Contenido
Francis Bacon a solas
Dicen que Francis Bacon llegó a Madrid para salvarse y para morir. Para recorrer la calle Carretas seguido de una jauría de chaperos rabiosos, quienes le zarandeaban el sempiterno flequillo rockabilly; para que la hermana Mercedes, ministra de los enfermos en el hospital de las Siervas de Chamberí, le aliviase el asma crónica con baños de hierbabuena. Entretanto, pudo cumplir su penúltimo deseo: pasar una noche a solas en el Museo del Prado, allí donde habrían de escucharle los viejos protagonistas de la historia del arte y donde él podría mirar, horas y horas, aquel lupanar de rostros limpios y rostros muertos.
Pocos son los datos que se tienen de esta epopeya noctámbula, tan sólo el testimonio del bedel que recogió al pintor por la mañana, quien dijo ver a un hombre enloquecido, los ojos a punto de salirse de las órbitas, sudando a pesar del tempranero frío primaveral.
Es probable que dicha escena jamás hubiera sucedido, o que la inventase algún estudiante igualmente loco de deseo, belleza y miseria. Sin embargo, nada nos impide ver a Bacon de cuclillas ante Eugenia Martínez Vallejo de Carreño, Bacon mientras acariciaba la sotana de San Agustín de Ribera, Bacon a la carrera por los pasillos relucientes del Prado una noche veraz del mes de abril, lejos de las cornetas que anunciaban los fastos del Quinto Centenario.
«Espectros, a diferencia del resto yo sólo pinto espectros», solía insistir el artista las pocas ocasiones que hablaba de su trabajo. Aunque si uno observa las telas que dejó y si, además, les extrae esos fantasmas que duermen, posan o se pelean en ellas, aquello que resiste es un anodino lugar, siempre la misma habitación irrespirable y carente de perspectiva.
El falso problema del fondo y la superficie, de lo público y lo personal, tiene en Bacon a uno de sus más conspicuos intérpretes, tal vez porque siendo la pintura el arte de la impudicia, no haya habido otro pintor con mayor grado de vergüenza, con una castidad de esas proporciones.
En 1980 John Berger escribió que los cuadros de Bacon se distinguían bien poco de los dibujos animados de Walt Disney, pues ambos manifestaban un mismo conformismo respecto a la alienación de los individuos, una idéntica celebración de la escasa inteligencia de criaturas y hombres. Quince años antes, el escritor había publicado Ascensión y caída de Picasso, un libro sintomático y apasionante, que arranca denunciando al artista malagueño por su fortuna monetaria pero que acaba con una homilía febril: en la historia de la pintura jamás se vieron otras manos tan portentosas como las del millonario Picasso.
«El mundo de Bacon no ofrece alternativas ni salidas», escribe Berger. «No existe en él la conciencia del tiempo ni la del cambio». Es cierto, nada sucede más allá, aunque precisamente por ello, porque puede que Bacon nunca creyese en el Porvenir, toda su obra está obligándonos a reconsiderar el aquí y el ahora, lo insondable que resulta un sitio, un minuto y, sobre todo, un cuerpo.
Gilles Deleuze sintetizó mejor que nadie las anteriores cuestiones y lo hizo mirando los lienzos del pintor dublinés, a partir de los que hablaría sobre «la lógica de la sensación». El filósofo vio en la obra de Bacon la aplastante evidencia de un «cuerpo sin órganos», así como el renacimiento de esa voz sin dueño que fue Antonin Artaud, quien tiempo atrás proclamaría: «El cuerpo es el cuerpo / está solo / y no necesita de órganos / el cuerpo no es jamás un organismo / Los organismos son los enemigos del cuerpo».
Hay quien piensa que el único cometido de cualquier aventura intelectual reside, sólo, en alterar aquello que persiste en mantenerse inalterable. Igualmente hay quien considera que liberando a los objetos y a los cuerpos de su función se les restituyen otras formas de sabiduría, nuevas densidades. Pero incluir disturbios sobre la esfera de lo visible también le amplía a las cosas sus «razones para ser», eliminando algunos motivos desde los que ausentarse. Una sintomatología del trastorno resulta entonces insuficiente, o dicho de forma directa, detectar errores es un gesto necesario y preliminar, luego tenemos que subirnos encima de ellos para encarnarlos, a veces para domarlos.
Frente al Sísifo abnegado de Albert Camus o el perseguidor perseguido de Julio Cortázar se aparece la figura abyecta, baconiana, del jorobado de Notre-Dame, quien sabía que tras librar a la gitana Esmeralda de su ejecución racista no le aguardaban condecoraciones, sino un tímido gesto de agradecimiento y su diaria dosis de repulsión. Aún así, nada ni nadie podía detener a Quasimodo trepando por los pináculos catedralicios, nadie ni nada lograba calmar su deseo de justicia. A lo lejos parecía la criatura más ágil y decidida del mundo, desde cerca era el único rostro limpio y vivo de todo París.
En portada, Francis Bacon retratado por Henri Cartier-Bresson en Londres en 1971.
