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Otras madres
Ella va a Madrid a encontrarse con Esther, la mujer que la cuidó cuando era tan sólo un bebé y a la que no ha visto desde entonces. Está nerviosa. Quiere filmarlo todo, registrarlo todo. Es como una niña que pretende recoger con una pequeña pala hasta el último grano de arena de la playa. Yo viajo desde Atenas para acompañarla en la retaguardia. Me convierto en un cubo en el que ella puede poner la arena que no cabe en sus bolsillos.
Ha buscado a Esther durante años sin encontrarla: la buscó por el nombre que tenía cuando cuidaba de ella con tan sólo veinte años, la buscó en el pueblo de Galicia donde vivía entonces. Pero una persona es como un río que corre y cambia y en el que nadie puede bañarse dos veces. En casi cincuenta años aquella joven se ha convertido en una mujer mayor, ha cambiado de nombre, de casa, de ciudad. Se casó, se divorció y se mudó a una urbanización prefabricada que la fiebre del ladrillo levantó en un desierto de Murcia. Esther explicará después que la urbanización parece muerta, que no hay nada en varios kilómetros alrededor, pero que ella es feliz allí porque un pájaro viene a verla a su ventana cada mañana.
Se han dado cita en un hotel de la Avenida de América. Las dos se han vestido de blanco, como si estuvieran celebrando un nacimiento. Cuando se encuentran, el suelo del hotel parece deformarse con su abrazo y todo lo que no son ellas dos queda fuera. “Mi niña, eras mi niña, mi muñeca, yo te lavaba, te vestía, te daba de comer, te dormía. Menos parirte”, dice Esther, haciendo un gesto con la mano que va desde su vientre hasta sus piernas, “hice todo lo demás.” Los hijos biológicos de Esther y yo observamos el encuentro del otro lado del círculo imantado. Ese abrazo tiene la fuerza de un manifiesto: afirma que otros vínculos que no son ni social ni legalmente reconocidos existen. Ese abrazo es un monumento vivo a la niñera desconocida.
La invención de la figura social de la madre biológica-doméstica a partir del siglo XIX y la definición del vínculo materno como el único legítimamente constitutivo nos ha obligado a borrar la importancia de otras relaciones. A la madre se la ata a la casa naturalizando y sacralizando el vínculo materno-filial. Pero la madre moderna es tan sólo una máscara detrás de la que se ocultan otras madres a las que se les ha negado el reconocimiento del vínculo. Acechada constantemente por la culpa de desatender el hogar, la madre biológica tiene al mismo tiempo la obligación de velar por el cuidado de los hijos cuando ella no está, buscando una figura de sustitución y de suprimir, afectiva y políticamente, la presencia de su sustituta.
En Edipo Negro. Colonialidad y forclusión de género, la antropóloga brasileña Rita Laura Segato estudia las relaciones políticas y psicológicas que se establecen no sólo entre la niñera y la madre, sino también entre la niñera y el bebé que ésta cuida, así como entre el hijo que ha crecido con la niñera y la madre biológica. En América durante la época colonial, pero también hoy en nuestras sociedades neocoloniales, el vínculo con la niñera está marcado por las relaciones de opresión racial y de clase que separan a las madres de las niñeras. El bebé está situado en un espacio ambivalente entre cuidado y lucha de clase y de raza en el que afecto y violencia se confunden. Aunque representada como pasiva y amante, la madre biológica, para convertirse en única madre, despliega una violencia racial y de clase que al mismo tiempo la lleva a disciplinar y someter a la niñera y a cortar el vínculo que ésta establece con su bebé.
Una familia de intelectuales de izquierda de la pequeña burguesía catalana se instala en Galicia pocos años antes de la muerte de Franco y busca una joven que pueda cuidar de los niños. La madre biológica escribe una tesis doctoral en ciencia política sobre el comportamiento electoral en los núcleos rurales y se convertirá después en la primera mujer rectora de una universidad pública del Estado español. La niñera no ha recibido una educación universitaria y nunca ha salido de su aldea. Cuando la familia se vuelve a Barcelona, la niñera, entendida como simple mano de obra, máquina cuidadora con la que no se debe establecer una relación afectivo-política, hubiera debido quedar atrás y ser olvidada para siempre. En este caso, la madre biológica reclamó la existencia de Esther y animó a Itziar a buscarla. Encontrarla llevó más de cuarenta años.
Es mentira que sólo tengamos una madre. El cuerpo social nos acoge siempre con muchos brazos, si no, no podríamos sobrevivir. Cada hijo burgués tiene otra madre proletaria invisible, cada niño de la burguesía catalana tiene otra madre gallega, andaluza, filipina o senegalesa oculta, como cada niño blanco crecía en Estados Unidos durante la época de la segregación con otra madre negra en la sombra. La ficción de la estabilidad de la identidad racial o nacional sólo puede construirse a condición de eliminar esa filiación bastarda y mestiza. Nos toca ahora descolonizar a nuestras madres, honrando los vínculos múltiples y heterogéneos que nos han constituido y que nos mantienen vivos. Esther e Itziar ya han empezado la tarea de descolonización.
