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Los huevos sobre la mesa

Un recorrido gastronómico por la casquería genital
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Al inicio de la crisis financiera que sacudió el mundo hace unos años, los gurús internacionales con delantal promovieron la denominada “casquería de pescado” en el contexto del congreso internacional gastronómico Madrid Fusión. Era una nomenclatura provocativa, además de la enésima floritura en la mesa, que la alta cocina urdía a partir de un recurso tradicionalmente humilde. Lehman Brothers se derrumbaba mientras Ferran Adrià presentaba en sociedad el semen de caballa como nuevo ingrediente culinario. En la medida que la burbuja de prosperidad recuperó la vigencia de una petite bourgeoisie a la que nadie quería dar ese nombre, borró también de los mercados los puestos de casquería en favor de rinconcitos gourmet. El desecho miraba hacia arriba, la manufactura premium hacia el Pueblo. 

El trash cooking del mar que entonces promovieron dichos gurús se materializó en platos como el corazón de bonito asado, el hígado de salmonete o la sangre frita de trucha asalmonada, propuestas que discurrieron de forma efímera por la alta cocina española, apuestas de vanguardia gastronómica que se asentaron en cartas como la de la asturiana Casa Gerardo. Ahora, la última edición de Madrid Fusión volvió a traernos la controvertida actualidad de la casquería, de las asaduras, la dieta de oportunidad a la que un día se aferraron los pobres.

En el pasado, la década de los noventa, con su optimismo mercantil ultracompetitivo, trajo el grunge, una visitación pesimista e irónica que los blancos ricos hicieron a las calles. El gusto dedicó su atención al harapo, la suciedad estudiada, las franelas de Seattle y los jeans descuartizados; mientras, los restaurantes dirigían paralelamente esa curiosidad por la cocina étnica (un adjetivo que ha caído en desuso), correlato en los manteles de los Estudios Culturales. Era el preámbulo del vivaz mundialismo al que el violonchelo de Rostropovich puso banda sonora sobre los escombros del muro de Berlín. Asentado en la boutade o en el aburrimiento, el nuevo trash cooking del paladar neoliberal pone ahora las gónadas en la mesa. Vamos a echarle un vistazo al lado más sexy de las vísceras.

Los huevos sobre la mesa

Criadillas

En España, país taurómaco y pobre, siempre se han consumido las criadillas. Con este término aludimos indistintamente a los testículos de cualquier animal procesado en un matadero, aunque las más populares son las de toro, quizá por la racial superstición de poder asimilar el potencial empuje del morlaco. Como todas las partes blandas no musculares, estas vísceras blancas tienen más grasa y colesterol que el resto de carne, pero también más hierro, razón por la cual las madres solían martirizar a su prole con las criadillas, cuyo fuerte sabor no es para tímidos. También acumulan más ácido úrico, ese azote de reyes imperiales, antes de que las cabezas coronadas de la Españaza decayeran entre síndromes de Klinefelter y hemofilia.

Plinio el Viejo ya recopiló una colección de recetas afrodisíacas de la Antigüedad a base de gónadas: genitales de ciervo con miel, testículos de caballo secos, testículo derecho de burro con dosis proporcional de vino… Más que por sus virtudes nutricionales, reciben la consideración de estimulantes de la libido. Este puñado de recomendaciones y recetas intuitivas se transmite oralmente hasta penetrar la Edad Media. Recetas con testículos de ganso, de erizo grande, de zorro o de cocodrilo... Viagra zoológica, todo un bestiario de fábula que llevarse a la boca.

Es fácil dejarse aturdir por la nostalgia artificial de la oscura Edad Media. Los amantes aquejados de una débil pujanza sexual aspiraban a la asimilación mágica de las virtudes sexuales del animal mediante su consumo. De hecho, una polémica literaria discurre en torno al “comedor de huevos asados” mencionado en La Celestina. Varias son las interpretaciones que se han adoptado sobre estas crípticas palabras. Aunque asociada con ritos judaicos de lamentación, en los que se consumen huevos, en España es histórica la tradición que relaciona la potencia sexual y los toros (los taurini testes o testículos de toro), que se prescribieron al rey Fernando el Católico: los historiadores refieren un “potage frio” sobre el que el historiador Pedro Mártir de Anglería precisa que incluía testículos de toro. Ansioso de tener descendencia masculina, el rey consumió alimentos que presuntamente aumentaban su potencia sexual: el afrodisiaco se relacionaba con el pecado y las culturas paganas, pero la necesidad de tener una prole masculina era una condición exculpatoria por las capacidades genésicas del morlaco. Personalmente recomiendo su consumo tras hervirlos durante unos cinco minutos. La única dificultad estriba en retirar la membrana protectora: encargue esta tarea a los niños, que así estarán entretenidos y se familiarizarán con la cocina. Lamínelos en medallones de aproximadamente un centímetro de grosor y déjelos en una marinada de agua y vinagre por espacio de unas horas. Añada ajo y perejil, páselos por la sartén y sorprenda a sus invitados.

