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El teatro del mundo
A veces imagino el mundo como una compañía de teatro con algo más de 7.300 millones de actores humanos. Una compañía en la que todos, absolutamente todos, actuamos en una misma y única pieza.
Miro hipnotizado el World Population Clock, el reloj de la población mundial. 7.399.348.781. El tiempo que tardo en escribir esta cifra basta para que el número del mundómetro ya haya cambiado. Ese tiempo es también el tiempo de mi vida: el tiempo en el que se escribe y se borra mi propia partitura. Dos nuevos actores entran en escena cada segundo, mientras otro sale de escena cada cinco segundos. Hoy se incorporarán a la pieza 272.000 nuevos actores. Y dejarán el escenario 113.900. En esta singular obra de teatro, el escenario ha sido dividido con fronteras infranqueables de modo que los actores que vienen del otro lado no son reconocidos como parte de la misma compañía. Un actor migrante intenta cruzar una frontera de la escena del mundo cada 27 segundos. Y uno de cada ocho actores pierde la vida al intentarlo.
Me pregunto cómo hemos decidido embarcarnos ciegamente en la realización de ese delirante guión. Cómo y por qué razones hemos llegado a someternos al rol que cada uno tenemos. Algunos denominan fe o aprobación del plan divino a la aceptación de la puesta en escena que nos fue asignada, otros determinismo social o naturaleza humana, el neoliberalismo habla de la ley del libre mercado como si fuera un índice meteorológico, y la psicología del yo hace de la identidad un objeto cuantificable que llevaría a cada actor a afirmar como verdadero, auténtico e irremplazable su rol dentro de la escenografía. Peor aún, ¿por qué llamar ciudadano al actor si no tiene acceso a la definición de los términos de su entrada en escena ni a la re-escritura de su rol?
No es fácil reconocer este teatro porque el escenario es tan grande como el mundo, el tiempo de la actuación coincide con el tiempo de la vida y los actores se confunden en todo momento con el público. Por si esto fuera poco, se trata de una puesta en escena sin director. Dios, la naturaleza humana, el mercado, la identidad… son ficciones que cobran realidad en la escena gracias a un ejercicio constante de teatralización colectiva. ¿Pero quién saca partido de la estabilidad de los papeles adjudicados? ¿Cómo son distribuidos los roles? ¿Por qué se repiten siempre las mismas líneas del mismo texto? ¿Por qué faltan párrafos enteros de la historia? ¿Cómo es posible que no se puedan añadir actos ni modificar escenografías?
Spinoza primero y Nietzsche después avistaron el problema: nos negamos a reconocer que somos nosotros mismos los que estamos escribiendo (y repitiendo) el guión. Preferimos ser sumisos que hacernos responsables de esta desastrosa puesta en escena.
El primer acto de emancipación cognitiva consiste en darse cuenta de que en esta faraónica y naturalizada obra de teatro cualquiera podría actuar en el lugar de cualquier otro. Un actor es cualquier actor. Mira cómo se mueven los números del mundómetro y no te hagas el especial. Un cuerpo es cualquier cuerpo. Un alma es cualquier alma. Nacionalidad, sexo, género, orientación sexual, raza, religión, etnia… son sólo avatares del guión. Un actor que hace de soldado y esclavo sexual en el Ejército de Resistencia del Señor en Uganda podría también hacer de ama de casa heterosexual de clase media en un hogar de las afueras de Milán: cambiaría el machete por la plancha y aprendería a hacer panettoni midiendo con precisión las proporciones de harina, levadura, huevos, mantequilla y azúcar. Algunos días, tomando un trocito de panettone con un vaso de asti spumante, le volverían a la cabeza algunas imágenes de su antiguo rol: recordaría escenas de la masacre del campo de refugiados sudaneses de Achol-Pii. Recordaría sus propias palabras en una lengua que ya no entiende y las imágenes de los caminantes nocturnos, los grupos de actores-niños que caminaban por las noches para huir del campo de refugiados hasta la ciudad de Gulu. Recuerda, con escepticismo, haber violado. Y recuerda también cuando ella misma, entonces con sexo aparentemente masculino, fue violado. Ahora plenamente instalado en su rol de milanesa iría hasta su armarito farmacéutico y se tomaría un gramo de ibuprofeno con un relajante muscular y, acostándose en el sofá del salón, dejaría que los recuerdos se desdibujaran como si fueran sueños. Otro actor que encarna a la perfección la espera en el pasillo de la muerte en una prisión de Montana podría dejar su rol y ocupar la posición vehemente de Alain Finkielkraut en un debate en France Culture sobre la identidad nacional francesa. Otro actor que trata de esquivar los controles del paso de la frontera de Melilla podría convertirse en un lector de periódico con pasaporte europeo un sábado cualquiera en un aeropuerto cualquiera.
