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Un paseo con Robert Walser por São Paulo
Jueves, 10 de diciembre de 2015. 16:00h.
Facultad de Derecho de São Paulo, Largo de São Francisco.
Hemos quedado citados para participar en una experiencia de la que en principio no sabemos gran cosa. Se trata de algo así como «teatro en la calle», pero, la verdad es que no sabemos prácticamente nada de lo que pueda ser aquello que vamos a ver, vivir, experimentar o lo que fuera. Apenas unos pocos datos (lugar, fecha y hora). En cualquier caso, la curiosidad me lleva hasta allí por el mero hecho de tratarse de un paseo por la ciudad. Más concretamente se trata de un paseo muy específico, El paseo de Robert Walser. ¿Un paseo con Walser en São Paulo? En efecto, aquello hay que verlo. Hace más de diez años que leí El paseo y no lo recuerdo en detalle, pero en cualquier caso prefiero no leerlo ahora antes de encontrarme con Walser en esta caótica ciudad.
Primeros pasos
En torno al territorio por excelencia de la experiencia contemporánea (desde la arquitectura y el urbanismo). Acerca de la idea de ciudad contemporánea (la cultura contemporánea es indefectiblemente urbanita). Territorio difuso, delirante geografía de geometría variable afectada desde muchos órdenes: ciudad informacional (la circulación de información…). Crecimiento intempestivo, no reglado, no lógico. Mutaciones: crecimiento no programado, no lógico. Dinámicas de mutación (ciudad líquida).
¿Qué detecta Walter Benjamin en el París del XIX? ¿En que se ha convertido la ciudad a los ojos de Benjamin? Aparece la multitud y, así, el anonimato. La ciudad se convierte a partir de entonces en el espacio de la anomalía (la barricada, la puta, el indigente, la delincuencia…). El ideal de la transparencia (la cultura del vidrio, disolución entre el espacio público y el privado). Surge así la subjetividad replegada en el pequeño interior burgués (caja-estuche); el interior burgués propio del Modernismo.
Dos opciones a tomar ante este territorio inseguro de la metrópoli moderna; en cualquier caso, dos formas complementarias de «ensimismamiento».
1. Subjetividad replegada en el interior del hogar.
2. Fascinación: el flâneur.
La simple idea de plantear o imaginar un paseo con Robert Walser me parece sugerente en sí misma. No necesito mucho más, la verdad, no me hace falta ningún reclamo más para acercarme hasta allí a ver de qué se trata esta propuesta «no escénica». Llevo ya más de tres años viviendo en esta ciudad y la experiencia de caminar por el centro de la inmensa metrópoli me resulta siempre (o casi siempre) enormemente sugestiva. Pero en este caso en concreto el fenómeno anacrónico que se propone, incrustado en el medio del fragor cotidiano propio de una ciudad como São Paulo, merece, sin duda, ser experimentado en vivo y en primera persona.
Mientras acudo a la cita se me vienen a la cabeza algunas cuestiones: ¿Qué tipo de Walser me voy a encontrar? ¿Va a hablar, y en caso de que sí lo haga, en qué idioma? ¿Se tratará realmente de un paseo, o vamos a asistir a la representación de un paseo?
Ya conocía el célebre relato que lleva por título El paseo, pero, ciertamente, no veía cómo podía encajar este texto en el ámbito específico de una experiencia que se podría enmarcar dentro del teatro callejero. Sin duda, esta duda, esta primera incertidumbre supone un tanto a su favor a la hora de aproximarse hasta el punto de encuentro marcado, y animarse así a «perder» una tarde dando un paseo por una ciudad en la que siempre falta tiempo —o al menos esa es la sensación que tenemos los que vivimos aquí— para todo. Sin embargo, la experiencia del paseo requiere un punto de partida ineludible: dar el tiempo por perdido de antemano. A partir de ahí uno puede abrirse a lo que pueda suceder.
Habíamos sido citados con el Sr. Walser a las 16:00h, justo enfrente de la Facultad de Derecho, en pleno centro histórico de la ciudad. El lugar donde estaba marcada la cita era ya de por sí sugerente. El centro de São Paulo tiene fama entre sus propios habitantes de ser un lugar muy peligroso; a partir de las 6 o 7 de la tarde, cuando anochece y cierran todos los locales comerciales, te aconsejan que no andes por allí. A pesar de esta aparente inseguridad, el centro de esta ciudad resulta muy impresionante para un madrileño como yo. Por muy cosmopolita que uno pueda llegar a creerse (no es mi caso), al llegar a São Paulo uno no puede dejar de sentirse como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. Esta mega-urbe resulta apabullante por su escala, la dimensión desorbitada —ciertamente inhumana también—, la enorme descompensación a todos los niveles (social, paisajístico, económico…) que se puede comprobar en cada esquina. Viejos y decrépitos edificios abandonados o semi-abandonados que evidencian su pasado esplendor, junto a enormes edificios de oficinas. Viejas tiendas de barrio junto a modernos supermercados recién estrenados, antiguos botecos (bares) decadentes junto a asépticos y «acogedores» Starbucks donde uno puede sentirse «como en casa» en cualquier lugar del mundo. Personas tiradas por la calle junto a gente «superchic» perteneciente a las más variadas tribus urbanas. Personas abandonadas a su suerte junto a otra gente a la que la suerte no parece que vaya a abandonarlos nunca.
Pues bien, es justo ahí, en el medio de todo este maremágnum, en el medio de esta ciudad frenética y sin medida, donde hemos sido citados; allí donde los contrastes son, si cabe, aún más acusados. Aunque pensándolo bien tiene sentido. Recordemos que el centro del maelstrom es justamente el único lugar donde mantenerse inmóvil y, sin hacer esfuerzos de resistencia, poder salir indemne del torbellino mortal. Sin duda, Walser (como Bartleby, como Duchamp, como Monsieur Teste) pertenece a esta familia de peculiares personajes que cultivan la inmovilidad como forma de resistencia, como estrategia de supervivencia pese a todo.
Llegamos con tiempo de sobra y esperamos tranquilamente la llegada de nuestro protagonista. Tenía mis dudas acerca de la puntualidad con que fuera a comenzar el evento marcado, pero, afortunadamente, el Sr. Walser parece mantener las férreas costumbres suizas en lo que a la medición del tiempo se refiere. En efecto, Walser llega puntual. Este es el primer contraste a destacar en una ciudad en la que nadie, absolutamente nadie, llega a tiempo a sus citas. En ese mismo instante ya podemos percibir que Walser es un ser desubicado, perdido, alienado tanto en el tiempo como en el espacio. Vamos a asistir a una ceremonia conmemorativa de la vigencia de cierto anacronismo vivo. En este sentido he de decir que, por lo que a mí respecta, ya me tienen ganado de antemano. Considero a Walser un auténtico maestro en lo que se refiere a ciertas estrategias de resistencia.
Aparece entonces el Sr. Walser desde el interior del edifico de la Facultad de Derecho. Se trata, insistimos, de un anacronismo andante, una aparición surgida de otro tiempo y otro espacio. Lo primero que me llama la atención es que estamos ante un Walser joven; aparenta una edad que podríamos enmarcar entre los 30 y los 40 años. Walser escribió El paseo a punto de cumplir los 40 años, así que, al menos por el momento, todo cuadra. En realidad esperaba encontrarme con un Walser más viejo, más parecido físicamente al que conocemos por medio de las fotografías de sus últimos años pasados en un sanatorio psiquiátrico. Este Walser que tenemos la oportunidad de conocer ahora en São Paulo es aún joven y se muestra en plena forma. Todavía no se he convertido en el Walser de Herisau. No sé muy bien por qué razón, pero el hecho de que estemos ante un Walser joven me resulta al mismo tiempo sorprendente y agradable. Quizás estemos aún a tiempo de compartir cierta ingenuidad juvenil.
Walser nos saluda concienzudamente y en silencio, uno por uno, a todos los asistentes al paseo. En total debemos ser cinco o seis personas, no más. El saludo consiste en un fuerte apretón de manos que se prolonga más allá de lo razonable mientras nos sostenemos la mirada. Creo intuir un cierto, levísimo, tono burlón en la mirada de nuestro protagonista. Presenta un ligero bigotillo que, junto con sus pequeñas gafas ovaladas, hace todavía un poco más cómico su aspecto general. La vestimenta delata su origen: traje y corbata azul oscuro, desgastados por el uso. En el bolsillo de la americana se intuye una diminuta libreta junto a un lápiz gastado que asoma a duras penas. Un paraguas cerrado le hace las veces de bastón. Se trata de una elegancia añeja, podríamos decir, gastada por el uso, pero más que digna; el sombrero gris, más gastado todavía, presenta un pequeño roto en la parte superior, justo en la zona del pliegue, ese punto preciso que Deleuze llamaba «la inflexión», es decir, allí donde «la tangente corta la curva»[1]. El aspecto general es, ciertamente, el de un intelectual de principios del siglo XX. O lo que es lo mismo, el aspecto de un funcionario de la misma época. No es tan elegante como Kafka (no me puedo imaginar a Kafka con un traje gastado y un sombre roto), sino que se aproximaría más a un Pessoa, por ejemplo, que paseó por Lisboa con el mismo aire que percibimos ahora en este Walser. Personajes que, en definitiva, son algo así como pliegues en el entramado urbano por el que deambulan.
Es curioso, nunca lo había pensado, pero al ver a este Walser en São Paulo me ha recordado mucho a las fotografías que conocemos del Pessoa que se pierde por Lisboa en los mismos años en que Walser se dedicaba también a pasear y a escribir. Siempre me han llamado la atención esas viejas fotos en las que vemos a este tipo de personajes ya míticos para cierta parte de la contemporaneidad (Kafka, Pessoa, Duchamp, Benjamin…) a la edad de veintipocos años. Me gusta contrastar la imagen que veo en la fotografía con la edad del fotografiado en el momento de ser retratados. Aunque la apariencia es de señores de 40 años, sorprende comprobar que en la mayoría de los casos no superan los 25. He tenido esta misma sensación con el Walser que he conocido en São Paulo: su atuendo, sus gestos y su forma de comportarse en público son los de un señor mayor, pero su aspecto es el de un joven vestido de viejo. Puro juego de anacronismos, distintas temporalidades superpuestas que constantemente circulan por la ciudad, también en lo relativo a las meras apariencias. En cualquier caso, ningún lugar como São Paulo para pasar completamente desapercibido, incluso como paradoja andante. Aquí es difícil llamar la atención por el aspecto físico o por el atuendo; están muy acostumbrados a ver de todo.
Mis dudas iniciales acerca de la adaptación del texto de Walser para una experiencia de teatro en la calle se disipan casi desde un primer momento; el Walser que tengo delante y que acabo de conocer comienza a decir, prácticamente calcadas, las mismas palabras que se pueden leer al comienzo de El paseo. Lo más sorprendente de esta primera toma de contacto no es tanto el texto en cuestión, sino el acento argentino del protagonista. Este Walser al que vamos a acompañar en su peregrinaje por São Paulo habla con un fuerte acento porteño, y la verdad es que me gusta esa idea. A partir de ese momento dejo de preocuparme por la cuestión de la adaptación del texto. Creo reconocer algunos pasajes tomados literalmente del relato original, pero, en cualquier caso, eso ya es lo de menos.
Prácticamente desde el mismo instante en que empieza nuestro paseo, comienzan a sucederse algunos acontecimientos imprevistos. De cualquier forma, siempre cabe la duda: ¿Realmente se trata de imprevistos, o estos acontecimientos están planeados de antemano? Esta constante indeterminación forma parte esencial del encanto de la experiencia. A partir de este momento, al cruzar la calle y empezar a deambular sin aparente rumbo fijo, nos dejamos llevar por nuestro guía. ¿Hasta qué punto el Sr. Walser está improvisando sus pasos? ¿Hasta qué punto nuestro paseo está planeado y diseñado de antemano? Nos dejamos llevar por la deriva de este Walser, sin importarnos mucho si todo aquello está guionizado o no lo está.
Cambios perceptivos
En torno a la idea de movilidad por el espacio urbano. Tres posibilidades:
1. El shopping como la auténtica ocupación pública; «danza» alrededor de la
Mercancía.
2. El paisaje contemporáneo es el que se divisa por las ventanas de los medios de
transporte.
3. El paseo. Robert Walser. Referencia clave en toda la literatura centroeuropea de entreguerras. Practica y teoriza sobre «el pasear». Idea de la movilidad como paseo. Influye de forma decisiva en aquellos artistas que hacen del paseo su práctica artística; construcción de experiencia en tiempo real.
Lo que se nos demanda en la actualidad no es ficción, sino realidad; hoy ya sufrimos un exceso de ficción (no olvidemos que las noticias que difunden los medios más oficialmente rigurosos son en gran parte ficción), el déficit, pues, es de realidad. Se trata de paliar la sobreabundancia de experiencia ficticia por la creación de experiencia real. Creación de una experiencia real improductiva (pasear) como réplica a las experiencias impuestas por el orden establecido. Estrategias a la contra; cargadas de un sentido crítico cuando son utilizadas fuera del ámbito cotidiano, convencional.
Pasear o el emblema de la improductividad estética.
Desde un primer momento comienzo a tener conciencia de un primer cambio más que evidente en relación a lo que va a ser, a partir de ese momento, mi propia percepción de la ciudad. En efecto, desde que comenzamos a caminar siguiendo los pasos de Walser, la ciudad empieza a ser percibida de una manera extraña. No se trata tanto de la tan traída y llevada experiencia freudiana de «lo siniestro»; no se trata de que la ciudad (entorno familiar) se nos vuelva extraña, sino más bien de que lo extraño (en este caso la ciudad) se vuelve familiar. En este sentido, algo se ha quebrado en nuestra percepción nada más empezar: sin darnos cuenta, hemos entrado de lleno en el ritmo de Walser. A partir de ahora vamos a caminar al compás (literalmente, ‘paso con’) de Walser. A partir de ahora vamos a ser sus compañeros de caminata: eso es lo que quiere decir acompasar. Esto supone entrar con él en otra temporalidad y, por lo tanto, en otra lógica espacio-temporal completamente diferente a la que estamos acostumbrados en nuestra vida cotidiana. «Allá donde fueres haz lo que vieres», reza el refrán; pues bien, con Walser hemos aprendido que se puede ir perfectamente en contra de esta lógica tan sensata. Estamos caminando a la contra de eso que llaman «el sentido común».
Allí mismo, nada más cruzar la calle, nos topamos con un hombre que está apoyado de espaldas en un árbol. Estamos en medio de una zona peatonal, no hay que preocuparse, por tanto, de los coches, al menos por el momento. Este hombre apoyado en el árbol llama nuestra atención porque personifica, al igual que Walser, un anacronismo viviente. De hecho parece puesto allí a propósito. ¿Será que a partir de este momento vamos a comenzar a ver personajes sacados del túnel del tiempo? ¿Formará parte este personaje del atrezzo de la obra? Se trata de un señor mayor, aunque no llega a ser anciano. Apoyado en el árbol con las manos a la espalda se mantiene en perfecto equilibrio y completamente inmóvil; podría llevar allí cinco minutos o toda la eternidad. Su mirada se mantiene fija en un punto indefinido del paisaje urbano, justo enfrente de él. Por su apariencia física me recuerda al Schopenhauer de 71 años que conocemos del célebre retrato fotográfico que le hiciera J. Schäfer (labios fuertemente cerrados, ceño fruncido, calvo en la parte superior de una cabeza cuyos parietales presentan un cabello abundante y encrespado). Por si todo esto fuera poco, su atuendo también está completamente desfasado. Obviamente, nuestro Walser lo «reconoce» de inmediato como a un espíritu perteneciente a una época del pasado. Se detiene frente a él, a escasos metros, y le hace un gesto de saludo con la cabeza, pero aquel señor apoyado en el árbol ni se inmuta, ni siquiera desvía la mirada de aquel punto fijo en el que la mantiene literalmente clavada. Un punto que muy bien podría ser el propio mundo como voluntad y representación. Nunca se sabe: el centro de São Paulo está plagado de locos que andan sueltos por ahí, hablando solos por las calles. ¿No serían estos los auténticos filósofos de nuestro tiempo?
