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Orlando on the road
Cuando viajo necesito llevar un libro para leer antes de dormir. El libro es una cama lingüística en la que siempre encuentro el sueño. Jabés y Semprún decían del lenguaje que era su patria. Yo soy también un extranjero, con un pequeño libro bajo el brazo. El libro es la pirámide portátil, añadía Derrida hablando de cómo el pueblo judío al huir de Egipto había transformado la arquitectura en papiro para poder llevarla siempre con ellos. Es así como la obra de Virginia Woolf se ha convertido en este viaje en mi habitación de papel. Dada mi ambivalente relación con ella (la adoro, aunque a veces sea homófoba, otras clasista, en ocasiones pedante y siempre impertinente), Virginia Woolf es un inhóspito hogar. Leo el diario que Virginia Woolf escribió entre 1927 y 1928 mientras trabajaba en la redacción de Orlando. Entender cómo construye narrativamente a Orlando me ayuda a pensar en la fabricación de Paul. ¿Qué ocurre con el relato de una vida cuando es posible modificar el sexo del personaje principal? Virginia califica de “éxtasis” el afecto generado por esa escritura. No oculto que me asalta a veces una emoción semejante. Lo curioso es que Virginia se atreva a calificar a Orlando de biografía. Una biografía inhumana y pre-personal, fragmentada en el espacio y en el tiempo: un viaje.
Descubro con sorpresa una Virginia más preocupada por el fieltro de los sombreros y el encaje de los vestidos que por las huelgas de mineros que azotan Inglaterra, más pendiente de las ventas de Mrs. Dalloway (250 ejemplares constituían ya para la época un best seller) que de la violencia con la que la policía londinense dispersa a los trabajadores ferroviarios, sumida en la depresión porque Vita Sackvillewest le ha dicho que no estaba guapa, obsesionada con su propia muerte pero absolutamente incapaz de imaginar primero la guerra económica y luego política que arrasará Occidente tan solo unos años después. Su alma es más aguda mirando a los bisontes encerrados en el zoo de Londres que a Nelly, su ama de llaves a la que trata como a una esclava. ¿Por qué es tan difícil estar presente frente a lo que sucede? “La soledad es mi novia”, escribe. El viaje es mi amante, respondo. Reconozco el viaje como un antídoto a la soledad woolfiana, a la ensoñación domestica que en cada momento podría alejarme de lo que sucede. Rodeado de muertos como Virginia y Vita me doy cuenta de lo difícil que resulta estar vivo. Yo también podría equivocarme y prestar más atención a mis dosis de testosterona que a la transformación subjetiva, a las traducciones de mis libros que al devenir necropolítico del planeta.
Aterrizo en Palermo con Orlando bajo el brazo. Voy desde el aeropuerto a la universidad por la autopista en la que la mafia siciliana mató al juez Falcone en 1992 haciendo estallar 600 kilos de explosivos enterrados bajo el asfalto cuando su coche pasaba por el mismo camino por el que yo paso ahora. Los restos del coche destruido y expuesto en su memorial son una imagen condensada de las instituciones democráticas europeas. Intuiré más tarde, en el centro mismo de Palermo, entre los palacios en ruina y las pescaderías ambulantes en las que un enorme atún es despedazado bajo el sol, la existencia de una ciudad escondida bajo el mapa oficial: una cartografía que la mafia ha trazado con sangre, semen, cocaína y dinero negro.
Pocos días después, en Buenos Aires, Argentina, en el barrio de la Boca pero también en Corrientes, me cuesta pensar que ese territorio está enmarcado dentro de las formas de producción de lo que antes reconocíamos como capitalismo. Un dólar puede valer 8 pesos al cambio en el banco, 12 en las calles del microcentro y quién sabe si 18 y una cabeza de vaca o de hombre en la Boca. El mercado es tan legal como la ruleta rusa. El capital ya ni siquiera es el referente abstracto de la equivalencia entre trabajo y bienes, es una simple función de riesgo y criminalidad, de desposesión y violencia. Viajo después desde Argentina a Atenas pasando por Barcelona donde de forma casi inesperada las fuerzas emergentes de los movimientos vecinales y del 15-M han conseguido, de la mano de Ada Colau, izarse a través de las urnas hasta los espacios institucionales de gestión urbana. Después, en Exarchia, el barrio anarquista de Atenas, un grupo de vecinos se reúne para intercambiar información sobre la deuda. La calle ha sido transformada en universidad pública. Una semana después construirán la posibilidad del NO y con ella un nuevo paradigma ético y estético de la revuelta, una micropolítica de la cooperación somática y cognitiva.
En las calles de Palermo, como en Atenas o Buenos Aires, al mismo tiempo que los Estados-Nación heredados de la geopolítica de la guerra fría se derrumban y que prolifera una nueva gubernamentalidad supra-estática tecno-patriarcal gestionada por las mafias financieras globales, emergen poco a poco nuevas prácticas experimentales de colectivización de saber y de producción. Es así como, en medio de una guerra sin nombre, se están inventando los fundamentos sociales y políticos de la vida post-capitalista que viene.