No hay secreto. El otro no puede cambiar su papel porque tú te niegas a cambiar el tuyo. Pero cada segundo, mientras un nuevo actor sube a escena, es posible cambiar el guión, negarse a repetir el rol que se nos asignó, modificar el texto, saltar un acto. La revolución no empieza con una marcha cara al sol, sino con un hiato, con una pausa, con un mínimo desplazamiento, con una desviación en el juego de aparentes improvisaciones.
Embarcado en las páginas de relojes digitales de internet me dirijo al death-clock.org, un dispositivo que calcula el día de muerte en función de la fecha y lugar de nacimiento, el peso y la altura. Elijo también mi humor entre optimista, pesimista, neutro o suicida. A pesar de este teatro, indudablemente optimista. Me confronto después con la inevitable exigencia del guión. ¿Sexo masculino o femenino? Hago uno de cada. Como mujer el reloj de la muerte me augura una vida de 92 años, 8 meses y 13 días, con una previsión de la fecha en el que abandonaré la escena teatral: domingo, 22 de julio 2063. Como hombre, 86 años, 2 meses y 11 días. Fecha prevista de muerte: sábado, 20 de enero 2057. Supongo que no había en esta obra teatral plazas para actores trans. Pero la re-escritura del guión ya ha comenzado.
El teatro del mundo
A veces imagino el mundo como una compañía de teatro con algo más de 7.300 millones de actores humanos. Una compañía en la que todos, absolutamente todos, actuamos en una misma y única pieza.
Miro hipnotizado el World Population Clock, el reloj de la población mundial. 7.399.348.781. El tiempo que tardo en escribir esta cifra basta para que el número del mundómetro ya haya cambiado. Ese tiempo es también el tiempo de mi vida: el tiempo en el que se escribe y se borra mi propia partitura. Dos nuevos actores entran en escena cada segundo, mientras otro sale de escena cada cinco segundos. Hoy se incorporarán a la pieza 272.000 nuevos actores. Y dejarán el escenario 113.900. En esta singular obra de teatro, el escenario ha sido dividido con fronteras infranqueables de modo que los actores que vienen del otro lado no son reconocidos como parte de la misma compañía. Un actor migrante intenta cruzar una frontera de la escena del mundo cada 27 segundos. Y uno de cada ocho actores pierde la vida al intentarlo.
Me pregunto cómo hemos decidido embarcarnos ciegamente en la realización de ese delirante guión. Cómo y por qué razones hemos llegado a someternos al rol que cada uno tenemos. Algunos denominan fe o aprobación del plan divino a la aceptación de la puesta en escena que nos fue asignada, otros determinismo social o naturaleza humana, el neoliberalismo habla de la ley del libre mercado como si fuera un índice meteorológico, y la psicología del yo hace de la identidad un objeto cuantificable que llevaría a cada actor a afirmar como verdadero, auténtico e irremplazable su rol dentro de la escenografía. Peor aún, ¿por qué llamar ciudadano al actor si no tiene acceso a la definición de los términos de su entrada en escena ni a la re-escritura de su rol?
