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La noche que todas las putas aplaudieron a Augusto en el club
Discurso para la salvación de las almas
Cada vez que Augusto entra en el Club, bajando las escaleras y antes de acceder al recinto principal, observa en silencio a las mujeres que allí se encuentran. Se detiene en sus cuerpos, sus rostros, sus sonrisas. Él lo llama el Templo. Hay fuentes de agua y miel y un desfile de preciosas mujeres para dar placer y que sólo exigen el sacrificio de un puñado de euros. Son las verdaderas huríes que no reclaman la vida a cambio de sus gracias.
En eso pensaba Augusto, y se le cruzaba en la mente, envenenado, el maldito asunto islámico del martirio a cambio de la promesa de la compañía de un puñado de huríes en el cielo. Junto a a él, acodado en la barra del lugar, un tipo que resultó ser vasco, le estaba dando charla y entre chanzas diversas le soltó que el lugar le gustaba mucho pero que las rumanas que allí se encontraban le resultaban muy frías. Y Augusto le dijo, amablemente, que estaba equivocado. Y tras un brindis, Augusto se subió a una de las banquetas y empezó a predicar:
“Nadie repara en que este sitio es un jardín de flores, aquí están las anheladas huríes, con la diferencia de que en vez de inmolarse con una bomba para llegar hasta ellas tan sólo es preciso pagar un par de consumiciones. ¡Son flores, elegid vuestra orquídea y comprobaréis que no sólo no son frías, sino que os abrirán mundos que hasta ahora ignorabais, nuevas y extraordinarias dimensiones! Este lugar debe ser considerado como un Templo y, como en los templos budistas o hinduistas, debería existir un cajón en la entrada para dejar ahí los zapatos. A este Templo se debería entrar descalzo para recuperar la autoconsciencia de sí mismo, y que ellas sean conscientes de que son vanguardia, en este caso de la belleza. Se trata de un discurso de belleza, solidaridad y, sobre todo, de Templo. Esa percepción de la extrema belleza y la realización del deseo a los integristas islámicos les merece el sacrificio de inmolarse. Aquí el sacrificio es mínimo, tan sólo se requiere respeto por el lugar, pisarlo descalzo y atender a las mujeres con buen aire. No es necesario derramar sangre para ese fin. Ahí está la clave, no olvidéis que Islam significa sumisión total a Dios. Reclamemos una lucha por la belleza, la sonrisa, la tolerancia y la autoconsciencia. Que ellas sepan también que están representando algo bello. ¡Alejémonos de una vez del discurso mercancía que tan mal se manosea! ¡Necesitamos un espacio sagrado, un Templo de felicidad y de orquídeas!”.
Y como una sola, todas las mujeres que por allí andaban se arremolinaron junto a él, divertidas, y le dedicaron una gran y larga ovación. El vasco asistía a la escena también alborozado, pero más que atónito, y levantó su copa para brindar.
Dibujo de Adriano de Vincentiis
La noche que todas las putas aplaudieron a Augusto en el club
Cada vez que Augusto entra en el Club, bajando las escaleras y antes de acceder al recinto principal, observa en silencio a las mujeres que allí se encuentran. Se detiene en sus cuerpos, sus rostros, sus sonrisas. Él lo llama el Templo. Hay fuentes de agua y miel y un desfile de preciosas mujeres para dar placer y que sólo exigen el sacrificio de un puñado de euros. Son las verdaderas huríes que no reclaman la vida a cambio de sus gracias.
En eso pensaba Augusto, y se le cruzaba en la mente, envenenado, el maldito asunto islámico del martirio a cambio de la promesa de la compañía de un puñado de huríes en el cielo. Junto a a él, acodado en la barra del lugar, un tipo que resultó ser vasco, le estaba dando charla y entre chanzas diversas le soltó que el lugar le gustaba mucho pero que las rumanas que allí se encontraban le resultaban muy frías. Y Augusto le dijo, amablemente, que estaba equivocado. Y tras un brindis, Augusto se subió a una de las banquetas y empezó a predicar:
“Nadie repara en que este sitio es un jardín de flores, aquí están las anheladas huríes, con la diferencia de que en vez de inmolarse con una bomba para llegar hasta ellas tan sólo es preciso pagar un par de consumiciones. ¡Son flores, elegid vuestra orquídea y comprobaréis que no sólo no son frías, sino que os abrirán mundos que hasta ahora ignorabais, nuevas y extraordinarias dimensiones! Este lugar debe ser considerado como un Templo y, como en los templos budistas o hinduistas, debería existir un cajón en la entrada para dejar ahí los zapatos. A este Templo se debería entrar descalzo para recuperar la autoconsciencia de sí mismo, y que ellas sean conscientes de que son vanguardia, en este caso de la belleza. Se trata de un discurso de belleza, solidaridad y, sobre todo, de Templo. Esa percepción de la extrema belleza y la realización del deseo a los integristas islámicos les merece el sacrificio de inmolarse. Aquí el sacrificio es mínimo, tan sólo se requiere respeto por el lugar, pisarlo descalzo y atender a las mujeres con buen aire. No es necesario derramar sangre para ese fin. Ahí está la clave, no olvidéis que Islam significa sumisión total a Dios. Reclamemos una lucha por la belleza, la sonrisa, la tolerancia y la autoconsciencia. Que ellas sepan también que están representando algo bello. ¡Alejémonos de una vez del discurso mercancía que tan mal se manosea! ¡Necesitamos un espacio sagrado, un Templo de felicidad y de orquídeas!”.
Y como una sola, todas las mujeres que por allí andaban se arremolinaron junto a él, divertidas, y le dedicaron una gran y larga ovación. El vasco asistía a la escena también alborozado, pero más que atónito, y levantó su copa para brindar.
Dibujo de Adriano de Vincentiis