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À la recherche du Baudelaire

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Cada miércoles y viernes de 1991, a una hora impredecible, Leigh Bowery saltaba la verja de un conjunto de mansiones georgianas que aún existen en Kensington Church. Enseguida oía los ladridos de los perros y las voces de algún vecino recriminándole aquella estúpida costumbre de entrar a escondidas, como un ladrón. Ya en el jardín privado de la residencia número 7 caminaba de puntillas hasta el porche, subía la escalinata y pegaba la cara contra los cristales de la galería, quieto y jadeando. A los pocos segundos su propio vaho le dibujaba una barba parecida a la de Santa Claus, después una nube de pelo semejante a Eraserhead. Por último, cuando apenas podía respirar, el dueño de la casa se giraba hacia los vidrios, chillando desde dentro «¡SOCORROOO!».

Dos días a la semana Leigh Bowery asustaba a Lucian Freud según un rito que alguien interpretaría como la venganza de la modelo contra el pintor. Luego llegaron los malos tiempos, primero la muerte de Bowery la noche de fin de año de 1994, mientras Londres cantaba Auld Lang Syne. Después la omnipresencia de Freud en los tabloides británicos, sus fotos en pijama junto a Kate Moss, el rostro abotargado y sin afeitar, una mezcla inexacta entre Paul Gascoigne y Antonin Artaud.

De Freud se dice que conseguía insuflarle tragedia a la carne, batiendo en el mismo cuenco a Rubens con Kokoschka. A Bowery se la considera una pionera del diseño de moda y la performance, un símbolo irredento contra el thatcherismo. Sin embargo, quienes se citaban cada miércoles y viernes de 1991 en aquella mansión que olía a moho, aguarrás y coliflor hervida no eran el pintor vivo más célebre de Inglaterra ni el icono de la desobediencia gay de finales de los ochenta, sino dos personas que simulaban comprenderse.

Sólo han quedado cinco pinturas de esta fabulosa batalla por la destrucción masiva de las identidades, cinco lienzos que nos recuerdan hasta qué punto las gentes únicamente se entienden durante el tiempo del carnaval. En todos ellos la modelo mira al pintor con gesto abstraído, parece que estuviera buscando una palabra brillante o protegiéndose de cualquier adjetivación.

Bruce Bernard, quien podría considerarse el fotógrafo oficioso de la Escuela de Londres, realizó una instantánea donde se observa el cuadro Leigh under the Skylight (1994) ya terminado, junto al propio Bowery tal y como debió verlo Freud mientras lo pintaba. La búsqueda de similitudes entre el original y la copia parece inevitable, aunque son las diferencias aquello más apasionante. Porque el cuerpo de Bowery en la tela posee una extraña uniformidad, una suerte de coherencia plástica entre volúmenes, tonos y desproporciones. No obstante, si giramos la vista hacia la modelo se percibe en ésta cierto patchwork de muchos individuos, un perfecto Frankenstein queer: sus piernas son musculosas y grandes como las de un atlante; su cuerpo blando recuerda a las odaliscas de Boucher; la cabeza y la mirada inteligente niegan o se parecen al cráneo rapado de Vincent d’Onofrio, el recluta patoso de Full Metal Jacket (1984). Y finalmente está el pene de Bowery, que aquí y en los demás retratos hechos por Lucian Freud presenta una amenazadora falta de flacidez.

Uno de los mayores especialistas en representar órganos genitales, Gustave Courbet, fue acusado por el derribo de la Columna Vendôme durante los tiempos de la Comuna de París. El pintor era entonces presidente de la Comisión de Bellas Artes e impulsó la demolición del monumento por considerarlo un homenaje a la barbarie y el militarismo. Las sentencia de la Asamblea Nacional determinó que el artista debía pagar la restauración con sus propios bienes, además fue encarcelado y se le impidió exponer en cualquier museo francés.

Siguiendo una lógica simplista se interpretó la Columna como el símbolo fálico del imperio napoleónico, mientras que L’origine du monde (1866) haría visibles supuestos deseos inconfesables. Pero el cuadro de Courbet que fascinaba por igual a Bowery y a Freud era otro del mismo año titulado Le Sommeil. En él vemos a dos mujeres que yacen exhaustas sobre un lecho revuelto, los collares arrancados soltando perlas entre las sábanas, una peineta que sugiere daños y placeres, así como la botella de agua correspondiente, señal de que no fue el vino, sino el cristalino deseo, lo que corrió por aquellos cuerpos unos minutos antes.

Todo el mundo hace la siesta en las pinturas de Lucian Freud. Los perros se rascan la barriga con los ojos cerrados, pues no quieren despertar de su letargo; una mujer se tira en la cama vestida, quién sabe si para aprovechar el tiempo que falta antes de volver a la oficina; varios jóvenes se tapan la cara con el codo porque la luz les aturde o les molesta. Hasta Leigh Bowery dormita en un sillón de terciopelo rojo, seguramente para reponerse de la larga noche anterior.

Dos desconocidos —la modelo y el pintor— atrapados en un momento y en un espacio de falsa intimidad, fingiendo que desvelaban sus respectivos secretos pero, al mismo tiempo, guardándose esquirlas de metralla identitaria en el rostro, tal vez acumulando razones para celebrar la próxima sesión, un nuevo round.

Otra vez es Bruce Bernard quien aporta cierta imagen donde se resume dicha epifanía transformista, una foto en la que Freud y Bowery escenifican, ante la cámara, el lienzo de Courbet L’Atelier du peintre (1855). También aquí la alegoría se revuelve contra sus propios fundamentos ejemplarizantes, de modo que Bowery se tapa el sexo por primera y única vez, impostando un gesto púdico o un ademán de castidad. Igualmente, Freud empuña el pincel con la mano derecha, cuando todo el mundo sabe que era zurdo cerrado. En la obra original Courbet perfilaba una especie de cabaña oculta tras unos matorrales, mientras que en el tableau vivant de Bernard el pintor aparenta darle los últimos retoques al culo de óleo de Leigh Bowery. Todas estas disparidades quedarían anuladas cuando ambos vieron la fotografía y coincidieron en señalar la misma ausencia: la imagen no es perfecta, le falta alguien simulando ser el poeta que lee en un lateral del famoso cuadro, siempre falta ese tercer personaje que deshace la dialéctica entre lo divino y lo humano, entre luz y oscuridad; en la imagen —o siempre— añoramos a Charles Baudelaire.

 

1. Bruce Bernard, 1992. Lucian Freud y Leigh Bowery escenificando L’Atelier du peintre de Courbet (1855).
2. Bruce Bernard, 1994. El cuadro Leigh under the Skylight de Freud junto a su modelo Leigh Bowery.
3. Gustave Courbet, Le Sommeil, 1866.
4 y 5. Lucian Freud, Double portrait (1985-86) + Eli (2002).
6, 7 y 8. La foto de Bernard de 1992 + L’Atelier du peintre + detalle del lienzo de Courbet.