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Warhol se aburre
Tedio y espectáculo
En esta época de espectacularización y diversión forzosa, el aburrimiento se presenta en algunas ocasiones como una de las posibles formas de resistencia que aún pudieran quedar frente a la agobiante diversión-por-obligación en que nos vemos inmersos sin descanso; una posible resistencia —condenada al fracaso de antemano, claro está— frente a esa máxima contemporánea que dice: «¡Divertirse hasta morir!».
Tanto en el cine como en el arte, la literatura, o en los nuevos comportamientos en la Red, podemos encontrar múltiples ejemplos de actitudes y gestos que nos hablan de esta otra «contrafigura» que encarna la nueva melancolía contemporánea. Se trata, en resumidas cuentas, de acercarnos al tedio como una de las posibles formas que le restan aún al pensamiento crítico en estos tiempos de crisis.
Es posible que del aburrimiento puedan llegar a surgir en un futuro próximo fuerzas renovadas y nuevas rutas creativas. De momento sólo podemos constatar nuestro tedio como hijos de nuestra época. ‘Boredom’, la palabra inglesa que designa el aburrimiento, no existía hace ciento cincuenta años; el hastío es una invención moderna. En el paso del siglo XIX al XX, tanto la ociosidad como el aburrimiento fueron parte de la decadencia consustancial a la propia modernidad, y lo volvieron a ser en el paso del XX al XXI, cuando la decadencia ya no era una consecuencia política del estado de cosas entonces vigente, sino que nosotros mismos, lo ciudadanos, habíamos acabados convertidos en las «consecuencias» políticas del sistema: aburridos hasta la náusea, puestos por obra y gracia del capital en crisis perpetua.
Si bien existe un tedio que podríamos denominar como «situacional» —cuando las cosas y proyectos que tenemos entre manos nos acaban aburriendo—, hay, no obstante, un tedio más intenso y devastador. Hace algunas fechas, en uno de los múltiples blogs sobre cine y cinefilia que abundan en Internet, alguien se preguntaba por qué las películas con largos silencios, amplios espacios vacíos, y planos más o menos neutros de extensa duración, acababan siendo casi siempre bendecidas por ciertos sectores de la crítica cinematográfica más prestigiosa e influyente a nivel internacional. La cuestión estaba planteada de forma claramente tendenciosa con el fin de combatir cierta idea del aburrimiento como estrategia frente a otras formas de entretenimiento o diversión en el cine. Efectivamente, el tedio parece tener asegurado aún cierto prestigio entre algunas de las mentes más lúcidas y acreditadas, intelectualmente hablando, una especie de marchamo de calidad para distinguir una obra maestra con un método infalible: «Si me aburro, es que esto debe ser buenísimo».
Aunque, en general, podamos estar de acuerdo en que, efectivamente, la presencia de largos planos secuencia sin ningún tipo de acción en una película no tiene por qué implicar ningún paradigma de calidad, lo que sí es cierto es que a veces estos planos secuencia en los que vemos pasar la vida tal cual provocan auténtico pánico entre los espectadores. En los años noventa, por ejemplo, la imagen más terrorífica proyectada en el Festival de Sitges no fue ninguna explosión sangrienta de carnicería gore, sino un plano fijo de cuatro minutos en el que aparecían dos personajes jugando al ping-pong, perteneciente al filme 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), de Michael Haneke. La sala, atemorizada por lo contemplativo de semejante propuesta se acabó poniendo nerviosa, empezó a silbar y a levantarse exasperada de las butacas buscando terminar cuanto antes con aquel suplicio fílmico. 71 fragmentos… parte de un hecho real —un atraco y posterior asesinato— para establecer setenta y una secuencias que pretenden mostrar un amplio caleidoscopio social con el objetivo de observar cómo un determinado entorno puede llegar a ser indirectamente culpable de un crimen individual (por cierto, ¿no es esto mismo lo que veíamos en Dogville, de Lars Von Trier, cuyas tesis dogma podrían considerarse como los mandamientos del cine aburrido por antonomasia?). Haneke se propuso así constatar cómo en los espacios de homogeneización social (y el cine es uno de ellos), la alienación surge del exceso de confort.
En los últimos años, la figura de Michael Haneke ha entrado en dos terrenos que han provocado cierta polémica. El primer territorio está determinado por el modo como este cineasta cínico y cruel —en el buen sentido de la palabra— se ha instalado definitivamente en el corazón de la alta cultura europea. Así, sus detractores consideran que, a partir de La pianista, Haneke se ha convertido en un autor de prestigio aprobado y aplaudido por esa misma cultura burguesa que siempre ha criticado en sus películas. El segundo elemento polémico reside en el hecho de que su infatigable deseo de manipular las imágenes lo convierte en un profesor inhumano, rígido y sin ningún sentido del humor. En un profesor que no cesa de dar vueltas una y otra vez sobre unas tesis preconcebidas de antemano. O lo que es lo mismo, Haneke se ha convertido en un artista que trabaja con las imágenes. Lo que Haneke hace es, definitivamente, video-arte, entre otras cuestiones porque sus películas resultan tremendamente aburridas.
En lugar de inaugurar lo que Giorgio Agamben ha denominado «el tiempo que queda», cada una de las inmolaciones que vemos en algunas de las propuestas cinematográficas del director austriaco (y esto lo hacemos extensivo para todo el resto de innumerables inmolaciones por aburrimiento que vemos constantemente en los actuales espacios del arte contemporáneo) se limita a constatar una vez más el desgarro de una sociedad sumida en un tiempo —aparentemente definitivo en su inexorable extinción— de agotamiento, extenuación y colapso: el tiempo de la crisis. En resumen, podemos concluir que al cine de Haneke le pasa lo mismo que a gran parte del arte contemporáneo institucionalizado a través del museo y la crítica (la Academia, en definitiva), aquello mismo que Vladimir Jankélévitch ya detectó en su momento con sutil agudeza en relación a este resbaladizo concepto que nos ocupa: «El aburrimiento —escribe Jankélévitch—, en el centro de su lógica pasional, sólo razona sobre los accidentes que lo justifican y, casualmente, siempre encuentra excusas providenciales en el momento oportuno. Todo él es pretexto. Negándose a reconocer una tristeza tan fútil, inventará nuevos motivos para desesperar a fin de hacerla interesante»[1].
Estrategias todas ellas presentes en las auto-justificaciones de los fútiles curadores, esos gurús-pelmazos del arte contemporáneo; un arte (casi) todo él pre-texto, negándose los propios artistas a reconocer su propia tristeza-aburrimiento disfrazada de la «nueva melancolía» en el siglo XXI. Artistas que inventan nuevos motivos para desesperarnos de aburrimiento con el fin de seguir haciéndose los interesantes con el beneplácito (y, a poder ser, con la correspondiente subvención) de la Institución Cultura.
En la película Night Movies (1975), dirigida por Arthur Penn, un detective privado interpretado por Gene Hackman anda buscando a una mujer (Melanie Griffith) que se ha escapado de casa. En un momento dado, el detective rechaza una invitación para ir al cine a ver una película de Éric Rohmer porque, según sus propias palabras: «Vi una vez una de él; era algo así como ver la pintura secarse». Esta extraordinaria conclusión dio pie a que un grupo de personas, harta de aburrirse en el cine o en las salas de exposición, se agrupara en torno a esta feliz idea. El manifiesto del grupo «Ver la pintura secarse»[2] se resume en dos puntos:
1- Ninguna obra artística en donde el tiempo sea intrínseco a su naturaleza (cine, video, instalaciones con imágenes en movimiento, etc.) podrá mantener en la pantalla (o símil) una imagen fija por más de tres segundos.
2- No serán consideradas obras de arte aquellas que, no siendo del todo fijas, la lentitud produzca en el espectador una imitación similar a la de las fijas.
Nuestro tiempo, bautizado en repetidas ocasiones como una «era del vacío», se caracteriza paradójicamente por la apabullante saturación de información y, en especial, por la información intrascendente, subjetiva, promocional, innecesaria y narcisista. Por si esto no fuera bastante, la ingente profusión de gadgets tecnológicos que vienen protagonizando la imparable revolución comunicativa a escala planetaria han jugado su importantísimo papel, haciendo los deberes de distracción en el ámbito de lo que podríamos denominar como «cultura del entretenimiento», dentro de la que cabe señalar un espacio destacado para el arte contemporáneo entendido como parte integrante de esta industria cultural.
Cuando el artista norteamericano John Baldessari se propuso a mediados de los años sesenta del siglo pasado que «no volvería a hacer arte aburrido»[3], no podía sospechar que sólo cuarenta años después acabaría reconociendo él mismo la cruel evidencia para afirmar, sin pelos en la lengua, que «ahora formamos parte del sistema»[4]. De cualquier modo, salta a la vista cada vez más la lucidez y perspicacia de su renuncia al aburrimiento visual, planteada en principio para combatir una idea falsa y muy extendida en el mundillo del arte conceptual de aquellos años: que severidad y seriedad son una misma cosa. Paradójicamente, el aburrimiento pasó a convertirse en una de las estrategias (fracasada de antemano, eso sí) de resistencia frente al sistema por parte de algunos artistas y creadores de vanguardia.
Screen Tests: Warhol se aburre
Andy Warhol se acercó al cine —su gran pasión mitómana desde niño— con la naturalidad y curiosidad que le caracterizaban. Estos retratos en primer plano que llamó Screen Tests[5] son quizá su más valiosa contribución cinematográfica. Se proyectaban, de forma aleatoria, en sesiones de cine independiente o como parte de los espectáculos multimedia donde confluían, en sorprendente amalgama, proyecciones, luces estroboscópicas, improvisadas coreografías y la música en vivo de la Velvet Underground. Entre 1964 y 1966 Warhol llegó a rodar 472 retratos fílmicos, mudos y en blanco y negro, todos ellos de cuatro minutos de duración. Originalmente fotografiados a 24 imágenes por segundo, se proyectaban a 16, sometiéndose a sí a un proceso de lentificación de la imagen. Warhol sentaba ante una cámara inmóvil a la fauna que frecuentaba su célebre estudio, la plateada Factory, en un auténtico ritual de iniciación por el que pasaron jóvenes candidatos a engrosar su corte, potenciales mecenas a los que adulaba con una cámara Bolex de 16 mm, y nombres propios como su precursor Marcel Duchamp, Allen Ginsberg, Salvador Dalí, Susan Sontag o Bob Dylan.
