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La lengua

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No era, pues, el único habitante en la tierra.

A veces tengo la sospecha de que Addis Abeba no es real y estoy todavía en mi país si encuentro por la calle, en los rostros de los que pasan, la cara de mí tía, la de mis hermanas, amores y amigos hace mucho tiempo olvidados surgidos de pronto desde el fondo del agua un poco oscurecidos, a los que basta escuchar discutir en su lengua para recordar de dónde venía y dónde estaba. En cierto sentido, este modo tan ignorante de viajar, de salir a buscar planetas fuera de la casa, me estaba volviendo pobre como el paisaje que tenía delante. A cada paso que daba, limitado al uso de mis recursos mentales en otros idiomas, había comenzado a perder la memoria de los nombres que sabía en español, títulos de libros, fechas, palabras. Podrían haber sido pistas falsas de una experiencia mecánica, pero no lo eran. Desheredado de mi propia lengua e inválido a mi manera, sin lenguaje, necesitaba actuar con sabiduría, así que como comprendía mi entrada por la puerta trasera quise enmendarme enseguida, y comprar el periódico en amárico.

Fui a las calles atestadas de gente sin trabajo que se agolpa en las esquinas para leer avisos clasificados. El rincón este de Arat kilo, como un punto de calvario, amontona una multitud diaria en ceremonia silenciosa ante las ofertas de empleo, gallinas gordas, casas muy caras. Tropezando unos con otros miramos las carátulas vencidas del Times que se exhiben por el suelo, sobre cartones, los diarios en inglés y en amárico, sus garabatos iluminados para mis ojos de analfabeto.

Me llevé uno bajo el brazo. Apenas estuve encerrado, sintiendo que florecía un mundo nuevo, lo estudié. El hechizo iba descendiendo al centro mismo de una vida desconocida. Reparaba las fotografías y las caricaturas políticas para imaginar el argumento de los textos. Todas las palabras que me hacían falta estaban frente a mí, extravagantes, en un abismo de misterios espirituales que me hablaba de otros tiempos y, pensativo, pasaba las páginas esperando encontrar noticias sobre los milagros de Cristo o alguna crónica ilustrada de su época. Volví a la fecha del diario, alegrado por ese pensamiento: marzo 25 de 2008.

Leí otra vez. Mi corazón dio un salto. La geometría del calendario alejandrino con 8 años y 5 días de retraso estaba fuera de mi alcance todavía. Fui a otras esquinas y a otros puntos de venta e hice preguntas. Y de todas partes volví alimentado por el mismo presentimiento egoísta, en primer plano: que estar aquí era la oportunidad para destejer el pasado y reconstruirlo. Que se me permitía la única cosa que no había soñado: viajar en el tiempo, y enmendarlo. La memoria que estaba perdiendo era una memoria que aún no poseía. Una memoria futura que, en suma, no podía utilizar de la misma forma que hasta entonces había usado. Mi rostro ya no sostenía el equilibrio. Estaba muy bien vestido confundido entre los otros, pero mudo y equivocado.

Esta gramática hueca del pasado imperfecto y el futuro perfecto obraba por los efectos secundarios. Para compensar, durante las mañanas, puse la radio en amárico. Dediqué un examen distraído para habituar el oído mientras me ocupaba de limpiar la casa, preparar el desayuno, fumarme un cigarrillo. Era mi canto de sirenas y a veces, concentrado, me ponía al acecho de un intencionado cambio de tono, de alguna grieta que precipitara el paso hacia el sentido. Reprochaba mi negligencia al no haber comprado un alfabeto desde el principio, podría haber encontrado rasgos definidos de su espíritu absoluto en menos tiempo y sólo a la segunda semana, Ferdydurke mío, comencé a registrar anglicismos de repetición viciosa que el locutor pronuncia con un acento rápido de máquina china: masterplan, importation, exportation. Entretanto seguía con mi vida de profesor universitario extranjero. Un día de esos criticaba mentalmente las irrupciones del inglés en la radio cuando sonó mi teléfono.

—¿Abet? —dije, ensayando.

