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Etimologías
La vida en Atenas y mis primeras lecciones de griego moderno me han hecho más sensible a la etimología. O por decirlo de forma nietzscheana, a la historicidad del lenguaje y al modo en el que un sonido, una grafía, encierra una sucesión de gestos, contiene una serie de rituales sociales. Una letra es el movimiento de una mano dibujando sobre el aire, una marca en la arena, un tacto. Una palabra no es una representación de una cosa. Es un trozo de historia: una cadena interminable de usos y de citaciones. Una palabra fue un día una práctica, el efecto de una constatación, de un asombro, o el resultado de una lucha, el sello de una victoria, que solo después se convirtió en signo. El aprendizaje del habla en la infancia induce un proceso de naturalización del lenguaje que hace que nos resulte imposible escuchar el sonido de la Historia tintineando en nuestra propia lengua. Ni siquiera podemos ya percibir el alfabeto cirílico como una serie de marcas arbitrarias. Paradójicamente, en términos pragmáticos, devenir hablante de una lengua significa dejar de oír progresivamente la Historia que suena en ella para poder enunciarla y escucharla aquí y ahora. De este modo, usar las palabras es repetir la historicidad que hay en ellas a condición de ignorar los procesos de dominación política y repetición social que forjaron su significado.
La infancia, el arte, el activismo político, el chamanismo, la locura… podrían considerarse como modalidades de intensidad de percepción y de intervención en el lenguaje. Si percibiéramos el alfabeto como incisión no podríamos leer. Si oyéramos la Historia del lenguaje en cada palabra todo el tiempo no podríamos hablar: el afecto sería, como para Artaud, un rayo atravesando millones de cadenas de hablantes, cruzando el cuerpo y saliendo por la boca. Sin embargo, toda revolución, subjetiva o social, requiere un extrañamiento de la voz, una suspensión del gesto, una ruptura de la enunciación, la reconexión con líneas etimológicas que quedaron cerradas o el corte directo en el lenguaje vivo para introducir una diferencia (différance), un espaciamiento, un diferimiento, por decirlo con Derrida, una “anarquía improvisadora.”
Durante estos meses en Atenas, me sitúo frente al griego en el mismo lugar en el que me sitúo frente al género, en un umbral que suscita un máximo de conciencia histórica aunque mi capacidad de movimiento es todavía restringida. Miro todo con extrañamiento. Mi antigua lengua y la nueva. Por primera vez oigo la historia del lenguaje, siento como ajenos los trazos del alfabeto. Oigo cómo luchan las etimologías como autos de choque. Se abre un espacio para el transito entre el género femenino que me había sido asignado y este nuevo género que aparece tenuemente en mí y que indudablemente no se puede reducir a lo masculino. El cuerpo de antes y el que se fabrica ahora cada día. Y atravesándolo todo, la novedad de la voz.
Mi cuerpo está cambiando. Mirando mi última analítica sanguínea la doctora me explica que mi hematocrito ha aumentado como era de esperar tras varios meses inyectándome testosterona. “En definitiva”, dice, “tienes medio litro más de sangre que antes.” Pienso desde entonces en ese medio litro que corre ahora por mis venas, lo siento bombeándome el pecho con una intensidad musical amenazante. Esta transición que por convención social y regulación médica denominan hacia la masculinidad, se aproxima más a un proceso de devenir animal, devenir caballo, intuyo a veces. Mientras tomo un café en la plaza Exarchia veo pasar camiones de mudanza cuyas inscripciones en alfabeto griego adquieren sentido por primera vez ante mi: “metáphores” (μεταφορές). Transporte. La metáfora es el transporte de un significado de un lugar a otro, como ahora ese camión traslada los restos materiales de una vida en tránsito a un nuevo destino. Esta semana lucho con sentimientos opacos: con el miedo a no ser reconocido, con pánico a ser abandonado una vez más. En un proceso de transición de género, desear el cambio no implica estar preparado para asumir la transformación cuando ésta se produce. El cambio nunca es el cambio que esperábamos. El cambio, dice el diablo con una risa sarcástica, es el C-A-M-B-I-O. Todo es metáfora. ¿Qué voy a hacer con ese medio litro de sangre más?
