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El gran concurso del estilo propio

Mario Vaquerizo, árbitro de la elegancia en La Vaguada
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–No ha venido nadie, coño– dice Mario Vaquerizo.

Pero no es cierto que no haya venido nadie. Somos casi cien personas en la llamada Plaza Central de La Vaguada –seis de la tarde de un jueves de octubre– y hay cuatro o cinco guardias de seguridad que tienen que abrir un pasillo para que la gente que no está interesada en el concurso pueda seguir su camino y hacer sus compras. Hay un concurso de estilismos pero antes hay un sorteo: un cheque de doscientos euros para gastar en cualquier tienda de ropa de La Vaguada. Dado que el procedimiento elegido para el sorteo es el de la mano inocente (de Mario Vaquerizo) dentro de una urna de metacrilato, aquí y ahora, las probabilidades de que el afortunado se cuente entre los presentes son muy pocas. Cuando hay pocas probabilidades de que ocurra algo bueno, lo normal es que no ocurra, y en ese caso decimos: «bueno, había muy pocas probabilidades». Sin embargo, cuando hay pocas probabilidades de que ocurra algo malo es mucho más probable que ocurra, y entonces decimos «mierda», «coño», y cosas por el estilo. Es decir, que Mario ha sacado una papeleta y por supuesto que el premiado –la premiada: Priscilla– no andaba por allí y eso ha creado un efecto de globo pinchado y, más concretamente, de globo pinchado en la Plaza Central de La Vaguada.

"Mario compara La Vaguada con el Arca de Noé y nos recuerda la importancia de ser uno mismo y de tener estilo propio, y todos aplaudimos"

De todos modos hay una segunda opción. Mario, a sugerencia de una de las diez o doce personas que organizan el evento, elige otra papeleta. Será una especie de ganador suplente. «Por si no localizamos a la otra persona», dice Mario. Pero eso es algo que no puede ocurrir. Esa persona está en Facebook, ha cumplimentado un cupón muy exhaustivo y es la ganadora legal del concurso. «Tenemos su teléfono», ha aclarado alguien de la organización. Bueno, da lo mismo. Se trata de que Mario haga entrega del maldito cheque. Hay un cheque real, físico, un cartón pluma de un metro y medio de base por medio metro de alto y por supuesto hay una tarjeta-regalo. El caso es que la segunda ganadora o ganadora suplente tampoco ha venido. Mario, que antes de leer el nombre de la primera ganadora ha dicho que se llamaba igual que la mujer de Elvis Presley, dice que esta ganadora suplente se llama igual que la hija de su amiga Bimba Bosé. Se parten las aguas y el mundo (o su represntación, la Plaza Central de La Vaguada) se divide entre los que saben quién es Bimba Bosé y los que no lo saben. Todo el que pasa por allí –los que se quedan a mirar y los que siguen su camino– sabe quién es Mario Vaquerizo, o al menos saben que sale por televisión y eso es suficiente para ellos (todas las personas que salen en televisión se parecen). En cualquier caso, nadie sabe cómo se llama la hija de Bimba Bosé. Se abre un silencio y es entonces cuando Mario dice «No ha venido nadie, coño» y enseguida rectifica: «Bueno, yo creo que cuando las cosas son bonitas aunque tengas trabajo y cosas que hacer, al final la gente acude». Mario pide entonces un fuerte aplauso para la ganadora –se refiere a Priscilla– y luego un fuerte aplauso para La Vaguada. Todos aplaudimos. Esto es una fiesta y consiste en aplaudir, así que cuanto más aplaudas, más te divertirás. Mario sabe lo que tiene que hacer para que aplaudamos. Nos habla, mientras se pasea por el estrado y se traslada la melena de un hombro a otro, de la primera vez que visitó La Vaguada, en 1984, cuanto tenía siete años, y de la película que vio ese día: La historia interminable. Dice que visitar La Vaguada en aquella época era como asomarse al espacio exterior, y luego compara La Vaguada con el Arca de Noé y nos recuerda la importancia de ser uno mismo y de tener estilo propio, y todos aplaudimos (¿qué pasaría si todos tuviéramos estilo propio?, ¿no sería una pequeña locura?). Además de aplaudir también se puede gritar, hay grupos de chicas flacas y jóvenes con el pelo muy liso y muy largo que quieren hacerse fotos con Mario, quieren tocarlo.