«Warhol —ha escrito Lars Svendsen— es, ante todo, un voyeur cuando, rodeado de droga, promiscuidad y desesperación en el centro artístico The Factory, se dedica sólo a observar; y se aburre mortalmente ante el espectáculo.»[6] Se trata de retratos en movimiento, breves películas mudas, lentificadas, en blanco y negro, en donde vemos a algunos visitantes de la Factory (celebridades y gente de su círculo más cercano) en primeros planos. Los modelos eran invitados a posar durante unos minutos ante la cámara de 16 mm como si fueran a ser fotografiados. En un conocido ensayo sobre el cine de Warhol (The Life, World and Films of Andy Warhol. New York, Marion Boyars, 1991), su autor, Stephen Koch, desafía esa autodefinición del artista según la cual no habría «nada detrás de la superficie» de sus películas. Si tenemos en cuenta que Warhol era un ser obsesionado con la disimulación, la ocultación y el enmascaramiento, el crítico concluye que sí había un motivo subyacente en esas piezas fílmicas, y, además, un motivo de peso: la muerte, ni más ni menos. Según Koch, todos los filmes de Warhol expresan, en mayor o menor medida, una especie de «necrofilia». Esa «imagen compulsiva de la muerte» la podemos hallar no solo en la mirada de los modelos, sino, sobre todo, en el silencio y la inmovilidad que es, a fin de cuentas, el fundamento formal de estos «Screen Tests».
Sabemos que el melancólico y aburrido Warhol se expresaba por medio de curiosas paradojas. Por ejemplo, cuando decía que no había nada detrás de la superficie de sus películas estaba intentado librarse de las interpretaciones al uso, de los tópicos, de los lugares comunes y de las respuestas mil veces repetidas y ya sabidas de antemano; en resumen, parece que le aburrían las mismas respuestas de siempre a las mismas preguntas de siempre. Quizás pretendía así llevar al espectador a buscar otro tipo de respuestas que no se conformaran con las fórmulas archiconocidas; unas respuestas, en fin, que no precisaran ser necesariamente interpretativas, o, en otras palabras, que todavía no hubiesen encontrado una forma de llevarse hasta sus últimas consecuencias. Warhol, en medio de su tedio ontológico, se sirve de la reproducción mecánica de las imágenes para escapar del lugar común y del automatismo acrítico de los sentidos.
En sus célebres notas sobre la fotografía, Roland Barthes comenta un retrato de Andy Warhol realizado por Duane Michals: «[…] retrato provocativo, ya que en él Warhol se tapa la cara con las dos manos. No tengo ningún deseo de comentar intelectualmente este juego de escondite […], pues, para mí, Andy Warhol no esconde nada; me da a leer abiertamente sus manos; y el punctum no es el gesto, es la materia algo repulsiva de esas uñas espatuladas, suaves y contorneadas al mismo tiempo» [La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona, Paidós, 2011, p. 65]. Curiosamente, en el libro de Barthes no viene reproducida la fotografía en cuestión. En cualquier caso, no es el «motivo» la intención de la foto, no es eso lo que atrae en este caso a Barthes, sino aquello otro que la imagen revela de cualquier forma, en la superficie, a la vista de todos, al margen de cualquier otro tipo de posible motivación o consideración.
Da lo mismo lo que puedan pretender el modelo o el fotógrafo, eso resulta del todo indiferente. De la misma manera, el mecanismo, digámoslo así, «automático» de los «Screen Tests» resulta mucho más potente que la voluntad de los individuos allí filmados. La clave del asunto, por lo tanto, nunca va a estar en el modelo, sino en el mecanismo fotográfico y en la mirada del espectador. ¿No se estará equivocando Barthes al ‘esnobear’ de esa manera a Warhol cuando dice de él que «no esconde nada»? (Por cierto, que extraña esa repulsión de Barthes hacia la forma del corte de las uñas). En las películas de Warhol la posible «revelación» estará, en cualquier caso, en relación directa con el propio deseo del espectador. Lo imprevisto, lo inexplicable que emerge justamente ahí, en la pura y dura superficie de las cosas, depende, en última instancia, más de la mirada del espectador que de las supuestas intenciones de aquello que es observado, ya sea esto una persona, una pared pintada mientras se seca, o un queso pudriéndose…
Esta sería, por tanto, la materia y el misterio de los «Screen Tests»: el espectador siempre quiere ver más allá. Le resulta imposible (o al menos muy difícil) creer que no haya nada más allá de la superficie de las cosas, que no haya nada por detrás de esa imagen «banal». Es algo parecido a lo que le ocurre a los personajes que se encuentran de forma fortuita con Mr. Chance en Being There (1979), esa antológica película dirigida por Hal Ashby y protagonizada por Peter Sellers junto a Shirley McLaine. Así, estas cortísimas películas de Warhol (auténticas miniaturas en movimiento) incitan de una forma un tanto extraña e inquietante a la búsqueda de respuestas que, hasta el momento de enfrentarnos a ellas, ni siquiera nos habíamos planteado. «Al final de mi vida —escribe el propio Warhol en The Philosophy of Andy Warhol (From A to B and Back Again)—, no quiero dejar ninguna sobra, cuando muera, no quiero dejar restos. Y no quiero ser un resto. Miraba televisión esta semana y vi a una mujer entrar en una máquina de rayos y desaparecer. Fue maravilloso, porque la materia es energía y ella, sencillamente, se dispersó. Ese podría ser un invento verdaderamente estadounidense, la mejor invención de los Estados Unidos: poder desaparecer». Y, a pesar de todo, se pasó la vida haciendo justamente lo contrario, es decir, fabricando paradojas, dejando restos, sobras que nos siguen interpelando en la actualidad, como nos sigue sucediendo hoy con estos «Screen Tests».
Estas soporíferas piececitas remiten directamente al cine a su origen fotográfico: «Esa imagen que produce la muerte queriendo conservar la vida», según Roland Barthes. Son, esencialmente, momificaciones posmodernas. Aquí nos resta la imagen embalsamada de un cuerpo que, en el caso de que todavía exista, ya no es tal como lo estamos viendo. La imagen no es, pues, más que un fantasma, una sombra (y una sobra). Como aquellos precursores de la fotografía, o mejor aún, como aquellos maravillosos retratistas egipcios de Al Fayum, Warhol, queriendo conservar la vida, produce justamente lo contrario; con una diferencia (y aquí permítaseme el chiste fácil), en el caso de Warhol, la «muerte por aburrimiento».
Pero, más allá de estos retratos a cámara lenta, quizás el trabajo cinematográfico de Andy Warhol que más influencia tuvo fue su película Empire, de 1964. Conceptualmente se trataba, en palabras del propio Warhol de «see time go by» (ver el tiempo pasar), ni más ni menos. Sin más intermediación del artista que ralentizar la velocidad de la película a la hora de proyectarse. La misma estrategia que seguirá en sus Screen Tests, ya la aplicó en Empire: originalmente fotografiados a 24 imágenes por segundo, se proyectaban a 16, adquiriendo en su lentitud una ligera cualidad onírica. «Ver la pintura secarse», «ver el tiempo pasar»… Una vez más, la clarividencia del melancólico y aburrido Warhol se nos antoja como una de las claves para entender nuestra contemporaneidad. Quizá a los artistas les queden ya muy pocas cosas por revelar, pocas estrategias por intentar a la hora de desvelarnos lo real. Cuando una obra hace que nos enfrentemos con nuestro propio aburrimiento, con nuestro propio tedio, está haciendo que nos situemos frente a una de las pocas «experiencias reales» que nos quedan por experimentar. Sin embargo, ¿quién está dispuesto a aburrirse como una ostra, aunque al final nos prometan tener una perla entre las manos? Lo que definitivamente acaba por revelarse insuficiente es el mismo espacio de la representación. Si la pérdida de objeto (la perla entre las manos) abre el teatro de la representación, la melancolía se produce como su clausura —ante la evidencia de que todo lo que en él se escenifica (las supuestas experiencias de realidad) pertenece igualmente al contingente orden de lo fantasmagórico.
El aburrimiento no es tanto un afecto, ni siquiera un estado anímico, sino la absoluta suspensión de lo anímico, la congelación misma del pensamiento, la habitación del cierre del espacio de la representación. No un pensamiento, no una figura de éste, sino una velocidad, un régimen del pensar. Es (in)acción, y no estado. Algo que afecta definitivamente a toda la economía de la representación, a toda la relación de la conciencia con el ser, desjerarquizando su organización y desviando sus órdenes hacia el desnudamiento de su condición simulatoria, hacia la puesta en evidencia de su carácter de productividad de simples apariencias puras y duras. Lejos ya de aquella ultima promesa —que aún conservaba la cifra de otra mesiánica anterior, aquella que aseguraba una vida eterna más allá de la vida— la única promesa que los nuevos rituales del arte ofrecen a cualquier participante es la presagiada en su momento por el lúcido Warhol: en el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos.
Pudrirse de aburrimiento en tiempo real
No se nos puede pasar por alto que, entre los diferentes tipos de pulsiones que nos acechan en la actualidad, existe un irrefrenable y más que evidente deseo de banalidad que flota en el ambiente. Internet es un sitio extraño, pero los museos, las galerías y los demás espacios de representación del arte oficial también lo son en cierta medida. No hace mucho tiempo un magnífico ejemplar de queso cheddar alcanzó una enorme celebridad a base de pudrirse. Literalmente, durante los doces meses que enmoheció sobre la estantería de una granja en Inglaterra, recibió (no es ninguna broma) ¡miles de visitas diarias! Este queso tuvo mucho más que los famosos «quince minutos de fama». Hubo días enteros en que decenas de miles de personas podían conectarse con el queso desde los lugares más remotos del mundo, como si no hubiera nada más importante que hacer. Un fenómeno, sin duda, intrigante, sobre todo en una época en que las modalidades de ocio prácticamente no tienen límite. El extraño fenómeno se debió a la webcam que lo hizo célebre. Cualquier persona del planeta con acceso a Internet —y sin nada mejor que hacer, claro está— podía verlo en cualquier momento y, lo que es más importante, en tiempo real.
