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La bolsa o la nada
Dicen que Pieter Brueghel el Viejo preparaba sus pinturas como un alumno del Actors Studio, de ahí que asistiese sin invitación a las celebraciones campesinas, vestido con harapos y una hoz en el bolsillo, mientras fingía ser pariente de cualquier comensal. También explican que él mismo confeccionaba sus propias tablas de roble, aplicándoles numerosas capas de orín de plomo para que brillasen por encima de las de sus adversarios.
Ambos «métodos» tenían un mismo objetivo: domesticar la ficción de la pintura y acercarla hasta la realidad, transferir verosimilitud al arte o robarle sencillez a la naturaleza y a las personas.
Antes de caer por la pendiente catequista, un minuto después de que se aprecien sus daños colaterales, cualquier mentira proporciona una arrolladora sensación de suficiencia; encaramados en el atalaya de las ficciones sólo vemos panorámicas sin peculiaridades, por un instante no hay momento ni lugar más irrenunciable que esta aérea soledad.
Toda la obra de Brueghel parece desarrollarse durante cierto parpadeo ético, entre el olor de las turbas con falta de higiene y el hedor a miedo del vigía en su torre de marfil, entre el perfume embaucador de la aldea y el aire nunca suficientemente puro del baluarte moral.
«Arrepentimiento» es una buena palabra para acercarse al pintor de Breda; «contradictorio» es quizás el adjetivo que mejor le define. Como un urbanista ante la maqueta de la condición humana, algunos de sus cuadros más importantes fueron realizados desde una lejanía higiénica, la distancia de quien por fin comprendió la asepsia del protocolo médico o el punto de vista de los historiadores y los pedagogos. No obstante, sus obras también habilitan un espacio de equivocación para dicha superioridad, corrigen el panóptico y el ojo de águila con visiones de microscopio que traen consigo un huracán de detalles.
A diferencia de los grandes voyeurs del Barroco —Velázquez y Caravaggio a la cabeza— en Brueghel la duda hace un gesto de moderna aparición, tan sólo el ademán de salir de su escondite ontológico para convertirse en bisturí interpretativo. Brueghel comparte con otro maestro flamenco —El Bosco— un mismo sentido finisecular, los dos están convencidos de que mañana será el día del Apocalipsis, los dos pintan como si estuviesen rindiendo cuentas con el Porvenir, igual que ese último habitante de una casa que justo antes de abandonarla echa una mirada de despedida, recorre las habitaciones donde vivió y lanza un escupitajo contra la pared para que ésta le recuerde, o por pura y gratuita rabia existencial.
El triunfo de la muerte (1562), una obra que fascinaba a William S. Burroughs, La torre de Babel (1563), el óleo predilecto de Mies van der Rohe, así como Los ángeles caídos (1562) y Los proverbios flamencos (1559), son piezas que invitan a pensar el mundo desde sus remedios y que tienen, por ello, cierto horizonte terapéutico. Sin embargo, donde Brueghel demuestra tener una mano lacerante no es aquí, en estas obras-manifiesto, sino en un puñado de pinturas que desorientaron a sus coetáneos y que, aún hoy, son enigmáticas para los observadores del presente.
El empadronamiento en Belén (1566) es un ejemplo significativo. Se trata de una escena totalmente inexistente para la tradición, más propia de la cámara fotográfica de un documentalista o un reportero. Podría haberse quedado Brueghel en la previsible postal navideña: un burgo nevado con su oportuno estanque para deslizarse, unos campesinos que hacen la matanza del cerdo y unas gallinas que picotean lo que pueden, los niños jugando según mandan los cánones invernales, el trasiego de la gente que a pesar del frío y la pobreza aún tienen sus mofletes colorados. Pero el pintor prefiere enseñarnos la retaguardia de esta felicitación de año nuevo, el recuento de individuos que configuran la población estadística de Belén.
¿Por qué cometer tantas incongruencias en un solo cuadro? ¿Por qué llamarle Belén a una aldea seguramente ubicada en el paisaje de Brabante, cerca de Flandes? ¿Por qué obligar al asno, al buey, a José el carpintero y a la mismísima Virgen María, quien sabe si también al Niño Jesús escondido bajo su pecho congelado, a cumplir con el ritual burocrático del censo? ¿No es acaso la Navidad ese estado de excepción donde se desdibujan los finos límites entre la violencia del Estado de derecho y los abusos gastronómicos, entre la contumacia de la administración pública y la paz y el amor de los ciudadanos? ¿Es que en 1566 no se indultaba a los presos por Nochebuena?