Orlando on the road
Cuando viajo necesito llevar un libro para leer antes de dormir. El libro es una cama lingüística en la que siempre encuentro el sueño. Jabés y Semprún decían del lenguaje que era su patria. Yo soy también un extranjero, con un pequeño libro bajo el brazo. El libro es la pirámide portátil, añadía Derrida hablando de cómo el pueblo judío al huir de Egipto había transformado la arquitectura en papiro para poder llevarla siempre con ellos. Es así como la obra de Virginia Woolf se ha convertido en este viaje en mi habitación de papel. Dada mi ambivalente relación con ella (la adoro, aunque a veces sea homófoba, otras clasista, en ocasiones pedante y siempre impertinente), Virginia Woolf es un inhóspito hogar. Leo el diario que Virginia Woolf escribió entre 1927 y 1928 mientras trabajaba en la redacción de Orlando. Entender cómo construye narrativamente a Orlando me ayuda a pensar en la fabricación de Paul. ¿Qué ocurre con el relato de una vida cuando es posible modificar el sexo del personaje principal? Virginia califica de “éxtasis” el afecto generado por esa escritura. No oculto que me asalta a veces una emoción semejante. Lo curioso es que Virginia se atreva a calificar a Orlando de biografía. Una biografía inhumana y pre-personal, fragmentada en el espacio y en el tiempo: un viaje.
Descubro con sorpresa una Virginia más preocupada por el fieltro de los sombreros y el encaje de los vestidos que por las huelgas de mineros que azotan Inglaterra, más pendiente de las ventas de Mrs. Dalloway (250 ejemplares constituían ya para la época un best seller) que de la violencia con la que la policía londinense dispersa a los trabajadores ferroviarios, sumida en la depresión porque Vita Sackvillewest le ha dicho que no estaba guapa, obsesionada con su propia muerte pero absolutamente incapaz de imaginar primero la guerra económica y luego política que arrasará Occidente tan solo unos años después. Su alma es más aguda mirando a los bisontes encerrados en el zoo de Londres que a Nelly, su ama de llaves a la que trata como a una esclava. ¿Por qué es tan difícil estar presente frente a lo que sucede? “La soledad es mi novia”, escribe. El viaje es mi amante, respondo. Reconozco el viaje como un antídoto a la soledad woolfiana, a la ensoñación domestica que en cada momento podría alejarme de lo que sucede. Rodeado de muertos como Virginia y Vita me doy cuenta de lo difícil que resulta estar vivo. Yo también podría equivocarme y prestar más atención a mis dosis de testosterona que a la transformación subjetiva, a las traducciones de mis libros que al devenir necropolítico del planeta.
Aterrizo en Palermo con Orlando bajo el brazo. Voy desde el aeropuerto a la universidad por la autopista en la que la mafia siciliana mató al juez Falcone en 1992 haciendo estallar 600 kilos de explosivos enterrados bajo el asfalto cuando su coche pasaba por el mismo camino por el que yo paso ahora. Los restos del coche destruido y expuesto en su memorial son una imagen condensada de las instituciones democráticas europeas. Intuiré más tarde, en el centro mismo de Palermo, entre los palacios en ruina y las pescaderías ambulantes en las que un enorme atún es despedazado bajo el sol, la existencia de una ciudad escondida bajo el mapa oficial: una cartografía que la mafia ha trazado con sangre, semen, cocaína y dinero negro.
Pocos días después, en Buenos Aires, Argentina, en el barrio de la Boca pero también en Corrientes, me cuesta pensar que ese territorio está enmarcado dentro de las formas de producción de lo que antes reconocíamos como capitalismo. Un dólar puede valer 8 pesos al cambio en el banco, 12 en las calles del microcentro y quién sabe si 18 y una cabeza de vaca o de hombre en la Boca. El mercado es tan legal como la ruleta rusa. El capital ya ni siquiera es el referente abstracto de la equivalencia entre trabajo y bienes, es una simple función de riesgo y criminalidad, de desposesión y violencia. Viajo después desde Argentina a Atenas pasando por Barcelona donde de forma casi inesperada las fuerzas emergentes de los movimientos vecinales y del 15-M han conseguido, de la mano de Ada Colau, izarse a través de las urnas hasta los espacios institucionales de gestión urbana. Después, en Exarchia, el barrio anarquista de Atenas, un grupo de vecinos se reúne para intercambiar información sobre la deuda. La calle ha sido transformada en universidad pública. Una semana después construirán la posibilidad del NO y con ella un nuevo paradigma ético y estético de la revuelta, una micropolítica de la cooperación somática y cognitiva.
En las calles de Palermo, como en Atenas o Buenos Aires, al mismo tiempo que los Estados-Nación heredados de la geopolítica de la guerra fría se derrumban y que prolifera una nueva gubernamentalidad supra-estática tecno-patriarcal gestionada por las mafias financieras globales, emergen poco a poco nuevas prácticas experimentales de colectivización de saber y de producción. Es así como, en medio de una guerra sin nombre, se están inventando los fundamentos sociales y políticos de la vida post-capitalista que viene.