Los tiempos de pudrición, descomposición o secado en la historia de las imágenes siempre han tenido una importancia capital a la hora de conseguir un buen acabado. Ya en el Libro del Arte (finales del siglo XIV), el primer tratado moderno de pintura, Cennino Cennini nos advertía a la hora de barnizar una pintura: «Has de saber que la forma de conseguir un barnizado más delicado y agradable es esperando lo más posible después de pintar la tabla. Y te digo más —continúa Cennini—, si esperas varios años, al menos uno, más fresco parecerá tu trabajo»[7]. Parece, por tanto, que un año es un periodo de tiempo razonable tanto para terminar una obra, como para asistir en vivo y en directo al proceso de pudrición del distinguido queso cheddar.
Allí estaba, día y noche, frente a la cámara de cheddarvision.tv. Al final de su proceso de pudrición, el distinguido queso llegó a tener página propia en Facebook y Myspace. El queso en cuestión había terminado por adquirir personalidad propia, y, sin embargo, nada especial lo distinguía en absoluto del resto de sus congéneres. Simplemente tenía una cámara de TV frente a él las 24 horas del día. Oliver Burkeman, un periodista del diario británico The Guardian, glosó la fascinante existencia del queso con un artículo titulado «Brilliantly boring». Confesaba haberse enganchado a las imágenes del espécimen lácteo transmitidas en directo. La cámara montada por el fabricante de quesos Tom Calver no dejaba ver más que una pieza de casi veinte kilos. Pero a ese mismo cronista que al principio sentía una especie de aburrimiento e irritación (la misma sensación, por otro lado, que nos invade en algún momento en la inmensa mayoría de exposiciones, bienales y demás subterfugios subvencionados donde resiste a duras penas el arte contemporáneo), pronto le embargaba «un sentimiento de paz casi hipnótico». Recordaba Burkeman que «primero empiezas a respirar profundamente», y «después, cualquier distracción, como los ruidos del tráfico o el teléfono, desaparecen». Al final, decía, «sólo estamos el queso y yo».
Estamos, sobra decirlo, ante una pura (y dura) experiencia estética en el sentido greenbergiano del término. Efectivamente, algo pasa cuando el aburrimiento ya no es detectado ni combatido, sino que incluso llega a ser deseado, fomentado y disfrutado por estos nuevos estetas (flâneurs de la Red) que pasan horas pegados a la pantalla del ordenador. Internet está lleno de sitios para satisfacer con creces el ansia de banalidad. Hay webs en las que se puede dejar correr el tiempo mirando distraídamente cómo seca la pintura del techo y en las que, por supuesto, no ocurre nada (con la única salvedad de que uno puede escoger el color, aunque en realidad da lo mismo, más o menos húmedo o seco, hay poca variación en el tono). ¿Serán estos símbolos los signos inequívocos de la «nueva melancolía»? Jean Starobinski decía en una entrevista (El País, 20/03/09) que «ésta es una época en la que la melancolía es genuina». Quizá más genuina que nunca, más vacía que nunca, más aburrida que nunca.
¿Hasta qué punto pueden estar relacionados el aburrimiento y la melancolía? ¿Será el aburrimiento una forma contemporánea de melancolía? Ya lo decía Chesterton: «Incluso una pared desnuda, si se observa el tiempo suficiente, provoca la risa». También están las webcams que «vigilan» el césped de enfrente de la casa, o esas otras que enfocan a un volcán en Nueva Zelanda o en Islandia y que, curiosamente, cuando la cosa empieza a ponerse interesante, se nublan para velarnos lo que está pasando. O aquellas otras que transmiten en tiempo real enternecedoras escenas de nidos cuyos huevos algún día se transformarán en polluelos. Pero todo eso, en cualquier caso, será algún día. Porque el resto del tiempo hay que esperar. Si alguien, sentado frente al ordenador, siente deseos de que ocurra algo (cualquier cosa que lo saque de su tedio), mejor que no se meta en estas páginas. Está probado que cuanto más nos hacen esperar y menos nos dan, más placer experimentamos. Que no ocurra nada, que apenas se mueva lo que tenemos delante, que no se noten las diferencias de un día a otro, esto es lo que anhela mucha gente cansada de un mundo que depara sobresaltos continuos. Es el paraíso del aburrimiento: la esperanza de un tiempo liso. Porque contrariamente al tedio, el aburrimiento carece de pedigrí literario y estético. Es completamente opaco, y lo que es más importante, no pretende nada.
Flotando en el limbo
Nos movemos todo el tiempo en un lugar imaginario indeterminado absolutamente fértil para pensar en cuestiones relativas a la estética, la representación y el arte contemporáneo —entendidos éstos en el sentido de «lugar»—, como un auténtico limbo: único espacio que realmente ha fructificado en el imaginario contemporáneo. La Iglesia Católica anunció en el 2006 que el limbo no existe, sin embargo, estamos seguros de que, más que nunca, vivimos bajo el signo de este espacio suspendido. Lástima que nos hayamos quedado sin él, porque el limbo sería un buen lugar para apartarse del ruido del mundo y dejar correr la imaginación. Lugar incierto eso sí, lugar del aburrimiento por excelencia, lugar, literalmente, sin pena ni gloria. Un espacio metafórico (¿acaso no podríamos asimilar arte y limbo como espacios metafóricos con idénticas o similares características?) que el dramaturgo Harold Pinter, en No man´s land (1975), describe, mediante uno de sus personajes, como el no lugar «que nunca se mueve, que nunca cambia, que nunca envejece, pero que permanece siempre, helado y silencioso». En el limbo, tanto los niños como los justos, están a la espera en el descanso (quietae expectationis) del que nos habla San Buenaventura.
La primera webcam instalada para vigilar el limbo no tenía otra finalidad que la de ahorrar desplazamientos inútiles. Frente a la cafetera de una sala de la Universidad de Cambridge, la cámara se instaló para saber si había café sin tener que salir del despacho. Fue de acceso público entre 1993 y 2001. Muchos internautas la tuvieron en su pantalla, pero nunca llegaron a sentir el aroma del café. Aquella cafetera se hizo famosa por el mero hecho de haberse hecho famosa. Al final acabó subastada —como, por cierto, también ocurrió con el queso cheddar—, y los beneficios obtenidos fueron destinados a alguna causa caritativa. El fenómeno ha alcanzado tales proporciones que algunas de estas webs ya se arrogan el título de la autenticidad: The Original Watching Paint Dry Webcam. Y luego, a continuación añaden: «¡Que no te engañen con imitaciones!». De modo que, incluso en el aburrimiento más tenaz anida la veleidad de lo singular, lo distinguido, lo único. Ya lo advertía en uno de sus aforismos Jenny Holzer: «El aburrimiento te empuja a hacer cosas impensables».
En cualquier caso, lo que no puede negarse es la capacidad del aburrimiento para hacer de nosotros mismos auténticos obsesos del detalle. Precisamente eso, «detalles», son todas y cada una de las obras del pintor ya fallecido Roman Opalka, desde que en 1965 decidió establecer por voluntad propia su total dependencia respecto al proyecto OPALKA 1965/ 1-∞. Con espartana disciplina y rechazando de antemano cualquier intromisión de la espontaneidad o del azar, desde entonces estuvo cubriendo la superficie de diversas telas con una serie continua de números enteros ordenados a partir del uno inicial. Los números se suceden, blancos, sobre un fondo originalmente negro al que, en cada nueva tela, se he ido añadiendo un 1% de blanco de manera que, en cada nuevo detalle, fondo y figura se vayan acercando hasta fundirse finalmente en el monocromo final. Ningún elemento del proceso de trabajo escapaba del control del proyecto de Opalka en este alejamiento progresivo de la vida digno de ser vivido y contemplado.
Opalka, en una letanía monocorde, grababa su voz recitando los números mientras los pintaba, fotografíaba su rostro al final de cada sesión de trabajo referenciando la fotografía con el último número pintado, y conservaba los viejos pinceles igualmente numerados por el intervalo de la serie en la que habían sido utilizados. El conjunto da forma a un ritual solitario de regodeo en el aburrimiento; ritual en el que Narciso y Sísifo (dos figuras capitales de lo que podríamos denominar «aburrimientos mitológicos») se funden en este nuevo mito encarnado por el pintor aburrido. El placer en la recreación de la construcción del yo va asociado al dolor por la condena a llevar su carga a cuestas. El peligro actual quizá radique más en la falta de auténtico aburrimiento por desocupación que en la falta de distracciones y cosas que hacer.
La industria —incluida la cultura institucionalizada— genera continuamente nuevos gadgets, nuevos parques temáticos, nuevos museos y espacios, nuevas ocupaciones, en fin, para nuestro tiempo libre. Muchos echan de menos una ociosidad que no se sintiera de forma culpable, un aburrimiento fértil que nos dejara pensar pudiéndonos llevar a la ocurrencia de algo que de verdad nos apeteciera, algo que comprometiera toda nuestra atención, nuestra inteligencia y nuestros sentidos. «El moderno se contenta con poco», escribía Valéry en su Cuaderno B de 1910, y seguramente tenía razón. Lo podemos comprobar una vez más en el video-performance del artista Rubén Barroso titulado El arte del aburrimiento, donde el artista, durante cinco minutos, se dedica a romper una serie de libros harto ya (suponemos) de tanta «carga teórica», sentado en una silla en un rincón de la sala, al lado de un neón que apoyado en la pared ilumina la escena. O en esa otra obra del artista Yann Sérandour, que en su homenaje-cita a Baldessari se limita a poner sobre la pared un neón en el que se lee la palabra «boring». Conclusión: las luces de neón y el aburrimiento tienen que estar relacionados necesariamente.
Pero no sólo en el mundo del arte, en la propia vida nos distraemos con cualquier cosa. Muchas de las diversiones masivas de hoy en día, como la inmensa mayoría de los trabajos, no dignifican, sino que embrutecen…, y aburren. En este contexto, el aburrimiento supone dejar de reaccionar constante, exclusiva e inconscientemente al mundo externo y, por tanto, ensayar otra atención, de permeabilidad más selectiva, que suponga además una oportunidad de dejar abiertas las puertas de exploración al mundo interior. El aburrimiento, precisamente, ha sido defendido como una manera de resistir la distracción constante y mantener el control sobre la propia existencia (Kracauer), así como una condición para la creación de lo realmente nuevo (Ben Highmore).