Siendo inocentes o combativos —cómo no ser del todo las dos cosas a la vez— diríamos que Brueghel comprendía a su manera que estaba tuneando el relato bíblico y pasándose por el forro del pincel los evangelios, las cronologías e, incluso, el sentido común navideño. Siendo más combativos que inocentes —por qué no meterse en ciertos problemas— diríamos que incluso Dios necesita su correspondiente partida de nacimiento, que si las turbas hacen cola en el Juicio Final para presentar los papeles de extranjería, para ser admitidos en los nuevos territorios que vendrán, no resulta estrafalario que Cristo deba personarse ante un par de funcionarios durante sus primeros días en este mundo.
Dicha odisea por la alienación tiene cierta continuidad en Paisaje con la caída de Ícaro (1554-55), donde vemos a un campesino labrando la tierra, a un pastor quedándose dormido sobre su cayado y a alguien sordo, ciego o insensible pescando en el mar, a escasos metros de donde Ícaro está ahogándose. Todos estos personajes son ajenos a la tragedia del héroe, permanecen concentrados en sus labores, tal vez distraídos en un estúpido incidente personal. A nadie le importa la muerte de un joven imprudente, ni siquiera a Brueghel, quien no se molesta en los detalles de este fallecimiento, de ahí que sólo se observen las piernas de aquel muchacho luchando por conservar la vida, unos chapoteos de agua en la parte menos noble de la tabla, mientras los barcos se dirigen a la ciudad portuaria, donde los marineros podrán ponerse ropa limpia, beber vino tibio y dormir con sábanas secas.
En 1565 Brueghel desarrolló su proyecto más ambicioso, una serie de pinturas dedicadas a las estaciones que se inspiran en el Libro de las Horas. Nuevamente modificó el sentido litúrgico y aristocrático de los breviarios medievales, sustituyéndolo por escenas prosaicas del universo rural. Sólo se conservan cinco piezas de un conjunto que debió ser de seis o de doce. En ellas se recrea un día nublado de febrero, la siega del heno en junio, la cosecha en agosto, el regreso de la manada en octubre y a unos cazadores de vuelta a la aldea en diciembre.
Esta última obra protagoniza un momento dramáticamente importante en Solaris (1972), la película de Andréi Tarkovski. De hecho, la conocida escena de la levitación tiene lugar cuando Khira contempla, absorta, cómo caminan los alimañeros de Brueghel por entre los árboles, mientras suena el sintetizador optoelectrónico de Eduard Artémiev.
William Carlos Williams practicó la écfrasis —narración verbal de una representación visual— en su libro Cuadros de Brueghel (1962), «animando» diversas piezas del pintor flamenco, entre ellas Juegos de niños (1560), a la que dedica un poema ciertamente insulso, tal vez producto de un vago compromiso corporativo, pues Williams era pediatra de profesión. Otro ecfrásico empecinado, Robert Walser, se adentra por los recovecos del Paisaje con la caída de Ícaro con un texto memorable, que termina agachando la cabeza: «Cualquier afán / por elevarnos / sobre la vulgaridad / tiene un límite en la vida». W. H. Auden —el más perspicaz y el menos solemne— completa esta tríada de fanáticos con el hijo de Dédalo desde su poema «Musée des Beaux-Arts», una celebración de la serena apatía de los hombres con las tragedias de sus semejantes.
Estos ejemplos —más otros de gran extravagancia censados por Wikipedia— obligan a creer que hay algo en la obra de Brueghel que interpela a escritores, poetas y cineastas. No tanto una apertura o una exhortación a continuarla por otros medios, sino cierta rendija que impide su cierre y la proyecta hacia lugares disparatados.
Meses antes de morir el pintor realizó una tela de pequeñas proporciones titulada El misántropo (1568). En ella aparece un anacoreta de barba puntiaguda y nariz aguileña, un anciano que si nos atenemos a los retratos de época podría ser el mismo Brueghel. A sus espaldas tiene el eremita un personaje robándole la bolsa mientras camina meditabundo. El ladrón posee la apariencia de un mendigo, sin embargo se desplaza dentro de una esfera transparente y coronada por una cruz. Este extraño objeto suele remitir al poder imperial o a la bola del mundo que lleva entre sus manos el Niño Jesús o Cristo Triunfante. En la parte baja del lienzo una inscripción explica los motivos que llevaron a la reclusión del anacoreta: el mundo es tan indigno que no merece su presencia.
