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Dieter Roth: 422 días seguidos
Campesinos afables, bebedores de leche caliente y vino tinto, que esperan el discurso inaugural del Generalísimo durante los Juegos Olímpicos de Barcelona ‘92. Grupos de adolescentes suizos que fantasean con parecerse al muñeco Kent y se operan la cara con el dinero que sus padres les habían ahorrado para ir a la universidad. Jóvenes que han perdido la memoria y se presentan en las comisarías de toda Europa, asegurando que son descendientes directos de George Trakl. Brokers italianos que alquilan áticos de cuatrocientos metros en la zona antigua de Verona, compran enormes teléfonos móviles de primera generación y celebran el American Psycho Weekend.
Nada hay más hilarante que estar fuera de los telediarios, ya sea por desinformación, por excentricidad o por haber preferido vivir, a ratos, dentro de una falacia cronológica. Ni siquiera creerse otra persona, pongamos Bette Davis, Günther Anders o Pepe Isbert, merece el mismo nivel de burla. Ya no digamos residir para siempre en el interior de un gap cronológico, según les ocurre a príncipes, marqueses y obispos.
Errar en el doble sentido de la palabra —el de vagar y el de fallar— siempre gozó de gran prestigio artístico, no así equivocarse durante la «vida misma». Esto explicaría porqué todo el mundo se confunde en algunas de las mayores obras literarias, aunque esto justifica, también, porqué abrazan la ignorancia numerosos imputados, porqué nadie se acuerda o nadie sabe contestarle al fiscal.
Del mundo se dicen cosas extraordinarias, entre ellas que es un sitio oscuro e ilegible. Fábulas como ésta son saludadas con vítores y fuegos artificiales, seguidos de golpes solemnes en el pecho. Amotinarse contra la opacidad de lo real justifica empeños monumentales, por ejemplo, la reconquista de esencias perdidas, el rescate de misterios arcanos, la fundación de logias y cofradías precisamente en el mismo sitio donde el alma de las cosas por fin se apareció.
Ironías aparte, ¿qué hacer con historias como las anteriores?, ¿de que manera «convertir» a todos esos ciudadanos que acarrean por las calles de nuestros países confusiones y barbaridades tan sólo permitidas en los libros, el cine o las alegorías?, ¿deben ser ensalzados estéticamente, mientras se les trata de reinsertar socialmente?, ¿son metáforas pintorescas del anacronismo o, por el contrario, personifican una resistencia grácil y absoluta frente al peso de la historia?
Durante cuatrocientos veintidós días seguidos —entre el 3 de marzo de 1997 y el 28 de abril de 1998—, Dieter Roth se sometió a la vigilancia de diversas cámaras situadas en sus estudios de Alemania, Suiza e Islandia. El resultado es un diario videográfico, Solo Scenes, donde le vemos leyendo, durmiendo y llevando a cabo tareas domésticas.
Este trabajo fue interpretado como una elegía finisecular, ya que el artista murió tan sólo unas semanas después del último registro. También se entendió como una mórbida boutade, pues el propio Roth vinculó dicha obra a sus tormentosas relaciones con el alcohol y a sus dificultades para la vida pública.
«¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si supiésemos que nos queda un año de vida?», se preguntaba el crítico de The Guardian al ver Solo Scenes en el festival de arte de Edimburgo. A lo que él mismo responde: «Roth hizo algo muy sencillo pero maravilloso, trabajar». Nada más incierto que las palabras del hermeneuta, a quien poco le faltó para referirse a la dignidad del obrero e incluso al mismísimo Marx. La cosa fue justo al revés: el artista rondaba diariamente el trabajo, aunque raras veces lo ejercitaba.
Alguien dirá que en asuntos estéticos siempre se está trabajando de un modo u otro, y —los más timoratos— que uno trabaja cuando las musas quieren, cuando las circunstancias lo permiten. Sea como fuere, Solo Scenes supera con creces muchas de las adjetivaciones recibidas: por «lo bajo» es mil veces más asfixiante que un reality show; por «lo alto» convierte la confesión en un género infantil.
Hay que sentirse endiabladamente libre —o peligrosamente frágil— para abordar una empresa de tanta envergadura. No obstante, viendo a Roth deambulando por sus habitaciones atestadas de objetos, las manos temblorosas y sumido en un sueño parecido a la muerte, uno recuerda aquella conferencia de Mark Strand titulada “Sobre la nada” (2013), donde el poeta canadiense nos hace partícipes de la siguiente confidencia: «hay momentos en los que siento una suerte de atracción que no viene de ninguna parte y que podría ser la nada haciendo valer su derecho a existir no sólo en mí, sino por todas partes».