La devoción por las criadillas no se detiene en nuestras fronteras. Los norteamericanos tienen las Rocky Mountain Oysters u ostras de las montañas rocosas, testículos de becerro fritos tras una rebozada previa en harina, sal y pimienta (los canadienses prefieren las llamadas Prairie Oysters, servidas con la sofisticada demi-glace, en atención a la influencia francesa y la devoción por las salsas de nuestros vecinos del norte) y que se consumen más como aperitivo que como plato propiamente dicho. El aliento juguetón del país de las barras y estrellas y el carácter secundario del plato se dejan ver en los nombres eufemísticos que recibe: nueces espolvoreadas, patatas fritas de toro o caviar de cowboy. 

El consumo de la criadilla se extiende a lo largo del mundo, desde muchos platos de la cocina arequipeña, en el corazón de la cocina peruana, hasta Brasil, en cuyas Festas do Peão, celebraciones semejantes a los rodeos americanos, es común también consumir testículos de buey. En el caliente pliegue terrenal de Serbia los paladares cimarrones tienen desde 2004 una cita anual en el Campeonato Mundial de Cocina con Testículos, celebrado en Lunjevica. Allí el cocinero serbio Ljubomir Erovic es el anfitrión de un festival gastronómico extremo, que ha reunido su experiencia en su The Testicle Cookbook – Cooking With Balls, donde el lector encontrará recetas que abarcan desde las criadillas con salsa Bourguignonne hasta una prosaica e imposible pizza de testículos.

Los huevos sobre la mesa

Ceviche... de toro

Si las culturas solares se han atrevido a tanto en lo que atañe a los testículos del toro, aquellas en las que penetraron también se han relamido con los genitales. Si Perú pisa fuerte en la gastronomía mundial gracias al ceviche, los huevos del toro no iban a escapar vivos (y sin marinar). En el ceviche se condensa todo un sistema culinario que baila de puntillas en el triángulo culinario de Lévi-Strauss y su discriminación entre lo crudo y lo cocido. ¿Quién es indiferente al actual triunfo de su astuta fórmula? Su técnica, compartida por los países asomados al litoral pacífico, consiste en la cocción del pescado crudo con jugos cítricos, creando una de esas paradojas que sólo la cocina puede propiciar: ¿cuál sería la posibilidad de que una corvina (o perca regia) se encontrara con una lima? ¿Cuál la de que el huraño abadejo termine sus días en un lecho de cancha serrana? ¿Cuál la de que el portentoso volumen testicular de una fiera se sumerja en un aliño de frutas que podrían adornar la cabeza de Carmen Miranda?

Permítanme una divagación. Me declaro fan de los aliños y de las salmueras: de niño solía ingerir aquellas que acompañaban las aceitunas. Y el hecho de que Alessandro Volta usara precisamente la salmuera hace más de doscientos años para idear su pila voltaica refrenda su importancia. Incluso la propia salmuera como elemento pícaro a la hora de precocinar los alimentos tiene su papel: las carnes maceradas en salmuera ven cómo se rompen sus filamentos musculares, resultando después, al cocinarlas, más tiernas. Si la salmuera incorpora también especias, sus propiedades aromáticas penetrarán e impregnarán asimismo la desarmada carne. Un principio parecido dirige la falsa cocción cítrica puesto que, más que un juego de temperaturas, en el ceviche se trata de una coagulación de las proteínas del pescado, desnaturalizándolas y cambiando su aspecto. El resultado es esa lechosa y blanquecina leche de tigre (si se emplean las conchas negras, más vigiladas y raras, será entonces leche de pantera. Dediquen un segundo a los pigmentos, ¿habría gozado de tanto prestigio la púrpura de Tiro si los carísimos caracoles que dan origen a su pigmento hubieran menudeado?). Esta leche, más violenta que aquella con la que nuestras madres nos abastecieron para dar nuestros primeros pasos en el mundo, llega a venderse por separado en Sudamérica en humildes puestos de mercado como remedio para la resaca. Este preámbulo sirve para nombrar el ceviche de testículos de toro, una de esas locuras populares bañada igualmente en cítricos, pese a que los testículos son hervidos previamente, de manera que se trata más bien de una maniobra recreativa, del entusiasmo por un método nacional con su atrezo de guarniciones: ají, cancha serrana, cebolla y… cilantro, llamado desafortunadamente “perejil chino”, una hierba del sur de Europa que demuestra que nada ni nadie es profeta en su tierra, poco apreciada por el paladar español pese a su protagonismo en el país vecino en platos como la gloriosa y portuguesísima sopa alentejana, y que por contagio territorial es muy apreciada por los extremeños para su escabeche de Cuaresma.

