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Wrestling: La ficción puede con todo

Combate de lucha libre guionizada en el Matadero
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En la tarde noche rosa y naranja del Matadero, al borde del río Manzanares, un hombre derriba a otro hombre de un puñetazo y una vez en el suelo le retuerce un brazo por la espalda y de pronto ese hombre resopla y se zafa de su oponente y se levanta sobre sí mismo y agarra al primer hombre y lo eleva por los aires y lo hacer girar como si fuera la varilla de una majorette y lo tumba encima de una mesa de aglomerado y sube a una escalera y salta encima —encima del hombre y encima de la mesa— y la mesa se parte en dos y el hombre de abajo se retuerce en el suelo y las astillas y el polvo y los pecios del aglomerado flotan en el aire espeso y picante de la tarde noche y la multitud se extasía entre aullidos de satisfacción. Todo esto es lo que se ve, pero lo que se ve no siempre coincide con lo que ocurre. Y mucha gente puede pensar que nada de esto ha ocurrido, aunque haya ocurrido delante de sus narices. Al fondo y con los ojos inyectados en sangre, las encías inflamadas y los espacios interdentales llenos de saliva, acecha la cuestión palpitante, o la polémica más estéril: ficción contra no-ficción, verdad contra mentira, verdad contra belleza, Trashman contra Ruky. Si quieres hacer enfadar a un fanático del wrestling, si quieres arruinarle la tarde o demostrarle que no has entendido nada, sólo tienes que decirle cinco palabritas: “No se pegan de verdad”.

—Huimos de esos topicazos como de la peste —dice Marco.

Marco Care Taker ahora es booker y también se dedica a labores de organización, pero antes fue luchador. Veamos: Marco se subía a un ring cada cierto tiempo y representaba el papel de un luchador llamado Care Taker (el nombre lo tomó de un personaje de la película El clan de los rompehuesos), pero no se dedicaba a eso. Tenía una vida (la tiene), y una pareja, y luego una hija, y al final dejó de tener tiempo para entrenar y se convirtió en booker. Un booker es un guionista, es la persona que decide lo que va a pasar en un espectáculo de wrestling: quién retuerce el brazo a quién, quién le rompe una silla en la cabeza a quién, quién le lanza una bandeja de hornear pasteles a quién, quién voltea a quién y, sobre todo, quién derrota a quién. Marco forma parte de una asociación llamada Triple W (White Wolfe Wrestling), que monta combates en el centro Tabacalera de Madrid (autogestión y todo eso). Cubren los gastos vendiendo cerveza. No tienen que pagar a los luchadores porque los luchadores son ellos mismos, y entrenan en un gimnasio de Carabanchel que se llama Lucharama. Hoy se estrenan en el Matadero, y han levantado un pequeño ring donde los luchadores-actores apuran el cáliz de la violencia festiva y ficticia (nada que ver con la verdadera violencia, la lucha por la vida). Dado que el Matadero tiene su propia contrata de hostelería, la Triple W no vende cerveza esta vez, y las filas para conseguir algo de beber —la lucha por la bebida— se alargan demasiado. El show está locutado por un presentador —qué demonios: un speaker— que habla para los iniciados. Hace falta un B1 en la jerga wrestling para entenderlo todo:

—Habrá un combate de supervivencia entre el Team Orión y el Team Alexander, y eso será el main event del show.

Marco nació al wrestling en los años noventa, en la época del programa Pressing Catch y del advenimiento de las televisiones privadas, cuando el mundo era joven o casi joven: incluso Hulk Hogan y The Ultimate Warrior eran casi jóvenes. Después, el wrestling desapareció de la pantalla amiga, y de cualquier pantalla, y luego reapareció en otras pantallas, y volvió a desaparecer, pero se quedó enquistado en la cabeza de unos cuantos. El wrestling siempre vuelve, igual que un puchimbol después de un buen gancho de derecha, y los caminos del wrestling son inescrutables. Hace un par de años, Margarita, restauradora y residente en las afueras, le dijo a su hijo de nueve años: “Hay un espectáculo de wrestling en el centro, ¿por qué no vamos?”. El hijo declinó la oferta. Al parecer, no se siente muy atraído por la violencia. “Pero si no se pegan de verdad, es todo de broma”. El chico se mantuvo en sus trece. En realidad, si te interesa la violencia no tiene mucho sentido que vayas a un espectáculo de wrestling, dado que no es auténtica violencia. Y si la violencia no te interesa en absoluto: ¿qué te puede ofrecer el simulacro de algo que no te interesa? Margarita no ha venido hasta el Matadero para ver wrestling. Simplemente, se lo ha encontrado. Y lo que de verdad le interesa al hijo de Margarita es Minecraft, un videojuego de construcciones donde nadie sacude a nadie, y una vez, hace unos meses, tironeó a su madre de la chaqueta y no dejó de tironear hasta que consiguió que lo trajera a este mismo sitio, a este Matadero, donde había una concentración de fanáticos de Minecraft y de “ese tipo de cosas”.

—Eran todos muy modernos, y yo me sentí como una auténtica cateta.

Nadie se siente como un auténtico cateto mientras mira un espectáculo de wrestling —nadie debería sentirse como un auténtico cateto nunca—, y casi todo el mundo se divierte aunque no alcance a entender todo lo que dice el presentador o speaker. Esta noche, además del ring, hay un pequeño escenario donde un grupo llamado Metillica hace, entre combate y combate, versiones de Metallica, y hay por tanto mucha gente con camisetas negras. Abajo, en el río, los insectos frotan sus patitas y chillan hasta formar un zumbido que se confunde con los acoples de la megafonía.

—Cri-cri-cri.

—Fru-fru-fru.