Dejamos atrás a este personaje inmóvil en medio de la multitud y continuamos nuestro lento e improductivo caminar. No se trata de un caminar lento por el hecho de estar acompañando a un señor mayor (ya hemos mencionado antes que se trata de un Walser joven), sino que nos damos cuenta de repente de que nos hemos adentrado en una temporalidad otra, completamente ajena al ritmo que se empeña en imponernos la ciudad. Las formas, los gestos, el estilo, el modo de hablar y caminar de Walser resultan completamente anacrónicos y, por lo tanto, revolucionarios. Se trata de un caminar lento, demorado, un punto dubitativo, elegante, respetuoso, calculado a veces, cuidado… Caminando junto a Walser nos damos cuenta de eso que se dice tan a menudo sin reparar demasiado en lo que se está queriendo decir: «Se han perdido las buenas costumbres». En efecto, se ha perdido tanto la costumbre de andar despacio, demorarse en el paseo estando atento a lo que uno se va encontrando por el camino, como, por otra parte, también se ha perdido la costumbre de cuidar de la retórica a la hora de expresarse con palabras. Y viendo a Walser desenvolverse en territorio hostil, comprendo de inmediato que ambas costumbres están de algún modo relacionadas, estrechamente relacionadas. Este Walser que camina lentamente por el centro de São Paulo tiene algo de Don Quijote, es alguien sacado de contexto que se resiste a entrar en la temporalidad —y, por lo tanto, en la lógica funcional— que se le impone de forma abrupta desde fuera. Sin tener nada que ver con todo esto (¿o sí?), me viene en ese momento a la cabeza la película Brazil de Terry Gilliam.
Seguimos caminando despacio, demorándonos en nuestros pasos lentos, al compás de Walser. Nos detenemos por unos segundos para observar pequeños detalles, nimiedades que en nuestra vida cotidiana nos pasarían desapercibidos. Pero ahora no estamos inmersos en nuestra fútil y tediosa cotidianeidad. Este paseo nos saca de alguna forma de nuestra rutina amorfa, acelerada y acrítica. A estas alturas ya resulta obvio que hemos entrado en otro ritmo y en otra lógica espacio-temporal. A pesar de lo que se pudiera pensar en un primer momento, esta lentitud no hace que la ciudad se vuelva un territorio hostil; más bien al contrario. El entorno urbano comienza entonces a adquirir unos perfiles, digámoslo así, más humanos (teniendo siempre presente que una macro-urbe como São Paulo siempre será un lugar in-humano por definición). De pronto, nuestros sentidos comienzan a agudizarse.
Walser se detiene enfrente de un bar, lo que aquí se conoce como boteco. Se encamina entonces hacia la entrada del local y nosotros con él. Dentro hay apenas dos o tres personas. Al entrar, Walser saluda respetuosamente y se dirige sin más preámbulos a la camarera que está al otro lado de la barra. Estamos viviendo uno de los episodios narrados por Walser en su célebre relato. Walser le pregunta a la camarera si es una actriz de cine. La escena resulta hasta cierto punto cómica por el desconcierto del personal, especialmente el de la camarera en cuestión. Walser le insiste en que le recuerda mucho a una actriz de cine. Pero no todos los allí presentes se muestran desconcertados; hay algunos que se mantienen indiferentes y otros que comparten ligeras sonrisas cómplices que parecen decir: «Mira, otro loco más de los que abundan por aquí». Como nuestro Walser habla en castellano la camarera no entiende muy bien qué es lo que le está diciendo. Se muestra seria, mirando fijamente a Walser, recelosa ante tal situación. Cuando entiende alguna palabra elogiosa hacia su persona esboza una ligera sonrisa. El resto de la concurrencia nos mira con una mezcla entre curiosidad y cierta condescendencia. Aquí están muy acostumbrados a tratar con gente desequilibrada, personas que andan por las calles sin rumbo fijo, durmiendo en cualquier lugar, tirados por el suelo, hablando solos ante la total indiferencia del resto de transeúntes. Sin embargo, Walser no puede ser confundido con uno de estos moradores de rua, como dicen aquí. El atuendo, aunque viejo y gastado, le distingue todavía como una persona elegante, impecable en su trato exquisito a la hora de dirigirse a cualquiera que se encuentra por la calle.
Al despedirse, la camarera se queda esbozando una leve sonrisa, aunque da la sensación de que no ha entendido nada de lo que aquel extraño personaje venido del pasado le ha dicho. Toda esta escena en su conjunto debe ser aún más desconcertante debido a la compañía de Walser, es decir, a nosotros, los que le acompañamos al escritor en su deriva callejera. Experiencia de un flâneur sacado de contexto o, mejor dicho, puesto de pronto en un contexto insospechado y hasta cierto punto inhóspito. Al final salimos del bar después de despedirnos respetuosamente de los allí presentes. Quizá se nos estén contagiando también algunos modales de nuestro experimentado paseante. Viviendo esta experiencia de «teatro callejero», ¿nos estaremos volviendo de alguna forma anacrónicos en tiempo real? Me gustaría pensar que así es.
Austeridad como ideal de vida
El punto de vista de Robert Walser es el de un escritor que pretende escamotearse, «no ser nada», sin otra pretensión que la de fabricar «cosas pequeñas» para periódicos y revistas. Su escritura preconiza la desaparición del yo para hallar la palabra justa y el término exacto. Las obras de Walser se basan, por tanto, en una concepción estética que postula la renuncia a la subjetividad como condición necesaria para la creación artística.
Walser es un maestro de la prosa; en sus textos, las palabras son un fluido casi natural de su imaginación. A todo superpone un tono de indecisión, de duda aparente: «Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar». En el fondo está advirtiendo que probablemente miente, que acaso el texto no sea más que una tentativa de fuga, un modo inacabado y hasta cierto punto reprobable de embozarse en las palabras. Walser devuelve a la escritura su propia suficiencia mientras él se consume escribiendo. De ahí que, en su mundo de renuncias, de propensión a la desaparición, incluso sea deseable prescindir de los artistas: «Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa».
Después de salir del boteco seguimos caminando por una zona peatonal no muy concurrida, pero sí animada. Walser decide entonces que ha llegado el momento de limpiar y dar brillo a sus viejos zapatos. El calzado de Walser ha sido una de las primeras cosas que me ha llamado la atención al conocernos. Tanto el sombrero como el traje (camisa y corbata incluidos) estaban ya bastante gastados, evidenciaban el paso del tiempo y el uso continuado. En este sentido, los zapatos no eran una excepción. Se trata de unos zapatos marrones de piel atados con cordones; gastados de tantos paseos por el mundo, supongo. El caso es que Walser se sienta en el puesto de un limpiabotas situado en medio de la zona peatonal. Una vez que Walser está acomodado en el puesto, aparece enseguida un limpiabotas que sin más preámbulos, y prácticamente sin mediar palabra, se dispone a realizar su tarea. Por cierto, ¿de dónde saldrá tanto limpiabotas en esta ciudad?[2] Los acompañantes nos quedamos contemplando la escena a corta distancia. Casi siempre resulta sumamente agradable y relajante mirar a los demás mientras trabajan. En este caso en concreto, resulta que el limpiabotas en cuestión es un auténtico profesional, no cabe duda, y deja los zapatos de Walser lustrosos y brillantes. Iba a decir que los dejó «como nuevos», pero esto sería una exageración, puesto que los zapatos están ya tan agrietados por los lados que el betún marrón tan primorosamente untado por el limpiabotas no consigue más que disimular el aspecto ajado del calzado. Aun así, el resultado final es realmente sorprendente: los zapatos han rejuvenecido al tiempo que el aspecto general del Sr. Walser ha ganado en prestancia.
En São Paulo, más concretamente en el centro de la ciudad, abundan los limpiabotas. Podría repetirse en este caso aquella fórmula tan repetida que dice: «Forman parte del paisaje urbano». Sin embargo, por la reacción de los allí presentes, se podría decir que ninguno de nosotros nos habíamos parado nunca a mirar con detenimiento el trabajo de un limpiabotas. Resultó muy revelador comprobar cómo en medio de una ciudad ciertamente caótica, en medio de un tráfico muchas veces insoportable para los propios paulistanos (tan acostumbrados como están a los continuos atascos) podemos encontrar, no obstante, pequeños gestos cotidianos que nos traen de vuelta a una escala, a una dimensión más humana. En el medio del sucio centro de São Paulo, entre toda la mugre acumulada, un humilde limpiabotas le saca brillo de forma primorosa a unos viejos y gastados zapatos hechos para el paseo.
Después de pagarle y despedirse respetuosamente del limpiabotas, Walser continúa su camino y nosotros con él. Se trata de un deambular lento y aparentemente errático, sin rumbo aparente, por una zona que continúa siendo peatonal, al menos por el momento. Estamos muy cerca de la Praça da Sé, la plaza de la catedral de São Paulo, en pleno centro histórico. Es una zona absolutamente comercial y de oficinas; muy poblada por el día, por la noche se queda prácticamente desierta. Allí, justo por donde estamos caminando ahora, dentro de unas tres horas no quedarán más que los moradores de rua, los sin-techo, los verdaderos okupas del espacio urbano. Habitantes intersticiales de una ciudad que ya de por sí está llena de grietas.
Walser camina despacio y se demora en la paciente contemplación de algunos edificios. A veces un pequeños detalle le llama la atención y se detiene un momento a mirar con cuidado. En ocasiones nos busca con la mirada cómplice para compartir un hallazgo sin palabras, otras veces saca del bolsillo de su americana una pequeñísima libreta y apunta algo en ella valiéndose del lápiz gastado cuya breve longitud apenas da para intuirlo apenas en la mano del escritor. No llego a ver lo que escribe, pero se intuye perfectamente que la caligrafía debe ser diminuta.
En un momento dado, Walser se detiene enfrente de una sucursal bancaria y nos dice que debemos entrar allí un momento para hablar con el director del banco. En ese instante creo recordar que se trata de uno de los episodios descritos en el relato de Walser, pero no lo recuerdo bien. Entramos en la pequeña sucursal y nos quedamos a la entrada, en la parte donde están los cajeros automáticos. Somos un pequeño grupo de personas, pero el espacio no es muy grande, así que allí dentro parecemos una multitud. La sorpresa manifiesta del guardia de seguridad que vigila apaciblemente desde dentro de una pecera de cristal blindado me hace comprender de inmediato que aquella «escena» no ha sido previamente preparada.
Walser saca entonces una carta del director del banco. La carta en cuestión está cuidada al detalle, puesto que lleva el logotipo del banco en el que nos encontramos. Me asalta entonces la duda: ¿Cómo va a hablar Walser con el director del banco? ¿Es que vamos a entrar hasta el despacho del director? Me llama la atención que en ningún momento Walser se dirige a los vigilantes de seguridad (ahora ha venido unos más) que observan la escena bien protegidos desde dentro del habitáculo blindado. Vistos desde allí dentro debemos presentar el aspecto de un grupo bien pintoresco aunque, en principio, nada peligroso. Esta cuestión de cómo dirigirse al director del banco está muy bien resuelta: Walser saca la carta y se dirige directamente a una de las cámaras de seguridad del circuito interno de vigilancia del banco. Walser comienza a hablar a cámara como si estuviera hablando directamente con el responsable bancario. Se trata, en mi opinión, de uno de los momentos álgidos del paseo. Walser hace mención a un dinero recibido que tiene intención de dejar depositado en aquel banco. En su discurso, perfectamente articulado, menciona de pasada su austero modo de vida; dice que no necesita mucho para vivir. Sin lugar a dudas, estamos ante un brillante precursor de eso que se ha dado en llamar el «Movimiento por el Decrecimiento».
Los vigilantes de seguridad han contemplado toda la escena sin quitarnos el ojo de encima en ningún momento. Se les ha podido ver un poquito tensos en algún momento, pero al final salimos de allí lenta y ordenadamente, sin mayor contratiempo. Walser, como va a suceder a lo largo de todo el paseo, se muestra en todo momento cordial y extremamente educado; al salir, se despide respetuosamente de los guardias.
Una rosa y una canción
Walser es un escritor extraño, pero su extrañeza no es sombría. Lo asombroso, lo que resulta extraordinario en Walser es que vivía sus fantasías poéticas como el resto de la humanidad vive sus ambiciones, o dicho de un modo más preciso: nunca perdió la ingenuidad. Una ingenuidad que no tiene nada de ignorancia o de inconsciencia. Oskar Loerke, crítico que aplaudió sus libros, le definió así: «Su ingenuidad es tan espontánea que después de ser destruida por la conciencia, se presenta tan segura e incólume como si fuera natural». Su existencia fue un compendio de incomprensión, penuria y dolor, pero en sus páginas no se halla ninguna queja. «La peculiaridad de Robert Walser como escritor —escribe Canetti— consiste en que nunca habla de motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien, siempre está encantado con todo (…) Walser se mimetiza para no ser descubierto, no compite por ningún puesto social, se desentiende de la maquinaria que engarza al individuo con el poder».
Continúa el paseo. No llevo reloj y no estoy seguro del tiempo que ha transcurrido, pero calculo que debemos llevar casi una hora de paseo y apenas hemos dado la vuelta a la manzana. Nos encaminamos ahora hacia el mismo edifico de la Facultad de Derecho donde habíamos quedado al principio. ¿Será que ya se va a terminar nuestro paseo con Walser? No, ni mucho menos. Por fortuna el Sr. Walser todavía no se ha cansado de pasear. Nos desviamos hacia la derecha justo antes de llegar al Largo de São Francisco. Antes de llegar a la iglesia del mismo nombre, Walser se ha detenido unos minutos a charlar con tres personas que estaban sentadas a la sombra. El peculiar aspecto de Walser parece desconcertarles en un principio, pero, de cualquier forma, hacen el intento de comunicarse con él mientras que el grupo de acompañantes contemplamos la escena a corta distancia. Hay determinados momentos en los que, como «espectadores», parecemos añorar la tan denostada cuarta pared. Sin embargo, aquí no somos espectadores, sino que estamos inmersos en el mismo deambular errático del protagonista. La cuarta pared, en todo caso, quedaría ahora a nuestras espaldas.
En un determinado momento, Walser se decide a cruzar la calle en una zona que no es propicia para ello. En este punto, sobra decir que São Paulo es una ciudad que parece diseñada a propósito para hacerle la vida imposible al peatón. En este sentido, El paseo de Robert Walser supone algo así como una acción de resistencia política, una reacción ante el actual estado de cosas. Una especie de último gesto quijotesco a la desesperada. Aunque la verdad es que Walser no se muestra desesperado en ningún momento, a pesar de que São Paulo sea, probablemente, uno de los lugares menos adecuados para pasear al estilo Walser. Sin embargo, es justamente esa imposibilidad aparente la que dota a esta pieza (dirigida por Caellas y protagonizada por Feune de Colombi) de especial interés. La temporalidad impuesta por Walser con su acción nos hace percibir la ciudad de un modo al que no estamos acostumbrados en absoluto.
Pero volvamos a la acción. Walser se dispone a cruzar la calle en medio de un tráfico cruzado. Los coches, motos y autobuses no paran de venir por nuestra derecha desde dos calles diferentes que van a confluir justo por donde Walser se ha empeñado en cruzar. Estamos en medio de una subida en curva, por lo que la visibilidad no es la mejor. Aun así, Walser cruza la calle; este alarde de valor resulta desconcertante en alguien tan medido y mesurado en sus gestos como Walser. Pero claro, no se trata de valor, sino de inconsciencia o, mejor aún, de indiferencia. El escritor atraviesa la calle sin mirar (o al menos así me lo parece). No parece percibir el peligro al que se acaba de exponer. En realidad es como si viniese hasta nosotros desde otro tiempo, más concretamente desde hace cien años, cuando los paseantes eran la inmensa mayoría de los ciudadanos frente a los entonces escasos automóviles. Cruza Walser y todos los demás nos quedamos a este lado de la calle, mirando y esperando el momento más adecuado para cruzar la calle con seguridad. Nuestros hábitos de paseantes desentrenados nos hacen estar alerta todo el tiempo en el medio de un ámbito tan hostil como este. Por un momento, da la sensación de que este paseante venido del pasado podría para el tráfico con su sola presencia. Pero será mejor que no nos arriesguemos a comprobarlo.