Frida Kahlo, Mi nana y yo / My Nurse and I (1937). © fridakahlo.org
Otras madres
Ella va a Madrid a encontrarse con Esther, la mujer que la cuidó cuando era tan sólo un bebé y a la que no ha visto desde entonces. Está nerviosa. Quiere filmarlo todo, registrarlo todo. Es como una niña que pretende recoger con una pequeña pala hasta el último grano de arena de la playa. Yo viajo desde Atenas para acompañarla en la retaguardia. Me convierto en un cubo en el que ella puede poner la arena que no cabe en sus bolsillos.
Ha buscado a Esther durante años sin encontrarla: la buscó por el nombre que tenía cuando cuidaba de ella con tan sólo veinte años, la buscó en el pueblo de Galicia donde vivía entonces. Pero una persona es como un río que corre y cambia y en el que nadie puede bañarse dos veces. En casi cincuenta años aquella joven se ha convertido en una mujer mayor, ha cambiado de nombre, de casa, de ciudad. Se casó, se divorció y se mudó a una urbanización prefabricada que la fiebre del ladrillo levantó en un desierto de Murcia. Esther explicará después que la urbanización parece muerta, que no hay nada en varios kilómetros alrededor, pero que ella es feliz allí porque un pájaro viene a verla a su ventana cada mañana.
Se han dado cita en un hotel de la Avenida de América. Las dos se han vestido de blanco, como si estuvieran celebrando un nacimiento. Cuando se encuentran, el suelo del hotel parece deformarse con su abrazo y todo lo que no son ellas dos queda fuera. “Mi niña, eras mi niña, mi muñeca, yo te lavaba, te vestía, te daba de comer, te dormía. Menos parirte”, dice Esther, haciendo un gesto con la mano que va desde su vientre hasta sus piernas, “hice todo lo demás.” Los hijos biológicos de Esther y yo observamos el encuentro del otro lado del círculo imantado. Ese abrazo tiene la fuerza de un manifiesto: afirma que otros vínculos que no son ni social ni legalmente reconocidos existen. Ese abrazo es un monumento vivo a la niñera desconocida.
La invención de la figura social de la madre biológica-doméstica a partir del siglo XIX y la definición del vínculo materno como el único legítimamente constitutivo nos ha obligado a borrar la importancia de otras relaciones. A la madre se la ata a la casa naturalizando y sacralizando el vínculo materno-filial. Pero la madre moderna es tan sólo una máscara detrás de la que se ocultan otras madres a las que se les ha negado el reconocimiento del vínculo. Acechada constantemente por la culpa de desatender el hogar, la madre biológica tiene al mismo tiempo la obligación de velar por el cuidado de los hijos cuando ella no está, buscando una figura de sustitución y de suprimir, afectiva y políticamente, la presencia de su sustituta.
En Edipo Negro. Colonialidad y forclusión de género, la antropóloga brasileña Rita Laura Segato estudia las relaciones políticas y psicológicas que se establecen no sólo entre la niñera y la madre, sino también entre la niñera y el bebé que ésta cuida, así como entre el hijo que ha crecido con la niñera y la madre biológica. En América durante la época colonial, pero también hoy en nuestras sociedades neocoloniales, el vínculo con la niñera está marcado por las relaciones de opresión racial y de clase que separan a las madres de las niñeras. El bebé está situado en un espacio ambivalente entre cuidado y lucha de clase y de raza en el que afecto y violencia se confunden. Aunque representada como pasiva y amante, la madre biológica, para convertirse en única madre, despliega una violencia racial y de clase que al mismo tiempo la lleva a disciplinar y someter a la niñera y a cortar el vínculo que ésta establece con su bebé.
Una familia de intelectuales de izquierda de la pequeña burguesía catalana se instala en Galicia pocos años antes de la muerte de Franco y busca una joven que pueda cuidar de los niños. La madre biológica escribe una tesis doctoral en ciencia política sobre el comportamiento electoral en los núcleos rurales y se convertirá después en la primera mujer rectora de una universidad pública del Estado español. La niñera no ha recibido una educación universitaria y nunca ha salido de su aldea. Cuando la familia se vuelve a Barcelona, la niñera, entendida como simple mano de obra, máquina cuidadora con la que no se debe establecer una relación afectivo-política, hubiera debido quedar atrás y ser olvidada para siempre. En este caso, la madre biológica reclamó la existencia de Esther y animó a Itziar a buscarla. Encontrarla llevó más de cuarenta años.
Es mentira que sólo tengamos una madre. El cuerpo social nos acoge siempre con muchos brazos, si no, no podríamos sobrevivir. Cada hijo burgués tiene otra madre proletaria invisible, cada niño de la burguesía catalana tiene otra madre gallega, andaluza, filipina o senegalesa oculta, como cada niño blanco crecía en Estados Unidos durante la época de la segregación con otra madre negra en la sombra. La ficción de la estabilidad de la identidad racial o nacional sólo puede construirse a condición de eliminar esa filiación bastarda y mestiza. Nos toca ahora descolonizar a nuestras madres, honrando los vínculos múltiples y heterogéneos que nos han constituido y que nos mantienen vivos. Esther e Itziar ya han empezado la tarea de descolonización.
Frida Kahlo, Mi nana y yo / My Nurse and I (1937). © fridakahlo.org