Siegfried Kracauer podría ser el artífice que inaugura una nueva forma de atención y crítica que descubre y señala la incertidumbre de una sociedad que deja atrás las formas de trascendencia religiosa. Alma gemela de Walter Benjamin, es el crítico de la cultura que en los años veinte y treinta del siglo XX hace de la vida moderna un fenómeno superficial digno de análisis. Sin embargo, pocas cosas gozan de peor reputación que el aburrimiento en un mundo-mercado que combate sin piedad con todo tipo de productos cualquier tiempo inactivo. La multinacional de la comunicación Motorola acuñó hace unos años el término ‘microboredom’ (microaburrimiento) para referirse a los espacios de tiempo, cada vez menores, sin una actividad definida. En efecto, podemos llegar a pensar que, en contra de lo que afirmaba Valéry en su momento, el moderno de hoy ya no se contenta con poco, muy al contrario, necesita de una enorme cantidad de estímulos constantes para no aburrirse, para llenar esos espacios de tiempo sin actividad definida.
Como afirma Carl Honoré: «… hemos perdido el arte de no hacer nada, de cerrar las puertas al ruido de fondo y las distracciones, de aflojar el paso y permanecer a solas con nuestros pensamientos. […] Si eliminamos todos los estímulos, nos ponemos nerviosos, nos entra pánico y buscamos algo, lo que sea, para emplear el tiempo. […] Todo el mundo está muy ocupado leyendo el periódico, absorto en un videojuego, escuchando música por los auriculares, trabajando con el portátil, charlando por el móvil…»[8]. Se hace, por tanto, urgente la necesidad de instaurar este otro tiempo para lo vacío —y eso incluye lo banal—, lo que podría explicar, por ejemplo, el éxito de las selecciones de postales aburridas que ha publicado Martin Parr, los inexpresivos retratos fotográficos de René Dijkstra, o los paisajes desolados en la fotografía de Sonja Braas o de Sarah Dubai. Como decíamos al principio, del aburrimiento pueden surgir, quizá, fuerzas renovadas y nuevas rutas creativas.
Eugene Weber escribió a finales del siglo pasado: «… el aburrimiento es el leitmotiv de una época en la que el ocio se multiplicó sin que aparecieran nuevas maneras de ocuparlo». Cosa bien distinta es el panorama actual, en el que el aburrimiento, o mejor dicho, lo que Richard Louv llama a constructively bored mind, se ha convertido en todo un objetivo en sí mismo dentro de una nueva corriente estética que abarca desde el cine a las artes de la escena, pasando por las artes plásticas o el arte de acción. En la actualidad, el prestigio del buen aburrido (esa especie de diletante contemporáneo) asienta sus bases en su condición de resistente, de ciudadano a contracorriente en el interior del apabullante paisaje mediático. Es la penúltima declinación del cool. El tiempo ya no se mata, sino que se degusta y paladea en slow-motion. El hecho de estar aburrido implica hoy gestos estudiados, perfectamente codificados, aprendidos y ensayados en las pantallas. Eso sí, ya no se trata de señales demandando un rescate, sino todo lo contrario: un tiempo a salvo del mundo y de cuanto interesante y estimulante tiene que ofrecernos.
Frente a la diversión, por tanto, el aburrimiento como forma de resistencia. En la entrevista citada más arriba (El País, 20/03/09) Jean Starobinski hablaba abiertamente sobre la necesidad de que «los individuos adultos no se dejen caer en una cultura de la diversión y de la infantilización», para añadir a continuación que: «… existe un nivel [en la cultura en general, y en la literatura en particular] en el que predomina la diversión y no voy a ser yo el que vaya a hablar mal de la diversión». Evidentemente, no es su lucha, sin embargo, hay numerosos ejemplos de artistas y creadores contemporáneos que parecen tener entre sus principales motivaciones justamente esa: hacer frente a la cultura de la diversión.
“Pero, ¿esto cuándo empieza?”
Dentro de un máster en arte contemporáneo al que tuve ocasión de asistir como alumno hace unos años, el profesor Juan Martín Prada (crítico de arte, experto en net.art y nuevos comportamientos artísticos en la Red) nos contó una jugosísima anécdota que puede ilustrar perfectamente este tiempo de diversión-infantilización que nos ha tocado vivir. Hablaba Martín Prada sobre el público del arte en un futuro inmediato (diez, quince años), y, a este respecto, nos contó lo que le pasó a un profesor amigo suyo en una visita al Museo del Prado con sus alumnos de entre ocho y diez años. Estando este profesor en la sala de las Meninas, con los pequeños pululando entre los cuadros de Velázquez, se le acercó un niño y, tirándole insistentemente de la chaqueta, le preguntó: «Profe, pero ¿esto cuándo empieza?».
Estos futuros espectadores del arte que se han pasado media vida jugando con una video-consola lo tienen claro, y ya no soportan de ningún modo la imagen estática. Pero no hay que preocuparse, las nuevas tecnologías de la imagen ya nos permiten que los cuadros «empiecen» de una maldita vez, es decir, que ha llegado por fin el momento en que parece que ya no estamos dispuestos a quedarnos frente a un cuadro «viendo la pintura secarse» sin más. La extraordinaria lucidez de este jovencísimo escolar se nos antoja reveladora de un cierto estado de la cuestión. Hace unos años pudimos ver dos muestras que parecían dar la razón a este agudo crítico de arte en ciernes; nos estamos refiriendo a Looping Memories. Videoarte en Suiza y, sobre todo a El cuadro inquieto. La imagen como pintura en movimiento y el retorno de los géneros[9].
Efectivamente, como bien señalaba Anna María Guasch: «La imagen móvil parece ganar terreno a la tradicional, sea la pictórica, la escultórica o incluso la fotográfica. Y junto a la imagen móvil, sale a relucir esa nueva fascinación por relatos fragmentarios, sin principio ni fin». Se trata, en definitiva del aburrimiento en loop, podríamos decir, «primeros planos, tiempos ralentizados y situaciones nimias» sin solución de continuidad, una y otra vez, y vuelta a empezar; la instauración definitiva de lo banal espectacularizado a base de servirse de la imagen lentificada en alta definición y en pantalla de plasma. Para que la imagen empiece a moverse y siga estando dentro del ámbito artístico ha de ser, necesariamente aburrida y de buena calidad. Pronto veremos en los museos de pintura (creo que en Japón ya existe esta posibilidad) cómo se le da la opción a los visitante de pulsar un dispositivo para que el cuadro, la escena representada en la pintura, comience a «desarrollarse»; la pintura, pues, como mera excusa para el flujo del movimiento. Y es que el público que asiste masivamente a los museos de arte ya no parece estar dispuesto a soportar la imagen estática. Curiosamente la pintura abstracta lo va a tener más difícil para integrarse en esta nueva corriente de «cuadros inquietos». Siempre resultará mucho más atractivo ver cómo empieza a moverse un caravaggio o un delacroix, por poner sólo dos ejemplos, que un pollock o un rothko.
En la muestra El cuadro inquieto. La imagen como pintura en movimiento…, lo que se buscaba, en palabras de Guasch, era «reducir la imagen en movimiento a un tableau vivant, muy en línea con algunas obras de Bill Viola, como Las Pasiones y sus flirteos con las grandes pinturas de los museos. […] la exposición se basa en una confrontación entre pinturas y vídeos que, al decir de su comisario, pueden interpretarse no tanto como una competencia frontal, sino como homenaje a la pintura a través de la reinterpretación y recreación de escenarios, paisajes o personajes “apropiados” de la Historia del Arte», o lo que es lo mismo, por decirlo más claramente, poner los cuadros en marcha para hacerlos atractivos al nuevo espectador que quiere que «esto empiece ya» de una maldita vez.
[1] Jankélévitch, Vladimir: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Madrid, Taurus, 1989, p. 64.
[2] Véase en Adversus (revista de semiótica), nº 12-13, 2008. Manifiesto del grupo «Ver la pintura secarse», <http://www.adversus.org>.
[3] Obras de John Baldesaari como I will not make any more boring art, I am making art, Baldessari signs LeWitt, o The excesses of austerity and minimalism, utilizaban el video para registrar una acción performativa que ofrecía una reflexión directa y mordaz sobre los procesos y condiciones que dan (o pueden dar) lugar al arte.
[4] Entrevista con John Baldessari (Cultura/s La Vanguardia, 24/02/2010).
[5] En 2006, Callie ANGELL publicó el pormenorizado estudio Andy Warhol Screen Tests: The Films of Andy Warhol, Catalogue Raisonné (Harry N. Abrams, Inc.), libro donde se aportan fotogramas de los mismos, datos técnicos y entrevistas con los implicados supervivientes, en un concienzudo análisis que alcanza la condición de retrato sociológico de toda una era. Se han distribuido en formato DVD/libro una pequeña selección de los mismos en 13 Most Beautiful… (Plexifilms). Desfilan por la pantalla una selecta serie de rostros sometidos al impúdico e insaciable escrutinio del objetivo.
[6] Svendsen, Lars: Filosofía del tedio. Barcelona, Tusquets Editores, 2006, p. 135. Para Svendsen, el tedio es, sin duda, una de las grandes «cuestiones filosóficas» que tarde o temprano todos tendremos que plantearnos. Considera el aburrimiento como uno de los rasgos esenciales de la sociedad contemporánea.
[7] Cennini, Cennino: El libro del Arte. Madrid, Ediciones Akal, 2000, p. 192.
[8] Honoré, Carl. Elogio de la lentitud: Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad. (Primera edición, 2004). Barcelona, RBA Libros, 2005, p. 19.
[9] Véase el artículo de Anna María Guasch titulado «A vueltas con el vídeo», en ABCD suplemento cultural de ABC, 22/05/2010, p. 31.
En portada, Nico en los Screen Tests de Andy Warhol.
De arriba abajo, fotograma de 71 fragmentos para una cronología del azar, de Michael Haneke; Jean-Louis Trintignant en un fotograma de Mi noche con Maud, que es la película de Rohmer a la que se refiere Gene Hackman en la película de Arthur Penn; retrato de Andy Warhol en 1958 por Duane Michals; fotograma de Empire, de Andy Warhol; Wedginald, el queso que estuvo expuesto un año para que se pudiera seguir su pudrición por webcam; el Vesubio desde la webcam del Observatorio Astronómico de Capodimonte; autorretratos de Roman Opalka; fotograma de El arte del aburrimiento, de Rubén Barroso; una de las postales aburridas de Martin Parr; gif a partir de cuadros de Rothko.