Una vez que hemos cruzado la calle, Walser se queda mirando el escaparate de una modesta floristería. Decide entrar. Otra vez asistimos al desconcierto de los que trabajan en el local. Primero, el aspecto del propio Walser, después, el hecho de que vaya acompañado de un grupo heterogéneo de personas que parecen observar todos sus movimientos como si fueran espectadores, pero, ¿espectadores de qué? Walser pide amablemente a una de las dependientas que le enseñe una rosa. La dependienta le prepara una rosa, Walser consulta el precio y finalmente la compra. Paga, se despide con amabilidad y salimos de allí. Poco a poco nos vamos amoldando a los modales de Walser. No solo nos está contagiando el ritmo de su lento modo de andar, sino que, paulatinamente, también estamos incorporando en cierta medida sus formas, sus ademanes, algunos de sus gestos; parece ser que las neuronas espejo están cumpliendo con su labor. El cuerpo, la expresión corporal de Walser está en perfecta sintonía con su retórica a la hora de hablar. Podría decirse que su forma de hablar a la hora de dirigirse a los demás es una extensión de su cuerpo. Quizás esta total coherencia entre forma y contenido es la que le hace aparecer ante nuestros ojos como una especie de «maestro zen» al modo occidental (si es que esto pudiera existir). ¿Qué sería lo más parecido a un maestro zen en Occidente? En efecto, el místico; pues bien, Walser tiene cierto aire de místico que le distingue.
Continuamos nuestro paseo por una zona de la ciudad que se nos manifiesta cada vez más degradada. Andamos entre viejos edificios abandonados o semi-abandonados, entre basura tirada por las calles, entre desagradables olores y excrementos que suponemos sean de perro. Nos encontramos en medio de uno de esos espacios que no queremos habitar, uno de esos lugares olvidados, fuera de los circuitos habituales, a los que Joan Nogué se ha referido como: «(…) un sinfín de redes espaciales que configuran otras geografías, a veces incluso con un cierto carácter disidente y alternativo y casi siempre heterodoxas, desconocidas y vistas con recelo, por su carácter transgresor, nómada, de muy difícil localización y delimitación geográficas y, por lo mismo, fuera de control»[3]. La deriva seguida por Walser nos está adentrando en estos lugares que nunca saldrán ni en las guías del ocio ni en las guías de viaje. Y en medio de toda esta «heterodoxia» —siguiendo el razonamiento de Nogué—, como un agudo, fino y levísimo rayo de sol que se colara y se abriera paso por una grieta o un cielo encapotado, comenzamos a oír a lo lejos una preciosa voz femenina que entona una canción. El sentido del oído entonces se afila. Percibimos el sonido de fondo de la ciudad (amalgama informe de todos los ruidos que componen ese magma) al modo de un bajo continuo sobre el que se superpone esta delicada línea melódica. Ahora ya no seguimos a Walser, sino que todos seguimos la voz. Hacia allí nos dirigimos. La canción va perfilándose cada vez más nítida, hasta llegar a la fuente del sonido. La ciudad, al menos por unos instantes, parece estar afinada.
En el medio de la calle hay gente que se ha parado a escuchar debajo de una ventana. Una joven está asomada hacia la calle y está cantando una canción popular brasileña; hay algunas personas que parecen reconocer dicha canción. Allí nos quedamos esperando hasta que termine la preciosa melodía. La joven está cantando desde el interior de un edificio okupado por el movimiento de los sin-techo. El acusado contraste entre el aspecto ruinoso del edificio y la delicada voz hace que los perfiles de la ciudad (las líneas de los edificios, los olores que llegan hasta nosotros, los sonidos que percibimos…) se vuelvan todavía más agudos, más precisos, más afilados. En realidad son nuestros sentidos los que se van transformando a lo largo del paseo. Al terminar la canción todos aplaudimos desde la calle. Ahora creo recordar que en el relato de Walser también había una escena protagonizada por una cantante en una situación similar a la que acabamos de vivir en primera persona. Walser le dedica a la joven unas bellas y emotivas palabras y le regala la rosa que acaba de comprar dejándosela a la entrada del portal. Una vez terminado el paseo nos enteraremos de que esa rosa no llegó nunca a la cantante, sino que inmediatamente después de irnos de allí alguien la cogió y se la llevó.
Seguimos caminando por encima de un paso elevado. Bajo nuestros pies podemos percibir el pesado tráfico, típico de una ciudad que sufre de una grave esclerosis crónica que amenaza con paralizarla, una ciudad que parece estar siempre al borde del colapso. Pero no, el colapso nunca llega, y la ciudad sigue latiendo a su ritmo, como puede. Nuestros caminar sobre el paso elevado se hace aún más lento; parce que nos cuesta abandonar la escena donde hemos tenido la oportunidad de vivir ese momento musical tan agradable —remanso de paz sonora en medio del bullicio y el caos—. De vez en cuando continuamos mirando hacia atrás, como la mujer de Lot, con nostalgia por lo que dejamos a nuestras espaldas. Mientras tanto, la cantante ha vuelto a iniciar una melodía. Su voz nos llega lejana, pero nítida aún. Nuestros sentidos siguen despiertos y a la expectativa por volver a encontrar la armonía. Alguien ha cogido sin pedir permiso la rosa que había dejado Walser para la cantante, al igual que nuestros oídos intentan atrapar aquellas notas cada vez más lejanas.
Estetización de la miseria
«Quejas, quejas, hay que tenerlas, y hay que tener el valor de vivir con ellas. Es la mejor manera de vivir. Nadie debería tener miedo a un poco de extravagancia» (Walser). El más largo de sus cuentos, El Paseo (1917), identifica la caminata con una especie de movilidad lírica y con el desprendimiento del temperamento, con sus «raptos de libertad»: la oscuridad sólo llega al final. El arte de Walser asume la depresión y el terror, a fin de aceptarlos (casi siempre); ironizarlos, aligerarlos. Se trata de jubilosos y sombríos soliloquios sobre la relación con la gravedad, en ambos sentidos, física y caracteriológica: escritura antigravitacional, podríamos decir, que supone una alabanza al movimiento y la mudanza, la ingravidez, en definitiva; retratos de la conciencia de paseo por el mundo, saboreando su «bocado de vida», radiante en su desesperación.
En las ficciones de Walser siempre estamos (como sucede por otro lado en buena parte del arte moderno) en el seno de una mente, pero este universo —y esta desesperación— es todo menos solipsista. Está lleno de compasión: conciencia de la fragilidad de la vida, de la hermandad de la tristeza, de la empatía con las criaturas con las que se va cruzando en su camino.
Pasamos por el paso elevado y cruzamos al otro lado de la calle. Hemos atravesado unos de esos nudos de autopistas que se despliegan en varias direcciones y por los que no dejan de pasar vehículos todo el rato. Las vistas de la ciudad desde este punto son muy impresionantes. La superposición de las fachadas, el eclecticismo arquitectónico, la total carencia de diseño urbanístico…, todo ello resulta al mismo tiempo caótico y fascinante en su pura incongruencia. Todo eso si miramos hacia arriba, hacia un hipotético horizonte cuya línea no alcanzamos a ver. Pero si miramos hacia abajo, si miramos hacia nuestros lados comprobamos que estamos al lado de pequeños terrains vagues, esos espacios sin una función clara en el nuevo entramado urbano más allá de su potencial valor especulativo, en el supuesto de que sean urbanizables. Aparecen como tierras de nadie, territorios sin rumbo ni personalidad, despojados como están de su carácter primigenio, de su razón de ser en un territorio que ha dejado de existir. Son espacios indeterminados, de límites imprecisos, de usos inciertos, expectantes, en ocasiones híbridos entre lo que han dejado de ser y lo que no se sabe si serán. Terrains vagues, extraños lugares que parecen condenados a un destierro desde el que contemplan, impasibles, los dinámicos circuitos de producción y consumo de los que han sido apartados y a los que algunos —no todos— volverán algún día. São Paulo está plagado de lugares así; aquí los maradores de rua los utilizan como campo de operaciones. La función de estos espacios en esta ciudad está clara, puesto que son utilizados por los si-techo para mal-vivir.
Y en medio de todo este caos urbano, Walser continúa su paseo como si tal cosa hasta llegar a un lugar que nos va a dar que pensar: la Red Bull Station. Se trata de un espacio cultural que se ofrece como «foco de proyectos experimentales de artes y música que abastece a la ciudad con energía creativa». Esa es la versión oficial. Dicho centro cultural está enclavado en un antiguo edificio construido en 1926. Después de ser restaurado, el edificio (una antigua subestación de la red eléctrica) se ha convertido en un punto de referencia de la vida cultural en São Paulo. Venimos de un viejo edificio abandonado y okupado por el movimiento de los sin-techo. Allí, donde estaba asomada la cantante a la que acabamos de oír, también se organizan actividades culturales de muy diverso tipo. Ahora nos encontramos en un lugar completamente diferente, y ambos espacios están separados por apenas 300 o 400 metros. Aquí, en el edificio de la Red Bull Station se nota la enorme inversión llevada a cabo en la remodelación. Todo está impecable, manteniendo, eso sí, cierto aire industrial, como de nave abandonada, pero limpia y decente. Presenta ese aspecto de los viejos edificios abandonados cuando son restaurados y recuperados por gente con alto poder adquisitivo pero que quiere fantasear con la idea de que habita y se mueve en espacios «alternativos». Sin embargo, São Paulo es una ciudad muy difícil para intentar ser alternativo: aquí ya están todas las alternativas posibles funcionando de antemano. La vitalidad real de la ciudad a la hora de ofrecer estímulos es tan grande, que cualquier espacio cultural que se pretenda alternativo no hará más que ofrecerse como una alternativa más, pero en ningún caso especial o diferenciada.
Entramos en este lugar siguiendo los pasos de Walser. Hasta ahora no le había percibido como desubicado en ningún momento, sin embargo, aquí sí me da esa impresión: en medio de la salas de la Red Bull Station veo a Walser completamente fuera de lugar. Los ambientes chics no le van nada a nuestro protagonista que, no obstante, no parece sentirse así, desubicado. Pero por si acaso el lugar no fuera lo suficientemente hostil para un espíritu sensible como el de Walser, nos encontramos además con una muestra que podríamos considerar como directamente pornográfica. Se trata de una exposición que retrata a los catadores de lixo (recogedores de basura) por el mundo. La muestra en cuestión lleva por título «Viva os Catadores», y está promovida (¿habría que decir «comisariada»?) por los artistas Mundano (grafitero brasileño que ya hacía trabajos artísticos en los carromatos de los catadores) junto con la americana Martha Cooper (responsable de los primeros registros fotográficos del conocido como «street art» en Nueva York). Según la versión oficial, la exposición pretendía «dar más visibilidad a los catadores, reforzando la importancia del trabajo que ellos desarrollan». El efecto que se conseguía, sin embargo, se acercaba más a la pornografía, como decimos, que a cualquier otro tipo de expresión artística.
Grandes fotografías mostraban la miseria en la que viven estas personas. Precisamente en São Paulo no es preciso darles «más visibilidad» de la que tienen, puesto que aquí es muy fácil encontrárselos a cualquier hora por cualquier barrio del centro de la ciudad. Vienen desde las favelas que se extienden por las diferentes periferias de la ciudad hasta el centro. Gracias a esta exposición hemos podido comprobar una vez más que la estetización de la miseria es uno de los motivos más apreciados por los catadores del arte contemporáneo. En Brasil son conocidos como «catadores de lixo» quienes se dedican a ir por la ciudad recogiendo basura para reciclar. Se sirven para ello de unos grandes carromatos de dos ruedas de los que van tirando ellos mismos como verdaderos animales de carga. Pues bien, la muestra «Viva os Catadores» giraba en torno al trabajo de estas personas y sus durísimas condiciones de vida. Para «darles visibilidad» habían instalado en el medio de una sala uno de los carromatos, fotografías y algunos videos dispersos en los que se podían ver a los catadores de lixo en sus casas afaveladas hablando de sus miserias. Y todo ello en un contexto como el de la Red Bull Station donde acuden los mismos pijos y pijas que pueden ver con sus propios ojos esas mismas favelas desde las ventanillas tintadas de sus coches deportivos mientras acuden a este tipo de eventos. En este sentido, São Paulo es una ciudad fascinante y asombrosa para comprobar cómo se superponen constantemente este tipo de esquizofrenias a flor de piel. En efecto, el mundo del arte lo intenta «comisariar» todo, absolutamente todo, hasta la miseria. Y lo consigue. Y de eso se hace luego «arte político». O lo que es lo mismo: una especie de pornografía en base a una aberración que nos dice lo que finalmente debemos entender como políticamente correcto. Lo hemos podido comprobar en muchas ocasiones: una serie de jóvenes artistas y comisarios (todos ellos gente de mundo) se dedican a montar exposiciones (subvencionadas, si puede ser) cuyo objetivo final consiste en «dar visibilidad» a la miseria. ¿Para qué? Pues para «dignificar» la vida de aquellos miserables, la vida de aquellas personas que están completamente abandonadas a su (mala) suerte por parte del Estado y de la sociedad en su conjunto. ¿Una manera como otra cualquiera de intentar lavar la mala conciencia? ¿Para esto se llevan a cabo este tipo de ejercicios banales?
Videos, fotos y paneles explicativos que nos muestran «las verdaderas condiciones de vida» de estas personas que malviven en los márgenes infectos e insalubres de la ciudad. Todo ello mostrado en un antiguo y precioso edificio restaurado con un gusto exquisito, con un bar-restaurante superagradable a la entrada, en un ambiente cool y megamoderno al que solo acuden los modernillos y modernillas de la ciudad, gente que por regla general son bastante guapos/as y estilosos/as.
En sus paseos, el Sr. Walser parece que no da puntada sin hilo, y antes de salir definitivamente de allí (apenas hemos permanecido en el interior unos cinco minutos) coge un folleto explicativo de la exposición. Este gesto aparentemente intrascendente tendrá una ligera e inesperada repercusión posterior en el tramo final del paseo. Al salir de allí recuperamos cierta sensación de calma y sosiego. Volvemos de regreso a nuestro lento caminar. Al pasar junto a un local a pie de calle nos detenemos al vernos reflejados en el cristal del escaparate. Se trata de uno de esos grandes paneles acristalados que hacen el efecto de un espejo. Nuestro curioso grupo se detiene delante del cristal. En realidad, Walser ha sido el primero en detenerse a contemplar su figura reflejada; todo el resto le secundamos. Nos colocamos unos al lado de otros con Walser en el medio. Nos quedamos así, inmóviles, unos segundos. Como no podía ser de otra manera alguien saca un Smartphone para hacernos un selfie de grupo. Justo después se abre una puerta en el panel de cristal y desde el interior del local aparece un tipo con otro Smartphone; parece que nos han sacado una foto desde dentro. ¿Estamos ante un complicado artificio barroco de juegos de representación y cruce de miradas? Me viene a la cabeza el cuadro de las Meninas. Nuestro extraño grupo de flâneurs, por tanto, ha sido fotografiado desde dentro y desde fuera al mismo tiempo. Walser parece animado y encantado con la situación derivada de este juego especular callejero.
Seguimos caminando y nos vamos acercando a una zona más abierta de la ciudad. Es esta una zona más moderna, con algunos edificios que no tendrán más de ocho o diez años. Nos disponemos a cruzar una gran avenida por la que circula mucho tráfico. Estamos esperando para cruzar la calle en un semáforo que tarda bastante tiempo en dar la preferencia a los peatones. Una vez en verde para nosotros, tendremos que darnos prisa porque enseguida volverá a dar prioridad al tráfico rodado. Mientras esperamos a pasar, Walser se pone en cuclillas; perece que quisiera ver las ruedas que pasan frente a él a la misma altura que sus ojos. Así se queda mirando a los coches que pasan muy cerca. Después de unos segundos, se pone de nuevo en posición vertical y comienza a lanzar un alegato contra estos medios de transporte que colapsan en muchas ocasiones la ciudad. No podía ser de otra manera; obviamente, Walser hace apología del caminar, por lo tanto cualquiera que recurra al tráfico rodado para Walser no merece más que el desprecio por su parte. Walser reivindica las bondades del caminar frente a otros medios de locomoción en una ciudad en la que, justamente, el tráfico supone uno de los mayores problemas estratégicos.
