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Ensayo sobre el plagio a Peter Handke

"Un autor que es fácil de imitar
no merece ser considerado como tal"

Peter Handke

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Detrás de las fábricas de colchones están también los recuerdos de viajes parecidos. Ahora, desde la ventana del hotel en Bogotá, veo el monte y la jungla, de la que brotan rascacielos iluminados, pero lo que se repite no es esta visión (podría repetirse, estuve aquí antes), sino el monótono correr del tren desde Monfragüe, Plasencia, en el camino de vuelta hacia Madrid. Apenas un viaje de unas horas que, a pesar de su aparente intranscendencia, un vuelo transoceánico no ha conseguido borrar. Eso fue apenas ayer, la semana pasada, pero todo ha cambiado tanto que desconcierta y atrapa, como esas cintas pegajosas que cazan moscas.

La estación de Monfragüe a las diez de la mañana está casi vacía, en el andén sólo hay una mujer joven con una pequeña maleta y tres septuagenarios sentados en un banco, charlando animadamente. Son dos mujeres y un hombre y la conversación gira en torno a distintas enfermedades y al efecto secundario de los medicamentos destinados a curarlas o al menos a paliar sus devastadores efectos. Es una hermosa mañana soleada y el campo está verde y tranquilo. El cielo despejado. Hay latas de pepsi esparcidas por las dos vías y bolsas de patatas y envoltorios de chocolatinas. La estación es una casita de dos plantas, en la que aparentemente sólo hay una señora detrás de una ventanilla de billetes. Luego aparecerá un jefe de estación con gorra y banderola, guapo, tirando a alto y con un soberbio bigotazo de aires mejicanos. Inesperadamente, en el balcón del segundo piso aparece una mujer limpiando la barandilla. Se gira y mira a lo lejos, hacia el recodo en el que se pierde de vista la vía, como si intuyera ya la llegada del tren. Me pregunto si escribir “pepsi” al hablar de Monfragüe es pop, como juntar Logroño y jukebox, no lo creo, tampoco creo que fuese pop entonces. Tratándose de Handke, rock en todo caso. Todas estas impresiones, los objetos de consumo, la música popular, los extranjerismos, las referencias culturales globales, se han normalizado tanto en el lenguaje y en el paisaje que hace tiempo que pienso que carece de sentido hablar de ello. El tren llega puntual, y sólo subimos tres. La mujer mayor sube sola y sus dos acompañantes prometen recogerla el lunes en Salamanca. Hoy es sábado. Los tres subimos por puertas distintas, tratando supongo de no molestarnos.

Cuando quiero darme cuenta estamos frente a la sierra de Gredos. El tren no tiene cafetería y la estación no tenía quiosco, así que voy sin café y sin periódicos, lo cual rompe mi rutina, y no sé decir en qué he pensado en ese tiempo, entre Monfragüe y Oropesa, aunque estoy seguro de haber sentido una náusea severa, una extraña opresión, y una profunda tristeza que de pronto desaparece como si nada. Es entonces cuando, contrario a mi costumbre, saco un cuaderno de notas y empiezo a apuntar. Una vez escribí que rara vez utilizo notas al escribir y sin saber por qué decido cambiar de costumbre. Me prometo con exagerada solemnidad utilizar estas notas para escribir más tarde (ahora), y es entonces cuando recuerdo a Peter Handke. También recuerdo a Azorín, pero eso es inevitable, me pasa siempre que viajo por España lejos del mar. ¿Por qué me resultó en su día tan exótico leer a Handke hablando de mi país, el mismo que ya conocía, el que había recorrido de niño en el asiento de atrás del coche de mi padre? ¿Y por qué me produjo entonces, y ahora al recordarlo, una sensación de consuelo? Tal vez porque era el mismo escritor que había relacionado con una experiencia muy lejana y que sin haberlo esperado, al girarme, caminaba muy cerca de mí. El escritor de El chino del dolor, La mujer zurda, Ensayo sobre el cansancio, El miedo del portero ante el penalty, estaba de repente en Soria. Quiero creer que me vi sorprendido por la cercanía de su presencia y por ninguna otra cosa, al fin y al cabo era demasiado joven y crédulo entonces como para ser ya un snob. El tren sigue, y apunto carteles, Bicicletas Clemente, Jamonería La cepa ibérica, Cerámicas Cienfuegos, sin saber qué hacer con ellos. De cuando en cuando un graffiti, una fábrica, una cementera, hasta cuatro o cinco vacas y dos hombres y un niño paseando tranquilamente a caballo. También pájaros y aves rapaces. No soy experto en esa materia, y me siento incapaz de dar sus nombres precisos. No creo que me equivocase con las golondrinas, pero con las rapaces seguro que sí. Nada consigue distraerme del todo de Handke.