Warhol se aburre
Tedio y espectáculo
En esta época de espectacularización y diversión forzosa, el aburrimiento se presenta en algunas ocasiones como una de las posibles formas de resistencia que aún pudieran quedar frente a la agobiante diversión-por-obligación en que nos vemos inmersos sin descanso; una posible resistencia —condenada al fracaso de antemano, claro está— frente a esa máxima contemporánea que dice: «¡Divertirse hasta morir!».
Tanto en el cine como en el arte, la literatura, o en los nuevos comportamientos en la Red, podemos encontrar múltiples ejemplos de actitudes y gestos que nos hablan de esta otra «contrafigura» que encarna la nueva melancolía contemporánea. Se trata, en resumidas cuentas, de acercarnos al tedio como una de las posibles formas que le restan aún al pensamiento crítico en estos tiempos de crisis.
Es posible que del aburrimiento puedan llegar a surgir en un futuro próximo fuerzas renovadas y nuevas rutas creativas. De momento sólo podemos constatar nuestro tedio como hijos de nuestra época. ‘Boredom’, la palabra inglesa que designa el aburrimiento, no existía hace ciento cincuenta años; el hastío es una invención moderna. En el paso del siglo XIX al XX, tanto la ociosidad como el aburrimiento fueron parte de la decadencia consustancial a la propia modernidad, y lo volvieron a ser en el paso del XX al XXI, cuando la decadencia ya no era una consecuencia política del estado de cosas entonces vigente, sino que nosotros mismos, lo ciudadanos, habíamos acabados convertidos en las «consecuencias» políticas del sistema: aburridos hasta la náusea, puestos por obra y gracia del capital en crisis perpetua.
Si bien existe un tedio que podríamos denominar como «situacional» —cuando las cosas y proyectos que tenemos entre manos nos acaban aburriendo—, hay, no obstante, un tedio más intenso y devastador. Hace algunas fechas, en uno de los múltiples blogs sobre cine y cinefilia que abundan en Internet, alguien se preguntaba por qué las películas con largos silencios, amplios espacios vacíos, y planos más o menos neutros de extensa duración, acababan siendo casi siempre bendecidas por ciertos sectores de la crítica cinematográfica más prestigiosa e influyente a nivel internacional. La cuestión estaba planteada de forma claramente tendenciosa con el fin de combatir cierta idea del aburrimiento como estrategia frente a otras formas de entretenimiento o diversión en el cine. Efectivamente, el tedio parece tener asegurado aún cierto prestigio entre algunas de las mentes más lúcidas y acreditadas, intelectualmente hablando, una especie de marchamo de calidad para distinguir una obra maestra con un método infalible: «Si me aburro, es que esto debe ser buenísimo».
Aunque, en general, podamos estar de acuerdo en que, efectivamente, la presencia de largos planos secuencia sin ningún tipo de acción en una película no tiene por qué implicar ningún paradigma de calidad, lo que sí es cierto es que a veces estos planos secuencia en los que vemos pasar la vida tal cual provocan auténtico pánico entre los espectadores. En los años noventa, por ejemplo, la imagen más terrorífica proyectada en el Festival de Sitges no fue ninguna explosión sangrienta de carnicería gore, sino un plano fijo de cuatro minutos en el que aparecían dos personajes jugando al ping-pong, perteneciente al filme 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), de Michael Haneke. La sala, atemorizada por lo contemplativo de semejante propuesta se acabó poniendo nerviosa, empezó a silbar y a levantarse exasperada de las butacas buscando terminar cuanto antes con aquel suplicio fílmico. 71 fragmentos… parte de un hecho real —un atraco y posterior asesinato— para establecer setenta y una secuencias que pretenden mostrar un amplio caleidoscopio social con el objetivo de observar cómo un determinado entorno puede llegar a ser indirectamente culpable de un crimen individual (por cierto, ¿no es esto mismo lo que veíamos en Dogville, de Lars Von Trier, cuyas tesis dogma podrían considerarse como los mandamientos del cine aburrido por antonomasia?). Haneke se propuso así constatar cómo en los espacios de homogeneización social (y el cine es uno de ellos), la alienación surge del exceso de confort.
En los últimos años, la figura de Michael Haneke ha entrado en dos terrenos que han provocado cierta polémica. El primer territorio está determinado por el modo como este cineasta cínico y cruel —en el buen sentido de la palabra— se ha instalado definitivamente en el corazón de la alta cultura europea. Así, sus detractores consideran que, a partir de La pianista, Haneke se ha convertido en un autor de prestigio aprobado y aplaudido por esa misma cultura burguesa que siempre ha criticado en sus películas. El segundo elemento polémico reside en el hecho de que su infatigable deseo de manipular las imágenes lo convierte en un profesor inhumano, rígido y sin ningún sentido del humor. En un profesor que no cesa de dar vueltas una y otra vez sobre unas tesis preconcebidas de antemano. O lo que es lo mismo, Haneke se ha convertido en un artista que trabaja con las imágenes. Lo que Haneke hace es, definitivamente, video-arte, entre otras cuestiones porque sus películas resultan tremendamente aburridas.
En lugar de inaugurar lo que Giorgio Agamben ha denominado «el tiempo que queda», cada una de las inmolaciones que vemos en algunas de las propuestas cinematográficas del director austriaco (y esto lo hacemos extensivo para todo el resto de innumerables inmolaciones por aburrimiento que vemos constantemente en los actuales espacios del arte contemporáneo) se limita a constatar una vez más el desgarro de una sociedad sumida en un tiempo —aparentemente definitivo en su inexorable extinción— de agotamiento, extenuación y colapso: el tiempo de la crisis. En resumen, podemos concluir que al cine de Haneke le pasa lo mismo que a gran parte del arte contemporáneo institucionalizado a través del museo y la crítica (la Academia, en definitiva), aquello mismo que Vladimir Jankélévitch ya detectó en su momento con sutil agudeza en relación a este resbaladizo concepto que nos ocupa: «El aburrimiento —escribe Jankélévitch—, en el centro de su lógica pasional, sólo razona sobre los accidentes que lo justifican y, casualmente, siempre encuentra excusas providenciales en el momento oportuno. Todo él es pretexto. Negándose a reconocer una tristeza tan fútil, inventará nuevos motivos para desesperar a fin de hacerla interesante»[1].
Estrategias todas ellas presentes en las auto-justificaciones de los fútiles curadores, esos gurús-pelmazos del arte contemporáneo; un arte (casi) todo él pre-texto, negándose los propios artistas a reconocer su propia tristeza-aburrimiento disfrazada de la «nueva melancolía» en el siglo XXI. Artistas que inventan nuevos motivos para desesperarnos de aburrimiento con el fin de seguir haciéndose los interesantes con el beneplácito (y, a poder ser, con la correspondiente subvención) de la Institución Cultura.
En la película Night Movies (1975), dirigida por Arthur Penn, un detective privado interpretado por Gene Hackman anda buscando a una mujer (Melanie Griffith) que se ha escapado de casa. En un momento dado, el detective rechaza una invitación para ir al cine a ver una película de Éric Rohmer porque, según sus propias palabras: «Vi una vez una de él; era algo así como ver la pintura secarse». Esta extraordinaria conclusión dio pie a que un grupo de personas, harta de aburrirse en el cine o en las salas de exposición, se agrupara en torno a esta feliz idea. El manifiesto del grupo «Ver la pintura secarse»[2] se resume en dos puntos:
1- Ninguna obra artística en donde el tiempo sea intrínseco a su naturaleza (cine, video, instalaciones con imágenes en movimiento, etc.) podrá mantener en la pantalla (o símil) una imagen fija por más de tres segundos.
2- No serán consideradas obras de arte aquellas que, no siendo del todo fijas, la lentitud produzca en el espectador una imitación similar a la de las fijas.
Nuestro tiempo, bautizado en repetidas ocasiones como una «era del vacío», se caracteriza paradójicamente por la apabullante saturación de información y, en especial, por la información intrascendente, subjetiva, promocional, innecesaria y narcisista. Por si esto no fuera bastante, la ingente profusión de gadgets tecnológicos que vienen protagonizando la imparable revolución comunicativa a escala planetaria han jugado su importantísimo papel, haciendo los deberes de distracción en el ámbito de lo que podríamos denominar como «cultura del entretenimiento», dentro de la que cabe señalar un espacio destacado para el arte contemporáneo entendido como parte integrante de esta industria cultural.
Cuando el artista norteamericano John Baldessari se propuso a mediados de los años sesenta del siglo pasado que «no volvería a hacer arte aburrido»[3], no podía sospechar que sólo cuarenta años después acabaría reconociendo él mismo la cruel evidencia para afirmar, sin pelos en la lengua, que «ahora formamos parte del sistema»[4]. De cualquier modo, salta a la vista cada vez más la lucidez y perspicacia de su renuncia al aburrimiento visual, planteada en principio para combatir una idea falsa y muy extendida en el mundillo del arte conceptual de aquellos años: que severidad y seriedad son una misma cosa. Paradójicamente, el aburrimiento pasó a convertirse en una de las estrategias (fracasada de antemano, eso sí) de resistencia frente al sistema por parte de algunos artistas y creadores de vanguardia.
Screen Tests: Warhol se aburre
Andy Warhol se acercó al cine —su gran pasión mitómana desde niño— con la naturalidad y curiosidad que le caracterizaban. Estos retratos en primer plano que llamó Screen Tests[5] son quizá su más valiosa contribución cinematográfica. Se proyectaban, de forma aleatoria, en sesiones de cine independiente o como parte de los espectáculos multimedia donde confluían, en sorprendente amalgama, proyecciones, luces estroboscópicas, improvisadas coreografías y la música en vivo de la Velvet Underground. Entre 1964 y 1966 Warhol llegó a rodar 472 retratos fílmicos, mudos y en blanco y negro, todos ellos de cuatro minutos de duración. Originalmente fotografiados a 24 imágenes por segundo, se proyectaban a 16, sometiéndose a sí a un proceso de lentificación de la imagen. Warhol sentaba ante una cámara inmóvil a la fauna que frecuentaba su célebre estudio, la plateada Factory, en un auténtico ritual de iniciación por el que pasaron jóvenes candidatos a engrosar su corte, potenciales mecenas a los que adulaba con una cámara Bolex de 16 mm, y nombres propios como su precursor Marcel Duchamp, Allen Ginsberg, Salvador Dalí, Susan Sontag o Bob Dylan.