Frente a los neumáticos, el calzado de los peatones. Mientras cruzamos la calle, Walser se va fijando en nuestros zapatos, botas o zapatillas. A veces hace un comentario sobre el calzado que llevamos puesto. São Paulo resulta una ciudad ciertamente fascinante para caminar, aunque de ninguna manera está pensada para el peatón. En muy pocos metros podemos asistir a sorprendentes cambios en el paisaje urbano. Poco a poco nos vamos alejando de esa zona muy transitada para adentrarnos en otra zona que vuelve a ser más tranquila, sin perder en ningún momento el carácter popular. De pronto nos encontramos en un barrio con mucho menos tráfico. El incansable ruido del tráfico queda lejos, como amortiguado por los escasos metros recorridos. Doblamos una esquina y a nuestra derecha, un poco más adelante, vemos una librería abierta. Parece que Walser encamina sus pasos hacia allí. En efecto, entra Walser en la librería y nosotros detrás. Estamos en un local no muy grande, pero espacioso. En el letrero de la entrada pone: «Librería Evangélica». Ya sabemos, por tanto, a qué atenernos: libros religiosos, libros sobre historia de las religiones, libros de autoayuda. Los responsables de la librería nos saludan amablemente y nos preguntan si estamos buscando algo específico. Walser intercambia unas palabras con el librero. Mientras, echamos una ojeada entre las estanterías. Salimos de allí sin mayor novedad y continuamos nuestro camino. A partir de este momento nos van a suceder algunos episodios dignos de mención.
En el momento de su partida, se le reconoce cuando se va
Los «microgramas» —textos ensimismados— divagan sobre aspectos pueriles de la existencia, pero que convierten la literatura en un viaje hacia ese conocimiento esencial reservado a los místicos y enajenados.
Walser parece haber asimilado la lección de Rimbaud, que reconoce al otro en el corazón del yo. Por eso, su escritura se identifica con el paseo sin rumbo, con la desorientación del vagabundo. La aversión hacia la pluma no es casual. La tinta fluye con vocación de permanencia. El lápiz acepta la precariedad, la posibilidad de desaparecer, sin dejar rastro. En su correspondencia, Walser señala que el lápiz le devolvió al inicio de la escritura, al aprendizaje de la infancia, donde las cosas se muestran por primera vez, sin las perversiones que acarrean la rutina y la costumbre.
Al copiar a lápiz algunos textos que ya se habían materializado con la pluma, Walser no se repite, sino que reinventa sus creaciones, insinuando que la escritura siempre es un palimpsesto. Quizás la literatura no sea más que una forma de arqueología.
Los «microgramas» revelan la ambición última de Walser: no ser nadie, borrar el yo que se vincula a cualquier texto, destruir la identidad que nos impide reparar en el ruido del mundo. La escritura de Walser refleja la moral del verdadero artista: desaparecer para que sean las propias cosas las que hablen; exigencia estética irrenunciable.
En medio de la acera por la que vamos subiendo en ligera pendiente está sentado (casi tirado en el suelo) un hombre de edad indeterminada. No parece que sea un mendigo o un vagabundo. Parece más bien tratarse de un humilde trabajador que está allí, simplemente descansando. Al ver que nos dirigimos hacia él se le pone una sonrisa en la boca; debemos parecerle un grupo bastante pintoresco. Entonces se dirige directamente a Walser y le dice señalándole: «¡Você parece Charles Chaplin!». Y es cierto, no se me había ocurrido, pero en la apariencia de Walser hay un cierto aire chaplinesco. Con el sombrero, el paraguas a modo de bastón y el ligero bigotillo, ciertamente, Walser se parece un poco a Charlot. En cualquier caso, lo que este hombre tirado en el suelo ha detectado a la primera es el aire anacrónico del sujeto que tiene delante y con quien intercambia algunas palabras sin perder en ningún momento la sonrisa. Al final, después de las breves palabras, se despide de Walser diciéndole: «I love you!». Estragos aberrantes de la globalización.
Después de tan agradable encuentro continuamos nuestro deambular. Nos topamos unos metros más adelante con un «catador de lixo» como los que acabamos de ver hace un rato en la exposición de la Red Bull Station. Este catador está descansando de su duro trabajo sentado en el suelo, a la sombra de su propio carromato. Nos acercamos a este hombre que ha parado un momento a tomarse un respiro. Walser se acerca a él y le regala uno de los cuadernillos explicativos de la exposición. El catador de lixo se queda encantado con este regalo sorpresa que Walser le ha dado: parece que le gusta verse de alguna manera reflejado en aquellas fotografías que ilustran el panfleto. Seguramente sea lo único que puede entender en aquellas páginas, puesto que lo más probable es que no sepa leer. Se trata de uno de esos momentos durante el paseo en el que no podemos saber si estamos viviendo un acontecimiento previsto de antemano o no.
Seguimos caminando calle arriba. En un determinado momento, Walser nos llama la atención señalando hacia una casa en la que se puede ver una ventana que está entreabierta. Entre medias de las dos hojas de madera de la ventana podemos entrever una reproducción tamaño poster de la Mona Lisa de Leonardo. Pero no se trata de una reproducción cualquiera del célebre cuadro; esta Mona Lisa tiene los pechos al aire. Otra vez nos asalta la duda. ¿Estaba este pequeño gesto de Walser previsto de antemano? ¿Sabía que aquella ventana iba a estar entreabierta para poder contemplar desde la calle la Mona Lisa en topless? En cualquier caso, la Gioconda que exhibe sus encantos funciona como uno de los muchos punctums del paseo; eso es lo que señala Walser cada vez que algo le llama la atención. Quizás se trata de un ready-made. Si Duchamp le había puesto bigotes para hacer un juego de palabras en francés y decir algo así como «ella tiene el culo caliente», en esta ocasión alguien había decidido, simplemente, mostrarla con las tetas fuera. Sin lugar a dudas, el gesto de Walser al llamarnos la atención sobre aquella reproducción «intervenida» del cuadro de Leonardo tiene algo de duchampiano. De algún modo, Walser nos ha convertido por un instante en voyeurs (recordando al Étant donnés) al incitarnos a contemplar desde fuera un ámbito privado en el que hay una reproducción de un desnudo femenino. Walser y Duchamp: almas gemelas que hacen arte con las nimiedades de lo cotidiano. No están tan lejos el uno del otro; sin duda alguna, hay algún vínculo entre ellos, un cierto aire de familia entre el mundo literario del suizo Walser y el mundo simbólico del francés.
En esta misma calle, e inmediatamente después de haber visto a la Gioconda, Walser se detiene enfrente de una vieja casa abandonada. Sin saberlo, estamos a punto de asistir al momento álgido del paseo. Estamos plantados ante una casa abandonada en estado semi-ruinoso. La casa debió haber sido preciosa en su día. Hay muchas casitas así en São Paulo, pero Walser se ha detenido justo enfrente de esta casa. Comienzo entonces a hablarnos de aquel lugar con verdadera emoción; aquella casa le entusiasma tal cual está. Llega incluso a decir que podría quedarse a vivir allí para siempre. Justo en el momento en que acaba su precioso discurso sobre el lugar ideal para morar, justo en ese instante, una pequeña pompa de jabón pasa por delante de nosotros, ligeramente por encima de nuestras cabezas. El propio Walser parece sorprendido con esta aparición, haciendo solo un apenas perceptible gesto de admiración ante tamaño milagro. Si antes me acordé de Duchamp, ahora me acuerdo de ese otro maravilloso artista que marcó en cierta medida mi infancia a través de la televisión; me estoy refiriendo al gran Pep Bou, el mago de las pomas de jabón. En efecto, Walser se muestra sorprendido y encantado con la maravillosa casualidad. Ninguno de nosotros ha sido capaz de detectar el origen de la pompa de jabón; la vemos alejarse por la calle en dirección al lugar por el que vamos a seguir nuestro paseo de inmediato. Ya debe faltar poco para terminar, y después de un momento como este ya no puede haber una sorpresa mayor, ¿o sí?
La ciudad —entorno hostil para aquel que no se deje llevar por los erráticos flujos que ella misma marca— parece a veces regodearse en ofrecernos este tipo de micro-gestos poéticos que alcanzan su plenitud cuando paseamos al lado de un flâneur impenitente y extremamente sensible como Walser. Con esta convicción seguimos caminando sin alterar en ningún momento nuestro ritmo lento y cadencioso. Me doy cuenta entonces de que estoy empezando a sentir un ligero cansancio físico muy parecido al que siento en los museos después de más de dos horas: leve dolor de pies, rodillas y caderas. Es curioso, andando rápido no me canso tanto. ¿Tendrá algo que ver la atención de los sentidos con la tensión del cuerpo?
Cruzamos al otro lado de la calle y atravesamos un boteco que tiene puertas abiertas a dos calles. Los escasos clientes del bar nos miran algo sorprendidos, pero tampoco tanto; deben estar acostumbrados a ver grupos de gente mucho más extraños que el nuestro. En fila india vamos atravesando al otro lado del edificio rompiendo así la monotonía que parece instalada en este tranquilo lugar. En el bar suena música sertaneja. Encima de una de las máquinas expendedoras de bebidas descansa perezosa una humilde guitarra a la espera de que alguno de los clientes se anime a acompañar alguna canción. Una vez que atravesamos este local seguimos caminando calle arriba hasta llegar a una esquina en la que la calle se bifurca en dos. Justo allí está instalada una carnicería con un llamativo letrero en la parte superior de la puerta de acceso al local. La carne se mantiene expuesta a la vista de cualquier transeúnte que pase por allí. Y allí se va a detener Walser para lanzar un alegato contra el mal gusto. No es que Walser sea vegetariano y comience a despotricar contra los que comen carne. No. Lo que solivianta al escritor es el mal gusto de los carteles y los letreros de los negocios que pretenden llamar la atención de los posibles clientes. En definitiva, lo que Walser está denunciando es la agresiva invasión visual originada por las estrategias de marketing. Obviamente, Walser no utiliza en su discurso la palabra ‘marketing’, sino que nos habla de lo intolerable que le resulta esa permanente agresión al ojo y al espíritu (siguiendo a Merleau-Ponty). Para Walser es insufrible esta exaltación del mal gusto a la hora de llamar nuestra atención con la intención de vendernos un producto, en este caso carne. Es cierto lo que dice, tiene más razón que un santo —y algo de santo, o mejor dicho algo de místico tiene este Robert Walser— al decir que el panel de la carnicería en cuestión es de muy mal gusto. Es entonces cuando recaigo en el hecho de que en muchas ocasiones (por no decir en casi todas) se nos anestesia el criterio estético cuando vivimos en una ciudad como São Paulo. Pero Walser viene de otro lugar y, sobre todo, de otro tiempo; él no tiene ni mucho menos el criterio estético anestesiado, todo lo contrario, lo tiene agudizado el extremo. Por eso es un placer dar un paseo en su compañía. A Walser todavía «le duelen» estos atentados contra la sensibilidad.
Esta ha sido la primera vez durante todo el paseo que hemos visto a Walser realmente irritado. No obstante, no vamos a tardar mucho tiempo en comprobar que hay algunas otras cosas que le irritan, por ejemplo, que se corte un árbol. Seguimos caminando cuesta abajo por una zona en la que ya no hay locales comerciales, solo casas unifamiliares de dos plantas. Estamos en una zona residencial con cierto encanto, con casas humildes pero muy bonitas algunas de ellas. Volvemos a oír una voz que canta, bueno, en este caso habría que decir que más bien lo intenta: alguien está practicando en su casa con un karaoke. La voz llega hasta nosotros por medio de un micrófono: suena mal y desafinada, pero nos hace gracia al compararla con la voz que hemos tenido ocasión de escuchar hace ya un buen rato. Pero en medio de este tramo final del paseo, ya casi llegando a nuestro punto de despedida, Walser se detiene en la puerta de una casa y se agacha a acariciar el tocón de un árbol talado. Walser eleva entonces el tono de voz, como para ser oído por el propietario de la casa al que se dirige directamente. Para el Sr. Walser se trata de una muestra de insensibilidad intolerable; talar un árbol de ese modo, simplemente porque resulta incómodo al haberse hecho demasiado grande, es una afrenta imperdonable contra la naturaleza. Walser se muestra realmente dolido mientras continúa acariciando el resto del árbol amputado casi a ras de suelo. Desde dentro de la casa, nadie parece darse por aludido.
Continuamos bajando por una callecita estrecha y giramos hacia la derecha. Allí mismo, en la puerta de una de las casas se ha reunido un grupo de hombres que charlan amistosamente. En esta zona la ciudad no se muestra hostil en absoluto; parece que estamos en un pueblo. En pocos metros el paisaje urbano, junto con la actitud de las personas que lo pueblan, ha cambiado por completo. Walser entabla una breve conversación con aquellos hombres que le preguntan si está en São Paulo haciendo turismo. También le preguntan por su origen, a lo que Walser les contesta que es suizo. Uno de los hombres del grupo le dice entonces a Walser que le podría guardar sus ahorros en Suiza. Todos nos reímos, mientras me vienen a la cabeza todos los casos de corrupción que se han conocido en España en los últimos años y pienso: «También en mi país hay unos cuantos que le pedirían a Walser el mismo favor que le ha pedido este humilde trabajador brasileño». Efectos aberrantes de la corrupción globalizada. Me da la sensación de que la corrupción política en Brasil y en España son igualmente endémicas. La diferencia es que aquí en Brasil lo llevan sabiendo desde hace décadas, mientras que en España solo nos hemos querido enterar en los últimos años de crisis económica. Mientras tanto, en Suiza todo sigue bien, es decir, neutral como siempre. Y es que a pesar de la globalización (o gracias a ella) hay cosas que seguramente no van a cambiar nunca.
Parece que ahora sí nos estamos acercando al final de nuestro paseo. Llegamos así hasta una calle prácticamente peatonal en la que solo parecen entrar los coches de los allí residentes. Se trata de una callecita corta que transcurre entre pequeñas casas con jardines a la entrada. Walser apunta algo en la pequeñísima libreta que lleva en el bolsillo de su americana. Utiliza para escribir el pequeño lápiz gastado al extremo de tanto sacarle punta y que apenas asoma por encima del mismo bolsillo. En efecto, Walser nos dice que hemos llegado al final de nuestro recorrido. Se despide entonces de cada uno de nosotros, uno por uno, como había hecho al principio de paseo cuando nos conocimos: la misma firmeza, calidez y delicadeza. Después de la despedida Walser se aleja caminando al mismo paso lento con el que le hemos acompañado en nuestro periplo. Nos quedamos observándole desde este lado de la calle; es curioso, pero no lo hemos reconocido del todo bien hasta ahora, justo cuando se va[4]. Al final de calle, Walser dobla la esquina, y en ese pliegue desaparece.
Ha sido un placer. Hasta la próxima, Sr. Walser.
FICHA TÉCNICA
El paseo de Robert Walser
Director: Marc Caellas
Actor: Esteban Feune de Colombi
São Paulo (Brasil), 10/12/2015
[1] Deleuze, Gilles: El pliegue. Leibniz y el Barroco. Barcelona, Paidós, 2009, p. 25.
[2] Maiakovski ya se hizo esta misma pregunta cuando visitó la ciudad de México en los años veinte: «La gente más importante son los lustrabotas y los vendedores de lotería. Para mí sigue siendo un enigma de qué viven los primeros. Los indios andan descalzos, y si llevan algún calzado es algo imposible de limpiar o describir. Y por cada persona con botas hay cinco que intentan limpiárselas, como mínimo». [Maiakovski, Vladimir: Mi descubrimiento de América. Buenos Aires, Editorial Entropía, 2015, p. 23].
[3] Nogué, Joan: «Geografías de la invisibilidad», en Culturas (suplemento cultural de La Vanguardia), 16/03/2005.
[4] De Certeau Michel: La fábula mística. Madrid, Ediciones Siruela, 2006, p. 25: «De entrada, lo que se cuestiona es la formalidad del discurso y un trazar (un caminar, Wandern) de la escritura: la primera circunscribe un lugar; el segundo muestra un “estilo” o un “andar”, en el sentido en el que, tras Virgilio, “la diosa se reconoce por su andar”». [Eneida, I, 405: Vera incessu patuit dea. Era el momento de su partida: la diosa se reconoce cuando se va].