Con penes... y gloria

Si el escritor inglés Martin Amis llegó a decir en una de sus novelas que algún día todas las bocas de los tíos habrán albergado un pene, la gastronomía está acelerando esa posibilidad. La artillería está en los testículos, pero la infantería se afinca en los penes que los adornan. A lomos de éstos llegamos a Colombia, que atesora su caldo de raíz, preparado con pene de toro, patatas y cilantro, a menudo en combinación con la sopa de mondongo —callos—; o a Ecuador con su caldo de tronquito, preparado con pene de toro como ingrediente principal, que da su cariñoso nombre al plato y al que se le atribuyen propiedades afrodisíacas. Quizá el apetito por los penes no haya cundido entre nosotros por un elemental reparo, un tabú insalvable, un atavismo infranqueable. Pero, por encima del hambre, es el aburrimiento el que abre a veces el apetito por la novedad. Puede que pronto, sí, todos nos llevemos un pene a la boca. 

Los huevos sobre la mesa

En Oriente, como siempre, han ido más lejos. Si existe una modalidad de lucha llamada no holds barred, en la que es legal cualquier salvajada que a uno se le ocurra perpetrar con el cuerpo de su contrincante (y cuando uno dice “cualquier” está dando sentido a este escurridizo adjetivo: en un Buried Alive Match gana el luchador que primero meta al rival en una fosa y lo entierre a continuación con una pala o por medio de un camión de carga con arena), hay también un trasunto culinario de esta suspensión de las normas. El restaurante chino Guo Li Zhuang (cuyo significado vendría a ser “la fuerza está en la olla”) se ha especializado en servir penes y testículos de animales diversos como buey, asno, ciervo, caballo, perro, oveja, cabra o culebra. La estirpe de los Guo arrancó su aventura en los fogones de un restaurante en el barrio chino de Atlanta en 1956, pero no fue hasta 2006 que abrieron su primera sucursal en suelo chino (Beijing). Entre los orientales subyace la superstición de que esta dieta aumenta la potencia sexual masculina. ¿Quién podría resistirse al pene de búfalo escalfado con chile o a sus bizarras preparaciones con pene de yak tibetano? La designación de los platos es una hortera inmersión de oros y púrpuras en la lírica de baratillo de la China imperial: “Cabeza coronada con brazalete de jade” o “Encuentra el tesoro en el desierto de arena” o “Dragón en las llamas del deseo”. Aquí hay que dejar fuera a los remilgados; el mohín o la cobardía no tienen cabida. Cada plato incluye una advertencia médica y algunos amonestan a las clientas femeninas acerca de indeseables consecuencias. ¿Qué hay de raro en que la jet set china viva paralelamente su peculiar trash cooking culinario y visite las cocinas más pobres del país? ¿Impondrán esta moda al mundo? Nunca el lujo exigió estar en tan buen forma. 

¿Y el esperma? ¿Tiene algún lugar en la cultura gastronómica? Es legendario, volviendo a la casquería de pescado, el lattume siciliano, elaborado a base de esperma de atún (equivalente masculino de la bottarga de huevas), o el no tan conocido shirako japonés, que no es otra cosa que el esperma del bacalao o del pez globo. Pero aquellos con verdaderas ganas de marcha y el apetito vivaz de una Traci Lords pueden disfrutar del veterano festival de Wildfoods, en la costa occidental de Nueva Zelanda, donde se presentó un audaz batido a base de… esperma de caballo.

