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Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás
«La violencia trágica de una mancha negra», así saludó el crítico Thadée Natanson, desde las páginas de La Revue Blanche, al conjunto de xilografías realizadas por Félix Vallotton entre 1891 y 1901.
El exabrupto estaba justificado, era normal que el hijo anarquista de un banquero polaco, quien vivía en un ático con estupendas panorámicas al Sena, creyese que la falta de color significaba la más horripilante de las tragedias, aunque menos explicable es que además viese en el negro un puñetazo, ese ruido de trastos lanzados contra la pared que se oye, a veces, en el estudio de los artistas.
Vallotton fue siempre un mitómano, una de esas personas que se declaran «enamoradas de la gente y su verdad», o sea, un mirón empedernido. Cuando tenía treinta años —la edad de la vejez para Novalis, el momento de la sabiduría para Diógenes— se redimió durante cierto tiempo de ese voyeurismo arrollador, pintó a Gertrude Stein con kimono y collar maorí, tomó a su mujer como protagonista para un cuadro donde no se sabe si ella posa o está amasando una fantasía impronunciable. También hizo un autorretrato donde le vemos ojeroso y necesitado de colirio, según mandan los cánones existencialistas: jersey de cuello alto y una brizna de flequillo grasiento cayéndole encima de la frente.
No hay que culparle por ninguno de estos despropósitos, la treintena tiene efectos nocivos y encima Vallotton tuvo que soportar un cambio de siglo, los rumores que presagiaban el triunfo cubista y a Picasso rondando por un burdel de la calle Avinyó.
Natanson vio en aquellas xilografías la huella dactilar de los futuros totalitarismos, el cuervo de Poe aterrizando en la ventana de su apartamento de la plaza Saint-Michel. Nosotros podemos quedarnos un peldaño por debajo en la escalera hipocondríaca, y desde ahí aventurar que esas pequeñísimas láminas acaso fueron una tregua respecto a los efluvios nabis, unas vacaciones baratas en la miseria de los demás.
Y es que Vallotton pasó una década yendo y viniendo de aquel grupo de pintores liderados por un monje benedictino, Jan Verkade, y por Paul Sérusier, el único artista cuya obra maestra es una caja de puros coloreada. No se andaban con rodeos Pierre Bonnard, Edouard Vuillard y compañía. Adictos a la güija y a las gincanas por el cementerio, llamaron a la casa donde se reunían «El Templo» y al paquete de habanos de Sérusier «El talismán». De hecho, ellos mismos se denominaban «profetas», pues nabis deriva de la palabra hebrea nebiim, iluminado.
La gente que les conocía no daba crédito al escucharles profetizar, aunque si vemos las fotografías de época y Cinq peintres, el cuadro de Vallotton que les inmortalizó, convendremos que algo de miedo sí que daban, sobre todo por sus bigotes nietzscheanos, las perillas puntiagudas y la falta de sueño y aseo generalizado.
Tampoco las obras de los Nabis invitan a pensarlos como una célula armada del espiritismo; al contrario, son telas que ratifican punto por punto el ideario burgués, pinturas de ensoñaciones vagamente exóticas, donde el color «se celebra» —según dicen los críticos espléndidos— con risas, coñac y cigarrillos.
Puede que ésa sea la razón por la que el director de La Revue Blanche se sorprendiese tanto al ver cómo uno de los suyos desbarraba de las ilusiones cromáticas. Y puede que Vallotton —el único Nabi étranger, pues era suizo— se ausentase de toda aquella parafernalia del caminante urbano por regresar al punto donde empezamos, a su inveterada condición de mirón. Cómo sería de tremendo ese flashback hacia los tiempos del blanco y negro que el pintor adquirió con él un repentino compromiso ideológico, saltando graciosamente desde los desnudos de las señoritas y las escenas de palcos y bañistas hasta las litografías que más nos interesan, donde la policía apalea a la multitud, acosa a los indigentes y persigue, porra en mano, a las turbas que se manifiestan contra la opulencia de la iglesia o la monarquía.