Etimologías
La vida en Atenas y mis primeras lecciones de griego moderno me han hecho más sensible a la etimología. O por decirlo de forma nietzscheana, a la historicidad del lenguaje y al modo en el que un sonido, una grafía, encierra una sucesión de gestos, contiene una serie de rituales sociales. Una letra es el movimiento de una mano dibujando sobre el aire, una marca en la arena, un tacto. Una palabra no es una representación de una cosa. Es un trozo de historia: una cadena interminable de usos y de citaciones. Una palabra fue un día una práctica, el efecto de una constatación, de un asombro, o el resultado de una lucha, el sello de una victoria, que solo después se convirtió en signo. El aprendizaje del habla en la infancia induce un proceso de naturalización del lenguaje que hace que nos resulte imposible escuchar el sonido de la Historia tintineando en nuestra propia lengua. Ni siquiera podemos ya percibir el alfabeto cirílico como una serie de marcas arbitrarias. Paradójicamente, en términos pragmáticos, devenir hablante de una lengua significa dejar de oír progresivamente la Historia que suena en ella para poder enunciarla y escucharla aquí y ahora. De este modo, usar las palabras es repetir la historicidad que hay en ellas a condición de ignorar los procesos de dominación política y repetición social que forjaron su significado.
La infancia, el arte, el activismo político, el chamanismo, la locura… podrían considerarse como modalidades de intensidad de percepción y de intervención en el lenguaje. Si percibiéramos el alfabeto como incisión no podríamos leer. Si oyéramos la Historia del lenguaje en cada palabra todo el tiempo no podríamos hablar: el afecto sería, como para Artaud, un rayo atravesando millones de cadenas de hablantes, cruzando el cuerpo y saliendo por la boca. Sin embargo, toda revolución, subjetiva o social, requiere un extrañamiento de la voz, una suspensión del gesto, una ruptura de la enunciación, la reconexión con líneas etimológicas que quedaron cerradas o el corte directo en el lenguaje vivo para introducir una diferencia (différance), un espaciamiento, un diferimiento, por decirlo con Derrida, una “anarquía improvisadora.”
Durante estos meses en Atenas, me sitúo frente al griego en el mismo lugar en el que me sitúo frente al género, en un umbral que suscita un máximo de conciencia histórica aunque mi capacidad de movimiento es todavía restringida. Miro todo con extrañamiento. Mi antigua lengua y la nueva. Por primera vez oigo la historia del lenguaje, siento como ajenos los trazos del alfabeto. Oigo cómo luchan las etimologías como autos de choque. Se abre un espacio para el transito entre el género femenino que me había sido asignado y este nuevo género que aparece tenuemente en mí y que indudablemente no se puede reducir a lo masculino. El cuerpo de antes y el que se fabrica ahora cada día. Y atravesándolo todo, la novedad de la voz.
Mi cuerpo está cambiando. Mirando mi última analítica sanguínea la doctora me explica que mi hematocrito ha aumentado como era de esperar tras varios meses inyectándome testosterona. “En definitiva”, dice, “tienes medio litro más de sangre que antes.” Pienso desde entonces en ese medio litro que corre ahora por mis venas, lo siento bombeándome el pecho con una intensidad musical amenazante. Esta transición que por convención social y regulación médica denominan hacia la masculinidad, se aproxima más a un proceso de devenir animal, devenir caballo, intuyo a veces. Mientras tomo un café en la plaza Exarchia veo pasar camiones de mudanza cuyas inscripciones en alfabeto griego adquieren sentido por primera vez ante mi: “metáphores” (μεταφορές). Transporte. La metáfora es el transporte de un significado de un lugar a otro, como ahora ese camión traslada los restos materiales de una vida en tránsito a un nuevo destino. Esta semana lucho con sentimientos opacos: con el miedo a no ser reconocido, con pánico a ser abandonado una vez más. En un proceso de transición de género, desear el cambio no implica estar preparado para asumir la transformación cuando ésta se produce. El cambio nunca es el cambio que esperábamos. El cambio, dice el diablo con una risa sarcástica, es el C-A-M-B-I-O. Todo es metáfora. ¿Qué voy a hacer con ese medio litro de sangre más?