Aunque parezcan enigmáticas, las palabras de Strand son intensamente reconocibles: en ocasiones miramos a nuestro alrededor y lo único que vemos con claridad es cierto estado de latencia, una predisposición que palpita y que se extingue al mismo tiempo, que está vacía y llena a la vez.
Jonathan Jones, que así se llama el reseñista de The Guardian, se desmelena llegando a los seis mil caracteres, y desde ese atalaya lanza una hipótesis cargada de poesía pero carente de futuro: Solo Scenes sería al video-arte lo que los autorretratos de Rembrandt fueron a la historia de la pintura. De nuevo le faltó citar con mayor atrevimiento y decir, a lo Clausewitz, que Roth es la continuación de Rembrandt por otros medios.
Nunca nos pondremos de acuerdo sobre quién de estos dos artistas fue más hasta el final, tampoco acerca de cómo debe tratarse a aquellos contribuyentes al disparate con los que iniciamos nuestra diatriba, qué hacer con quienes vagan y fallan sólo un poco menos que los historiadores o que los agoreros. Sin embargo, quizás debamos salirnos de las ficciones estéticas para encontrar mentiras genuinas.
«La transparencia es todo lo que queda», declara un poema de Octavio Paz, que bien pudo haber escrito: lo intrascendente es todo lo que importa. A propósito de las cosas imprescindibles, los remordimientos y las imposturas, otro poeta, Javier Rodríguez Marcos, nos ha dejado estas palabras que servirían para iniciar el mundo o para sofocarlo: «Exactamente eso. / Se apagan las farolas. / Siete de la mañana. Este momento tiene / toda la eternidad que admite el mundo / toda la eternidad que admite ahora / mi pereza, todo mi escepticismo».
Es cierto, todo pasa entre el consabido «Érase una vez» y el siempre jactancioso «The End», todo aquello que nos embiste y nos afecta, todo lo que carece de una bravata donde protegerse o de una divisa a la que apostarlo todo.
Dieter Roth: 422 días seguidos
Campesinos afables, bebedores de leche caliente y vino tinto, que esperan el discurso inaugural del Generalísimo durante los Juegos Olímpicos de Barcelona ‘92. Grupos de adolescentes suizos que fantasean con parecerse al muñeco Kent y se operan la cara con el dinero que sus padres les habían ahorrado para ir a la universidad. Jóvenes que han perdido la memoria y se presentan en las comisarías de toda Europa, asegurando que son descendientes directos de George Trakl. Brokers italianos que alquilan áticos de cuatrocientos metros en la zona antigua de Verona, compran enormes teléfonos móviles de primera generación y celebran el American Psycho Weekend.
Nada hay más hilarante que estar fuera de los telediarios, ya sea por desinformación, por excentricidad o por haber preferido vivir, a ratos, dentro de una falacia cronológica. Ni siquiera creerse otra persona, pongamos Bette Davis, Günther Anders o Pepe Isbert, merece el mismo nivel de burla. Ya no digamos residir para siempre en el interior de un gap cronológico, según les ocurre a príncipes, marqueses y obispos.
Errar en el doble sentido de la palabra —el de vagar y el de fallar— siempre gozó de gran prestigio artístico, no así equivocarse durante la «vida misma». Esto explicaría porqué todo el mundo se confunde en algunas de las mayores obras literarias, aunque esto justifica, también, porqué abrazan la ignorancia numerosos imputados, porqué nadie se acuerda o nadie sabe contestarle al fiscal.
Del mundo se dicen cosas extraordinarias, entre ellas que es un sitio oscuro e ilegible. Fábulas como ésta son saludadas con vítores y fuegos artificiales, seguidos de golpes solemnes en el pecho. Amotinarse contra la opacidad de lo real justifica empeños monumentales, por ejemplo, la reconquista de esencias perdidas, el rescate de misterios arcanos, la fundación de logias y cofradías precisamente en el mismo sitio donde el alma de las cosas por fin se apareció.