–¡Mario, mírame!

Entre un sorteo y otro suena Me da igual/Me encanta a todo volumen, el público levanta los brazos y la gente de la organización (mujeres con un teléfono móvil en cada bolsillo trasero del pantalón) se lleva a Mario al otro lado de unas puertas batientes con la inscripción Oficinas de Gerencia, al fondo de un pequeño pasillo que hay a la vuelta de la entrada de Alcampo, entre una guardería por horas y la joyería Yagüe («liquidación por cierre», menudean las liquidaciones y los ceses de negocio). Las chicas lo siguen y sus piernecitas de alambre  –todas llevan pantalones de pitillo, como el propio Mario– se deslizan por el mármol de La Vaguada y son las chicas jóvenes más jóvenes del mundo y cualquiera diría que van a ser jóvenes toda la vida, y sin embargo parece que ya han ido y han vuelto y que sobreactúan y se autoparodian y que en realidad hacen una relectura del fenómeno fan:

–¡Creo que me voy a morir de amor, te lo juro!

Mario Vaquerizo y los organizadores bisbisean durante un minuto y luego se improvisa un pequeño concurso, algo que no se había anunciado. Mario va a escoger a cinco personas del público por su estilo y su manera de estar en el mundo y los va a subir al estrado y después todos nosotros, los no elegidos, vamos a elegir, por el procedimiento de aplaudir y gritar lo más alto posible, a tres de esos aspirantes para que se lleven un vale de cincuenta euros y se lo gasten en cualquier establecimiento de La Vaguada (ámbito textil). Así que Mario empieza a desplazarse por la Plaza Central en movimientos diagonales y de pronto pone la mano en el hombro de alguien y dice «Esta persona es una estrella», y luego la acompaña hasta el estrado.

Las cinco personas son Enrique –sesenta años, blazer con botonadura dorada, calva también brillante y el pelo crecido en la nuca–, Eneko –barba negra y recortada, gafas de concha negras, gorra de béisbol y zapatillas New Balance–, Andrea –joven, camiseta de los Ramones, cazadora negra–, Asun –falda negra, chaqueta vaquera, melena castaña, bolso de leopardo y zapatillas Vans– y Silvia –pequeña y con los ojos rasgados, botas Dr. Martens, chaqueta y pantalón vaqueros–, y es obvio que Mario apuesta por la biodiversidad estética. Los presenta y nos explica por qué ha elegido a cada uno de ellos.

–Son cinco personas muy totales

Sobre Enrique, el hombre de la blazer, dice que es un gentleman, y de Silvia destaca el tamaño –su pequeñez– y su «perímetro pectoral». Silvia no parpadea y nadie se lleva la mano a la boca. Todo lo que dice Mario es acogido con amor y entusiasmo. Así que aplaudimos a los aspirantes uno a uno y en un primer corte pasan los hombres, que ya tienen garantizado su vale de cincuenta euros. Luego aplaudimos otra vez para elegir a la chica que completará el trío de ganadores. No hay mucha diferencia, y al final se decide que la ganadora es Silvia. «¿De qué van?», dicen las amigas de Andrea (camiseta de los Ramones), pero enseguida se olvidan del asunto. No han venido aquí a enfadarse. Mario ha pedido una cerveza y el sonido de la anilla de latón al romperse, multiplicado a través del micrófono, ha inundado la Plaza Central como una promesa de diversión y se ha roto el vacío de la lata de cerveza para dar paso a otro vacío mayor y perfecto: ahora estamos todos en la misma lata.

Y luego ha llegado el verdadero y gran concurso de personas con estilo propio y la posibilidad de un cheque de quinientos euros y sobre todo la oportunidad de que Mario Vaquerizo, personal shopper, acompañe al ganador de esos quinientos euros en una tarde de compras por La Vaguada. Expliquemos de una vez la mecánica de las cosas: durante dos semanas ha habido una promoción en La Vaguada (por eso estamos aquí) y todo aquel que presentara tiques de compra por valor de treinta euros entraba en el sorteo de un vale de doscientos euros canjeable por productos textiles (es decir, Priscilla). Además, podías hacerte una foto en el photocall de la promoción Mario Vaguadizo y entrar en el gran concurso de estilismos. Todas esas fotos han estado colgadas en Facebook durante todo ese tiempo y la organización se las ha enviado a Mario, que las ha visto (casi trescientas fotos) por lo menos tres veces y luego se ha quedado con cinco finalistas.