«Warhol —ha escrito Lars Svendsen— es, ante todo, un voyeur cuando, rodeado de droga, promiscuidad y desesperación en el centro artístico The Factory, se dedica sólo a observar; y se aburre mortalmente ante el espectáculo.»[6] Se trata de retratos en movimiento, breves películas mudas, lentificadas, en blanco y negro, en donde vemos a algunos visitantes de la Factory (celebridades y gente de su círculo más cercano) en primeros planos. Los modelos eran invitados a posar durante unos minutos ante la cámara de 16 mm como si fueran a ser fotografiados. En un conocido ensayo sobre el cine de Warhol (The Life, World and Films of Andy Warhol. New York, Marion Boyars, 1991), su autor, Stephen Koch, desafía esa autodefinición del artista según la cual no habría «nada detrás de la superficie» de sus películas. Si tenemos en cuenta que Warhol era un ser obsesionado con la disimulación, la ocultación y el enmascaramiento, el crítico concluye que sí había un motivo subyacente en esas piezas fílmicas, y, además, un motivo de peso: la muerte, ni más ni menos. Según Koch, todos los filmes de Warhol expresan, en mayor o menor medida, una especie de «necrofilia». Esa «imagen compulsiva de la muerte» la podemos hallar no solo en la mirada de los modelos, sino, sobre todo, en el silencio y la inmovilidad que es, a fin de cuentas, el fundamento formal de estos «Screen Tests».
Sabemos que el melancólico y aburrido Warhol se expresaba por medio de curiosas paradojas. Por ejemplo, cuando decía que no había nada detrás de la superficie de sus películas estaba intentado librarse de las interpretaciones al uso, de los tópicos, de los lugares comunes y de las respuestas mil veces repetidas y ya sabidas de antemano; en resumen, parece que le aburrían las mismas respuestas de siempre a las mismas preguntas de siempre. Quizás pretendía así llevar al espectador a buscar otro tipo de respuestas que no se conformaran con las fórmulas archiconocidas; unas respuestas, en fin, que no precisaran ser necesariamente interpretativas, o, en otras palabras, que todavía no hubiesen encontrado una forma de llevarse hasta sus últimas consecuencias. Warhol, en medio de su tedio ontológico, se sirve de la reproducción mecánica de las imágenes para escapar del lugar común y del automatismo acrítico de los sentidos.
En sus célebres notas sobre la fotografía, Roland Barthes comenta un retrato de Andy Warhol realizado por Duane Michals: «[…] retrato provocativo, ya que en él Warhol se tapa la cara con las dos manos. No tengo ningún deseo de comentar intelectualmente este juego de escondite […], pues, para mí, Andy Warhol no esconde nada; me da a leer abiertamente sus manos; y el punctum no es el gesto, es la materia algo repulsiva de esas uñas espatuladas, suaves y contorneadas al mismo tiempo» [La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona, Paidós, 2011, p. 65]. Curiosamente, en el libro de Barthes no viene reproducida la fotografía en cuestión. En cualquier caso, no es el «motivo» la intención de la foto, no es eso lo que atrae en este caso a Barthes, sino aquello otro que la imagen revela de cualquier forma, en la superficie, a la vista de todos, al margen de cualquier otro tipo de posible motivación o consideración.
Da lo mismo lo que puedan pretender el modelo o el fotógrafo, eso resulta del todo indiferente. De la misma manera, el mecanismo, digámoslo así, «automático» de los «Screen Tests» resulta mucho más potente que la voluntad de los individuos allí filmados. La clave del asunto, por lo tanto, nunca va a estar en el modelo, sino en el mecanismo fotográfico y en la mirada del espectador. ¿No se estará equivocando Barthes al ‘esnobear’ de esa manera a Warhol cuando dice de él que «no esconde nada»? (Por cierto, que extraña esa repulsión de Barthes hacia la forma del corte de las uñas). En las películas de Warhol la posible «revelación» estará, en cualquier caso, en relación directa con el propio deseo del espectador. Lo imprevisto, lo inexplicable que emerge justamente ahí, en la pura y dura superficie de las cosas, depende, en última instancia, más de la mirada del espectador que de las supuestas intenciones de aquello que es observado, ya sea esto una persona, una pared pintada mientras se seca, o un queso pudriéndose…
Esta sería, por tanto, la materia y el misterio de los «Screen Tests»: el espectador siempre quiere ver más allá. Le resulta imposible (o al menos muy difícil) creer que no haya nada más allá de la superficie de las cosas, que no haya nada por detrás de esa imagen «banal». Es algo parecido a lo que le ocurre a los personajes que se encuentran de forma fortuita con Mr. Chance en Being There (1979), esa antológica película dirigida por Hal Ashby y protagonizada por Peter Sellers junto a Shirley McLaine. Así, estas cortísimas películas de Warhol (auténticas miniaturas en movimiento) incitan de una forma un tanto extraña e inquietante a la búsqueda de respuestas que, hasta el momento de enfrentarnos a ellas, ni siquiera nos habíamos planteado. «Al final de mi vida —escribe el propio Warhol en The Philosophy of Andy Warhol (From A to B and Back Again)—, no quiero dejar ninguna sobra, cuando muera, no quiero dejar restos. Y no quiero ser un resto. Miraba televisión esta semana y vi a una mujer entrar en una máquina de rayos y desaparecer. Fue maravilloso, porque la materia es energía y ella, sencillamente, se dispersó. Ese podría ser un invento verdaderamente estadounidense, la mejor invención de los Estados Unidos: poder desaparecer». Y, a pesar de todo, se pasó la vida haciendo justamente lo contrario, es decir, fabricando paradojas, dejando restos, sobras que nos siguen interpelando en la actualidad, como nos sigue sucediendo hoy con estos «Screen Tests».
Estas soporíferas piececitas remiten directamente al cine a su origen fotográfico: «Esa imagen que produce la muerte queriendo conservar la vida», según Roland Barthes. Son, esencialmente, momificaciones posmodernas. Aquí nos resta la imagen embalsamada de un cuerpo que, en el caso de que todavía exista, ya no es tal como lo estamos viendo. La imagen no es, pues, más que un fantasma, una sombra (y una sobra). Como aquellos precursores de la fotografía, o mejor aún, como aquellos maravillosos retratistas egipcios de Al Fayum, Warhol, queriendo conservar la vida, produce justamente lo contrario; con una diferencia (y aquí permítaseme el chiste fácil), en el caso de Warhol, la «muerte por aburrimiento».
Pero, más allá de estos retratos a cámara lenta, quizás el trabajo cinematográfico de Andy Warhol que más influencia tuvo fue su película Empire, de 1964. Conceptualmente se trataba, en palabras del propio Warhol de «see time go by» (ver el tiempo pasar), ni más ni menos. Sin más intermediación del artista que ralentizar la velocidad de la película a la hora de proyectarse. La misma estrategia que seguirá en sus Screen Tests, ya la aplicó en Empire: originalmente fotografiados a 24 imágenes por segundo, se proyectaban a 16, adquiriendo en su lentitud una ligera cualidad onírica. «Ver la pintura secarse», «ver el tiempo pasar»… Una vez más, la clarividencia del melancólico y aburrido Warhol se nos antoja como una de las claves para entender nuestra contemporaneidad. Quizá a los artistas les queden ya muy pocas cosas por revelar, pocas estrategias por intentar a la hora de desvelarnos lo real. Cuando una obra hace que nos enfrentemos con nuestro propio aburrimiento, con nuestro propio tedio, está haciendo que nos situemos frente a una de las pocas «experiencias reales» que nos quedan por experimentar. Sin embargo, ¿quién está dispuesto a aburrirse como una ostra, aunque al final nos prometan tener una perla entre las manos? Lo que definitivamente acaba por revelarse insuficiente es el mismo espacio de la representación. Si la pérdida de objeto (la perla entre las manos) abre el teatro de la representación, la melancolía se produce como su clausura —ante la evidencia de que todo lo que en él se escenifica (las supuestas experiencias de realidad) pertenece igualmente al contingente orden de lo fantasmagórico.
El aburrimiento no es tanto un afecto, ni siquiera un estado anímico, sino la absoluta suspensión de lo anímico, la congelación misma del pensamiento, la habitación del cierre del espacio de la representación. No un pensamiento, no una figura de éste, sino una velocidad, un régimen del pensar. Es (in)acción, y no estado. Algo que afecta definitivamente a toda la economía de la representación, a toda la relación de la conciencia con el ser, desjerarquizando su organización y desviando sus órdenes hacia el desnudamiento de su condición simulatoria, hacia la puesta en evidencia de su carácter de productividad de simples apariencias puras y duras. Lejos ya de aquella ultima promesa —que aún conservaba la cifra de otra mesiánica anterior, aquella que aseguraba una vida eterna más allá de la vida— la única promesa que los nuevos rituales del arte ofrecen a cualquier participante es la presagiada en su momento por el lúcido Warhol: en el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos.
Pudrirse de aburrimiento en tiempo real
No se nos puede pasar por alto que, entre los diferentes tipos de pulsiones que nos acechan en la actualidad, existe un irrefrenable y más que evidente deseo de banalidad que flota en el ambiente. Internet es un sitio extraño, pero los museos, las galerías y los demás espacios de representación del arte oficial también lo son en cierta medida. No hace mucho tiempo un magnífico ejemplar de queso cheddar alcanzó una enorme celebridad a base de pudrirse. Literalmente, durante los doces meses que enmoheció sobre la estantería de una granja en Inglaterra, recibió (no es ninguna broma) ¡miles de visitas diarias! Este queso tuvo mucho más que los famosos «quince minutos de fama». Hubo días enteros en que decenas de miles de personas podían conectarse con el queso desde los lugares más remotos del mundo, como si no hubiera nada más importante que hacer. Un fenómeno, sin duda, intrigante, sobre todo en una época en que las modalidades de ocio prácticamente no tienen límite. El extraño fenómeno se debió a la webcam que lo hizo célebre. Cualquier persona del planeta con acceso a Internet —y sin nada mejor que hacer, claro está— podía verlo en cualquier momento y, lo que es más importante, en tiempo real.