Ironías aparte, ¿qué hacer con historias como las anteriores?, ¿de que manera «convertir» a todos esos ciudadanos que acarrean por las calles de nuestros países confusiones y barbaridades tan sólo permitidas en los libros, el cine o las alegorías?, ¿deben ser ensalzados estéticamente, mientras se les trata de reinsertar socialmente?, ¿son metáforas pintorescas del anacronismo o, por el contrario, personifican una resistencia grácil y absoluta frente al peso de la historia?
Durante cuatrocientos veintidós días seguidos —entre el 3 de marzo de 1997 y el 28 de abril de 1998—, Dieter Roth se sometió a la vigilancia de diversas cámaras situadas en sus estudios de Alemania, Suiza e Islandia. El resultado es un diario videográfico, Solo Scenes, donde le vemos leyendo, durmiendo y llevando a cabo tareas domésticas.
Este trabajo fue interpretado como una elegía finisecular, ya que el artista murió tan sólo unas semanas después del último registro. También se entendió como una mórbida boutade, pues el propio Roth vinculó dicha obra a sus tormentosas relaciones con el alcohol y a sus dificultades para la vida pública.
«¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si supiésemos que nos queda un año de vida?», se preguntaba el crítico de The Guardian al ver Solo Scenes en el festival de arte de Edimburgo. A lo que él mismo responde: «Roth hizo algo muy sencillo pero maravilloso, trabajar». Nada más incierto que las palabras del hermeneuta, a quien poco le faltó para referirse a la dignidad del obrero e incluso al mismísimo Marx. La cosa fue justo al revés: el artista rondaba diariamente el trabajo, aunque raras veces lo ejercitaba.
Alguien dirá que en asuntos estéticos siempre se está trabajando de un modo u otro, y —los más timoratos— que uno trabaja cuando las musas quieren, cuando las circunstancias lo permiten. Sea como fuere, Solo Scenes supera con creces muchas de las adjetivaciones recibidas: por «lo bajo» es mil veces más asfixiante que un reality show; por «lo alto» convierte la confesión en un género infantil.
Hay que sentirse endiabladamente libre —o peligrosamente frágil— para abordar una empresa de tanta envergadura. No obstante, viendo a Roth deambulando por sus habitaciones atestadas de objetos, las manos temblorosas y sumido en un sueño parecido a la muerte, uno recuerda aquella conferencia de Mark Strand titulada “Sobre la nada” (2013), donde el poeta canadiense nos hace partícipes de la siguiente confidencia: «hay momentos en los que siento una suerte de atracción que no viene de ninguna parte y que podría ser la nada haciendo valer su derecho a existir no sólo en mí, sino por todas partes».
Aunque parezcan enigmáticas, las palabras de Strand son intensamente reconocibles: en ocasiones miramos a nuestro alrededor y lo único que vemos con claridad es cierto estado de latencia, una predisposición que palpita y que se extingue al mismo tiempo, que está vacía y llena a la vez.
Jonathan Jones, que así se llama el reseñista de The Guardian, se desmelena llegando a los seis mil caracteres, y desde ese atalaya lanza una hipótesis cargada de poesía pero carente de futuro: Solo Scenes sería al video-arte lo que los autorretratos de Rembrandt fueron a la historia de la pintura. De nuevo le faltó citar con mayor atrevimiento y decir, a lo Clausewitz, que Roth es la continuación de Rembrandt por otros medios.
Nunca nos pondremos de acuerdo sobre quién de estos dos artistas fue más hasta el final, tampoco acerca de cómo debe tratarse a aquellos contribuyentes al disparate con los que iniciamos nuestra diatriba, qué hacer con quienes vagan y fallan sólo un poco menos que los historiadores o que los agoreros. Sin embargo, quizás debamos salirnos de las ficciones estéticas para encontrar mentiras genuinas.
«La transparencia es todo lo que queda», declara un poema de Octavio Paz, que bien pudo haber escrito: lo intrascendente es todo lo que importa. A propósito de las cosas imprescindibles, los remordimientos y las imposturas, otro poeta, Javier Rodríguez Marcos, nos ha dejado estas palabras que servirían para iniciar el mundo o para sofocarlo: «Exactamente eso. / Se apagan las farolas. / Siete de la mañana. Este momento tiene / toda la eternidad que admite el mundo / toda la eternidad que admite ahora / mi pereza, todo mi escepticismo».
Es cierto, todo pasa entre el consabido «Érase una vez» y el siempre jactancioso «The End», todo aquello que nos embiste y nos afecta, todo lo que carece de una bravata donde protegerse o de una divisa a la que apostarlo todo.