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En brazos de la Rodina-Mat
Vuelo de Estambul a Kiev. En el avión, embarcan una docena de Kate Moss y un puñado de Daniel Craig (quién sabe si agentes de espionaje o simples mafiosos), pero sobre todo cuerpos con la cabeza baja que no hablan ni ucraniano ni ruso ni turco… ¿De dónde vienen, a dónde van? Ellos deben preguntarse lo mismo al verme leyendo en francés, escribiendo en español, hablando en inglés. La imagen de los migrantes cruzando fronteras es el significante universal que nos recodifica a todos. ¿Quién soy y qué hago aquí? ¿De qué guerra estoy huyendo? ¿Con qué trafico? ¿Cuál es mi refugio? Si hubiera una tirada del tarot para nuestros tiempos en ella estarían El colgado, El loco y El ermitaño. Desposesión, desplazamiento, aprendizaje profundo. La resultante es El Mundo. No tenemos opción: cambiaremos de forma de producir la realidad o dejaremos de existir como especie. El avión vuela bajo, atravesamos el mar negro esquivando la parte este del país todavía en guerra, subimos hacia Odesa y desde ahí hasta Kiev. Ahora, por primera vez, siento que Ucrania es, como España, Francia, Italia o Turquía, una costa conectada, a través de invaginaciones, al Mediterráneo.
Aterrizamos. Con 250 gramos de testosterona inyectada cada 12 días en mi cuerpo, la disidencia de género ha dejado de ser una teoría política para convertirse en una modalidad de encarnación. Pero eso preferiría no tener que explicárselo al agente de aduanas que ahora mira detenidamente mi pasaporte. La frontera ucraniana no me parece el lugar más idóneo para poner en marcha un taller de políticas trans. El militar de aduanas es un niño, tiene todavía la fragilidad de un bebé que llora porque necesita comer. A pesar de todo, seguro que está mejor detrás de ese mostrador que en una trinchera de Donetsk. Dicen que el ejército recluta en cualquier momento, y con el pretexto de la formación militar son enviados durante meses a lugares de los que nunca saben si volverán. Como a mí, le está empezando a crecer la barba y, como a mí, le incomoda el acné. Pero para pasar esa aduana no puedo apoyarme en la complicidad que nos daría sabernos afectados por un aumento súbito de nuestras dosis de testosterona en sangre. La frontera es un teatro inmunológico en el que cada cuerpo es percibido como un enemigo potencial y él y yo estamos a los dos lados en ese umbral para jugar el juego de la identidad y de la diferencia.
La escena ya ha comenzado: sus manos rurales adoptan bruscamente gestos administrativos, giran mi pasaporte, lo investigan. Él supera la vergüenza del acné con la arrogancia que le aporta el uniforme verde-camuflaje nuevo, mientras yo intento sonreír. La sonrisa, dicen, es una marca gestual femenina. Mirando mi fotografía de hace más de tres años me pregunta si ése es mi pasaporte y cómo me llamo. Por el efecto de la testosterona en las cuerdas vocales, en los últimos tres meses mi voz se ha vuelto ronca. Como no sé manejarla bien parezco un fumador de habanos que sufre de una neumonía. Sin cuidado daría la impresión de ser Plácido Domingo acatarrado jugando a cantar como Montserrat Caballé. Pero delante del agente me esfuerzo para hacer un falsete sin gallos. “Beatriz”, digo, acomodándome a la legalidad y pronuncio un nombre que ahora me resulta extraño. Llevo nueve meses acostumbrándome a decir Paul, a responder cuando alguien dice Paul, a volverme cuando escucho ese nombre. Pero ahora toca olvidarlo. Sudo mientras el soldado pone el pasaporte bajo la lupa. Me dice: “This is not you, this is a woman”. Le digo: “Yes, it is me. I am a woman”.