 

Llego a la conclusión, prematura, de que se plagia mejor cuando no se relee. Es decir, a escondidas del texto original. Puedo estar muy equivocado, pero para saberlo hay que tirar de ese hilo. Esta impresión se basa, creo, en que aquello que leímos hace tiempo está ya de alguna manera distorsionado, tanto por nuestra experiencia como por lo impreciso de nuestro recuerdo. Tal vez ni siquiera se asemeje demasiado lo escrito a lo pretendidamente plagiado, y esta puede ser la única manera de plagiar con cierta destreza. Ahora bien, para empezar, habría que plantearse por qué plagiar y si es realmente necesario. De que lo era al principio me caben pocas dudas. Es raro, por no decir insólito, el escritor que no responde como un cachorro a los gestos de sus mayores e intenta repetirlos, al fin y al cabo el aprendizaje en cualquier tarea tiende a ser obligatoriamente mimético, pero ¿y después? A un autor con cierta trayectoria, buena, mala, regular, pero asentada a la postre, se le supone ya una voz, ¿Propia? Si no original, tal cosa no es posible, sí al menos formulada a su imagen y semejanza. Una identidad. Con lo que es fácil concluir que a esas alturas, o bajuras, un escritor podría lícitamente plagiarse a sí mismo. Otra cosa es si eso tendría sentido. Y sin embargo rebrotan las antiguas lecturas como fantasmas reclamando su nombre. En eso andaba pensando cuando pasó por delante de mi ventana el castillo de Torrijos, cuyo nombre me apresuro en apuntar sin saber tampoco qué hacer con él. Tampoco me preocupa, al tratarse de un viaje en tren, sólo el detalle estaría fuera de lugar pues traicionaría la secuencia lógica de la mirada. El silencio del tren, interrumpido por el sonido tenue aquí y allá, de los mensajitos, los whatsup, o los juegos de las distintas terminales portátiles, lo inunda casi todo. Recuerdo cuando el ruido de los trenes era otro muy distinto y el viento entraba por las ventanas. Eran sin duda otros viajes. No es cuestión de nostalgia, se trata sólo de constatar, desde la experiencia personal, una diferencia. Es un hecho que los trenes ahora no suenan.

Dos mujeres hablan en el vagón y creo que son las primeras palabras que escucho en al menos una hora de viaje. Al mirar una urbanización de tamaño considerable, una de ellas dice: Cuánta gente vivirá ahí. La otra responde: Demasiados.

Esto también lo apunto, para que nadie piense que me invento los diálogos. Volviendo a Azorín y a Handke, los dos únicos autores que me he permitido mencionar en este viaje (todo juego precisa de reglas), su lectura me resulta tan lejana que entra de lleno en lo que podría considerar asunto de plagio ideal. Me explico. Pienso que cuando la lectura se ha difuminado, ha perdido sus contornos exactos, se convierte en sensación y esa es la herramienta perfecta para consumar el crimen. Si es que plagiar fuese un crimen. Paso por delante de otro cártel en una fábrica o almacén, que me hace sonreír: Tapón Spain. Está un poco más allá de Mazarrón y me imagino que se dedican a hacer tapones, pero el nombre de la empresa da para más, aunque en otras páginas. También apunto una pintada que leo en un muro: Street terrorista. Después veo pasar un cementerio, un silo, una fábrica de colchones, un campo de amapolas y margaritas. Y de la nada sale un humilde multicine de dos salas, sin carteles a la vista y la reja echada. Son sólo las once y media de la mañana así que no puedo asegurar si está abandonado o naturalmente cerrado hasta la sesión de tarde. El multicine está junto a una hilera de chalets adosados a medio construir.