Un paseo con Robert Walser por São Paulo
Jueves, 10 de diciembre de 2015. 16:00h.
Facultad de Derecho de São Paulo, Largo de São Francisco.
Hemos quedado citados para participar en una experiencia de la que en principio no sabemos gran cosa. Se trata de algo así como «teatro en la calle», pero, la verdad es que no sabemos prácticamente nada de lo que pueda ser aquello que vamos a ver, vivir, experimentar o lo que fuera. Apenas unos pocos datos (lugar, fecha y hora). En cualquier caso, la curiosidad me lleva hasta allí por el mero hecho de tratarse de un paseo por la ciudad. Más concretamente se trata de un paseo muy específico, El paseo de Robert Walser. ¿Un paseo con Walser en São Paulo? En efecto, aquello hay que verlo. Hace más de diez años que leí El paseo y no lo recuerdo en detalle, pero en cualquier caso prefiero no leerlo ahora antes de encontrarme con Walser en esta caótica ciudad.
Primeros pasos
En torno al territorio por excelencia de la experiencia contemporánea (desde la arquitectura y el urbanismo). Acerca de la idea de ciudad contemporánea (la cultura contemporánea es indefectiblemente urbanita). Territorio difuso, delirante geografía de geometría variable afectada desde muchos órdenes: ciudad informacional (la circulación de información…). Crecimiento intempestivo, no reglado, no lógico. Mutaciones: crecimiento no programado, no lógico. Dinámicas de mutación (ciudad líquida).
¿Qué detecta Walter Benjamin en el París del XIX? ¿En que se ha convertido la ciudad a los ojos de Benjamin? Aparece la multitud y, así, el anonimato. La ciudad se convierte a partir de entonces en el espacio de la anomalía (la barricada, la puta, el indigente, la delincuencia…). El ideal de la transparencia (la cultura del vidrio, disolución entre el espacio público y el privado). Surge así la subjetividad replegada en el pequeño interior burgués (caja-estuche); el interior burgués propio del Modernismo.
Dos opciones a tomar ante este territorio inseguro de la metrópoli moderna; en cualquier caso, dos formas complementarias de «ensimismamiento».
1. Subjetividad replegada en el interior del hogar.
2. Fascinación: el flâneur.
La simple idea de plantear o imaginar un paseo con Robert Walser me parece sugerente en sí misma. No necesito mucho más, la verdad, no me hace falta ningún reclamo más para acercarme hasta allí a ver de qué se trata esta propuesta «no escénica». Llevo ya más de tres años viviendo en esta ciudad y la experiencia de caminar por el centro de la inmensa metrópoli me resulta siempre (o casi siempre) enormemente sugestiva. Pero en este caso en concreto el fenómeno anacrónico que se propone, incrustado en el medio del fragor cotidiano propio de una ciudad como São Paulo, merece, sin duda, ser experimentado en vivo y en primera persona.
Mientras acudo a la cita se me vienen a la cabeza algunas cuestiones: ¿Qué tipo de Walser me voy a encontrar? ¿Va a hablar, y en caso de que sí lo haga, en qué idioma? ¿Se tratará realmente de un paseo, o vamos a asistir a la representación de un paseo?
Ya conocía el célebre relato que lleva por título El paseo, pero, ciertamente, no veía cómo podía encajar este texto en el ámbito específico de una experiencia que se podría enmarcar dentro del teatro callejero. Sin duda, esta duda, esta primera incertidumbre supone un tanto a su favor a la hora de aproximarse hasta el punto de encuentro marcado, y animarse así a «perder» una tarde dando un paseo por una ciudad en la que siempre falta tiempo —o al menos esa es la sensación que tenemos los que vivimos aquí— para todo. Sin embargo, la experiencia del paseo requiere un punto de partida ineludible: dar el tiempo por perdido de antemano. A partir de ahí uno puede abrirse a lo que pueda suceder.
Habíamos sido citados con el Sr. Walser a las 16:00h, justo enfrente de la Facultad de Derecho, en pleno centro histórico de la ciudad. El lugar donde estaba marcada la cita era ya de por sí sugerente. El centro de São Paulo tiene fama entre sus propios habitantes de ser un lugar muy peligroso; a partir de las 6 o 7 de la tarde, cuando anochece y cierran todos los locales comerciales, te aconsejan que no andes por allí. A pesar de esta aparente inseguridad, el centro de esta ciudad resulta muy impresionante para un madrileño como yo. Por muy cosmopolita que uno pueda llegar a creerse (no es mi caso), al llegar a São Paulo uno no puede dejar de sentirse como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. Esta mega-urbe resulta apabullante por su escala, la dimensión desorbitada —ciertamente inhumana también—, la enorme descompensación a todos los niveles (social, paisajístico, económico…) que se puede comprobar en cada esquina. Viejos y decrépitos edificios abandonados o semi-abandonados que evidencian su pasado esplendor, junto a enormes edificios de oficinas. Viejas tiendas de barrio junto a modernos supermercados recién estrenados, antiguos botecos (bares) decadentes junto a asépticos y «acogedores» Starbucks donde uno puede sentirse «como en casa» en cualquier lugar del mundo. Personas tiradas por la calle junto a gente «superchic» perteneciente a las más variadas tribus urbanas. Personas abandonadas a su suerte junto a otra gente a la que la suerte no parece que vaya a abandonarlos nunca.
Pues bien, es justo ahí, en el medio de todo este maremágnum, en el medio de esta ciudad frenética y sin medida, donde hemos sido citados; allí donde los contrastes son, si cabe, aún más acusados. Aunque pensándolo bien tiene sentido. Recordemos que el centro del maelstrom es justamente el único lugar donde mantenerse inmóvil y, sin hacer esfuerzos de resistencia, poder salir indemne del torbellino mortal. Sin duda, Walser (como Bartleby, como Duchamp, como Monsieur Teste) pertenece a esta familia de peculiares personajes que cultivan la inmovilidad como forma de resistencia, como estrategia de supervivencia pese a todo.
Llegamos con tiempo de sobra y esperamos tranquilamente la llegada de nuestro protagonista. Tenía mis dudas acerca de la puntualidad con que fuera a comenzar el evento marcado, pero, afortunadamente, el Sr. Walser parece mantener las férreas costumbres suizas en lo que a la medición del tiempo se refiere. En efecto, Walser llega puntual. Este es el primer contraste a destacar en una ciudad en la que nadie, absolutamente nadie, llega a tiempo a sus citas. En ese mismo instante ya podemos percibir que Walser es un ser desubicado, perdido, alienado tanto en el tiempo como en el espacio. Vamos a asistir a una ceremonia conmemorativa de la vigencia de cierto anacronismo vivo. En este sentido he de decir que, por lo que a mí respecta, ya me tienen ganado de antemano. Considero a Walser un auténtico maestro en lo que se refiere a ciertas estrategias de resistencia.
Aparece entonces el Sr. Walser desde el interior del edifico de la Facultad de Derecho. Se trata, insistimos, de un anacronismo andante, una aparición surgida de otro tiempo y otro espacio. Lo primero que me llama la atención es que estamos ante un Walser joven; aparenta una edad que podríamos enmarcar entre los 30 y los 40 años. Walser escribió El paseo a punto de cumplir los 40 años, así que, al menos por el momento, todo cuadra. En realidad esperaba encontrarme con un Walser más viejo, más parecido físicamente al que conocemos por medio de las fotografías de sus últimos años pasados en un sanatorio psiquiátrico. Este Walser que tenemos la oportunidad de conocer ahora en São Paulo es aún joven y se muestra en plena forma. Todavía no se he convertido en el Walser de Herisau. No sé muy bien por qué razón, pero el hecho de que estemos ante un Walser joven me resulta al mismo tiempo sorprendente y agradable. Quizás estemos aún a tiempo de compartir cierta ingenuidad juvenil.
Walser nos saluda concienzudamente y en silencio, uno por uno, a todos los asistentes al paseo. En total debemos ser cinco o seis personas, no más. El saludo consiste en un fuerte apretón de manos que se prolonga más allá de lo razonable mientras nos sostenemos la mirada. Creo intuir un cierto, levísimo, tono burlón en la mirada de nuestro protagonista. Presenta un ligero bigotillo que, junto con sus pequeñas gafas ovaladas, hace todavía un poco más cómico su aspecto general. La vestimenta delata su origen: traje y corbata azul oscuro, desgastados por el uso. En el bolsillo de la americana se intuye una diminuta libreta junto a un lápiz gastado que asoma a duras penas. Un paraguas cerrado le hace las veces de bastón. Se trata de una elegancia añeja, podríamos decir, gastada por el uso, pero más que digna; el sombrero gris, más gastado todavía, presenta un pequeño roto en la parte superior, justo en la zona del pliegue, ese punto preciso que Deleuze llamaba «la inflexión», es decir, allí donde «la tangente corta la curva»[1]. El aspecto general es, ciertamente, el de un intelectual de principios del siglo XX. O lo que es lo mismo, el aspecto de un funcionario de la misma época. No es tan elegante como Kafka (no me puedo imaginar a Kafka con un traje gastado y un sombre roto), sino que se aproximaría más a un Pessoa, por ejemplo, que paseó por Lisboa con el mismo aire que percibimos ahora en este Walser. Personajes que, en definitiva, son algo así como pliegues en el entramado urbano por el que deambulan.
Es curioso, nunca lo había pensado, pero al ver a este Walser en São Paulo me ha recordado mucho a las fotografías que conocemos del Pessoa que se pierde por Lisboa en los mismos años en que Walser se dedicaba también a pasear y a escribir. Siempre me han llamado la atención esas viejas fotos en las que vemos a este tipo de personajes ya míticos para cierta parte de la contemporaneidad (Kafka, Pessoa, Duchamp, Benjamin…) a la edad de veintipocos años. Me gusta contrastar la imagen que veo en la fotografía con la edad del fotografiado en el momento de ser retratados. Aunque la apariencia es de señores de 40 años, sorprende comprobar que en la mayoría de los casos no superan los 25. He tenido esta misma sensación con el Walser que he conocido en São Paulo: su atuendo, sus gestos y su forma de comportarse en público son los de un señor mayor, pero su aspecto es el de un joven vestido de viejo. Puro juego de anacronismos, distintas temporalidades superpuestas que constantemente circulan por la ciudad, también en lo relativo a las meras apariencias. En cualquier caso, ningún lugar como São Paulo para pasar completamente desapercibido, incluso como paradoja andante. Aquí es difícil llamar la atención por el aspecto físico o por el atuendo; están muy acostumbrados a ver de todo.
Mis dudas iniciales acerca de la adaptación del texto de Walser para una experiencia de teatro en la calle se disipan casi desde un primer momento; el Walser que tengo delante y que acabo de conocer comienza a decir, prácticamente calcadas, las mismas palabras que se pueden leer al comienzo de El paseo. Lo más sorprendente de esta primera toma de contacto no es tanto el texto en cuestión, sino el acento argentino del protagonista. Este Walser al que vamos a acompañar en su peregrinaje por São Paulo habla con un fuerte acento porteño, y la verdad es que me gusta esa idea. A partir de ese momento dejo de preocuparme por la cuestión de la adaptación del texto. Creo reconocer algunos pasajes tomados literalmente del relato original, pero, en cualquier caso, eso ya es lo de menos.
Prácticamente desde el mismo instante en que empieza nuestro paseo, comienzan a sucederse algunos acontecimientos imprevistos. De cualquier forma, siempre cabe la duda: ¿Realmente se trata de imprevistos, o estos acontecimientos están planeados de antemano? Esta constante indeterminación forma parte esencial del encanto de la experiencia. A partir de este momento, al cruzar la calle y empezar a deambular sin aparente rumbo fijo, nos dejamos llevar por nuestro guía. ¿Hasta qué punto el Sr. Walser está improvisando sus pasos? ¿Hasta qué punto nuestro paseo está planeado y diseñado de antemano? Nos dejamos llevar por la deriva de este Walser, sin importarnos mucho si todo aquello está guionizado o no lo está.
Cambios perceptivos
En torno a la idea de movilidad por el espacio urbano. Tres posibilidades:
1. El shopping como la auténtica ocupación pública; «danza» alrededor de la
Mercancía.
2. El paisaje contemporáneo es el que se divisa por las ventanas de los medios de
transporte.
3. El paseo. Robert Walser. Referencia clave en toda la literatura centroeuropea de entreguerras. Practica y teoriza sobre «el pasear». Idea de la movilidad como paseo. Influye de forma decisiva en aquellos artistas que hacen del paseo su práctica artística; construcción de experiencia en tiempo real.
Lo que se nos demanda en la actualidad no es ficción, sino realidad; hoy ya sufrimos un exceso de ficción (no olvidemos que las noticias que difunden los medios más oficialmente rigurosos son en gran parte ficción), el déficit, pues, es de realidad. Se trata de paliar la sobreabundancia de experiencia ficticia por la creación de experiencia real. Creación de una experiencia real improductiva (pasear) como réplica a las experiencias impuestas por el orden establecido. Estrategias a la contra; cargadas de un sentido crítico cuando son utilizadas fuera del ámbito cotidiano, convencional.
Pasear o el emblema de la improductividad estética.
Desde un primer momento comienzo a tener conciencia de un primer cambio más que evidente en relación a lo que va a ser, a partir de ese momento, mi propia percepción de la ciudad. En efecto, desde que comenzamos a caminar siguiendo los pasos de Walser, la ciudad empieza a ser percibida de una manera extraña. No se trata tanto de la tan traída y llevada experiencia freudiana de «lo siniestro»; no se trata de que la ciudad (entorno familiar) se nos vuelva extraña, sino más bien de que lo extraño (en este caso la ciudad) se vuelve familiar. En este sentido, algo se ha quebrado en nuestra percepción nada más empezar: sin darnos cuenta, hemos entrado de lleno en el ritmo de Walser. A partir de ahora vamos a caminar al compás (literalmente, ‘paso con’) de Walser. A partir de ahora vamos a ser sus compañeros de caminata: eso es lo que quiere decir acompasar. Esto supone entrar con él en otra temporalidad y, por lo tanto, en otra lógica espacio-temporal completamente diferente a la que estamos acostumbrados en nuestra vida cotidiana. «Allá donde fueres haz lo que vieres», reza el refrán; pues bien, con Walser hemos aprendido que se puede ir perfectamente en contra de esta lógica tan sensata. Estamos caminando a la contra de eso que llaman «el sentido común».
Allí mismo, nada más cruzar la calle, nos topamos con un hombre que está apoyado de espaldas en un árbol. Estamos en medio de una zona peatonal, no hay que preocuparse, por tanto, de los coches, al menos por el momento. Este hombre apoyado en el árbol llama nuestra atención porque personifica, al igual que Walser, un anacronismo viviente. De hecho parece puesto allí a propósito. ¿Será que a partir de este momento vamos a comenzar a ver personajes sacados del túnel del tiempo? ¿Formará parte este personaje del atrezzo de la obra? Se trata de un señor mayor, aunque no llega a ser anciano. Apoyado en el árbol con las manos a la espalda se mantiene en perfecto equilibrio y completamente inmóvil; podría llevar allí cinco minutos o toda la eternidad. Su mirada se mantiene fija en un punto indefinido del paisaje urbano, justo enfrente de él. Por su apariencia física me recuerda al Schopenhauer de 71 años que conocemos del célebre retrato fotográfico que le hiciera J. Schäfer (labios fuertemente cerrados, ceño fruncido, calvo en la parte superior de una cabeza cuyos parietales presentan un cabello abundante y encrespado). Por si todo esto fuera poco, su atuendo también está completamente desfasado. Obviamente, nuestro Walser lo «reconoce» de inmediato como a un espíritu perteneciente a una época del pasado. Se detiene frente a él, a escasos metros, y le hace un gesto de saludo con la cabeza, pero aquel señor apoyado en el árbol ni se inmuta, ni siquiera desvía la mirada de aquel punto fijo en el que la mantiene literalmente clavada. Un punto que muy bien podría ser el propio mundo como voluntad y representación. Nunca se sabe: el centro de São Paulo está plagado de locos que andan sueltos por ahí, hablando solos por las calles. ¿No serían estos los auténticos filósofos de nuestro tiempo?