Las interpretaciones de esta pintura son erráticas. Se dice que pudo ser una respuesta al Tribunal de los Tumultos, la sangrienta razzia dirigida por el duque de Alba, a instancias de Felipe II, contra los calvinistas holandeses que promovieron la iconoclasia de iglesias y monasterios católicos, la llamada «Tormenta de las imágenes», que tuvo como consecuencia la decapitación de algunos de los principales nobles flamencos. También se especula con que el pintor padeció, al final de sus días, un brote de ateísmo furibundo y terminal.
Brueghel arrancó su trayectoria representando escenas demoníacas y sueños moralizantes, continuó mirando desde lo alto la jamás idílica vida campesina. Su obra se cerró como un ojo de pez, con la misma parsimonia cinematográfica que se acuclillaban los obturadores de las cámaras en las películas antiguas, precediendo al fundido en negro y a la palabra «FIN». Visto así todo parece cumplir un plan perfecto, una trama policial o de suspense. No contaba Brueghel con ese factor irreductible que llamamos la genética, ni con que su hijo más dotado para la pintura, Pieter Brueghel el Joven, replicaría al cuadro del misántropo mediante una obra excepcional, que amplifica la herencia paterna o abofetea a sus seguidores literales.
Así cabe entender Los aduladores (1592), donde un caganer barroco esparce el dinero de su bolsa como si estuviese alimentando a las gallinas. El irresistible olor de las monedas, el hedor de la avaricia, convoca rápidamente una procesión de hombres que inician una «odisea rectal» por el culo del dadivoso.
Tanto el eremita como el desprendido son ultrajados por detrás y con alevosía, pero papá Brueghel coloca en su cuadro unas pisadas ligerísimas de polluelo precediendo a las cavilaciones del asceta, unas huellas que recuerdan las páginas del Diario de un canalla (1985) donde Mario Levrero «se enamora» de Pajarito; por el contrario, Brueghel júnior hace volar dos aves sobre la escena del adulado, puede que sean Dédalo e Ícaro una mañana sin sol, a salvo de los rayos solares y de la falta de empatía de los hombres, a punto de llegar, sonriendo, a la isla de Sicilia que, como todo el mundo sabe, está situada muy cerca de Breda, allí donde nació Judas Iscariote y Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa y duque de Gattopardo.
La bolsa o la nada
Dicen que Pieter Brueghel el Viejo preparaba sus pinturas como un alumno del Actors Studio, de ahí que asistiese sin invitación a las celebraciones campesinas, vestido con harapos y una hoz en el bolsillo, mientras fingía ser pariente de cualquier comensal. También explican que él mismo confeccionaba sus propias tablas de roble, aplicándoles numerosas capas de orín de plomo para que brillasen por encima de las de sus adversarios.
Ambos «métodos» tenían un mismo objetivo: domesticar la ficción de la pintura y acercarla hasta la realidad, transferir verosimilitud al arte o robarle sencillez a la naturaleza y a las personas.
Antes de caer por la pendiente catequista, un minuto después de que se aprecien sus daños colaterales, cualquier mentira proporciona una arrolladora sensación de suficiencia; encaramados en el atalaya de las ficciones sólo vemos panorámicas sin peculiaridades, por un instante no hay momento ni lugar más irrenunciable que esta aérea soledad.
Toda la obra de Brueghel parece desarrollarse durante cierto parpadeo ético, entre el olor de las turbas con falta de higiene y el hedor a miedo del vigía en su torre de marfil, entre el perfume embaucador de la aldea y el aire nunca suficientemente puro del baluarte moral.
«Arrepentimiento» es una buena palabra para acercarse al pintor de Breda; «contradictorio» es quizás el adjetivo que mejor le define. Como un urbanista ante la maqueta de la condición humana, algunos de sus cuadros más importantes fueron realizados desde una lejanía higiénica, la distancia de quien por fin comprendió la asepsia del protocolo médico o el punto de vista de los historiadores y los pedagogos. No obstante, sus obras también habilitan un espacio de equivocación para dicha superioridad, corrigen el panóptico y el ojo de águila con visiones de microscopio que traen consigo un huracán de detalles.
A diferencia de los grandes voyeurs del Barroco —Velázquez y Caravaggio a la cabeza— en Brueghel la duda hace un gesto de moderna aparición, tan sólo el ademán de salir de su escondite ontológico para convertirse en bisturí interpretativo. Brueghel comparte con otro maestro flamenco —El Bosco— un mismo sentido finisecular, los dos están convencidos de que mañana será el día del Apocalipsis, los dos pintan como si estuviesen rindiendo cuentas con el Porvenir, igual que ese último habitante de una casa que justo antes de abandonarla echa una mirada de despedida, recorre las habitaciones donde vivió y lanza un escupitajo contra la pared para que ésta le recuerde, o por pura y gratuita rabia existencial.