Los tiempos de pudrición, descomposición o secado en la historia de las imágenes siempre han tenido una importancia capital a la hora de conseguir un buen acabado. Ya en el Libro del Arte (finales del siglo XIV), el primer tratado moderno de pintura, Cennino Cennini nos advertía a la hora de barnizar una pintura: «Has de saber que la forma de conseguir un barnizado más delicado y agradable es esperando lo más posible después de pintar la tabla. Y te digo más —continúa Cennini—, si esperas varios años, al menos uno, más fresco parecerá tu trabajo»[7]. Parece, por tanto, que un año es un periodo de tiempo razonable tanto para terminar una obra, como para asistir en vivo y en directo al proceso de pudrición del distinguido queso cheddar.
Allí estaba, día y noche, frente a la cámara de cheddarvision.tv. Al final de su proceso de pudrición, el distinguido queso llegó a tener página propia en Facebook y Myspace. El queso en cuestión había terminado por adquirir personalidad propia, y, sin embargo, nada especial lo distinguía en absoluto del resto de sus congéneres. Simplemente tenía una cámara de TV frente a él las 24 horas del día. Oliver Burkeman, un periodista del diario británico The Guardian, glosó la fascinante existencia del queso con un artículo titulado «Brilliantly boring». Confesaba haberse enganchado a las imágenes del espécimen lácteo transmitidas en directo. La cámara montada por el fabricante de quesos Tom Calver no dejaba ver más que una pieza de casi veinte kilos. Pero a ese mismo cronista que al principio sentía una especie de aburrimiento e irritación (la misma sensación, por otro lado, que nos invade en algún momento en la inmensa mayoría de exposiciones, bienales y demás subterfugios subvencionados donde resiste a duras penas el arte contemporáneo), pronto le embargaba «un sentimiento de paz casi hipnótico». Recordaba Burkeman que «primero empiezas a respirar profundamente», y «después, cualquier distracción, como los ruidos del tráfico o el teléfono, desaparecen». Al final, decía, «sólo estamos el queso y yo».
Estamos, sobra decirlo, ante una pura (y dura) experiencia estética en el sentido greenbergiano del término. Efectivamente, algo pasa cuando el aburrimiento ya no es detectado ni combatido, sino que incluso llega a ser deseado, fomentado y disfrutado por estos nuevos estetas (flâneurs de la Red) que pasan horas pegados a la pantalla del ordenador. Internet está lleno de sitios para satisfacer con creces el ansia de banalidad. Hay webs en las que se puede dejar correr el tiempo mirando distraídamente cómo seca la pintura del techo y en las que, por supuesto, no ocurre nada (con la única salvedad de que uno puede escoger el color, aunque en realidad da lo mismo, más o menos húmedo o seco, hay poca variación en el tono). ¿Serán estos símbolos los signos inequívocos de la «nueva melancolía»? Jean Starobinski decía en una entrevista (El País, 20/03/09) que «ésta es una época en la que la melancolía es genuina». Quizá más genuina que nunca, más vacía que nunca, más aburrida que nunca.
¿Hasta qué punto pueden estar relacionados el aburrimiento y la melancolía? ¿Será el aburrimiento una forma contemporánea de melancolía? Ya lo decía Chesterton: «Incluso una pared desnuda, si se observa el tiempo suficiente, provoca la risa». También están las webcams que «vigilan» el césped de enfrente de la casa, o esas otras que enfocan a un volcán en Nueva Zelanda o en Islandia y que, curiosamente, cuando la cosa empieza a ponerse interesante, se nublan para velarnos lo que está pasando. O aquellas otras que transmiten en tiempo real enternecedoras escenas de nidos cuyos huevos algún día se transformarán en polluelos. Pero todo eso, en cualquier caso, será algún día. Porque el resto del tiempo hay que esperar. Si alguien, sentado frente al ordenador, siente deseos de que ocurra algo (cualquier cosa que lo saque de su tedio), mejor que no se meta en estas páginas. Está probado que cuanto más nos hacen esperar y menos nos dan, más placer experimentamos. Que no ocurra nada, que apenas se mueva lo que tenemos delante, que no se noten las diferencias de un día a otro, esto es lo que anhela mucha gente cansada de un mundo que depara sobresaltos continuos. Es el paraíso del aburrimiento: la esperanza de un tiempo liso. Porque contrariamente al tedio, el aburrimiento carece de pedigrí literario y estético. Es completamente opaco, y lo que es más importante, no pretende nada.
Flotando en el limbo
Nos movemos todo el tiempo en un lugar imaginario indeterminado absolutamente fértil para pensar en cuestiones relativas a la estética, la representación y el arte contemporáneo —entendidos éstos en el sentido de «lugar»—, como un auténtico limbo: único espacio que realmente ha fructificado en el imaginario contemporáneo. La Iglesia Católica anunció en el 2006 que el limbo no existe, sin embargo, estamos seguros de que, más que nunca, vivimos bajo el signo de este espacio suspendido. Lástima que nos hayamos quedado sin él, porque el limbo sería un buen lugar para apartarse del ruido del mundo y dejar correr la imaginación. Lugar incierto eso sí, lugar del aburrimiento por excelencia, lugar, literalmente, sin pena ni gloria. Un espacio metafórico (¿acaso no podríamos asimilar arte y limbo como espacios metafóricos con idénticas o similares características?) que el dramaturgo Harold Pinter, en No man´s land (1975), describe, mediante uno de sus personajes, como el no lugar «que nunca se mueve, que nunca cambia, que nunca envejece, pero que permanece siempre, helado y silencioso». En el limbo, tanto los niños como los justos, están a la espera en el descanso (quietae expectationis) del que nos habla San Buenaventura.
La primera webcam instalada para vigilar el limbo no tenía otra finalidad que la de ahorrar desplazamientos inútiles. Frente a la cafetera de una sala de la Universidad de Cambridge, la cámara se instaló para saber si había café sin tener que salir del despacho. Fue de acceso público entre 1993 y 2001. Muchos internautas la tuvieron en su pantalla, pero nunca llegaron a sentir el aroma del café. Aquella cafetera se hizo famosa por el mero hecho de haberse hecho famosa. Al final acabó subastada —como, por cierto, también ocurrió con el queso cheddar—, y los beneficios obtenidos fueron destinados a alguna causa caritativa. El fenómeno ha alcanzado tales proporciones que algunas de estas webs ya se arrogan el título de la autenticidad: The Original Watching Paint Dry Webcam. Y luego, a continuación añaden: «¡Que no te engañen con imitaciones!». De modo que, incluso en el aburrimiento más tenaz anida la veleidad de lo singular, lo distinguido, lo único. Ya lo advertía en uno de sus aforismos Jenny Holzer: «El aburrimiento te empuja a hacer cosas impensables».
En cualquier caso, lo que no puede negarse es la capacidad del aburrimiento para hacer de nosotros mismos auténticos obsesos del detalle. Precisamente eso, «detalles», son todas y cada una de las obras del pintor ya fallecido Roman Opalka, desde que en 1965 decidió establecer por voluntad propia su total dependencia respecto al proyecto OPALKA 1965/ 1-∞. Con espartana disciplina y rechazando de antemano cualquier intromisión de la espontaneidad o del azar, desde entonces estuvo cubriendo la superficie de diversas telas con una serie continua de números enteros ordenados a partir del uno inicial. Los números se suceden, blancos, sobre un fondo originalmente negro al que, en cada nueva tela, se he ido añadiendo un 1% de blanco de manera que, en cada nuevo detalle, fondo y figura se vayan acercando hasta fundirse finalmente en el monocromo final. Ningún elemento del proceso de trabajo escapaba del control del proyecto de Opalka en este alejamiento progresivo de la vida digno de ser vivido y contemplado.
Opalka, en una letanía monocorde, grababa su voz recitando los números mientras los pintaba, fotografíaba su rostro al final de cada sesión de trabajo referenciando la fotografía con el último número pintado, y conservaba los viejos pinceles igualmente numerados por el intervalo de la serie en la que habían sido utilizados. El conjunto da forma a un ritual solitario de regodeo en el aburrimiento; ritual en el que Narciso y Sísifo (dos figuras capitales de lo que podríamos denominar «aburrimientos mitológicos») se funden en este nuevo mito encarnado por el pintor aburrido. El placer en la recreación de la construcción del yo va asociado al dolor por la condena a llevar su carga a cuestas. El peligro actual quizá radique más en la falta de auténtico aburrimiento por desocupación que en la falta de distracciones y cosas que hacer.
La industria —incluida la cultura institucionalizada— genera continuamente nuevos gadgets, nuevos parques temáticos, nuevos museos y espacios, nuevas ocupaciones, en fin, para nuestro tiempo libre. Muchos echan de menos una ociosidad que no se sintiera de forma culpable, un aburrimiento fértil que nos dejara pensar pudiéndonos llevar a la ocurrencia de algo que de verdad nos apeteciera, algo que comprometiera toda nuestra atención, nuestra inteligencia y nuestros sentidos. «El moderno se contenta con poco», escribía Valéry en su Cuaderno B de 1910, y seguramente tenía razón. Lo podemos comprobar una vez más en el video-performance del artista Rubén Barroso titulado El arte del aburrimiento, donde el artista, durante cinco minutos, se dedica a romper una serie de libros harto ya (suponemos) de tanta «carga teórica», sentado en una silla en un rincón de la sala, al lado de un neón que apoyado en la pared ilumina la escena. O en esa otra obra del artista Yann Sérandour, que en su homenaje-cita a Baldessari se limita a poner sobre la pared un neón en el que se lee la palabra «boring». Conclusión: las luces de neón y el aburrimiento tienen que estar relacionados necesariamente.
Pero no sólo en el mundo del arte, en la propia vida nos distraemos con cualquier cosa. Muchas de las diversiones masivas de hoy en día, como la inmensa mayoría de los trabajos, no dignifican, sino que embrutecen…, y aburren. En este contexto, el aburrimiento supone dejar de reaccionar constante, exclusiva e inconscientemente al mundo externo y, por tanto, ensayar otra atención, de permeabilidad más selectiva, que suponga además una oportunidad de dejar abiertas las puertas de exploración al mundo interior. El aburrimiento, precisamente, ha sido defendido como una manera de resistir la distracción constante y mantener el control sobre la propia existencia (Kracauer), así como una condición para la creación de lo realmente nuevo (Ben Highmore).