Dejamos atrás a este personaje inmóvil en medio de la multitud y continuamos nuestro lento e improductivo caminar. No se trata de un caminar lento por el hecho de estar acompañando a un señor mayor (ya hemos mencionado antes que se trata de un Walser joven), sino que nos damos cuenta de repente de que nos hemos adentrado en una temporalidad otra, completamente ajena al ritmo que se empeña en imponernos la ciudad. Las formas, los gestos, el estilo, el modo de hablar y caminar de Walser resultan completamente anacrónicos y, por lo tanto, revolucionarios. Se trata de un caminar lento, demorado, un punto dubitativo, elegante, respetuoso, calculado a veces, cuidado… Caminando junto a Walser nos damos cuenta de eso que se dice tan a menudo sin reparar demasiado en lo que se está queriendo decir: «Se han perdido las buenas costumbres». En efecto, se ha perdido tanto la costumbre de andar despacio, demorarse en el paseo estando atento a lo que uno se va encontrando por el camino, como, por otra parte, también se ha perdido la costumbre de cuidar de la retórica a la hora de expresarse con palabras. Y viendo a Walser desenvolverse en territorio hostil, comprendo de inmediato que ambas costumbres están de algún modo relacionadas, estrechamente relacionadas. Este Walser que camina lentamente por el centro de São Paulo tiene algo de Don Quijote, es alguien sacado de contexto que se resiste a entrar en la temporalidad —y, por lo tanto, en la lógica funcional— que se le impone de forma abrupta desde fuera. Sin tener nada que ver con todo esto (¿o sí?), me viene en ese momento a la cabeza la película Brazil de Terry Gilliam.
Seguimos caminando despacio, demorándonos en nuestros pasos lentos, al compás de Walser. Nos detenemos por unos segundos para observar pequeños detalles, nimiedades que en nuestra vida cotidiana nos pasarían desapercibidos. Pero ahora no estamos inmersos en nuestra fútil y tediosa cotidianeidad. Este paseo nos saca de alguna forma de nuestra rutina amorfa, acelerada y acrítica. A estas alturas ya resulta obvio que hemos entrado en otro ritmo y en otra lógica espacio-temporal. A pesar de lo que se pudiera pensar en un primer momento, esta lentitud no hace que la ciudad se vuelva un territorio hostil; más bien al contrario. El entorno urbano comienza entonces a adquirir unos perfiles, digámoslo así, más humanos (teniendo siempre presente que una macro-urbe como São Paulo siempre será un lugar in-humano por definición). De pronto, nuestros sentidos comienzan a agudizarse.
Walser se detiene enfrente de un bar, lo que aquí se conoce como boteco. Se encamina entonces hacia la entrada del local y nosotros con él. Dentro hay apenas dos o tres personas. Al entrar, Walser saluda respetuosamente y se dirige sin más preámbulos a la camarera que está al otro lado de la barra. Estamos viviendo uno de los episodios narrados por Walser en su célebre relato. Walser le pregunta a la camarera si es una actriz de cine. La escena resulta hasta cierto punto cómica por el desconcierto del personal, especialmente el de la camarera en cuestión. Walser le insiste en que le recuerda mucho a una actriz de cine. Pero no todos los allí presentes se muestran desconcertados; hay algunos que se mantienen indiferentes y otros que comparten ligeras sonrisas cómplices que parecen decir: «Mira, otro loco más de los que abundan por aquí». Como nuestro Walser habla en castellano la camarera no entiende muy bien qué es lo que le está diciendo. Se muestra seria, mirando fijamente a Walser, recelosa ante tal situación. Cuando entiende alguna palabra elogiosa hacia su persona esboza una ligera sonrisa. El resto de la concurrencia nos mira con una mezcla entre curiosidad y cierta condescendencia. Aquí están muy acostumbrados a tratar con gente desequilibrada, personas que andan por las calles sin rumbo fijo, durmiendo en cualquier lugar, tirados por el suelo, hablando solos ante la total indiferencia del resto de transeúntes. Sin embargo, Walser no puede ser confundido con uno de estos moradores de rua, como dicen aquí. El atuendo, aunque viejo y gastado, le distingue todavía como una persona elegante, impecable en su trato exquisito a la hora de dirigirse a cualquiera que se encuentra por la calle.
Al despedirse, la camarera se queda esbozando una leve sonrisa, aunque da la sensación de que no ha entendido nada de lo que aquel extraño personaje venido del pasado le ha dicho. Toda esta escena en su conjunto debe ser aún más desconcertante debido a la compañía de Walser, es decir, a nosotros, los que le acompañamos al escritor en su deriva callejera. Experiencia de un flâneur sacado de contexto o, mejor dicho, puesto de pronto en un contexto insospechado y hasta cierto punto inhóspito. Al final salimos del bar después de despedirnos respetuosamente de los allí presentes. Quizá se nos estén contagiando también algunos modales de nuestro experimentado paseante. Viviendo esta experiencia de «teatro callejero», ¿nos estaremos volviendo de alguna forma anacrónicos en tiempo real? Me gustaría pensar que así es.
Austeridad como ideal de vida
El punto de vista de Robert Walser es el de un escritor que pretende escamotearse, «no ser nada», sin otra pretensión que la de fabricar «cosas pequeñas» para periódicos y revistas. Su escritura preconiza la desaparición del yo para hallar la palabra justa y el término exacto. Las obras de Walser se basan, por tanto, en una concepción estética que postula la renuncia a la subjetividad como condición necesaria para la creación artística.
Walser es un maestro de la prosa; en sus textos, las palabras son un fluido casi natural de su imaginación. A todo superpone un tono de indecisión, de duda aparente: «Pluma, si no me asistes, no sé cómo avanzar». En el fondo está advirtiendo que probablemente miente, que acaso el texto no sea más que una tentativa de fuga, un modo inacabado y hasta cierto punto reprobable de embozarse en las palabras. Walser devuelve a la escritura su propia suficiencia mientras él se consume escribiendo. De ahí que, en su mundo de renuncias, de propensión a la desaparición, incluso sea deseable prescindir de los artistas: «Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa».
Después de salir del boteco seguimos caminando por una zona peatonal no muy concurrida, pero sí animada. Walser decide entonces que ha llegado el momento de limpiar y dar brillo a sus viejos zapatos. El calzado de Walser ha sido una de las primeras cosas que me ha llamado la atención al conocernos. Tanto el sombrero como el traje (camisa y corbata incluidos) estaban ya bastante gastados, evidenciaban el paso del tiempo y el uso continuado. En este sentido, los zapatos no eran una excepción. Se trata de unos zapatos marrones de piel atados con cordones; gastados de tantos paseos por el mundo, supongo. El caso es que Walser se sienta en el puesto de un limpiabotas situado en medio de la zona peatonal. Una vez que Walser está acomodado en el puesto, aparece enseguida un limpiabotas que sin más preámbulos, y prácticamente sin mediar palabra, se dispone a realizar su tarea. Por cierto, ¿de dónde saldrá tanto limpiabotas en esta ciudad?[2] Los acompañantes nos quedamos contemplando la escena a corta distancia. Casi siempre resulta sumamente agradable y relajante mirar a los demás mientras trabajan. En este caso en concreto, resulta que el limpiabotas en cuestión es un auténtico profesional, no cabe duda, y deja los zapatos de Walser lustrosos y brillantes. Iba a decir que los dejó «como nuevos», pero esto sería una exageración, puesto que los zapatos están ya tan agrietados por los lados que el betún marrón tan primorosamente untado por el limpiabotas no consigue más que disimular el aspecto ajado del calzado. Aun así, el resultado final es realmente sorprendente: los zapatos han rejuvenecido al tiempo que el aspecto general del Sr. Walser ha ganado en prestancia.
En São Paulo, más concretamente en el centro de la ciudad, abundan los limpiabotas. Podría repetirse en este caso aquella fórmula tan repetida que dice: «Forman parte del paisaje urbano». Sin embargo, por la reacción de los allí presentes, se podría decir que ninguno de nosotros nos habíamos parado nunca a mirar con detenimiento el trabajo de un limpiabotas. Resultó muy revelador comprobar cómo en medio de una ciudad ciertamente caótica, en medio de un tráfico muchas veces insoportable para los propios paulistanos (tan acostumbrados como están a los continuos atascos) podemos encontrar, no obstante, pequeños gestos cotidianos que nos traen de vuelta a una escala, a una dimensión más humana. En el medio del sucio centro de São Paulo, entre toda la mugre acumulada, un humilde limpiabotas le saca brillo de forma primorosa a unos viejos y gastados zapatos hechos para el paseo.
Después de pagarle y despedirse respetuosamente del limpiabotas, Walser continúa su camino y nosotros con él. Se trata de un deambular lento y aparentemente errático, sin rumbo aparente, por una zona que continúa siendo peatonal, al menos por el momento. Estamos muy cerca de la Praça da Sé, la plaza de la catedral de São Paulo, en pleno centro histórico. Es una zona absolutamente comercial y de oficinas; muy poblada por el día, por la noche se queda prácticamente desierta. Allí, justo por donde estamos caminando ahora, dentro de unas tres horas no quedarán más que los moradores de rua, los sin-techo, los verdaderos okupas del espacio urbano. Habitantes intersticiales de una ciudad que ya de por sí está llena de grietas.
Walser camina despacio y se demora en la paciente contemplación de algunos edificios. A veces un pequeños detalle le llama la atención y se detiene un momento a mirar con cuidado. En ocasiones nos busca con la mirada cómplice para compartir un hallazgo sin palabras, otras veces saca del bolsillo de su americana una pequeñísima libreta y apunta algo en ella valiéndose del lápiz gastado cuya breve longitud apenas da para intuirlo apenas en la mano del escritor. No llego a ver lo que escribe, pero se intuye perfectamente que la caligrafía debe ser diminuta.
En un momento dado, Walser se detiene enfrente de una sucursal bancaria y nos dice que debemos entrar allí un momento para hablar con el director del banco. En ese instante creo recordar que se trata de uno de los episodios descritos en el relato de Walser, pero no lo recuerdo bien. Entramos en la pequeña sucursal y nos quedamos a la entrada, en la parte donde están los cajeros automáticos. Somos un pequeño grupo de personas, pero el espacio no es muy grande, así que allí dentro parecemos una multitud. La sorpresa manifiesta del guardia de seguridad que vigila apaciblemente desde dentro de una pecera de cristal blindado me hace comprender de inmediato que aquella «escena» no ha sido previamente preparada.
Walser saca entonces una carta del director del banco. La carta en cuestión está cuidada al detalle, puesto que lleva el logotipo del banco en el que nos encontramos. Me asalta entonces la duda: ¿Cómo va a hablar Walser con el director del banco? ¿Es que vamos a entrar hasta el despacho del director? Me llama la atención que en ningún momento Walser se dirige a los vigilantes de seguridad (ahora ha venido unos más) que observan la escena bien protegidos desde dentro del habitáculo blindado. Vistos desde allí dentro debemos presentar el aspecto de un grupo bien pintoresco aunque, en principio, nada peligroso. Esta cuestión de cómo dirigirse al director del banco está muy bien resuelta: Walser saca la carta y se dirige directamente a una de las cámaras de seguridad del circuito interno de vigilancia del banco. Walser comienza a hablar a cámara como si estuviera hablando directamente con el responsable bancario. Se trata, en mi opinión, de uno de los momentos álgidos del paseo. Walser hace mención a un dinero recibido que tiene intención de dejar depositado en aquel banco. En su discurso, perfectamente articulado, menciona de pasada su austero modo de vida; dice que no necesita mucho para vivir. Sin lugar a dudas, estamos ante un brillante precursor de eso que se ha dado en llamar el «Movimiento por el Decrecimiento».
Los vigilantes de seguridad han contemplado toda la escena sin quitarnos el ojo de encima en ningún momento. Se les ha podido ver un poquito tensos en algún momento, pero al final salimos de allí lenta y ordenadamente, sin mayor contratiempo. Walser, como va a suceder a lo largo de todo el paseo, se muestra en todo momento cordial y extremamente educado; al salir, se despide respetuosamente de los guardias.
Una rosa y una canción
Walser es un escritor extraño, pero su extrañeza no es sombría. Lo asombroso, lo que resulta extraordinario en Walser es que vivía sus fantasías poéticas como el resto de la humanidad vive sus ambiciones, o dicho de un modo más preciso: nunca perdió la ingenuidad. Una ingenuidad que no tiene nada de ignorancia o de inconsciencia. Oskar Loerke, crítico que aplaudió sus libros, le definió así: «Su ingenuidad es tan espontánea que después de ser destruida por la conciencia, se presenta tan segura e incólume como si fuera natural». Su existencia fue un compendio de incomprensión, penuria y dolor, pero en sus páginas no se halla ninguna queja. «La peculiaridad de Robert Walser como escritor —escribe Canetti— consiste en que nunca habla de motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien, siempre está encantado con todo (…) Walser se mimetiza para no ser descubierto, no compite por ningún puesto social, se desentiende de la maquinaria que engarza al individuo con el poder».
Continúa el paseo. No llevo reloj y no estoy seguro del tiempo que ha transcurrido, pero calculo que debemos llevar casi una hora de paseo y apenas hemos dado la vuelta a la manzana. Nos encaminamos ahora hacia el mismo edifico de la Facultad de Derecho donde habíamos quedado al principio. ¿Será que ya se va a terminar nuestro paseo con Walser? No, ni mucho menos. Por fortuna el Sr. Walser todavía no se ha cansado de pasear. Nos desviamos hacia la derecha justo antes de llegar al Largo de São Francisco. Antes de llegar a la iglesia del mismo nombre, Walser se ha detenido unos minutos a charlar con tres personas que estaban sentadas a la sombra. El peculiar aspecto de Walser parece desconcertarles en un principio, pero, de cualquier forma, hacen el intento de comunicarse con él mientras que el grupo de acompañantes contemplamos la escena a corta distancia. Hay determinados momentos en los que, como «espectadores», parecemos añorar la tan denostada cuarta pared. Sin embargo, aquí no somos espectadores, sino que estamos inmersos en el mismo deambular errático del protagonista. La cuarta pared, en todo caso, quedaría ahora a nuestras espaldas.
En un determinado momento, Walser se decide a cruzar la calle en una zona que no es propicia para ello. En este punto, sobra decir que São Paulo es una ciudad que parece diseñada a propósito para hacerle la vida imposible al peatón. En este sentido, El paseo de Robert Walser supone algo así como una acción de resistencia política, una reacción ante el actual estado de cosas. Una especie de último gesto quijotesco a la desesperada. Aunque la verdad es que Walser no se muestra desesperado en ningún momento, a pesar de que São Paulo sea, probablemente, uno de los lugares menos adecuados para pasear al estilo Walser. Sin embargo, es justamente esa imposibilidad aparente la que dota a esta pieza (dirigida por Caellas y protagonizada por Feune de Colombi) de especial interés. La temporalidad impuesta por Walser con su acción nos hace percibir la ciudad de un modo al que no estamos acostumbrados en absoluto.
Pero volvamos a la acción. Walser se dispone a cruzar la calle en medio de un tráfico cruzado. Los coches, motos y autobuses no paran de venir por nuestra derecha desde dos calles diferentes que van a confluir justo por donde Walser se ha empeñado en cruzar. Estamos en medio de una subida en curva, por lo que la visibilidad no es la mejor. Aun así, Walser cruza la calle; este alarde de valor resulta desconcertante en alguien tan medido y mesurado en sus gestos como Walser. Pero claro, no se trata de valor, sino de inconsciencia o, mejor aún, de indiferencia. El escritor atraviesa la calle sin mirar (o al menos así me lo parece). No parece percibir el peligro al que se acaba de exponer. En realidad es como si viniese hasta nosotros desde otro tiempo, más concretamente desde hace cien años, cuando los paseantes eran la inmensa mayoría de los ciudadanos frente a los entonces escasos automóviles. Cruza Walser y todos los demás nos quedamos a este lado de la calle, mirando y esperando el momento más adecuado para cruzar la calle con seguridad. Nuestros hábitos de paseantes desentrenados nos hacen estar alerta todo el tiempo en el medio de un ámbito tan hostil como este. Por un momento, da la sensación de que este paseante venido del pasado podría para el tráfico con su sola presencia. Pero será mejor que no nos arriesguemos a comprobarlo.
