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Viaje a Lésvos

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Las ciudades son máquinas socio-arquitectónicas capaces de producir identidad. Sin duda, las más poderosas son aquellas que se han construido históricamente como enclaves religiosos, pero están también las ciudades que condensan el espíritu de una era o las nuevas mecas de la industria cultural. En el siglo XII, la peregrinación a Santiago de Compostela construía al católico, del mismo modo que el Ámsterdam del siglo XVII transformaba a un viajero en burgués, que el París del XVIII esculpía al libertino o al revolucionario, que Buenos Aires hacía al colono del XIX, o que el Nueva York de los 70 o el Berlín posterior a la caída del muro producían la identidad del artista contemporáneo.

Durante los años 90, cuando aún construía mi subjetividad como lesbiana, pasar los veranos en Lésvos formaba parte de un proceso de iniciación político-sexual. La isla se había convertido en los 80 en un destino turístico para las lesbianas. La mitología y el capitalismo habían acordado que Mýkonos era para los gays y a las lesbianas les había tocado Lésvos: la isla de Sappho. Siguiendo una ley histórica de jerarquización sexual del valor, los gays se bronceaban en hamacas de hilo y colchones de agua, y bebían mojitos en una isla azul y blanca de las Cícladas. Mientras tanto, las lesbianas iban a la isla más próxima de la costa turca, conocida por su base militar más que por sus playas. Mýkonos y Lésvos representaban dos modos opuestos de espacialización política de la sexualidad. Mýkonos era homosexual, privatizante, consumista, un banco del dólar rosa. Mientras que Lésvos era queer, radical, precaria, vegetariana, colectivista.

El viaje a Lésvos era para una lesbiana radical una peregrinación constitutiva. Viajábamos desde Nueva York a París y luego, desde allí, a Atenas. Íbamos siempre directamente desde el aeropuerto hasta Pireás —yo apenas miraba Atenas, no sabía entenderla, ni imaginaba que un día acabaría amando esa ciudad—. Pero eso vendría sólo mucho más tarde. Entonces pasábamos la noche en un barco que nos llevaba hasta el puerto de Mytilini, en Lésvos. Allí cogíamos taxis conducidos por hombres que llevaban el volante con una mano y con la otra sacudían un kombolói. En dos horas de curvas y de barrancos de grava cruzábamos la isla de noroeste a sureste hasta llegar a Skala Eressos. La primera imagen de la playa de Eressos sigue aún intacta en mi mente como un himno a la utopía, como una llamada a la revolución. Era lo imposible hecho realidad: un kilómetro de arena y mar habitado por quinientas lesbianas desnudas.

Nos alojábamos en el camping o en una pequeña pensión con una biblioteca en la que la viajera podía leer a Annemarie Schwarzenbach, Ursula Le Guin o Monique Wittig. Por las tardes, a la caída del sol, formábamos dos equipos para jugar al voleibol: las butches contra las femmes. En un lado, las alemanas y las inglesas con el pelo rapado, los hombros cuadrados por la natación y tatuados con labris; en el otro, las italianas con el pelo largo y los brazos dorados y ágiles —que solían ganar—.

Vuelvo a Lésvos más de veinte años después. La isla ha cambiado. Yo he cambiado. Lésvos es, junto con Léros y Quíos, el primer lugar de recepción de migrantes en Grecia. Yo he dejado de construir mi identidad como lesbiana y ahora me fabrico, con otras técnicas (hormonales, legales, lingüísticas…) como trans. Estos son los años del cruce. De la transición. De la frontera. El barco militar Border Front ocupa ahora la primera línea del puerto.

Ya no vengo a las playas de Eressos sino al coloquio internacional Crossing borders, cruzando fronteras. Activistas y críticos hablan del establecimiento de la Fortaleza Europa, definida por la criminalización de la inmigración y el internamiento forzoso de los migrantes en centros de detención. Lésvos se ha convertido en la Tijuana de Europa. Mytilini tiene la vibración y la violencia de una frontera militarizada. Máxima vigilancia de Estado, máxima precariedad del cuerpo migrante: el contexto perfecto para mafias y populismos. La imagen de los campos de refugiados, los de Lésvos pero también los de Atenas, me golpea el pecho con la misma intensidad, pero con afecto opuesto, al que años antes me producía la playa de Eressos. La frontera es un espacio de destrucción y producción de identidad. Si la playa de Eressos era un lugar de empoderamiento y resignificación del estigma lesbiano, el campo es hoy un espacio de alterización, exclusión y muerte. No sé cómo dar testimonio, ni cómo alertar. Es como si a alguien le dejaran entrar en Buchenwald en 1938 y después le preguntaran: ¿Qué tal? ¿Qué le ha parecido el campo?

Nada más. Felices vacaciones.

 

La playa al pie del faro Korakas, en Lésvos. © Julian Köberer / rs21. Revolutionary Socialism in the 21st Century