"El estilo propio, ser uno mismo, que seas tú el que lleva la moda y que no sea la moda la que te lleve a ti, y todas esas teorías"

A diferencia de Priscilla, los cinco finalistas sí que están esta tarde en La Vaguada. La organización los ha llamado por teléfono y les ha dicho: «Eres uno de los cinco elegidos: es posible, es probable, ¿quién sabe?: ¡Ven!». Pero no les ha prometido nada. Javier tiene diecisiete años y estudia Bachillerato y Arte Dramático, vive en Colmenar y gasta gafas Ray-Ban, una americana gris plomo y un foulard blanco y negro, además de un sombrero Fedora, que lleva oportunamente levantado para que el flequillo le caiga sobre la frente como la mano de una princesa cansada. Dani es rumano, fuerte y de Bravo Murillo, y resopla y da saltitos como un boxeador que se prepara para empezar a pelear. Ha venido con su novia. Viste pantalones vaqueros lavados a la piedra y una camiseta negra con estrellas blancas y la foto de un Bulldog estampada y la frase Shit Happens, que resultará premonitoria. En la foto que se hizo en el photocall llevaba una camiseta con una imagen del artista grafitero Keith Jaring, y eso fue definitivo para que Mario lo eligiera. También está Conchita, una mujer de cerca de setenta años, bella y alegre, con pantalones de cuero y un jersey rojo y un camafeo que le cuelga del cuello. Ha venido con una mujer que tal vez sea su hermana. Además hay dos chicas –Guadalupe y Marta– a las que Mario ha elegido porque no se parecen en absoluto a él. Las dos, cada una en su franja de edad, tienen un aire clásico y residencial y saben que no van a ganar y sin embargo entienden o parecen entender que esto es divertido.

Hablemos sobre los favoritos del público. ¿Y quién soy yo para hablar en nombre del público? Bueno, yo soy público, y yo diría que la señora Conchita y Dani el fortachón son los favoritos del público, porque son los más excepcionales de la terna. Pues bien: resulta que yo sé quién se va a llevar los quinientos euros porque he hablado con Mario Vaquerizo antes de que empezaran los sorteos y se lo he preguntado. Él me ha dicho que no me lo podía contar y, también, que no lo había decidido todavía, y yo he echado un vistazo a los finalistas, que ya merodeaban por la Plaza Central de La Vaguada y que se habían presentado a la organización y habían dicho «Hola, me habéis llamado», y he sacado mis propias conclusiones.

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El caso es que he conversado un buen rato con Mario (qué demonios, ha sido una entrevista) y  hemos hablado de muchas cosas, pero, como suele decirse, lo primero es lo primero. Dado que Mario Vaquerizo ha convertido la cerveza en un pilar fundamental en la construcción del personaje Mario Vaquerizo, me ha parecido interesante preguntarle por el asunto. La planta de ocio de La Vaguada es ahora un paraíso de la cerveza barata-casi-gratis. 100 montaditos, La Sureña y Lizarrán, que ha rebajado el precio de la caña a 70 céntimos, además de unos cuantos restaurantes asiáticos que se han incorporado a la corriente de los cubos llenos de botellines. ¿Qué opina Mario de todo esto? Nada, Mario no opina nada. La pregunta no ha funcionado, pero sólo en principio. Al final todas las preguntas funcionan porque Mario siempre tiene algo que decir. Sobre todo a favor, Mario Vaquerizo casi nunca habla en contra de nada y eso puede crear en el interlocutor la sensación de que alguien le toma el pelo o no le acaba de tomar en serio (a ningún interlocutor le gusta esto). «Me parece muy bien, claro que sí», dice Mario. El propio Mario ha ido más de una vez al 100 montaditos de la calle Montera. «Tengo allí mi despacho». Pero, por supuesto, nunca ha comido nada. Le he preguntado cuál es la mejor manera de beber cerveza y no lo ha dudado: «en lata». He tenido que pararle los pies cuando ha empezado a explicarme la diferencia entre un tercio y un botellín. «Un momento, un momento». Ha insistido en que la única cerveza que merece la pena es Mahou Cinco Estrellas, con independencia de que él mismo sea imagen de la marca Mahou. Dice que Alaska a veces le da a probar otras cervezas que saben a frutas. «¿Cervezas belgas, tal vez?». Efectivamente, y Mario no quiere saber nada de esas cervezas.