Poco tiene de «espiritual» este viaje que rescató a Vallotton de las fauces esotéricas y de las caladas de opio en el Café Volpini, una travesía que sí fue verdaderamente trágica y violenta, por decirlo al gusto melifluo de Thadée Natanson. Los castizos llaman a este tipo de periplos negativos «irse de Guatemala a Guatapeor»; nosotros diremos, por dejarlo en tablas, que la odisea antagonista de Vallotton fue como empezar leyendo a Proust y acabar citando a Poe.
Que nadie vea en nuestro artista el rostro de un Daumier advenedizo, ese Magritte de la caricatura política para todos los públicos. Vallotton iba muy en serio con sus xilografías, aunque los teóricos de la época no acabasen de reconocerlo. Tal vez por eso escribió que un crítico demasiado iracundo es siempre un individuo a la búsqueda de amor, alguien que en ausencia de talento o de una obra sólo puede permitirse el alarido para ser, por fin, escuchado.
Declaraciones como ésta dan fe sobre el fino estilista que fue Vallotton, aunque también podía sacar el hacha de guerra o la pancarta de sindicalista. Así, nos lo imaginamos en la estampa titulada La manifestation, donde una muchedumbre de insurrectos corren aterrorizados por la inminente llegada de la autoridad.
Si uno mira detenidamente a los manifestantes verá que la mayoría son burgueses con levita, sombrero de copa e incómoda bufanda, y que todos ellos presentan esa nula pericia para la velocidad propia de su nivel adquisitivo. Todo lo contrario que unos cuántos jóvenes con gorra y chaqueta de pana, quienes además de huir de la policía deben esquivar a sus patrones, ya convertidos en fardos orondos por la vía pública.
Vallotton debía tener la mano lacerante cuando pintó La manifestation; sólo así se explica que en colmo del histrionismo, es decir, en el centro de la lámina, dibuje a un comerciante o un banquero de mediana edad cuya torpeza supina le lleva ¡a caerse de culo! Y sólo desde la petulancia que tuvo aquel día se perdona que él mismo apareciese en su xilografía, desplazándose con suma elegancia y la perilla al viento, el ojo de soslayo como un purasangre entre mulas.
Ciertamente aquello no parece una manifestación organizada ni disolviéndose, más bien un encierro de San Fermín. Lo mismo ocurre con otro grabado «negro» que se titula La paresse, donde vemos a una joven desnuda y boca abajo, acariciando el lomo de un felino que trata de subirse a la cama. Esta joven sí que tiene la mente en blanco —no como la esposa de Vallotton—, y es precisamente el vacío de ideas, necesidades y urgencias lo que andaría expresando el artista, aunque también su mal gusto para combinar cojines a rayas con almohadas de topos, colchas con rombos y sábanas de cenefas.
Emil Cioran ha escrito sobre la importancia de esos momentos de duda epistemológica que aparecen cuando suenan los despertadores. Uno piensa entonces en el resto de la jornada y en las cosas por hacer, en el olor de ciertos sitios y en el tono de ciertas voces. Según el filósofo se trata del instante de la verdad, cuando forjamos nuestra desobediencia o inventamos posibles mentiras para no ir al trabajo. Decidir si levantarnos o permanecer en la cama adopta, durante ese lapso de tiempo, toda la épica de los actos heroicos, la tragedia de ciertas inmolaciones y la comicidad de una excusa rocambolesca.
Diríamos, con Cioran y con Vallotton, que elogiar la pereza es una forma de marcharse hasta las antípodas, un modo de viajar al anywhere out of the world. Simone de Beauvoir y Paul Lafargue, el yerno cubano de Marx, tal vez lo hubieran expresado de otra forma; ella sostendría que en la ambigüedad se corrige cualquier tautología, él que la desidia es la venganza poética de toda productividad. De nuevo venimos nosotros con el último chascarrillo: los vagos y los borrachos, la gente que viste de negro y quienes no tienen despertadores, son los únicos confidentes de Dios.
Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás
«La violencia trágica de una mancha negra», así saludó el crítico Thadée Natanson, desde las páginas de La Revue Blanche, al conjunto de xilografías realizadas por Félix Vallotton entre 1891 y 1901.
El exabrupto estaba justificado, era normal que el hijo anarquista de un banquero polaco, quien vivía en un ático con estupendas panorámicas al Sena, creyese que la falta de color significaba la más horripilante de las tragedias, aunque menos explicable es que además viese en el negro un puñetazo, ese ruido de trastos lanzados contra la pared que se oye, a veces, en el estudio de los artistas.
Vallotton fue siempre un mitómano, una de esas personas que se declaran «enamoradas de la gente y su verdad», o sea, un mirón empedernido. Cuando tenía treinta años —la edad de la vejez para Novalis, el momento de la sabiduría para Diógenes— se redimió durante cierto tiempo de ese voyeurismo arrollador, pintó a Gertrude Stein con kimono y collar maorí, tomó a su mujer como protagonista para un cuadro donde no se sabe si ella posa o está amasando una fantasía impronunciable. También hizo un autorretrato donde le vemos ojeroso y necesitado de colirio, según mandan los cánones existencialistas: jersey de cuello alto y una brizna de flequillo grasiento cayéndole encima de la frente.
No hay que culparle por ninguno de estos despropósitos, la treintena tiene efectos nocivos y encima Vallotton tuvo que soportar un cambio de siglo, los rumores que presagiaban el triunfo cubista y a Picasso rondando por un burdel de la calle Avinyó.
Natanson vio en aquellas xilografías la huella dactilar de los futuros totalitarismos, el cuervo de Poe aterrizando en la ventana de su apartamento de la plaza Saint-Michel. Nosotros podemos quedarnos un peldaño por debajo en la escalera hipocondríaca, y desde ahí aventurar que esas pequeñísimas láminas acaso fueron una tregua respecto a los efluvios nabis, unas vacaciones baratas en la miseria de los demás.
Y es que Vallotton pasó una década yendo y viniendo de aquel grupo de pintores liderados por un monje benedictino, Jan Verkade, y por Paul Sérusier, el único artista cuya obra maestra es una caja de puros coloreada. No se andaban con rodeos Pierre Bonnard, Edouard Vuillard y compañía. Adictos a la güija y a las gincanas por el cementerio, llamaron a la casa donde se reunían «El Templo» y al paquete de habanos de Sérusier «El talismán». De hecho, ellos mismos se denominaban «profetas», pues nabis deriva de la palabra hebrea nebiim, iluminado.
La gente que les conocía no daba crédito al escucharles profetizar, aunque si vemos las fotografías de época y Cinq peintres, el cuadro de Vallotton que les inmortalizó, convendremos que algo de miedo sí que daban, sobre todo por sus bigotes nietzscheanos, las perillas puntiagudas y la falta de sueño y aseo generalizado.
Tampoco las obras de los Nabis invitan a pensarlos como una célula armada del espiritismo; al contrario, son telas que ratifican punto por punto el ideario burgués, pinturas de ensoñaciones vagamente exóticas, donde el color «se celebra» —según dicen los críticos espléndidos— con risas, coñac y cigarrillos.
Puede que ésa sea la razón por la que el director de La Revue Blanche se sorprendiese tanto al ver cómo uno de los suyos desbarraba de las ilusiones cromáticas. Y puede que Vallotton —el único Nabi étranger, pues era suizo— se ausentase de toda aquella parafernalia del caminante urbano por regresar al punto donde empezamos, a su inveterada condición de mirón. Cómo sería de tremendo ese flashback hacia los tiempos del blanco y negro que el pintor adquirió con él un repentino compromiso ideológico, saltando graciosamente desde los desnudos de las señoritas y las escenas de palcos y bañistas hasta las litografías que más nos interesan, donde la policía apalea a la multitud, acosa a los indigentes y persigue, porra en mano, a las turbas que se manifiestan contra la opulencia de la iglesia o la monarquía.