Una vez que hemos cruzado la calle, Walser se queda mirando el escaparate de una modesta floristería. Decide entrar. Otra vez asistimos al desconcierto de los que trabajan en el local. Primero, el aspecto del propio Walser, después, el hecho de que vaya acompañado de un grupo heterogéneo de personas que parecen observar todos sus movimientos como si fueran espectadores, pero, ¿espectadores de qué? Walser pide amablemente a una de las dependientas que le enseñe una rosa. La dependienta le prepara una rosa, Walser consulta el precio y finalmente la compra. Paga, se despide con amabilidad y salimos de allí. Poco a poco nos vamos amoldando a los modales de Walser. No solo nos está contagiando el ritmo de su lento modo de andar, sino que, paulatinamente, también estamos incorporando en cierta medida sus formas, sus ademanes, algunos de sus gestos; parece ser que las neuronas espejo están cumpliendo con su labor. El cuerpo, la expresión corporal de Walser está en perfecta sintonía con su retórica a la hora de hablar. Podría decirse que su forma de hablar a la hora de dirigirse a los demás es una extensión de su cuerpo. Quizás esta total coherencia entre forma y contenido es la que le hace aparecer ante nuestros ojos como una especie de «maestro zen» al modo occidental (si es que esto pudiera existir). ¿Qué sería lo más parecido a un maestro zen en Occidente? En efecto, el místico; pues bien, Walser tiene cierto aire de místico que le distingue.
Continuamos nuestro paseo por una zona de la ciudad que se nos manifiesta cada vez más degradada. Andamos entre viejos edificios abandonados o semi-abandonados, entre basura tirada por las calles, entre desagradables olores y excrementos que suponemos sean de perro. Nos encontramos en medio de uno de esos espacios que no queremos habitar, uno de esos lugares olvidados, fuera de los circuitos habituales, a los que Joan Nogué se ha referido como: «(…) un sinfín de redes espaciales que configuran otras geografías, a veces incluso con un cierto carácter disidente y alternativo y casi siempre heterodoxas, desconocidas y vistas con recelo, por su carácter transgresor, nómada, de muy difícil localización y delimitación geográficas y, por lo mismo, fuera de control»[3]. La deriva seguida por Walser nos está adentrando en estos lugares que nunca saldrán ni en las guías del ocio ni en las guías de viaje. Y en medio de toda esta «heterodoxia» —siguiendo el razonamiento de Nogué—, como un agudo, fino y levísimo rayo de sol que se colara y se abriera paso por una grieta o un cielo encapotado, comenzamos a oír a lo lejos una preciosa voz femenina que entona una canción. El sentido del oído entonces se afila. Percibimos el sonido de fondo de la ciudad (amalgama informe de todos los ruidos que componen ese magma) al modo de un bajo continuo sobre el que se superpone esta delicada línea melódica. Ahora ya no seguimos a Walser, sino que todos seguimos la voz. Hacia allí nos dirigimos. La canción va perfilándose cada vez más nítida, hasta llegar a la fuente del sonido. La ciudad, al menos por unos instantes, parece estar afinada.
En el medio de la calle hay gente que se ha parado a escuchar debajo de una ventana. Una joven está asomada hacia la calle y está cantando una canción popular brasileña; hay algunas personas que parecen reconocer dicha canción. Allí nos quedamos esperando hasta que termine la preciosa melodía. La joven está cantando desde el interior de un edificio okupado por el movimiento de los sin-techo. El acusado contraste entre el aspecto ruinoso del edificio y la delicada voz hace que los perfiles de la ciudad (las líneas de los edificios, los olores que llegan hasta nosotros, los sonidos que percibimos…) se vuelvan todavía más agudos, más precisos, más afilados. En realidad son nuestros sentidos los que se van transformando a lo largo del paseo. Al terminar la canción todos aplaudimos desde la calle. Ahora creo recordar que en el relato de Walser también había una escena protagonizada por una cantante en una situación similar a la que acabamos de vivir en primera persona. Walser le dedica a la joven unas bellas y emotivas palabras y le regala la rosa que acaba de comprar dejándosela a la entrada del portal. Una vez terminado el paseo nos enteraremos de que esa rosa no llegó nunca a la cantante, sino que inmediatamente después de irnos de allí alguien la cogió y se la llevó.
Seguimos caminando por encima de un paso elevado. Bajo nuestros pies podemos percibir el pesado tráfico, típico de una ciudad que sufre de una grave esclerosis crónica que amenaza con paralizarla, una ciudad que parece estar siempre al borde del colapso. Pero no, el colapso nunca llega, y la ciudad sigue latiendo a su ritmo, como puede. Nuestros caminar sobre el paso elevado se hace aún más lento; parce que nos cuesta abandonar la escena donde hemos tenido la oportunidad de vivir ese momento musical tan agradable —remanso de paz sonora en medio del bullicio y el caos—. De vez en cuando continuamos mirando hacia atrás, como la mujer de Lot, con nostalgia por lo que dejamos a nuestras espaldas. Mientras tanto, la cantante ha vuelto a iniciar una melodía. Su voz nos llega lejana, pero nítida aún. Nuestros sentidos siguen despiertos y a la expectativa por volver a encontrar la armonía. Alguien ha cogido sin pedir permiso la rosa que había dejado Walser para la cantante, al igual que nuestros oídos intentan atrapar aquellas notas cada vez más lejanas.
Estetización de la miseria
«Quejas, quejas, hay que tenerlas, y hay que tener el valor de vivir con ellas. Es la mejor manera de vivir. Nadie debería tener miedo a un poco de extravagancia» (Walser). El más largo de sus cuentos, El Paseo (1917), identifica la caminata con una especie de movilidad lírica y con el desprendimiento del temperamento, con sus «raptos de libertad»: la oscuridad sólo llega al final. El arte de Walser asume la depresión y el terror, a fin de aceptarlos (casi siempre); ironizarlos, aligerarlos. Se trata de jubilosos y sombríos soliloquios sobre la relación con la gravedad, en ambos sentidos, física y caracteriológica: escritura antigravitacional, podríamos decir, que supone una alabanza al movimiento y la mudanza, la ingravidez, en definitiva; retratos de la conciencia de paseo por el mundo, saboreando su «bocado de vida», radiante en su desesperación.
En las ficciones de Walser siempre estamos (como sucede por otro lado en buena parte del arte moderno) en el seno de una mente, pero este universo —y esta desesperación— es todo menos solipsista. Está lleno de compasión: conciencia de la fragilidad de la vida, de la hermandad de la tristeza, de la empatía con las criaturas con las que se va cruzando en su camino.
Pasamos por el paso elevado y cruzamos al otro lado de la calle. Hemos atravesado unos de esos nudos de autopistas que se despliegan en varias direcciones y por los que no dejan de pasar vehículos todo el rato. Las vistas de la ciudad desde este punto son muy impresionantes. La superposición de las fachadas, el eclecticismo arquitectónico, la total carencia de diseño urbanístico…, todo ello resulta al mismo tiempo caótico y fascinante en su pura incongruencia. Todo eso si miramos hacia arriba, hacia un hipotético horizonte cuya línea no alcanzamos a ver. Pero si miramos hacia abajo, si miramos hacia nuestros lados comprobamos que estamos al lado de pequeños terrains vagues, esos espacios sin una función clara en el nuevo entramado urbano más allá de su potencial valor especulativo, en el supuesto de que sean urbanizables. Aparecen como tierras de nadie, territorios sin rumbo ni personalidad, despojados como están de su carácter primigenio, de su razón de ser en un territorio que ha dejado de existir. Son espacios indeterminados, de límites imprecisos, de usos inciertos, expectantes, en ocasiones híbridos entre lo que han dejado de ser y lo que no se sabe si serán. Terrains vagues, extraños lugares que parecen condenados a un destierro desde el que contemplan, impasibles, los dinámicos circuitos de producción y consumo de los que han sido apartados y a los que algunos —no todos— volverán algún día. São Paulo está plagado de lugares así; aquí los maradores de rua los utilizan como campo de operaciones. La función de estos espacios en esta ciudad está clara, puesto que son utilizados por los si-techo para mal-vivir.
Y en medio de todo este caos urbano, Walser continúa su paseo como si tal cosa hasta llegar a un lugar que nos va a dar que pensar: la Red Bull Station. Se trata de un espacio cultural que se ofrece como «foco de proyectos experimentales de artes y música que abastece a la ciudad con energía creativa». Esa es la versión oficial. Dicho centro cultural está enclavado en un antiguo edificio construido en 1926. Después de ser restaurado, el edificio (una antigua subestación de la red eléctrica) se ha convertido en un punto de referencia de la vida cultural en São Paulo. Venimos de un viejo edificio abandonado y okupado por el movimiento de los sin-techo. Allí, donde estaba asomada la cantante a la que acabamos de oír, también se organizan actividades culturales de muy diverso tipo. Ahora nos encontramos en un lugar completamente diferente, y ambos espacios están separados por apenas 300 o 400 metros. Aquí, en el edificio de la Red Bull Station se nota la enorme inversión llevada a cabo en la remodelación. Todo está impecable, manteniendo, eso sí, cierto aire industrial, como de nave abandonada, pero limpia y decente. Presenta ese aspecto de los viejos edificios abandonados cuando son restaurados y recuperados por gente con alto poder adquisitivo pero que quiere fantasear con la idea de que habita y se mueve en espacios «alternativos». Sin embargo, São Paulo es una ciudad muy difícil para intentar ser alternativo: aquí ya están todas las alternativas posibles funcionando de antemano. La vitalidad real de la ciudad a la hora de ofrecer estímulos es tan grande, que cualquier espacio cultural que se pretenda alternativo no hará más que ofrecerse como una alternativa más, pero en ningún caso especial o diferenciada.
Entramos en este lugar siguiendo los pasos de Walser. Hasta ahora no le había percibido como desubicado en ningún momento, sin embargo, aquí sí me da esa impresión: en medio de la salas de la Red Bull Station veo a Walser completamente fuera de lugar. Los ambientes chics no le van nada a nuestro protagonista que, no obstante, no parece sentirse así, desubicado. Pero por si acaso el lugar no fuera lo suficientemente hostil para un espíritu sensible como el de Walser, nos encontramos además con una muestra que podríamos considerar como directamente pornográfica. Se trata de una exposición que retrata a los catadores de lixo (recogedores de basura) por el mundo. La muestra en cuestión lleva por título «Viva os Catadores», y está promovida (¿habría que decir «comisariada»?) por los artistas Mundano (grafitero brasileño que ya hacía trabajos artísticos en los carromatos de los catadores) junto con la americana Martha Cooper (responsable de los primeros registros fotográficos del conocido como «street art» en Nueva York). Según la versión oficial, la exposición pretendía «dar más visibilidad a los catadores, reforzando la importancia del trabajo que ellos desarrollan». El efecto que se conseguía, sin embargo, se acercaba más a la pornografía, como decimos, que a cualquier otro tipo de expresión artística.
Grandes fotografías mostraban la miseria en la que viven estas personas. Precisamente en São Paulo no es preciso darles «más visibilidad» de la que tienen, puesto que aquí es muy fácil encontrárselos a cualquier hora por cualquier barrio del centro de la ciudad. Vienen desde las favelas que se extienden por las diferentes periferias de la ciudad hasta el centro. Gracias a esta exposición hemos podido comprobar una vez más que la estetización de la miseria es uno de los motivos más apreciados por los catadores del arte contemporáneo. En Brasil son conocidos como «catadores de lixo» quienes se dedican a ir por la ciudad recogiendo basura para reciclar. Se sirven para ello de unos grandes carromatos de dos ruedas de los que van tirando ellos mismos como verdaderos animales de carga. Pues bien, la muestra «Viva os Catadores» giraba en torno al trabajo de estas personas y sus durísimas condiciones de vida. Para «darles visibilidad» habían instalado en el medio de una sala uno de los carromatos, fotografías y algunos videos dispersos en los que se podían ver a los catadores de lixo en sus casas afaveladas hablando de sus miserias. Y todo ello en un contexto como el de la Red Bull Station donde acuden los mismos pijos y pijas que pueden ver con sus propios ojos esas mismas favelas desde las ventanillas tintadas de sus coches deportivos mientras acuden a este tipo de eventos. En este sentido, São Paulo es una ciudad fascinante y asombrosa para comprobar cómo se superponen constantemente este tipo de esquizofrenias a flor de piel. En efecto, el mundo del arte lo intenta «comisariar» todo, absolutamente todo, hasta la miseria. Y lo consigue. Y de eso se hace luego «arte político». O lo que es lo mismo: una especie de pornografía en base a una aberración que nos dice lo que finalmente debemos entender como políticamente correcto. Lo hemos podido comprobar en muchas ocasiones: una serie de jóvenes artistas y comisarios (todos ellos gente de mundo) se dedican a montar exposiciones (subvencionadas, si puede ser) cuyo objetivo final consiste en «dar visibilidad» a la miseria. ¿Para qué? Pues para «dignificar» la vida de aquellos miserables, la vida de aquellas personas que están completamente abandonadas a su (mala) suerte por parte del Estado y de la sociedad en su conjunto. ¿Una manera como otra cualquiera de intentar lavar la mala conciencia? ¿Para esto se llevan a cabo este tipo de ejercicios banales?
Videos, fotos y paneles explicativos que nos muestran «las verdaderas condiciones de vida» de estas personas que malviven en los márgenes infectos e insalubres de la ciudad. Todo ello mostrado en un antiguo y precioso edificio restaurado con un gusto exquisito, con un bar-restaurante superagradable a la entrada, en un ambiente cool y megamoderno al que solo acuden los modernillos y modernillas de la ciudad, gente que por regla general son bastante guapos/as y estilosos/as.
En sus paseos, el Sr. Walser parece que no da puntada sin hilo, y antes de salir definitivamente de allí (apenas hemos permanecido en el interior unos cinco minutos) coge un folleto explicativo de la exposición. Este gesto aparentemente intrascendente tendrá una ligera e inesperada repercusión posterior en el tramo final del paseo. Al salir de allí recuperamos cierta sensación de calma y sosiego. Volvemos de regreso a nuestro lento caminar. Al pasar junto a un local a pie de calle nos detenemos al vernos reflejados en el cristal del escaparate. Se trata de uno de esos grandes paneles acristalados que hacen el efecto de un espejo. Nuestro curioso grupo se detiene delante del cristal. En realidad, Walser ha sido el primero en detenerse a contemplar su figura reflejada; todo el resto le secundamos. Nos colocamos unos al lado de otros con Walser en el medio. Nos quedamos así, inmóviles, unos segundos. Como no podía ser de otra manera alguien saca un Smartphone para hacernos un selfie de grupo. Justo después se abre una puerta en el panel de cristal y desde el interior del local aparece un tipo con otro Smartphone; parece que nos han sacado una foto desde dentro. ¿Estamos ante un complicado artificio barroco de juegos de representación y cruce de miradas? Me viene a la cabeza el cuadro de las Meninas. Nuestro extraño grupo de flâneurs, por tanto, ha sido fotografiado desde dentro y desde fuera al mismo tiempo. Walser parece animado y encantado con la situación derivada de este juego especular callejero.
Seguimos caminando y nos vamos acercando a una zona más abierta de la ciudad. Es esta una zona más moderna, con algunos edificios que no tendrán más de ocho o diez años. Nos disponemos a cruzar una gran avenida por la que circula mucho tráfico. Estamos esperando para cruzar la calle en un semáforo que tarda bastante tiempo en dar la preferencia a los peatones. Una vez en verde para nosotros, tendremos que darnos prisa porque enseguida volverá a dar prioridad al tráfico rodado. Mientras esperamos a pasar, Walser se pone en cuclillas; perece que quisiera ver las ruedas que pasan frente a él a la misma altura que sus ojos. Así se queda mirando a los coches que pasan muy cerca. Después de unos segundos, se pone de nuevo en posición vertical y comienza a lanzar un alegato contra estos medios de transporte que colapsan en muchas ocasiones la ciudad. No podía ser de otra manera; obviamente, Walser hace apología del caminar, por lo tanto cualquiera que recurra al tráfico rodado para Walser no merece más que el desprecio por su parte. Walser reivindica las bondades del caminar frente a otros medios de locomoción en una ciudad en la que, justamente, el tráfico supone uno de los mayores problemas estratégicos.