Placenta

Si la buena mesa se relaciona con el placer, la añoranza del útero es quizá la más legítima y placentera de las utopías del hombre. Suspender los duelos y arroparse con la manta de Linus que es la placenta, la regresión más imposible de todas. Debido a su forma plana, la juguetona etimología latina relaciona la placenta humana con las “tortas” y la comparte con la palabra “placer”. Aunque una actitud verdaderamente moderna no puede aceptar del todo que el placer pueda vincularse con lo plano, con la ausencia de accidentes. Si bien no forma parte del aparato genital, la placenta se desarrolla a partir del espermatozoide y el óvulo que dan origen al feto. Su ingreso en los tratados gastronómicos se apoya en los beneficios derivados de su ingesta: la oxitocina presente en ella (bendecida como la hormona del amor, o de los mimosos) favorece la lactancia, reduce los dolores postparto y existe la sospecha de que acelera la respuesta sexual y mejora las funciones cerebrales de los niños autistas, esos tiranos de la introversión. Es a beneficio de Eros y Psique que se puede reivindicar la placentofagia entre los foodies menos pusilánimes. Con una textura similar a los anticuchos de corazón, aunque más esponjada, dotada de un sabor vacuno y matices metálicos, muy semejante al hígado, han sido las culturas blancas las que han desarrollado este polémico gusto: el libro de cocina de la placenta abarca las joviales incursiones de los paladares italiano y húngaro con sus recetas de placenta y llega hasta el caliente antípoda australiano, donde una picante fórmula la prepara en compañía de romero, comino y chalotas. Algunos anglosajones celebran incluso la llamada placenta party, en la que se consume con alegría la placenta de la parturienta entre familiares y allegados. Pero aquellos adeptos a la ortodoxia carnívora tienen la guaguamama, un preparado con placenta fresca de ternera con especias que tiene la presunta virtud de aumentar la fertilidad femenina. En términos generales, y si alguno de ustedes se lo está pensando, puede funcionar en cualquier receta en la que aparezca el hígado, sustituyendo a éste.

El lujo paradójico

El hoy semiolvidado Werner Sombart llegó a decir que “el hombre precapitalista es el hombre natural, el hombre tal y como ha sido creado por Dios, el hombre de cabeza firme y piernas fuertes, el hombre que no corre alocadamente por el mundo como nosotros hacemos ahora, sino que se desplaza pausadamente, sin prisas ni precipitaciones. Y su mentalidad económica no es difícil de descubrir, puesto que se deriva directamente de la naturaleza humana”. Desnaturalizados todos, los ricos recuperan los recetarios humildes. Ubico esta tendencia en la misma dirección que marcó Coco Chanel cuando afirmó que le gustaba que la moda bajara a las calles, no que viniera de ellas. Y si ahora la miseria se agiganta en la misma medida que se blindan las islas de prosperidad, nos encontramos con que los comensales de bolsillo acorazado se llevan a la boca los despojos con que los pobres llenaron históricamente sus estómagos. Esta voluta monumental, este rizar el rizo sabe mucho de decadencias, de inestables tránsitos históricos de una cosa a otra. Los nobles franceses que verían sus cuellos cercenados por las guillotinas adornaban sus solapas con las humildes flores de la patata. En la Roma terminal cundió entre el patriciado, junto a carísimas delicatesen internacionales, el gusto por el “garo”, una salsa hecha con vísceras fermentadas de pescado, empleada en sustitución de la humilde sal, la misma sal con que Roma pagaba a sus soldados su salario. Recordemos al emperador Vitelio, que concibió uno de los banquetes más famosos de la historia, en el que presentó su “escudo de Minerva”, un plato para el que empleó —entre otros ingredientes— hígado de pez escaro, sesos de faisán y pavo real o lenguas de flamenco. Este apogeo elegante del gore obligaba a destinar ingentes recursos materiales para el acopio de estos ingredientes: expediciones navales, incursión de tropas en amenazadores bosques bárbaros... No olvidemos que Vitelio fue quien perfeccionó el mecanismo del vómito recreativo para dejar sitio a más alimentos sirviéndose de una pluma de ave. La mundialización tiene lugar también en el campo de la gastronomía, y la decadencia económica hace que cualquier discreto paseo por alguna de las tiendas gourmet que salpican nuestras homologadas ciudades occidentales sea un canto elegíaco a ese caprichoso Vitelio. También hoy hay que ir muy lejos para conseguir una rara escama de sal, una exótica glándula animal, una hueva… La casquería ha asomado en las escuelas y ferias de cocina como una provocativa costura, una mueca de humor, un dernier cri. ¿Nos estamos aburriendo demasiado o es que se escuchan las trompetas que anuncian el fin? ¿O será que andamos faltos de gónadas?

José Manuel Ruiz Blas

José Manuel Ruiz Blas (Madrid, 1975) es periodista especializado en gastronomía y tendencias y colaborador habitual de EEM-Revista y EEM-Radio.

Alberto Flores

Alberto Flores (Madrid, 1987) es fotógrafo ecléctico y sin gusto estético, colaborador habitual en prensa deportiva conceptual y empleado fijo en locales de comida rápida para conseguir un sustento a base de sobras.