Una de las mujeres vuelve a hablar: Adosados, dice, con evidente desprecio. En la ventana desfilan una pequeña ermita y torres del tendido eléctrico con sus correspondientes nidos de cigüeña.

En Bogotá estalla una violenta tormenta de verano. Los rayos iluminan los cerros de Monserrate, la luz de la habitación parpadea. Llueve a cántaros. Son las siete de una prematura noche cerrada. El rascacielos frente a mi ventana se ilumina con un juego de luces cambiante que de pronto pinta mariposas en la fachada y al rato nubes, flores o peces. Es el único edificio parecido de la zona y se ve fuera de lugar, un futuro que nadie ha pedido.

Me asalta ahora una duda acerca de la identidad antes mencionada referida a la escritura. ¿Resulta conveniente, o saludable, o siquiera interesante, que el escritor sea, en determinado momento de su formación, del todo impermeable?

Es de temer que eso convirtiera su escritura en un circuito cerrado, como las fuentes de los parques que disparan pomposas sus chorros de agua reciclada, o los astronautas que beben su orina destilada y purificada un día tras otro. Y después, de esa duda, otra inquietud. ¿Sería del todo insensato pensar que la escritura sólo se acerca y finalmente se nutre de aquella otra escritura que le era afín, para empezar? ¿No será que existe una predisposición a tal autor o tal otro, fruto de un impulso, por así decirlo natural, y por tanto propio, perteneciente incluso en su primer balbuceo a la tan cacareada identidad?

Cuando un futbolista hace un remate de chilena ¿está realmente imitando, o es que una vez que el balón ha sobrepasado la zona natural de disparo, no encuentra otra forma de golpearla?

 

Se me ocurre que tal vez algunas identidades han sido plagiadas en el limbo de la escritura, o por así decirlo duplicadas. Esto no acerca en absoluto el mérito ni la calidad final de dos escrituras, pero podría al menos explicar su afinidad.

En el tren, sin que pueda darme cuenta, el campo ha terminado y comienzan las largas afueras, las ciudades dormitorio, los enormes centros comerciales. Me doy cuenta de que Extremadura ya se ha acabado.

¿Qué causaba la náusea y el malestar del inicio del viaje? La mañana ya era hermosa entonces y no ha cambiado, el paisaje en la ventana varía sin grandes sorpresas, nada en realidad que no haya visto antes mil veces y sin embargo el dolor era real y ahora se ha desvanecido. Pasaba también entonces, cuando niño, sólo que entonces no le buscaba explicaciones, lo aceptaba. De niño se aceptan las cosas de dentro sin preguntarse nada, se pregunta uno por todo aquello que es mecánico, las máquinas, los días, el sol, la luna, las mareas, por todo lo que está fuera y es ajeno y funciona a nuestro pesar, incluidos los demás y sus actos. Por qué lloran parece una pregunta sensata, pero nunca por qué lloró o por qué al final del domingo el espíritu se muda y se va a un lugar muy oscuro y por un instante no pensamos que sea posible recuperarlo. De niños no preguntamos hacia dentro sino siempre hacia afuera. El adulto se sorprende siempre preguntándose algo a sí mismo, algo que no tiene otra respuesta que el desconsuelo de saber la respuesta imposible. Pero al igual que cuando niños, en un segundo, las dudas se disipan, las preguntas se agotan, el espíritu regresa.

De niño solía cruzar las calles sin semáforo a la sombra de otro peatón que me pareciera más mayor y avezado en el peligroso arte de cruzar entre el tráfico. Lo he recordado hoy mismo al ponerme al cobijo de un lugareño mientras cruzaba la avenida Diez de Bogotá, plagada de coches y motos y microbuses atiborrados. Tal vez por eso el plagio. Protección y recuerdo enredados como los cables de un circuito destinado a mover las acciones del pensamiento de lo propio. Poco importa si es lícito o no. La seguridad es causa suficiente. La seguridad una vez asumido el riesgo de cruzar entre los coches. Hay que considerar el valor de la empresa. ¿Seguridad? Puede que esta sea una palabra demasiado exacta y osada o al contrario, ilusa e ingenua. ¿Qué seguridad puede haber en la escritura? Y de haberla, cómo no despreciarla. El plagio sin duda debe responder a otra causa. Algo más similar a la infección.