Recuerdo que hace tan sólo unas horas decía “I am a man” cuando algunos curadores internacionales que me conocían por mi antiguo nombre se dirigían a mí todavía en femenino. Ambos enunciados aparecen ahora circunstanciales, pragmáticos, en el sentido lingüístico del término: su significado depende del contexto de la enunciación y de las convenciones políticas que lo estructuran. El joven me mira incrédulo. Llama a una mujer militar para que me cachee. Ella me toca con la contundencia de un masajista Rolfing —como si con su mano quisiera separar las fascias de mi cuerpo—. Mete su brazo dentro de mis pantalones y empuja hacia arriba entre mis piernas. Luego se dirige al soldado en ucraniano explicándole, imagino, a juzgar por sus gestos, que ha encontrado evidencias anatómicas táctiles que concuerdan con el estatuto legal de mi pasaporte. Me devuelve los documentos, me deja ir, me suelta como se libera a un animal peligroso o a un enfermo del que se teme contagio.
Al salir de la aduana y recoger mi equipaje, un taxista me espera sujetando un cartel que dice Paul. Cambia de nuevo la escena de la enunciación. “Buenas tardes, señor.” Desde el coche en movimiento, la primera impresión de la ciudad es monumentalidad y desproporción de escalas, barriadas de rascacielos low-cost en medio de campos de hierba, edificios racionalistas rusos perdidos entre lagos. Pero nada impresiona tanto como la estatua gargantuesca de una mujer que se alza sobre las colinas del Lávra. Amenazante, en una mano sujeta una espada, en la otra, un escudo. La artista Anna Daučíková me explicará después que se trata de la Rodina-Mat, la madre patria: una Medea soviética de acero inoxidable, de 62 metros de altura y 520 toneladas, que corta el horizonte de forma más dramática que cualquier rascacielos en el paisaje de Nueva York. Porque no es un edificio, sino un cuerpo. El cuerpo (hoy fragmentado y frágil) de la nación rusa.
Después de la ansiedad de la aduana, la imagen de la Rodina-Mat adquiere un carácter onírico. Se levanta frente a mí como la encarnación de la ley de género anunciando el imperativo de la diferencia sexual como condición de posibilidad de la identidad nacional. Es la inscripción en el paisaje urbano de la norma administrativa que exige una M o una F en mi pasaporte. La nación es una fabrica orgánica en la que feminidad debe gestar el cuerpo masculino al que se enviará a la guerra. Veo entonces a la Rodina-Mat, quizás alucino, sujetando en cada mano uno de mis nombres, Beatriz-Escudo o Paul-Espada, diciéndome: ven, ven a mis brazos.
En brazos de la Rodina-Mat
Vuelo de Estambul a Kiev. En el avión, embarcan una docena de Kate Moss y un puñado de Daniel Craig (quién sabe si agentes de espionaje o simples mafiosos), pero sobre todo cuerpos con la cabeza baja que no hablan ni ucraniano ni ruso ni turco… ¿De dónde vienen, a dónde van? Ellos deben preguntarse lo mismo al verme leyendo en francés, escribiendo en español, hablando en inglés. La imagen de los migrantes cruzando fronteras es el significante universal que nos recodifica a todos. ¿Quién soy y qué hago aquí? ¿De qué guerra estoy huyendo? ¿Con qué trafico? ¿Cuál es mi refugio? Si hubiera una tirada del tarot para nuestros tiempos en ella estarían El colgado, El loco y El ermitaño. Desposesión, desplazamiento, aprendizaje profundo. La resultante es El Mundo. No tenemos opción: cambiaremos de forma de producir la realidad o dejaremos de existir como especie. El avión vuela bajo, atravesamos el mar negro esquivando la parte este del país todavía en guerra, subimos hacia Odesa y desde ahí hasta Kiev. Ahora, por primera vez, siento que Ucrania es, como España, Francia, Italia o Turquía, una costa conectada, a través de invaginaciones, al Mediterráneo.
Aterrizamos. Con 250 gramos de testosterona inyectada cada 12 días en mi cuerpo, la disidencia de género ha dejado de ser una teoría política para convertirse en una modalidad de encarnación. Pero eso preferiría no tener que explicárselo al agente de aduanas que ahora mira detenidamente mi pasaporte. La frontera ucraniana no me parece el lugar más idóneo para poner en marcha un taller de políticas trans. El militar de aduanas es un niño, tiene todavía la fragilidad de un bebé que llora porque necesita comer. A pesar de todo, seguro que está mejor detrás de ese mostrador que en una trinchera de Donetsk. Dicen que el ejército recluta en cualquier momento, y con el pretexto de la formación militar son enviados durante meses a lugares de los que nunca saben si volverán. Como a mí, le está empezando a crecer la barba y, como a mí, le incomoda el acné. Pero para pasar esa aduana no puedo apoyarme en la complicidad que nos daría sabernos afectados por un aumento súbito de nuestras dosis de testosterona en sangre. La frontera es un teatro inmunológico en el que cada cuerpo es percibido como un enemigo potencial y él y yo estamos a los dos lados en ese umbral para jugar el juego de la identidad y de la diferencia.