El triunfo de la muerte (1562), una obra que fascinaba a William S. Burroughs, La torre de Babel (1563), el óleo predilecto de Mies van der Rohe, así como Los ángeles caídos (1562) y Los proverbios flamencos (1559), son piezas que invitan a pensar el mundo desde sus remedios y que tienen, por ello, cierto horizonte terapéutico. Sin embargo, donde Brueghel demuestra tener una mano lacerante no es aquí, en estas obras-manifiesto, sino en un puñado de pinturas que desorientaron a sus coetáneos y que, aún hoy, son enigmáticas para los observadores del presente.
El empadronamiento en Belén (1566) es un ejemplo significativo. Se trata de una escena totalmente inexistente para la tradición, más propia de la cámara fotográfica de un documentalista o un reportero. Podría haberse quedado Brueghel en la previsible postal navideña: un burgo nevado con su oportuno estanque para deslizarse, unos campesinos que hacen la matanza del cerdo y unas gallinas que picotean lo que pueden, los niños jugando según mandan los cánones invernales, el trasiego de la gente que a pesar del frío y la pobreza aún tienen sus mofletes colorados. Pero el pintor prefiere enseñarnos la retaguardia de esta felicitación de año nuevo, el recuento de individuos que configuran la población estadística de Belén.
¿Por qué cometer tantas incongruencias en un solo cuadro? ¿Por qué llamarle Belén a una aldea seguramente ubicada en el paisaje de Brabante, cerca de Flandes? ¿Por qué obligar al asno, al buey, a José el carpintero y a la mismísima Virgen María, quien sabe si también al Niño Jesús escondido bajo su pecho congelado, a cumplir con el ritual burocrático del censo? ¿No es acaso la Navidad ese estado de excepción donde se desdibujan los finos límites entre la violencia del Estado de derecho y los abusos gastronómicos, entre la contumacia de la administración pública y la paz y el amor de los ciudadanos? ¿Es que en 1566 no se indultaba a los presos por Nochebuena?
Siendo inocentes o combativos —cómo no ser del todo las dos cosas a la vez— diríamos que Brueghel comprendía a su manera que estaba tuneando el relato bíblico y pasándose por el forro del pincel los evangelios, las cronologías e, incluso, el sentido común navideño. Siendo más combativos que inocentes —por qué no meterse en ciertos problemas— diríamos que incluso Dios necesita su correspondiente partida de nacimiento, que si las turbas hacen cola en el Juicio Final para presentar los papeles de extranjería, para ser admitidos en los nuevos territorios que vendrán, no resulta estrafalario que Cristo deba personarse ante un par de funcionarios durante sus primeros días en este mundo.
Dicha odisea por la alienación tiene cierta continuidad en Paisaje con la caída de Ícaro (1554-55), donde vemos a un campesino labrando la tierra, a un pastor quedándose dormido sobre su cayado y a alguien sordo, ciego o insensible pescando en el mar, a escasos metros de donde Ícaro está ahogándose. Todos estos personajes son ajenos a la tragedia del héroe, permanecen concentrados en sus labores, tal vez distraídos en un estúpido incidente personal. A nadie le importa la muerte de un joven imprudente, ni siquiera a Brueghel, quien no se molesta en los detalles de este fallecimiento, de ahí que sólo se observen las piernas de aquel muchacho luchando por conservar la vida, unos chapoteos de agua en la parte menos noble de la tabla, mientras los barcos se dirigen a la ciudad portuaria, donde los marineros podrán ponerse ropa limpia, beber vino tibio y dormir con sábanas secas.
En 1565 Brueghel desarrolló su proyecto más ambicioso, una serie de pinturas dedicadas a las estaciones que se inspiran en el Libro de las Horas. Nuevamente modificó el sentido litúrgico y aristocrático de los breviarios medievales, sustituyéndolo por escenas prosaicas del universo rural. Sólo se conservan cinco piezas de un conjunto que debió ser de seis o de doce. En ellas se recrea un día nublado de febrero, la siega del heno en junio, la cosecha en agosto, el regreso de la manada en octubre y a unos cazadores de vuelta a la aldea en diciembre.