Veo un puente azul de hierro, por el que cruzan unos ciclistas a pie con sus trajes llenos de marcas comerciales, iguales a los de la tele. Llevan sus bicicletas al lado, mansas, como perros amaestrados. Desde esos puentes escupíamos a los coches cuando éramos niños.

De pronto entiendo por qué me había jurado no escribir nunca sobre notas tomadas hace tiempo (y hace tiempo bien pueden ser tres días), estoy en Bogotá escribiendo sobre un viaje de Monfragüe a Madrid y las notas se difuminan, me cuesta seguirlas. No hay rastro de la náusea, que ha sido sustituida por el mal de altura y una extraña y muy agradable sensación de calma. Tampoco la náusea parece ahora real, aunque sé que lo fue y sé que volverá, si no idéntica sí transformada en otra náusea plagiada de la anterior. Seguir mis notas me resulta tan difícil como recuperar ese viaje en tren del pasado. Y sí, tres días es el pasado, esta mañana es el pasado, hace un rato es el pasado.

El hotel Tanquedama es tan grande que se puede pasear durante horas arriba y abajo sin salir de sus soportales, de sus tiendas y salones de actos, de su casino, de sus cien restaurantes de comida basura. Se olvida uno rápidamente de lo que antes tanto le inquietaba. Desaparece el miedo a repetir lo ya pensado, lo ya supuesto, lo planeado. Por un instante el plagio no importa, o al menos no es asunto mío, y sin embargo hay que continuar. ¿Por qué? Porque figuraba en el enunciado no impuesto sino libremente, o eso pareció entonces, elegido. Pero el hotel Tanquedama está en Bogotá, tan alto y tan lejos del enunciado. Hay que volver al tren como cuando en una parada se sale a fumar con el pie dentro del vagón para no quedarse en tierra cuando suene el silbato. Al fin y al cabo ese tren llevaba de vuelta a casa, y siempre hay que volver.

No quedan señales del campo al llegar a Leganés, el viaje se da casi por terminado cuando todo recuerda ya a la ciudad de destino. El pensamiento se detiene mucho antes que el tren, se asusta y se esconde, lo familiar lo aplasta.

Infección no puede ser. Resultaría demasiado fácil, y fácil nunca ha sido. La náusea amenaza con volver, el espíritu se debilita. ¿Cuánto dura el coraje, sea este prestado o no? ¿Es eso el plagio, un coraje prestado? Seguro que no. Tampoco un amor, ni un hurto, ni desde luego un homenaje. ¿Es posible plagiar? Seguramente tampoco. Entonces, qué triste sería siquiera intentarlo. El imitador no es un doble, el doble consuma el engaño de pasar por el otro, el imitador conoce sus límites, parodia, no pretende ni por un momento ser. Así el niño en su juego no simula. El niño tampoco recuerda, la ansiedad lo consume todo. El próximo juguete, el próximo verano, el próximo partido, algún día un beso. El niño cuando está triste no repite una sensación, su tristeza es siempre nueva, presente. El niño no es el doble de nadie.

La escritura, ¿debería aspirar a tanto?

Al entrar en Atocha el pensamiento ya no sirve y se camina derecho hacia la salida, que es en realidad la entrada a la vieja casa. El lugar de partida. Casilla uno.

En Bogotá ha dejado de llover y la noche está tranquila. El rascacielos ha apagado sus mariposas y sus nubes y ya es sólo un edificio de oficinas a oscuras, con apenas tres o cuatro ventanas encendidas.

Peter Handke es inocente y yo espero serlo también.

Ray Loriga

Ray Loriga (Madrid, 1967) es escritor, guionista y director de cine. Entre sus novelas destacan Lo peor de todo (1992), Héroes (1993), Tokio ya no nos quiere (1999), Trífero (2000). Ha dirigido los largometrajes La pistola de mi hermano (1997) y Teresa, el cuerpo de Cristo (2007). Su última movela publicada es Za Za, emperador de Ibiza.

Ilustración de Radoman Durkovic