Frente a los neumáticos, el calzado de los peatones. Mientras cruzamos la calle, Walser se va fijando en nuestros zapatos, botas o zapatillas. A veces hace un comentario sobre el calzado que llevamos puesto. São Paulo resulta una ciudad ciertamente fascinante para caminar, aunque de ninguna manera está pensada para el peatón. En muy pocos metros podemos asistir a sorprendentes cambios en el paisaje urbano. Poco a poco nos vamos alejando de esa zona muy transitada para adentrarnos en otra zona que vuelve a ser más tranquila, sin perder en ningún momento el carácter popular. De pronto nos encontramos en un barrio con mucho menos tráfico. El incansable ruido del tráfico queda lejos, como amortiguado por los escasos metros recorridos. Doblamos una esquina y a nuestra derecha, un poco más adelante, vemos una librería abierta. Parece que Walser encamina sus pasos hacia allí. En efecto, entra Walser en la librería y nosotros detrás. Estamos en un local no muy grande, pero espacioso. En el letrero de la entrada pone: «Librería Evangélica». Ya sabemos, por tanto, a qué atenernos: libros religiosos, libros sobre historia de las religiones, libros de autoayuda. Los responsables de la librería nos saludan amablemente y nos preguntan si estamos buscando algo específico. Walser intercambia unas palabras con el librero. Mientras, echamos una ojeada entre las estanterías. Salimos de allí sin mayor novedad y continuamos nuestro camino. A partir de este momento nos van a suceder algunos episodios dignos de mención.
En el momento de su partida, se le reconoce cuando se va
Los «microgramas» —textos ensimismados— divagan sobre aspectos pueriles de la existencia, pero que convierten la literatura en un viaje hacia ese conocimiento esencial reservado a los místicos y enajenados.
Walser parece haber asimilado la lección de Rimbaud, que reconoce al otro en el corazón del yo. Por eso, su escritura se identifica con el paseo sin rumbo, con la desorientación del vagabundo. La aversión hacia la pluma no es casual. La tinta fluye con vocación de permanencia. El lápiz acepta la precariedad, la posibilidad de desaparecer, sin dejar rastro. En su correspondencia, Walser señala que el lápiz le devolvió al inicio de la escritura, al aprendizaje de la infancia, donde las cosas se muestran por primera vez, sin las perversiones que acarrean la rutina y la costumbre.
Al copiar a lápiz algunos textos que ya se habían materializado con la pluma, Walser no se repite, sino que reinventa sus creaciones, insinuando que la escritura siempre es un palimpsesto. Quizás la literatura no sea más que una forma de arqueología.
Los «microgramas» revelan la ambición última de Walser: no ser nadie, borrar el yo que se vincula a cualquier texto, destruir la identidad que nos impide reparar en el ruido del mundo. La escritura de Walser refleja la moral del verdadero artista: desaparecer para que sean las propias cosas las que hablen; exigencia estética irrenunciable.
En medio de la acera por la que vamos subiendo en ligera pendiente está sentado (casi tirado en el suelo) un hombre de edad indeterminada. No parece que sea un mendigo o un vagabundo. Parece más bien tratarse de un humilde trabajador que está allí, simplemente descansando. Al ver que nos dirigimos hacia él se le pone una sonrisa en la boca; debemos parecerle un grupo bastante pintoresco. Entonces se dirige directamente a Walser y le dice señalándole: «¡Você parece Charles Chaplin!». Y es cierto, no se me había ocurrido, pero en la apariencia de Walser hay un cierto aire chaplinesco. Con el sombrero, el paraguas a modo de bastón y el ligero bigotillo, ciertamente, Walser se parece un poco a Charlot. En cualquier caso, lo que este hombre tirado en el suelo ha detectado a la primera es el aire anacrónico del sujeto que tiene delante y con quien intercambia algunas palabras sin perder en ningún momento la sonrisa. Al final, después de las breves palabras, se despide de Walser diciéndole: «I love you!». Estragos aberrantes de la globalización.
Después de tan agradable encuentro continuamos nuestro deambular. Nos topamos unos metros más adelante con un «catador de lixo» como los que acabamos de ver hace un rato en la exposición de la Red Bull Station. Este catador está descansando de su duro trabajo sentado en el suelo, a la sombra de su propio carromato. Nos acercamos a este hombre que ha parado un momento a tomarse un respiro. Walser se acerca a él y le regala uno de los cuadernillos explicativos de la exposición. El catador de lixo se queda encantado con este regalo sorpresa que Walser le ha dado: parece que le gusta verse de alguna manera reflejado en aquellas fotografías que ilustran el panfleto. Seguramente sea lo único que puede entender en aquellas páginas, puesto que lo más probable es que no sepa leer. Se trata de uno de esos momentos durante el paseo en el que no podemos saber si estamos viviendo un acontecimiento previsto de antemano o no.
Seguimos caminando calle arriba. En un determinado momento, Walser nos llama la atención señalando hacia una casa en la que se puede ver una ventana que está entreabierta. Entre medias de las dos hojas de madera de la ventana podemos entrever una reproducción tamaño poster de la Mona Lisa de Leonardo. Pero no se trata de una reproducción cualquiera del célebre cuadro; esta Mona Lisa tiene los pechos al aire. Otra vez nos asalta la duda. ¿Estaba este pequeño gesto de Walser previsto de antemano? ¿Sabía que aquella ventana iba a estar entreabierta para poder contemplar desde la calle la Mona Lisa en topless? En cualquier caso, la Gioconda que exhibe sus encantos funciona como uno de los muchos punctums del paseo; eso es lo que señala Walser cada vez que algo le llama la atención. Quizás se trata de un ready-made. Si Duchamp le había puesto bigotes para hacer un juego de palabras en francés y decir algo así como «ella tiene el culo caliente», en esta ocasión alguien había decidido, simplemente, mostrarla con las tetas fuera. Sin lugar a dudas, el gesto de Walser al llamarnos la atención sobre aquella reproducción «intervenida» del cuadro de Leonardo tiene algo de duchampiano. De algún modo, Walser nos ha convertido por un instante en voyeurs (recordando al Étant donnés) al incitarnos a contemplar desde fuera un ámbito privado en el que hay una reproducción de un desnudo femenino. Walser y Duchamp: almas gemelas que hacen arte con las nimiedades de lo cotidiano. No están tan lejos el uno del otro; sin duda alguna, hay algún vínculo entre ellos, un cierto aire de familia entre el mundo literario del suizo Walser y el mundo simbólico del francés.
En esta misma calle, e inmediatamente después de haber visto a la Gioconda, Walser se detiene enfrente de una vieja casa abandonada. Sin saberlo, estamos a punto de asistir al momento álgido del paseo. Estamos plantados ante una casa abandonada en estado semi-ruinoso. La casa debió haber sido preciosa en su día. Hay muchas casitas así en São Paulo, pero Walser se ha detenido justo enfrente de esta casa. Comienzo entonces a hablarnos de aquel lugar con verdadera emoción; aquella casa le entusiasma tal cual está. Llega incluso a decir que podría quedarse a vivir allí para siempre. Justo en el momento en que acaba su precioso discurso sobre el lugar ideal para morar, justo en ese instante, una pequeña pompa de jabón pasa por delante de nosotros, ligeramente por encima de nuestras cabezas. El propio Walser parece sorprendido con esta aparición, haciendo solo un apenas perceptible gesto de admiración ante tamaño milagro. Si antes me acordé de Duchamp, ahora me acuerdo de ese otro maravilloso artista que marcó en cierta medida mi infancia a través de la televisión; me estoy refiriendo al gran Pep Bou, el mago de las pomas de jabón. En efecto, Walser se muestra sorprendido y encantado con la maravillosa casualidad. Ninguno de nosotros ha sido capaz de detectar el origen de la pompa de jabón; la vemos alejarse por la calle en dirección al lugar por el que vamos a seguir nuestro paseo de inmediato. Ya debe faltar poco para terminar, y después de un momento como este ya no puede haber una sorpresa mayor, ¿o sí?
La ciudad —entorno hostil para aquel que no se deje llevar por los erráticos flujos que ella misma marca— parece a veces regodearse en ofrecernos este tipo de micro-gestos poéticos que alcanzan su plenitud cuando paseamos al lado de un flâneur impenitente y extremamente sensible como Walser. Con esta convicción seguimos caminando sin alterar en ningún momento nuestro ritmo lento y cadencioso. Me doy cuenta entonces de que estoy empezando a sentir un ligero cansancio físico muy parecido al que siento en los museos después de más de dos horas: leve dolor de pies, rodillas y caderas. Es curioso, andando rápido no me canso tanto. ¿Tendrá algo que ver la atención de los sentidos con la tensión del cuerpo?
Cruzamos al otro lado de la calle y atravesamos un boteco que tiene puertas abiertas a dos calles. Los escasos clientes del bar nos miran algo sorprendidos, pero tampoco tanto; deben estar acostumbrados a ver grupos de gente mucho más extraños que el nuestro. En fila india vamos atravesando al otro lado del edificio rompiendo así la monotonía que parece instalada en este tranquilo lugar. En el bar suena música sertaneja. Encima de una de las máquinas expendedoras de bebidas descansa perezosa una humilde guitarra a la espera de que alguno de los clientes se anime a acompañar alguna canción. Una vez que atravesamos este local seguimos caminando calle arriba hasta llegar a una esquina en la que la calle se bifurca en dos. Justo allí está instalada una carnicería con un llamativo letrero en la parte superior de la puerta de acceso al local. La carne se mantiene expuesta a la vista de cualquier transeúnte que pase por allí. Y allí se va a detener Walser para lanzar un alegato contra el mal gusto. No es que Walser sea vegetariano y comience a despotricar contra los que comen carne. No. Lo que solivianta al escritor es el mal gusto de los carteles y los letreros de los negocios que pretenden llamar la atención de los posibles clientes. En definitiva, lo que Walser está denunciando es la agresiva invasión visual originada por las estrategias de marketing. Obviamente, Walser no utiliza en su discurso la palabra ‘marketing’, sino que nos habla de lo intolerable que le resulta esa permanente agresión al ojo y al espíritu (siguiendo a Merleau-Ponty). Para Walser es insufrible esta exaltación del mal gusto a la hora de llamar nuestra atención con la intención de vendernos un producto, en este caso carne. Es cierto lo que dice, tiene más razón que un santo —y algo de santo, o mejor dicho algo de místico tiene este Robert Walser— al decir que el panel de la carnicería en cuestión es de muy mal gusto. Es entonces cuando recaigo en el hecho de que en muchas ocasiones (por no decir en casi todas) se nos anestesia el criterio estético cuando vivimos en una ciudad como São Paulo. Pero Walser viene de otro lugar y, sobre todo, de otro tiempo; él no tiene ni mucho menos el criterio estético anestesiado, todo lo contrario, lo tiene agudizado el extremo. Por eso es un placer dar un paseo en su compañía. A Walser todavía «le duelen» estos atentados contra la sensibilidad.
Esta ha sido la primera vez durante todo el paseo que hemos visto a Walser realmente irritado. No obstante, no vamos a tardar mucho tiempo en comprobar que hay algunas otras cosas que le irritan, por ejemplo, que se corte un árbol. Seguimos caminando cuesta abajo por una zona en la que ya no hay locales comerciales, solo casas unifamiliares de dos plantas. Estamos en una zona residencial con cierto encanto, con casas humildes pero muy bonitas algunas de ellas. Volvemos a oír una voz que canta, bueno, en este caso habría que decir que más bien lo intenta: alguien está practicando en su casa con un karaoke. La voz llega hasta nosotros por medio de un micrófono: suena mal y desafinada, pero nos hace gracia al compararla con la voz que hemos tenido ocasión de escuchar hace ya un buen rato. Pero en medio de este tramo final del paseo, ya casi llegando a nuestro punto de despedida, Walser se detiene en la puerta de una casa y se agacha a acariciar el tocón de un árbol talado. Walser eleva entonces el tono de voz, como para ser oído por el propietario de la casa al que se dirige directamente. Para el Sr. Walser se trata de una muestra de insensibilidad intolerable; talar un árbol de ese modo, simplemente porque resulta incómodo al haberse hecho demasiado grande, es una afrenta imperdonable contra la naturaleza. Walser se muestra realmente dolido mientras continúa acariciando el resto del árbol amputado casi a ras de suelo. Desde dentro de la casa, nadie parece darse por aludido.
Continuamos bajando por una callecita estrecha y giramos hacia la derecha. Allí mismo, en la puerta de una de las casas se ha reunido un grupo de hombres que charlan amistosamente. En esta zona la ciudad no se muestra hostil en absoluto; parece que estamos en un pueblo. En pocos metros el paisaje urbano, junto con la actitud de las personas que lo pueblan, ha cambiado por completo. Walser entabla una breve conversación con aquellos hombres que le preguntan si está en São Paulo haciendo turismo. También le preguntan por su origen, a lo que Walser les contesta que es suizo. Uno de los hombres del grupo le dice entonces a Walser que le podría guardar sus ahorros en Suiza. Todos nos reímos, mientras me vienen a la cabeza todos los casos de corrupción que se han conocido en España en los últimos años y pienso: «También en mi país hay unos cuantos que le pedirían a Walser el mismo favor que le ha pedido este humilde trabajador brasileño». Efectos aberrantes de la corrupción globalizada. Me da la sensación de que la corrupción política en Brasil y en España son igualmente endémicas. La diferencia es que aquí en Brasil lo llevan sabiendo desde hace décadas, mientras que en España solo nos hemos querido enterar en los últimos años de crisis económica. Mientras tanto, en Suiza todo sigue bien, es decir, neutral como siempre. Y es que a pesar de la globalización (o gracias a ella) hay cosas que seguramente no van a cambiar nunca.
Parece que ahora sí nos estamos acercando al final de nuestro paseo. Llegamos así hasta una calle prácticamente peatonal en la que solo parecen entrar los coches de los allí residentes. Se trata de una callecita corta que transcurre entre pequeñas casas con jardines a la entrada. Walser apunta algo en la pequeñísima libreta que lleva en el bolsillo de su americana. Utiliza para escribir el pequeño lápiz gastado al extremo de tanto sacarle punta y que apenas asoma por encima del mismo bolsillo. En efecto, Walser nos dice que hemos llegado al final de nuestro recorrido. Se despide entonces de cada uno de nosotros, uno por uno, como había hecho al principio de paseo cuando nos conocimos: la misma firmeza, calidez y delicadeza. Después de la despedida Walser se aleja caminando al mismo paso lento con el que le hemos acompañado en nuestro periplo. Nos quedamos observándole desde este lado de la calle; es curioso, pero no lo hemos reconocido del todo bien hasta ahora, justo cuando se va[4]. Al final de calle, Walser dobla la esquina, y en ese pliegue desaparece.
Ha sido un placer. Hasta la próxima, Sr. Walser.
FICHA TÉCNICA
El paseo de Robert Walser
Director: Marc Caellas
Actor: Esteban Feune de Colombi
São Paulo (Brasil), 10/12/2015
[1] Deleuze, Gilles: El pliegue. Leibniz y el Barroco. Barcelona, Paidós, 2009, p. 25.
[2] Maiakovski ya se hizo esta misma pregunta cuando visitó la ciudad de México en los años veinte: «La gente más importante son los lustrabotas y los vendedores de lotería. Para mí sigue siendo un enigma de qué viven los primeros. Los indios andan descalzos, y si llevan algún calzado es algo imposible de limpiar o describir. Y por cada persona con botas hay cinco que intentan limpiárselas, como mínimo». [Maiakovski, Vladimir: Mi descubrimiento de América. Buenos Aires, Editorial Entropía, 2015, p. 23].
[3] Nogué, Joan: «Geografías de la invisibilidad», en Culturas (suplemento cultural de La Vanguardia), 16/03/2005.
[4] De Certeau Michel: La fábula mística. Madrid, Ediciones Siruela, 2006, p. 25: «De entrada, lo que se cuestiona es la formalidad del discurso y un trazar (un caminar, Wandern) de la escritura: la primera circunscribe un lugar; el segundo muestra un “estilo” o un “andar”, en el sentido en el que, tras Virgilio, “la diosa se reconoce por su andar”». [Eneida, I, 405: Vera incessu patuit dea. Era el momento de su partida: la diosa se reconoce cuando se va].