Esta última obra protagoniza un momento dramáticamente importante en Solaris (1972), la película de Andréi Tarkovski. De hecho, la conocida escena de la levitación tiene lugar cuando Khira contempla, absorta, cómo caminan los alimañeros de Brueghel por entre los árboles, mientras suena el sintetizador optoelectrónico de Eduard Artémiev.
William Carlos Williams practicó la écfrasis —narración verbal de una representación visual— en su libro Cuadros de Brueghel (1962), «animando» diversas piezas del pintor flamenco, entre ellas Juegos de niños (1560), a la que dedica un poema ciertamente insulso, tal vez producto de un vago compromiso corporativo, pues Williams era pediatra de profesión. Otro ecfrásico empecinado, Robert Walser, se adentra por los recovecos del Paisaje con la caída de Ícaro con un texto memorable, que termina agachando la cabeza: «Cualquier afán / por elevarnos / sobre la vulgaridad / tiene un límite en la vida». W. H. Auden —el más perspicaz y el menos solemne— completa esta tríada de fanáticos con el hijo de Dédalo desde su poema «Musée des Beaux-Arts», una celebración de la serena apatía de los hombres con las tragedias de sus semejantes.
Estos ejemplos —más otros de gran extravagancia censados por Wikipedia— obligan a creer que hay algo en la obra de Brueghel que interpela a escritores, poetas y cineastas. No tanto una apertura o una exhortación a continuarla por otros medios, sino cierta rendija que impide su cierre y la proyecta hacia lugares disparatados.
Meses antes de morir el pintor realizó una tela de pequeñas proporciones titulada El misántropo (1568). En ella aparece un anacoreta de barba puntiaguda y nariz aguileña, un anciano que si nos atenemos a los retratos de época podría ser el mismo Brueghel. A sus espaldas tiene el eremita un personaje robándole la bolsa mientras camina meditabundo. El ladrón posee la apariencia de un mendigo, sin embargo se desplaza dentro de una esfera transparente y coronada por una cruz. Este extraño objeto suele remitir al poder imperial o a la bola del mundo que lleva entre sus manos el Niño Jesús o Cristo Triunfante. En la parte baja del lienzo una inscripción explica los motivos que llevaron a la reclusión del anacoreta: el mundo es tan indigno que no merece su presencia.
Las interpretaciones de esta pintura son erráticas. Se dice que pudo ser una respuesta al Tribunal de los Tumultos, la sangrienta razzia dirigida por el duque de Alba, a instancias de Felipe II, contra los calvinistas holandeses que promovieron la iconoclasia de iglesias y monasterios católicos, la llamada «Tormenta de las imágenes», que tuvo como consecuencia la decapitación de algunos de los principales nobles flamencos. También se especula con que el pintor padeció, al final de sus días, un brote de ateísmo furibundo y terminal.
Brueghel arrancó su trayectoria representando escenas demoníacas y sueños moralizantes, continuó mirando desde lo alto la jamás idílica vida campesina. Su obra se cerró como un ojo de pez, con la misma parsimonia cinematográfica que se acuclillaban los obturadores de las cámaras en las películas antiguas, precediendo al fundido en negro y a la palabra «FIN». Visto así todo parece cumplir un plan perfecto, una trama policial o de suspense. No contaba Brueghel con ese factor irreductible que llamamos la genética, ni con que su hijo más dotado para la pintura, Pieter Brueghel el Joven, replicaría al cuadro del misántropo mediante una obra excepcional, que amplifica la herencia paterna o abofetea a sus seguidores literales.
Así cabe entender Los aduladores (1592), donde un caganer barroco esparce el dinero de su bolsa como si estuviese alimentando a las gallinas. El irresistible olor de las monedas, el hedor de la avaricia, convoca rápidamente una procesión de hombres que inician una «odisea rectal» por el culo del dadivoso.
Tanto el eremita como el desprendido son ultrajados por detrás y con alevosía, pero papá Brueghel coloca en su cuadro unas pisadas ligerísimas de polluelo precediendo a las cavilaciones del asceta, unas huellas que recuerdan las páginas del Diario de un canalla (1985) donde Mario Levrero «se enamora» de Pajarito; por el contrario, Brueghel júnior hace volar dos aves sobre la escena del adulado, puede que sean Dédalo e Ícaro una mañana sin sol, a salvo de los rayos solares y de la falta de empatía de los hombres, a punto de llegar, sonriendo, a la isla de Sicilia que, como todo el mundo sabe, está situada muy cerca de Breda, allí donde nació Judas Iscariote y Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa y duque de Gattopardo.