Siegfried Kracauer podría ser el artífice que inaugura una nueva forma de atención y crítica que descubre y señala la incertidumbre de una sociedad que deja atrás las formas de trascendencia religiosa. Alma gemela de Walter Benjamin, es el crítico de la cultura que en los años veinte y treinta del siglo XX hace de la vida moderna un fenómeno superficial digno de análisis. Sin embargo, pocas cosas gozan de peor reputación que el aburrimiento en un mundo-mercado que combate sin piedad con todo tipo de productos cualquier tiempo inactivo. La multinacional de la comunicación Motorola acuñó hace unos años el término ‘microboredom’ (microaburrimiento) para referirse a los espacios de tiempo, cada vez menores, sin una actividad definida. En efecto, podemos llegar a pensar que, en contra de lo que afirmaba Valéry en su momento, el moderno de hoy ya no se contenta con poco, muy al contrario, necesita de una enorme cantidad de estímulos constantes para no aburrirse, para llenar esos espacios de tiempo sin actividad definida.
Como afirma Carl Honoré: «… hemos perdido el arte de no hacer nada, de cerrar las puertas al ruido de fondo y las distracciones, de aflojar el paso y permanecer a solas con nuestros pensamientos. […] Si eliminamos todos los estímulos, nos ponemos nerviosos, nos entra pánico y buscamos algo, lo que sea, para emplear el tiempo. […] Todo el mundo está muy ocupado leyendo el periódico, absorto en un videojuego, escuchando música por los auriculares, trabajando con el portátil, charlando por el móvil…»[8]. Se hace, por tanto, urgente la necesidad de instaurar este otro tiempo para lo vacío —y eso incluye lo banal—, lo que podría explicar, por ejemplo, el éxito de las selecciones de postales aburridas que ha publicado Martin Parr, los inexpresivos retratos fotográficos de René Dijkstra, o los paisajes desolados en la fotografía de Sonja Braas o de Sarah Dubai. Como decíamos al principio, del aburrimiento pueden surgir, quizá, fuerzas renovadas y nuevas rutas creativas.
Eugene Weber escribió a finales del siglo pasado: «… el aburrimiento es el leitmotiv de una época en la que el ocio se multiplicó sin que aparecieran nuevas maneras de ocuparlo». Cosa bien distinta es el panorama actual, en el que el aburrimiento, o mejor dicho, lo que Richard Louv llama a constructively bored mind, se ha convertido en todo un objetivo en sí mismo dentro de una nueva corriente estética que abarca desde el cine a las artes de la escena, pasando por las artes plásticas o el arte de acción. En la actualidad, el prestigio del buen aburrido (esa especie de diletante contemporáneo) asienta sus bases en su condición de resistente, de ciudadano a contracorriente en el interior del apabullante paisaje mediático. Es la penúltima declinación del cool. El tiempo ya no se mata, sino que se degusta y paladea en slow-motion. El hecho de estar aburrido implica hoy gestos estudiados, perfectamente codificados, aprendidos y ensayados en las pantallas. Eso sí, ya no se trata de señales demandando un rescate, sino todo lo contrario: un tiempo a salvo del mundo y de cuanto interesante y estimulante tiene que ofrecernos.
Frente a la diversión, por tanto, el aburrimiento como forma de resistencia. En la entrevista citada más arriba (El País, 20/03/09) Jean Starobinski hablaba abiertamente sobre la necesidad de que «los individuos adultos no se dejen caer en una cultura de la diversión y de la infantilización», para añadir a continuación que: «… existe un nivel [en la cultura en general, y en la literatura en particular] en el que predomina la diversión y no voy a ser yo el que vaya a hablar mal de la diversión». Evidentemente, no es su lucha, sin embargo, hay numerosos ejemplos de artistas y creadores contemporáneos que parecen tener entre sus principales motivaciones justamente esa: hacer frente a la cultura de la diversión.
“Pero, ¿esto cuándo empieza?”
Dentro de un máster en arte contemporáneo al que tuve ocasión de asistir como alumno hace unos años, el profesor Juan Martín Prada (crítico de arte, experto en net.art y nuevos comportamientos artísticos en la Red) nos contó una jugosísima anécdota que puede ilustrar perfectamente este tiempo de diversión-infantilización que nos ha tocado vivir. Hablaba Martín Prada sobre el público del arte en un futuro inmediato (diez, quince años), y, a este respecto, nos contó lo que le pasó a un profesor amigo suyo en una visita al Museo del Prado con sus alumnos de entre ocho y diez años. Estando este profesor en la sala de las Meninas, con los pequeños pululando entre los cuadros de Velázquez, se le acercó un niño y, tirándole insistentemente de la chaqueta, le preguntó: «Profe, pero ¿esto cuándo empieza?».
Estos futuros espectadores del arte que se han pasado media vida jugando con una video-consola lo tienen claro, y ya no soportan de ningún modo la imagen estática. Pero no hay que preocuparse, las nuevas tecnologías de la imagen ya nos permiten que los cuadros «empiecen» de una maldita vez, es decir, que ha llegado por fin el momento en que parece que ya no estamos dispuestos a quedarnos frente a un cuadro «viendo la pintura secarse» sin más. La extraordinaria lucidez de este jovencísimo escolar se nos antoja reveladora de un cierto estado de la cuestión. Hace unos años pudimos ver dos muestras que parecían dar la razón a este agudo crítico de arte en ciernes; nos estamos refiriendo a Looping Memories. Videoarte en Suiza y, sobre todo a El cuadro inquieto. La imagen como pintura en movimiento y el retorno de los géneros[9].
Efectivamente, como bien señalaba Anna María Guasch: «La imagen móvil parece ganar terreno a la tradicional, sea la pictórica, la escultórica o incluso la fotográfica. Y junto a la imagen móvil, sale a relucir esa nueva fascinación por relatos fragmentarios, sin principio ni fin». Se trata, en definitiva del aburrimiento en loop, podríamos decir, «primeros planos, tiempos ralentizados y situaciones nimias» sin solución de continuidad, una y otra vez, y vuelta a empezar; la instauración definitiva de lo banal espectacularizado a base de servirse de la imagen lentificada en alta definición y en pantalla de plasma. Para que la imagen empiece a moverse y siga estando dentro del ámbito artístico ha de ser, necesariamente aburrida y de buena calidad. Pronto veremos en los museos de pintura (creo que en Japón ya existe esta posibilidad) cómo se le da la opción a los visitante de pulsar un dispositivo para que el cuadro, la escena representada en la pintura, comience a «desarrollarse»; la pintura, pues, como mera excusa para el flujo del movimiento. Y es que el público que asiste masivamente a los museos de arte ya no parece estar dispuesto a soportar la imagen estática. Curiosamente la pintura abstracta lo va a tener más difícil para integrarse en esta nueva corriente de «cuadros inquietos». Siempre resultará mucho más atractivo ver cómo empieza a moverse un caravaggio o un delacroix, por poner sólo dos ejemplos, que un pollock o un rothko.
En la muestra El cuadro inquieto. La imagen como pintura en movimiento…, lo que se buscaba, en palabras de Guasch, era «reducir la imagen en movimiento a un tableau vivant, muy en línea con algunas obras de Bill Viola, como Las Pasiones y sus flirteos con las grandes pinturas de los museos. […] la exposición se basa en una confrontación entre pinturas y vídeos que, al decir de su comisario, pueden interpretarse no tanto como una competencia frontal, sino como homenaje a la pintura a través de la reinterpretación y recreación de escenarios, paisajes o personajes “apropiados” de la Historia del Arte», o lo que es lo mismo, por decirlo más claramente, poner los cuadros en marcha para hacerlos atractivos al nuevo espectador que quiere que «esto empiece ya» de una maldita vez.
[1] Jankélévitch, Vladimir: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Madrid, Taurus, 1989, p. 64.
[2] Véase en Adversus (revista de semiótica), nº 12-13, 2008. Manifiesto del grupo «Ver la pintura secarse», <http://www.adversus.org>.
[3] Obras de John Baldesaari como I will not make any more boring art, I am making art, Baldessari signs LeWitt, o The excesses of austerity and minimalism, utilizaban el video para registrar una acción performativa que ofrecía una reflexión directa y mordaz sobre los procesos y condiciones que dan (o pueden dar) lugar al arte.
[4] Entrevista con John Baldessari (Cultura/s La Vanguardia, 24/02/2010).
[5] En 2006, Callie ANGELL publicó el pormenorizado estudio Andy Warhol Screen Tests: The Films of Andy Warhol, Catalogue Raisonné (Harry N. Abrams, Inc.), libro donde se aportan fotogramas de los mismos, datos técnicos y entrevistas con los implicados supervivientes, en un concienzudo análisis que alcanza la condición de retrato sociológico de toda una era. Se han distribuido en formato DVD/libro una pequeña selección de los mismos en 13 Most Beautiful… (Plexifilms). Desfilan por la pantalla una selecta serie de rostros sometidos al impúdico e insaciable escrutinio del objetivo.
[6] Svendsen, Lars: Filosofía del tedio. Barcelona, Tusquets Editores, 2006, p. 135. Para Svendsen, el tedio es, sin duda, una de las grandes «cuestiones filosóficas» que tarde o temprano todos tendremos que plantearnos. Considera el aburrimiento como uno de los rasgos esenciales de la sociedad contemporánea.
[7] Cennini, Cennino: El libro del Arte. Madrid, Ediciones Akal, 2000, p. 192.
[8] Honoré, Carl. Elogio de la lentitud: Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad. (Primera edición, 2004). Barcelona, RBA Libros, 2005, p. 19.
[9] Véase el artículo de Anna María Guasch titulado «A vueltas con el vídeo», en ABCD suplemento cultural de ABC, 22/05/2010, p. 31.
En portada, Nico en los Screen Tests de Andy Warhol.
De arriba abajo, fotograma de 71 fragmentos para una cronología del azar, de Michael Haneke; Jean-Louis Trintignant en un fotograma de Mi noche con Maud, que es la película de Rohmer a la que se refiere Gene Hackman en la película de Arthur Penn; retrato de Andy Warhol en 1958 por Duane Michals; fotograma de Empire, de Andy Warhol; Wedginald, el queso que estuvo expuesto un año para que se pudiera seguir su pudrición por webcam; el Vesubio desde la webcam del Observatorio Astronómico de Capodimonte; autorretratos de Roman Opalka; fotograma de El arte del aburrimiento, de Rubén Barroso; una de las postales aburridas de Martin Parr; gif a partir de cuadros de Rothko.