Francis Bacon a solas
Dicen que Francis Bacon llegó a Madrid para salvarse y para morir. Para recorrer la calle Carretas seguido de una jauría de chaperos rabiosos, quienes le zarandeaban el sempiterno flequillo rockabilly; para que la hermana Mercedes, ministra de los enfermos en el hospital de las Siervas de Chamberí, le aliviase el asma crónica con baños de hierbabuena. Entretanto, pudo cumplir su penúltimo deseo: pasar una noche a solas en el Museo del Prado, allí donde habrían de escucharle los viejos protagonistas de la historia del arte y donde él podría mirar, horas y horas, aquel lupanar de rostros limpios y rostros muertos.
Pocos son los datos que se tienen de esta epopeya noctámbula, tan sólo el testimonio del bedel que recogió al pintor por la mañana, quien dijo ver a un hombre enloquecido, los ojos a punto de salirse de las órbitas, sudando a pesar del tempranero frío primaveral.
Es probable que dicha escena jamás hubiera sucedido, o que la inventase algún estudiante igualmente loco de deseo, belleza y miseria. Sin embargo, nada nos impide ver a Bacon de cuclillas ante Eugenia Martínez Vallejo de Carreño, Bacon mientras acariciaba la sotana de San Agustín de Ribera, Bacon a la carrera por los pasillos relucientes del Prado una noche veraz del mes de abril, lejos de las cornetas que anunciaban los fastos del Quinto Centenario.
«Espectros, a diferencia del resto yo sólo pinto espectros», solía insistir el artista las pocas ocasiones que hablaba de su trabajo. Aunque si uno observa las telas que dejó y si, además, les extrae esos fantasmas que duermen, posan o se pelean en ellas, aquello que resiste es un anodino lugar, siempre la misma habitación irrespirable y carente de perspectiva.
El falso problema del fondo y la superficie, de lo público y lo personal, tiene en Bacon a uno de sus más conspicuos intérpretes, tal vez porque siendo la pintura el arte de la impudicia, no haya habido otro pintor con mayor grado de vergüenza, con una castidad de esas proporciones.
En 1980 John Berger escribió que los cuadros de Bacon se distinguían bien poco de los dibujos animados de Walt Disney, pues ambos manifestaban un mismo conformismo respecto a la alienación de los individuos, una idéntica celebración de la escasa inteligencia de criaturas y hombres. Quince años antes, el escritor había publicado Ascensión y caída de Picasso, un libro sintomático y apasionante, que arranca denunciando al artista malagueño por su fortuna monetaria pero que acaba con una homilía febril: en la historia de la pintura jamás se vieron otras manos tan portentosas como las del millonario Picasso.
«El mundo de Bacon no ofrece alternativas ni salidas», escribe Berger. «No existe en él la conciencia del tiempo ni la del cambio». Es cierto, nada sucede más allá, aunque precisamente por ello, porque puede que Bacon nunca creyese en el Porvenir, toda su obra está obligándonos a reconsiderar el aquí y el ahora, lo insondable que resulta un sitio, un minuto y, sobre todo, un cuerpo.
Gilles Deleuze sintetizó mejor que nadie las anteriores cuestiones y lo hizo mirando los lienzos del pintor dublinés, a partir de los que hablaría sobre «la lógica de la sensación». El filósofo vio en la obra de Bacon la aplastante evidencia de un «cuerpo sin órganos», así como el renacimiento de esa voz sin dueño que fue Antonin Artaud, quien tiempo atrás proclamaría: «El cuerpo es el cuerpo / está solo / y no necesita de órganos / el cuerpo no es jamás un organismo / Los organismos son los enemigos del cuerpo».
Hay quien piensa que el único cometido de cualquier aventura intelectual reside, sólo, en alterar aquello que persiste en mantenerse inalterable. Igualmente hay quien considera que liberando a los objetos y a los cuerpos de su función se les restituyen otras formas de sabiduría, nuevas densidades. Pero incluir disturbios sobre la esfera de lo visible también le amplía a las cosas sus «razones para ser», eliminando algunos motivos desde los que ausentarse. Una sintomatología del trastorno resulta entonces insuficiente, o dicho de forma directa, detectar errores es un gesto necesario y preliminar, luego tenemos que subirnos encima de ellos para encarnarlos, a veces para domarlos.
Frente al Sísifo abnegado de Albert Camus o el perseguidor perseguido de Julio Cortázar se aparece la figura abyecta, baconiana, del jorobado de Notre-Dame, quien sabía que tras librar a la gitana Esmeralda de su ejecución racista no le aguardaban condecoraciones, sino un tímido gesto de agradecimiento y su diaria dosis de repulsión. Aún así, nada ni nadie podía detener a Quasimodo trepando por los pináculos catedralicios, nadie ni nada lograba calmar su deseo de justicia. A lo lejos parecía la criatura más ágil y decidida del mundo, desde cerca era el único rostro limpio y vivo de todo París.
En portada, Francis Bacon retratado por Henri Cartier-Bresson en Londres en 1971.