitualmente con medios de comunicación desde hace más de una década. Ha organizado eventos en el CCCB, ha montado programas de radio y ha traducido a Jarvis Cocker. En la actualidad también escribe sobre cultura y opinión para eldiario.es, coordina el festival de La Casa Encendida "Princesas y Darth Vaders" y es profesora de cultura pop en la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar el libro Quiero los secretos del Pentágono (Capitan Swing), una investigación en primera persona sobre la Deep Web.