Un hombre bebe cerveza en un vaso de plástico y eructa graciosamente y los pliegues de su camiseta negra se tensan, lo cual facilita la lectura del mensaje “Sons of wrestling”, que por su grafismo remite a la serie de televisión Sons of Anarchy. Hay muchas concomitancias: las camisetas negras, el rock pesado, el sentimiento de pertenencia a un grupo, el hecho motero (uno de los luchadores llega hasta el ring subido en una Harley), la cerveza como medio preferente para la propagación de energía y la manía de eructar. Si la tos es un mecanismo de defensa, una forma que tiene el organismo de decirnos algo, el eructo también contiene un subtexto, sobre todo si se produce en un contexto que incluye wrestling, cerveza, camiseta negra y versiones de Metallica. El eructo del hombre de la camiseta negra es un acto de reafirmación y una excrecencia sónica que altera el paisaje y lo eleva.

—¡Auuurgh!

Estos combates de wrestling, aquella concentración de amigos del Minecraft e incluso el concierto intermitente de Metillica son algunas de las cosas que pasan en este centro cultural. Pero, en realidad, en los centros culturales no pasan cosas, sino que se programan. Es decir, pasan las cosas porque se programan, y si se programa un espectáculo de wrestling es porque no es violencia verdadera. Tampoco pretende ser una “meditación sobre la violencia”, al estilo de las que se registran en los cines de la calle Martín de los Heros, pero es posible que haya alguna que otra reflexión entre mamporro y mamporro. Por ejemplo: la luchadora Michelle M. se enfrenta al luchador Rod Zayas. Antes de meterse en harina, Michelle M. ha pedido el micro y ha reclamado un campeonato femenino (hasta ahora, sólo puede luchar en la categoría de parejas mixtas) donde pueda demostrar su valía. El tal Rod Zayas, un alfeñique que gasta bigote y salta al ring mientras suena la canción Quijote, de Julio Iglesias, se ha permitido pensar en ello y ha traído uno de esos cinturones de campeón de lucha libre, o de boxeo, mejorado con un montón de cacharritos y productos para limpiar la casa.

—¡Y aquí tenemos el KH-7!

¿KH-7? ¿Por qué KH-7? Porque lo han decidido los bookers. KH-7 no es un producto muy publicitado, pero es un producto verdadero y está en todas partes, es un quitagrasas existente —qué demonios: preexistente— y su incorporación al guion del combate entre Michelle M. y Rod Zayas ayuda a la verosimilitud de la historia. O sea, que hay una meditación sobre sobre la verosimilitud de la ficción y hay otra meditación sobre la cuestión de género. De hecho, la gente silba a Rod Zayas. Rod Zayas machista, Rod Zayas malo. Entonces, la ficción, lo verosímil, los bookers: todos los bookers. Algunos escritores —cierto tipo de escritores— preferirían confesar sus ingresos mensuales antes que responder a la pregunta: “Esto que has escrito, ¿es ficción o no-ficción?”. Salen del paso con evasivas como “todo es ficción”, “todo es no-ficción” o “la distinción carece de sentido a estas alturas de 2016”, y luego aprietan los labios y arrugan la frente, igual que los personajes de sus novelas, y miran al infinito: has arruinado su tarde, no has entendido nada. La principal diferencia entre los bookers de wrestling y cierto tipo de escritores es que muchos bookers han sido luchadores antes que bookers, como en el caso de Marco Care Taker, pero no está claro (o no termina de estar claro) si ciertos escritores han sido o no han sido personajes antes de ser escritores, o si lo son todavía: “Las fronteras entre ficción y no-ficción son cada vez más porosas”.

—¡Ruky, capullo! ¡Te queremos!

Volvamos al ring: Todo el mundo quiere a Ruky. Ruky es un buen hombre. Ruky se ha subido al escenario y, mientras el grupo Metillica desgranaba trallazos de Metallica, ha lanzado unas cuantas latas de cerveza al público. Ruky lleva una camiseta negra con la leyenda Ruky Rules y el logotipo —el azulejo con ribetes— de la cadena de cervecerías La Sureña personalizado a su gusto: La Rukeña. La cadena de cervecerías La Sureña, el limpiador KH-7, la canción de Julio Iglesias y los trallazos de Metillica, las apelaciones al inglés showbizz por parte del speaker. Códigos por aquí, códigos por allí. El wrestling funciona como un espectáculo cifrado, porque hay ciertas cosas que conviene entender para seguir adelante (la continuidad de los combates y rivalidades, el alcance autoparódico de los luchadores o personajes, la dinámica del espectáculo) y, al mismo tiempo, no hay nada que entender: un par de sujetos se sacuden, o fingen sacudirse, en lo alto de un ring, y mucha gente se divierte y lanza alaridos a su alrededor. Mientras tanto, cae la noche y un manto azul reflectante se cierne sobre el Matadero y los contornos del distrito de Arganzuela se desdibujan y, abajo, junto al río y entre los árboles, o debajo de las piedras, o en los regueros de agua putrefacta, los insectos frotan sus patitas y hacen girar sus antenas y a veces se enzarzan en querellas y disputas e incluso llegan a las manos en el sentido figurado de la expresión llegar a las manos, dado que los insectos no tienen manos —lo que se dice manos— y tampoco tienen la costumbre de pararse a pensar si lo que ocurre delante de sus narices —ni siquiera tienen narices— es ficción o no-ficción porque resulta que, para ellos, para los insectos, lo que es es y lo que no es no es y, por tanto, la distinción entre ficción —fru, fru, fru— y no-ficción —cri, cri, cri— carece de sentido y las fronteras, más que porosas, son inexistentes a estas alturas de 2016.

 

Fotografías de © Daniel Alonso.