No es fácil reconocer este teatro porque el escenario es tan grande como el mundo, el tiempo de la actuación coincide con el tiempo de la vida y los actores se confunden en todo momento con el público. Por si esto fuera poco, se trata de una puesta en escena sin director. Dios, la naturaleza humana, el mercado, la identidad… son ficciones que cobran realidad en la escena gracias a un ejercicio constante de teatralización colectiva. ¿Pero quién saca partido de la estabilidad de los papeles adjudicados? ¿Cómo son distribuidos los roles? ¿Por qué se repiten siempre las mismas líneas del mismo texto? ¿Por qué faltan párrafos enteros de la historia? ¿Cómo es posible que no se puedan añadir actos ni modificar escenografías?
Spinoza primero y Nietzsche después avistaron el problema: nos negamos a reconocer que somos nosotros mismos los que estamos escribiendo (y repitiendo) el guión. Preferimos ser sumisos que hacernos responsables de esta desastrosa puesta en escena.
El primer acto de emancipación cognitiva consiste en darse cuenta de que en esta faraónica y naturalizada obra de teatro cualquiera podría actuar en el lugar de cualquier otro. Un actor es cualquier actor. Mira cómo se mueven los números del mundómetro y no te hagas el especial. Un cuerpo es cualquier cuerpo. Un alma es cualquier alma. Nacionalidad, sexo, género, orientación sexual, raza, religión, etnia… son sólo avatares del guión. Un actor que hace de soldado y esclavo sexual en el Ejército de Resistencia del Señor en Uganda podría también hacer de ama de casa heterosexual de clase media en un hogar de las afueras de Milán: cambiaría el machete por la plancha y aprendería a hacer panettoni midiendo con precisión las proporciones de harina, levadura, huevos, mantequilla y azúcar. Algunos días, tomando un trocito de panettone con un vaso de asti spumante, le volverían a la cabeza algunas imágenes de su antiguo rol: recordaría escenas de la masacre del campo de refugiados sudaneses de Achol-Pii. Recordaría sus propias palabras en una lengua que ya no entiende y las imágenes de los caminantes nocturnos, los grupos de actores-niños que caminaban por las noches para huir del campo de refugiados hasta la ciudad de Gulu. Recuerda, con escepticismo, haber violado. Y recuerda también cuando ella misma, entonces con sexo aparentemente masculino, fue violado. Ahora plenamente instalado en su rol de milanesa iría hasta su armarito farmacéutico y se tomaría un gramo de ibuprofeno con un relajante muscular y, acostándose en el sofá del salón, dejaría que los recuerdos se desdibujaran como si fueran sueños. Otro actor que encarna a la perfección la espera en el pasillo de la muerte en una prisión de Montana podría dejar su rol y ocupar la posición vehemente de Alain Finkielkraut en un debate en France Culture sobre la identidad nacional francesa. Otro actor que trata de esquivar los controles del paso de la frontera de Melilla podría convertirse en un lector de periódico con pasaporte europeo un sábado cualquiera en un aeropuerto cualquiera.
No hay secreto. El otro no puede cambiar su papel porque tú te niegas a cambiar el tuyo. Pero cada segundo, mientras un nuevo actor sube a escena, es posible cambiar el guión, negarse a repetir el rol que se nos asignó, modificar el texto, saltar un acto. La revolución no empieza con una marcha cara al sol, sino con un hiato, con una pausa, con un mínimo desplazamiento, con una desviación en el juego de aparentes improvisaciones.
Embarcado en las páginas de relojes digitales de internet me dirijo al death-clock.org, un dispositivo que calcula el día de muerte en función de la fecha y lugar de nacimiento, el peso y la altura. Elijo también mi humor entre optimista, pesimista, neutro o suicida. A pesar de este teatro, indudablemente optimista. Me confronto después con la inevitable exigencia del guión. ¿Sexo masculino o femenino? Hago uno de cada. Como mujer el reloj de la muerte me augura una vida de 92 años, 8 meses y 13 días, con una previsión de la fecha en el que abandonaré la escena teatral: domingo, 22 de julio 2063. Como hombre, 86 años, 2 meses y 11 días. Fecha prevista de muerte: sábado, 20 de enero 2057. Supongo que no había en esta obra teatral plazas para actores trans. Pero la re-escritura del guión ya ha comenzado.