Crucé la mirada fría de los dos leones de piedra enfrentados sobre la enorme puerta de la universidad sin dejarme intimidar. El campus, bajo mis pasos, exhalaba en la tierra de los jardines el aliento del cambio de estación hacia los árboles que tenían ya en su savia el mensaje de los aires de invierno. Practicaba la pronunciación de las dos o tres palabras que había escuchado nuevas en la radio, era un día claro y fresco, entré a la sombra del edificio de la facultad y descubrí a las mujeres del aseo, con sus pañuelos negros de nudo musulmán en la cabeza, retirando los poemas escritos por mis estudiantes ayer y que, para exhibir su destreza, colgamos en el corredor del primer piso en una cuerda, con ganchos de ropa, a la espera de que sus versos tomaran forma al calor de los días. Las interrogué. No inglisiña, respondieron, malignas. Subí de un salto furioso las escaleras hacia la oficina del director con las hojas despedazadas, y se las enseñé. Estuvimos discutiendo un momento. Para zanjar, sentado encima de su escritorio con las manos cruzadas sobre el pecho, me explicó, masticando su inglés chicludo de cabra, “no se puede colgar nada en las paredes, porque se ensucian”. “No estaban en la pared, dije, sino suspendidas”. “Es lo mismo”, concluyó, y me despachó sin que pudiera argüirle ninguna lógica.

El ímpetu con el que entré y con el que salí me aguzó la vista. No lo había pensado. Entraba y salía de aquel edificio muchas veces todos los días, pero no reparé hasta entonces la pátina de silencio que barnizaba las paredes. Recorrí los pasillos de la facultad como si estuviera a oscuras y llevara una linterna. Por primera vez me daba cuenta de que no había afiches de nada, ni avisos de notas, ni carteles. Busqué marcas de nombres en las puertas oxidadas de los baños, en la madera de los pupitres. Anduve deambulando por las demás facultades sin encontrar una sola huella que delatara la vida secreta de un estudiante, o algún evento con precios y fechas. Berhanu, mi mejor estudiante, vivía dentro del campus y corrí a visitarlo. Me urgía un impulso inspirado o una intuición que vinculaba con mi aprendizaje de su lengua.

Estaba echado en su estrecha cama con la puerta abierta, el sol en la ventana tachonada de pájaros, leyendo un libro de matemáticas aún más incomprensible por las explicaciones en amárico, pero que él leía como si nada. Estuve a punto de hacer una de mis preguntas estúpidas, y en cambio dije: “¿Dónde están los posters de chicas en bikini?”, al no ver, como preveía, señales de su vida privada en las paredes desnudas. Sonrío como un buda negro. Al sentarse en el borde de la cama noté que sólo había la cama, el libro de matemáticas, sus cuadernos, el maletín, una mesa descovalada sobre la que descansaba un montoncito con su ropa. Que la policía secreta lo sonsacaba dos días imprevisibles a la semana por venir de las afueras de Addis, dijo, de un pueblo cercano, del countryside, por ser de la tribu oromo esculcaban sus bolsillos, miraban debajo de la cama, buscaban libros prohibidos, algún indicio de conspiración o impureza contra sí mismo o contra el honor del Gobierno y el Estado.

Intrigado, lo dejé allí sentado sin atreverme a cruzar la puerta. De un modo poco claro, ese territorio de silencio que ahora compartíamos juntos me hizo pensar que el lenguaje ausente en las paredes y en los cuartos de los otros chicos que pude entrever mientras abandonaba el edificio, como una ciencia tenebrosa, debía residir oculto en alguna parte. ¿En la lógica de otro idioma? ¿En alguna otra lengua desconocida y secreta? ¿En el mismo amárico?

Como para entonces mi mujer ya me había dejado, y nada me distraía, estuve semanas agotando la bibliografía sobre el uso del amárico y su composición lingüística. Cuatro años atrás, en el 2004 de su era, se fraguó una discusión en la radio entre académicos divididos por el salto que el gobierno dio en las escuelas primarias al sustituir el maravilloso alfabeto tradicional por el alfabeto latino, a b c d, y que puso en oídos de todos a través de las ondas inalámbricas el enfrentamiento de si su lengua, desde la raíz, es elástica o limitada. La vieja dama menesterosa de la Abisinia, estirándose las arrugas, cambiaba de mitología. Aquellos que defendían la decisión del gobierno habían asumido que hay una frontera clara y del otro lado, en otro idioma, está el futuro. No puede crear conceptos inéditos, está liquidada, moribunda, por lo que toma las palabras extranjeras como llegan. Debido a que nunca antes habían tenido primores como el papel higiénico, la ausencia de las condiciones materiales para desarrollar ideas al respecto incrusta en el flujo de su pensamiento una práctica refleja, indolora y rápida, que borra la vida pasada. La experiencia de las sucesivas guerras internas y los recomienzos, confusos como una pesadilla viviente, persisten en la construcción de una versión “modernizada” del presente, global. Puesto que lo vernáculo, según argüían, limita las experiencias sensoriales al no poder nombrarlas. El barroso amariña no expresa la amplitud del alma nueva de su sociedad, ensanchada por los melodramas televisivos, las películas americanas, la internet, se queda corto y pobre y, resumiendo, insuficiente ante la aparición de ignoradas —aunque estereotipadas— formas de sentir el mundo, la religión y el amor, etcétera.

