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El rostro

Por fuerza, todas las cosas son naturales en este mundo: lo pintoresco es un atributo de la imaginación
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He rodado por la superficie de la tierra, y sin embargo no he visto nada.

Al llegar a Addis Abeba, al menos para un mulato como yo, no se sabe si se está perdiendo la identidad o entrando en el socialismo. Toda rareza física que daba por representativa quedó suspendida desde que bajé del avión. La independencia y el libre ejercicio de mi razón, por tanto, con cierta timidez ante el horizonte nuevo, cargada además con el saldo de engendrar y presumir opiniones estéticas, de hombre civilizado y salvaje, al mismo tiempo, no puede exhibirse desnuda. Como la poca novedosa cuestión de léxico será siempre un problema de abordaje, había que estar contento, en principio, de que no me reconocieran como a alguien que llegaba de otra parte, como a un extranjero tímido o de safari, en zapatos de montaña. Ante esta imprevisible ventaja, de la que se agarrarían con emoción muchos hombres arruinados, entraba en un país totalmente desconocido.

No es necesario procurarse una estética para abordar un taxi. El sonoro resuello de la ciudad se dilató en mis oídos. Era muy pronto para saber si se trababa de una ciudad real o fingida, del mismo modo que con mi silencio fingía una lengua que no era la mía y que, puede decirse, hablaba con la mera presencia de mi cara. El taxista me guiñó un ojo por el espejo retrovisor y cambiaba conmigo, cada tanto, cómplices miradas de inteligencia, mirándome a mí, mirándola a ella —a mi mujer casi rubia, blanca en el asiento de atrás—, insinuando con su cara execrable que ella era un logro compartido entre nosotros, y si eso fuera poco, entre el resto de hombres negros que aún no conocía, y que corroborarían luego, con muchos aspavientos, la conquista de ultramar.

La alegría de entrar en contacto con un nuevo país y una nueva raza me tenía subyugado. El esplendor africano del sol levantándose sobre las verdes colinas, las peluquerías itinerantes instaladas dentro de viejos y destartalados ladas azules, las cabras y los burros, con su pastor, en el tráfico de las calles, mientras nos deslizábamos en silencio entre los toscos esqueletos de los edificios sin terminar junto a la autopista que nos llevaba al centro. Con su polvareda impertérrita de oxígeno quemado, la suciedad del aire enrarecía la transparencia de la mañana degradando el tono de la luz a un agrio naranja que arrugaba la nariz y asfixiaba. De repente, la luna alta de una mezquita nos dejaba atrás, y el taxista, girando su cara sonriente y mueca hacia nosotros, farfulló:

¿Ulum ale?

Pero ni la segunda ni la tercera impresión, de entonces a después, cambiaron la situación de mi aspecto. Cuando camino por la calle, o voy a reuniones sociales, o me siento en un café a contemplar el paso de los peatones, y abro la boca para decir algo, resulta que despierto la curiosidad por mi acento. Y si puedo evitar la recurrente sospecha de ser un nativo que finge la extranjería por distinción y, a la vez, por falta de copete nacional, paso por ser un ciudadano de Egipto, de Yemen o la India, marroquí o portugués. Nunca del lugar de donde provengo. No tengo el rostro de mi país. ¿Los países tienen rostro?

Han visto ya tantos turistas que la revelación de mi nacionalidad no les ha conmovido y a veces, incluso, suelen confundir al colombiano con el español europeo, o que Colombia, el país donde las personas mezclan cocaína en la comida de los niños, en los hogares y en la leche, como parte de la tradición culinaria, queda en Madagascar, cerca de Persia.

Se hace más fuerte la impresión de que “no bastan los huesos y la carne para construir un rostro, y es por eso que es infinitamente menos físico que el cuerpo: está calificado por la mirada, por el rictus de la boca, por las arrugas, por todo ese conjunto de sutiles atributos con que el alma se revela a través de la carne”. El rostro como la cosa menos estable sobre la cara. Tengo la ciudadanía universal impresa en la masa blanda de mis mejillas. Y eso que no vine a buscar el origen, el lugar de procedencia de mi sangre antigua, el barro que amasó mi cuerpo y que, verdaderamente, a pesar de todos sus defectos, parece unir la vibración de cada partícula de mi carne con el espíritu del mundo.

En fin, mis malas inclinaciones no me habían llevado nunca, ni por avión ni por carretera, a buscar los rastros de un itinerario cronológico, y sólo por el destino que me deparó el amor y cierta indiferencia geográfica hacia el lugar donde me encuentre, vine a parar en una vieja y sucia, aunque en trance de modernidad, capital del África oriental de donde Rasselas, príncipe de Abisinia, huyó hacia la infelicidad de las contradicciones del mundo y hacia las mujeres; y donde por la calle, entre las gentes más sencillas, se escucha decirle al anónimo extranjero, como si éste fuera un mono elegante sin cadena, en general, faranchi, faranchi, palabra por lo demás poco original que implica, en estos confines del Este negro, una deformación de francés, y que remite, según algunos, a los primeros galos en África entre los que se contaba, pobre y decadente, el poeta Rimbaud. De modo que cualquier europeo o latinoamericano, del país que venga, es francés, o en cualquier caso un pariente lejano de Rimbaud. Casi un poeta. Poco más, poco menos.

Pero esa es otra cuestión. Un hombre y su rostro tienen tanto que decirse el uno al otro que las horrorosas impertinencias de peaje son una de tantas formalidades en la vida, que no deben distraernos de lo importante, generalmente poco apreciado. Porque si, para efectos sociales, está permitido sentarse al aire libre sin llamar la atención, y sin que eso ponga en riesgo la seguridad de los países, no tener un rostro mío, con el que además puedo, sin embargo, sostener un diálogo, es casi —pero no tanto— como descubrir que aquello que consideraba mi singularidad física y exotismo están comprometidos con la democracia. Nada más justo.

 

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