Ahora que hablamos de imágenes de marca: Mario me aclara, sin que yo se lo pregunte, que ha venido hasta aquí porque le pagan. ¿Entonces?, ¿de qué va todo esto? Todo esto va de dinero, de acuerdo. Mario Vaquerizo hace esto por dinero, La Vaguada hace esto por dinero. Pero al fin y al cabo todos hacemos esto (esto o aquello) por dinero. Le he preguntado cuánto y me ha dicho que no le gustaba hablar de dinero. En realidad yo tampoco quería hablar de dinero y, de hecho, no he pronunciado la palabra dinero: yo solamente he dicho cuánto. Pero a la gente sí que le gusta hablar de dinero (sobre todo del dinero de los demás). La gente quiere saber cuánto cobran los famosos por hacer algo que no es exactamente trabajar o que al menos no es lo que ellos (la gente) llamarían trabajar. La gente no entiende nada, o lo entiende todo demasiado bien. El caso es que durante unos segundos me he sentido muy cómodo en el papel de entrevistador incómodo que hace preguntas incómodas, pero he de admitir que todo ha sido un pequeño teatro dentro de otro teatro más grande, el cual a su vez etcétera.

Así que hemos vuelto sobre el asunto de los finalistas y los criterios que Mario ha seguido para elegirlos, y sobre el estado de la moda en La Vaguada. El estilo propio, ser uno mismo, que seas tú el que lleva la moda y que no sea la moda la que te lleve a ti, y todas esas teorías. Una vez acabada la entrevista, me he perdido entre la gente y he hablado con algunos finalistas y les he preguntado si estaban nerviosos y cuál era el tamaño de su esperanza (sus posibilidades reales de llevarse los quinientos euros) y también he hablado con un hombre que se llamaba Ángel, pequeño y con la cabeza redonda, y que todo el tiempo levantaba una estructura de cartón para llamar la atención de Mario. Le he preguntado si a él también le habían llamado – yo sabía que no– y cuando me ha dicho que no, me he sentido sucio y poderoso.

Me doy cuenta de que yo sé algo que los demás no saben y eso me convierte en una persona con poder, aunque no por mucho tiempo. En el momento en que han subido al estrado los cinco finalistas de este pequeño y gran concurso de estilo propio, esa información tan preciosa ha perdido todo su valor. De pronto, todos sabemos quién va a ganar y en mayor o menor medida –en función de la capacidad de fantasear de cada uno – nos conjuramos para que no gane quien a todas luces va a ganar y dedicamos unos cuantos minutos de nuestras preciosas vidas y mucha energía a imaginar un mundo en el que no gana el ganador –«A lo mejor gana el que va a perder/A lo mejor pierde el que en realidad ya ha ganado»– y toda esa energía queda suspendida por encima de nuestras cabezas y casi se puede tocar con las manos hasta que Mario Vaquerizo, en una especie de minuto 93, ha dicho el nombre del ganador y por supuesto que el joven Javier, además del gran favorito y vencedor irremediable e irreprochable, es un gran muchacho (estilo propio y todo lo demás) y, media hora después, Mario Vaquerizo y él flotarán por la planta primera de La Vaguada y primero entrarán en Harpers, una tienda de ropa más o menos joven y vaquera, y todos los seguiremos por los pasillos y nos agolparemos en la puerta y los guardias de seguridad nos impedirán la entrada, lo cual será bello y absurdo, y después Mario y Javier cambiarán de acera y entrarán en la bisutería o joyería Thomas Sabo y luego se meterán en Zara y en Lefties y, al final, Mario se irá por un lado y Javier se quedará donde estaba, en La Vaguada y todavía con trescientos euros en su tarjeta-regalo y acompañado de unas amigas, una de las cuales tenía el pelo naranja y una camiseta de Parálisis Permanente y yo juraría que se llamaba Conchi. 

 

Imágenes: fotografías de Jesús Antón, excepto la segunda, de Sergio Sánchez.