El ébano ya irreparable de una boca que dice “oh, my God” para exclamar una sorpresa, en plena calle, sólo ocurre en la capital, razonaron los otros. El problema está en los hablantes, no en la lengua. El campo abierto que se extiende afuera es como el agua de un manantial sin destinos forasteros. Y no dijeron más.

Tewodros Hailu, que además de lingüista y poeta cepillaba los caballos de Haile Selassie, el emperador rastafari, estuvo agonizando hasta la muerte en el barro de un día invernal de julio a causa de una doble patada que su potranca negra de cola rubia, cuyo nombre no pude averiguar, le zampó en la cara de barbilla romana sin que hubiera podido llevar a cabo el proyecto encargado por el emperador de unificar todas las lenguas de su territorio bajo un alfabeto de signos y sonidos comunes, librándolo de sus preocupaciones. Debía concentrar sus fuerzas y su atención en la catedral gótica de la que provenía su idioma, el Ge’ez, y multiplicar los sinónimos para, redimido de las cárceles fonéticas tribales, superar las onomatopeyas, que son apenas el segundo estado de una lengua en su aspiración a ser civilizada y que aún caracteriza su comunicación de mugidos rumiantes y kas explosivas. El nuevo inventario de la realidad debía ser el más perfecto sobre la tierra, equipararse a las potencias europeas y ser aquella expresión del espíritu que hasta entonces nadie había sido capaz de realizar. La lengua ilustraría de ese modo la forma de vida, por las enunciaciones, integrando los dialectos. Fue el delirio más secreto del emperador del que ningún otro poeta o estudioso pudo contagiarse.

Cuando salí de estas divagaciones era la última tarde de sol antes del invierno. La ciudad, vista desde el mirador urbano frente al palacio presidencial, durante un momento, hundida en la humareda de amarillo quemado de la polución, era una bruma deflagrada. Pero hasta aquí, la huella que buscaba seguía siendo intangible y quería saber más. Supe que los grafitis de mala caligrafía que se escriben en paredes anónimas durante la noche se borran al amanecer por la policía antes del tráfico matutino, con pintura roja, aunque todo el mundo sabe que están allí. De modo que el silencio también se extiende por la venas de los suburbios como una revolución en germen, como un desastre natural. Venía el fin del semestre académico y pensaba visitar la ciudad de Harar ese fin de semana. Disuadido por Zaid, un pakistaní de ojos pequeños y rápidos y muy inteligentes que trabaja en la Cruz Roja internacional y que me previno de las rutas por carretera debido a las protestas armadas de los oromos que habían montado retenes en las fronteras y quemaban buses de turistas después de bajarlos y fundirles el estómago a plomo de AK-47, negándose al avance depurador del progreso que los expropia para vender sus tierras a los chinos, Rimbaud tendría que esperar. Todavía no había comenzado a soñar con las hienas que encontraría en ese lugar, que alimentaría de mi mano, ni con el desierto. Tenía la sensación de haber penetrado un secreto y estar muy adentro y al mismo tiempo más afuera de lo habitual. Como si le estuviera pidiendo a un idioma antiguo lo que podría existir en el espíritu de otros planetas, no faltaban menos ni mejores razones para estar perplejo al encontrarse la necrológica del amárico oponiéndose a su deseo de vida, y vislumbrar vagamente, frente a mí, el filo de una espada nacionalista y vulgar.

En portada, un pantallazo de una APP que ayuda a transliterar del amárico al abecedario latino, y viceversa.

En la foto, protestas estudiantiles en Burayu, a 15 km de Addis Abeba. © Gadaa.com | FinfinneTribune (periódico del pueblo oromo en Etiopía).

Time del 3 de noviembre de 1930 con Haile Selassie, “el rey de reyes”, en portada.

Tabla de conversión fonética de lenguas etíopes al inglés, según el proyecto de Selassie de unificar todas las lenguas del territorio bajo un alfabeto de signos y sonidos comunes.