Poco tiene de «espiritual» este viaje que rescató a Vallotton de las fauces esotéricas y de las caladas de opio en el Café Volpini, una travesía que sí fue verdaderamente trágica y violenta, por decirlo al gusto melifluo de Thadée Natanson. Los castizos llaman a este tipo de periplos negativos «irse de Guatemala a Guatapeor»; nosotros diremos, por dejarlo en tablas, que la odisea antagonista de Vallotton fue como empezar leyendo a Proust y acabar citando a Poe.
Que nadie vea en nuestro artista el rostro de un Daumier advenedizo, ese Magritte de la caricatura política para todos los públicos. Vallotton iba muy en serio con sus xilografías, aunque los teóricos de la época no acabasen de reconocerlo. Tal vez por eso escribió que un crítico demasiado iracundo es siempre un individuo a la búsqueda de amor, alguien que en ausencia de talento o de una obra sólo puede permitirse el alarido para ser, por fin, escuchado.
Declaraciones como ésta dan fe sobre el fino estilista que fue Vallotton, aunque también podía sacar el hacha de guerra o la pancarta de sindicalista. Así, nos lo imaginamos en la estampa titulada La manifestation, donde una muchedumbre de insurrectos corren aterrorizados por la inminente llegada de la autoridad.
Si uno mira detenidamente a los manifestantes verá que la mayoría son burgueses con levita, sombrero de copa e incómoda bufanda, y que todos ellos presentan esa nula pericia para la velocidad propia de su nivel adquisitivo. Todo lo contrario que unos cuántos jóvenes con gorra y chaqueta de pana, quienes además de huir de la policía deben esquivar a sus patrones, ya convertidos en fardos orondos por la vía pública.
Vallotton debía tener la mano lacerante cuando pintó La manifestation; sólo así se explica que en colmo del histrionismo, es decir, en el centro de la lámina, dibuje a un comerciante o un banquero de mediana edad cuya torpeza supina le lleva ¡a caerse de culo! Y sólo desde la petulancia que tuvo aquel día se perdona que él mismo apareciese en su xilografía, desplazándose con suma elegancia y la perilla al viento, el ojo de soslayo como un purasangre entre mulas.
Ciertamente aquello no parece una manifestación organizada ni disolviéndose, más bien un encierro de San Fermín. Lo mismo ocurre con otro grabado «negro» que se titula La paresse, donde vemos a una joven desnuda y boca abajo, acariciando el lomo de un felino que trata de subirse a la cama. Esta joven sí que tiene la mente en blanco —no como la esposa de Vallotton—, y es precisamente el vacío de ideas, necesidades y urgencias lo que andaría expresando el artista, aunque también su mal gusto para combinar cojines a rayas con almohadas de topos, colchas con rombos y sábanas de cenefas.
Emil Cioran ha escrito sobre la importancia de esos momentos de duda epistemológica que aparecen cuando suenan los despertadores. Uno piensa entonces en el resto de la jornada y en las cosas por hacer, en el olor de ciertos sitios y en el tono de ciertas voces. Según el filósofo se trata del instante de la verdad, cuando forjamos nuestra desobediencia o inventamos posibles mentiras para no ir al trabajo. Decidir si levantarnos o permanecer en la cama adopta, durante ese lapso de tiempo, toda la épica de los actos heroicos, la tragedia de ciertas inmolaciones y la comicidad de una excusa rocambolesca.
Diríamos, con Cioran y con Vallotton, que elogiar la pereza es una forma de marcharse hasta las antípodas, un modo de viajar al anywhere out of the world. Simone de Beauvoir y Paul Lafargue, el yerno cubano de Marx, tal vez lo hubieran expresado de otra forma; ella sostendría que en la ambigüedad se corrige cualquier tautología, él que la desidia es la venganza poética de toda productividad. De nuevo venimos nosotros con el último chascarrillo: los vagos y los borrachos, la gente que viste de negro y quienes no tienen despertadores, son los únicos confidentes de Dios.