La escena ya ha comenzado: sus manos rurales adoptan bruscamente gestos administrativos, giran mi pasaporte, lo investigan. Él supera la vergüenza del acné con la arrogancia que le aporta el uniforme verde-camuflaje nuevo, mientras yo intento sonreír. La sonrisa, dicen, es una marca gestual femenina. Mirando mi fotografía de hace más de tres años me pregunta si ése es mi pasaporte y cómo me llamo. Por el efecto de la testosterona en las cuerdas vocales, en los últimos tres meses mi voz se ha vuelto ronca. Como no sé manejarla bien parezco un fumador de habanos que sufre de una neumonía. Sin cuidado daría la impresión de ser Plácido Domingo acatarrado jugando a cantar como Montserrat Caballé. Pero delante del agente me esfuerzo para hacer un falsete sin gallos. “Beatriz”, digo, acomodándome a la legalidad y pronuncio un nombre que ahora me resulta extraño. Llevo nueve meses acostumbrándome a decir Paul, a responder cuando alguien dice Paul, a volverme cuando escucho ese nombre. Pero ahora toca olvidarlo. Sudo mientras el soldado pone el pasaporte bajo la lupa. Me dice: “This is not you, this is a woman”. Le digo: “Yes, it is me. I am a woman”.
Recuerdo que hace tan sólo unas horas decía “I am a man” cuando algunos curadores internacionales que me conocían por mi antiguo nombre se dirigían a mí todavía en femenino. Ambos enunciados aparecen ahora circunstanciales, pragmáticos, en el sentido lingüístico del término: su significado depende del contexto de la enunciación y de las convenciones políticas que lo estructuran. El joven me mira incrédulo. Llama a una mujer militar para que me cachee. Ella me toca con la contundencia de un masajista Rolfing —como si con su mano quisiera separar las fascias de mi cuerpo—. Mete su brazo dentro de mis pantalones y empuja hacia arriba entre mis piernas. Luego se dirige al soldado en ucraniano explicándole, imagino, a juzgar por sus gestos, que ha encontrado evidencias anatómicas táctiles que concuerdan con el estatuto legal de mi pasaporte. Me devuelve los documentos, me deja ir, me suelta como se libera a un animal peligroso o a un enfermo del que se teme contagio.
Al salir de la aduana y recoger mi equipaje, un taxista me espera sujetando un cartel que dice Paul. Cambia de nuevo la escena de la enunciación. “Buenas tardes, señor.” Desde el coche en movimiento, la primera impresión de la ciudad es monumentalidad y desproporción de escalas, barriadas de rascacielos low-cost en medio de campos de hierba, edificios racionalistas rusos perdidos entre lagos. Pero nada impresiona tanto como la estatua gargantuesca de una mujer que se alza sobre las colinas del Lávra. Amenazante, en una mano sujeta una espada, en la otra, un escudo. La artista Anna Daučíková me explicará después que se trata de la Rodina-Mat, la madre patria: una Medea soviética de acero inoxidable, de 62 metros de altura y 520 toneladas, que corta el horizonte de forma más dramática que cualquier rascacielos en el paisaje de Nueva York. Porque no es un edificio, sino un cuerpo. El cuerpo (hoy fragmentado y frágil) de la nación rusa.
Después de la ansiedad de la aduana, la imagen de la Rodina-Mat adquiere un carácter onírico. Se levanta frente a mí como la encarnación de la ley de género anunciando el imperativo de la diferencia sexual como condición de posibilidad de la identidad nacional. Es la inscripción en el paisaje urbano de la norma administrativa que exige una M o una F en mi pasaporte. La nación es una fabrica orgánica en la que feminidad debe gestar el cuerpo masculino al que se enviará a la guerra. Veo entonces a la Rodina-Mat, quizás alucino, sujetando en cada mano uno de mis nombres, Beatriz-Escudo o Paul-Espada, diciéndome: ven, ven a mis brazos.