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Viendo pasar el tiempo

El cine de Nuri Bilge Ceylan
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En las siete películas que Nuri Bilge Ceylan ha escrito, producido y dirigido en estos 17 años todo parece extrañamente detenido en los 80, momento en el que el cineasta dejó su país, Turquía, para pasar unos años entre Londres y Nepal. Fue más o menos en la época en la que el camino para la clase trabajadora en Europa dejó de ser una fatigosa-pero-bien-provista servidumbre feudal al consumo para ponerse al servicio del poder entendido como un mercado que lo invade todo, también la intimidad. Esa verdad neoliberal, que ahora nos golpea como los tres ángeles nocturnos del poema de D.H. Lawrence, sobrevuela su obra y condiciona su cuestionamiento crítico del tiempo y del espacio.

"Sus películas son relevantes porque explican cómo vivimos”, opina Geoff Andrew, amigo del director turco y Senior Film Programmer en el BFI Southbank de Londres. “Muestra especial interés en cómo a menudo nos sentimos frustrados y alienados por el mundo moderno. Al mismo tiempo, se ocupa de cuestiones atemporales y universales. ¿Cómo hemos de tratar a los demás? ¿Cómo convivimos con nosotros mismos? ¿Cómo encontrar la felicidad?"

Tras intentarlo incluso con su hermana, Emine Ceylan, Andrew es la única persona cercana al cineasta a la que he podido llegar. “Para serte sincero, tiene una existencia bastante retirada, así que no creo que merezca la pena mi molestarle”, me dijo cuando le pedí que, al menos, le avisase de que hay alguien que le buscaba por la ciudad, Londres, donde vive. “Pero, ¿para qué?”, se preguntó Andrew con aparente honestidad. 

Buena pregunta esa. Por lo pronto, porque me gustaría saber de su experiencia como fotógrafo de pasaportes de los que viajaban entre Europa, Asia y el Mar Negro, trabajo con el que se ganó la vida mientras estudiaba ingeniería en Estambul. O simplemente, porque me encantaría quedar con él para tomar un té y practicar juntos un poco de keyif.

Cuando en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial el antiguo Imperio Otomano se derrumbó y Atatürk erigió la Turquía moderna, hubo cierta tradición que, a pesar de la influencia y vínculos con la pragmática Alemania, los turcos mantuvieron a toda costa: el espíritu del keyif. Sobre lo que significa en castellano esta palabra no hay demasiadas certezas; se puede traducir por algo así como serenidad y bienestar, siempre que estos conceptos estén ligados al paso del tiempo. Cuando visité Estambul, recuerdo que veíamos a mucha gente parada, aparentemente sin hacer nada o sólo sorbiendo té oscuro en pequeños vasos de cristal. También a hombres sentados en las aceras, mirando cómo se asaban las sardinas a la caída del sol. “Esto es el keyif”, decían, “aquí las cosas siguen su propio ritmo”.

Algo parecido sucede en las películas de Ceylan. El cineasta rodó 120 horas de metraje durante la filmación de Érase una vez en la Anatolia (2011). Lo registró absolutamente todo. Aquel gesto pudo interpretarse como la demostración definitiva de que su cine, de alguna manera, es otra manera de practicar el keyif.

“No me importa aburrir un poco al espectador. De hecho, creo que a veces es interesante conducirle a un cierto estado de tedio y de impaciencia, porque a partir de ahí será más probable apelar al milagro. Quienes estén esperando un thriller convencional, rápido y expeditivo, no vean mi película. Lo que yo quiero contar sólo puede surgir apelando al lento transcurso de la vida”, contó en cierta ocasión en una entrevista con El Cultural de El Mundo.

Su cine juega a contar lo que se dice y también lo que no se dice. Recrea situaciones personales rodadas con familiares que lo son y actores que no lo son; a todos les une ser gente de pocas palabras. Es como si la meta careciera de importancia, como en una carrera de resistencia.

“El diálogo es un elemento que ha de ser tratado con mucho tacto”, ha explicado Ceylan. “He investigado mucho sobre este tema. He grabado muchas conversaciones con el fin de comprender la naturaleza del diálogo. No hay una progresión lógica. Alguien dice algo, la otra persona dice algo completamente diferente; si lo analizas, ves que es de esa manera siempre. Así que el diálogo no es algo lógico y no puedo descansar sobre él toda la información ni todos los secretos de una película. El diálogo, para mí, sólo funciona si se habla de tonterías, cualquier cosa no relacionada con lo que trata en realidad película. Trato de comunicar el significado sin los diálogos, solo con la situación y los gestos. Ésta es mi intención, pero me pregunto si a lo mejor no lo estoy consiguiendo…”. 

Cinco años después de que Ceylan dijera esto en 2009 en el BFI de Londres, ganó la Palma de Oro en Cannes. 

Fue por Winter Sleep, pero podría haber sido por cualquier otra. No tanto porque en el certamen francés lo adoren (obtuvo dos veces el Premio Especial del Jurado en 2002 y 2011 y fue distinguido como mejor director en 2008), como porque todas sus historias pueden contemplarse como una sola, en la que el campo y la ciudad se presentan como lugares antagónicos, enfrentados y ambos en vías de extinción. Sus personajes viven en la frontera, lugar de fricción, especialmente –vete tú a saber por qué– para quienes fuman. Y por encima de todo, se repiten las estaciones. Como si nos quedáramos embobados con una de esas bolas que venden en las tiendas de souvenires y contienen una reproducción de la mezquita Azul de Estambul. Al moverla todo se llena de nieve. O de hojas crujientes. O de zorzales. O de ciruelas. 

En ese deambular de su cine por el paso del tiempo, la noche adquiere una extraordinaria dimensión gracias al manejo que desde el principio (y básicamente por una cuestión de dinero) hizo Ceylan de las técnicas digitales. Gracias a ellas, los focos de los coches chisporrotean, las velas hacen crujir los rostros y el fuego quema las pupilas del espectador. 

"Se siente tan fotógrafo como cineasta, por eso está obsesionado por la precisión; gracias a esta meticulosidad sus personajes son reales, creíbles totalmente. La tecnología digital le ha permitido mucho más control sobre las imágenes. Ha sabido hacer suyos estos avances, dominarlos, y le han ayudado a dar lo mejor de él”, explica Andrew.

Todo cuenta en su particular viaje al fin de la noche, que, como sugería el crítico Carlos Reviriego, no es sino un intento por entender el lado oscuro de la naturaleza humana: "Es imposible conocer a los demás y de conocernos a nosotros mismos. No dejamos de engañarnos”, cuenta Andrew. “Ceylan parece haberlo comprendido profundamente, y en sus retratos y en el estudio que hace de sus personajes, trata –por lo general, con éxito– de ayudarnos a comprender por qué las personas se comportan como lo hacen,… dejando siempre margen para ese porcentaje de misterio imprescindible”.

Así, lo lejano se hace visible mientras que lo cercano, donde tú te encuentras, resulta invisible, sin referencias ni límites. Es cine hiperrealista y discreto, expresivo y, sorprendentemente, violento. 

Porque sí, hay violencia cuando en Uzak (2011), el primo-rico pasa del porno a Tarkovski cambiando de canal, y también cuando el primo-pobre se desliza entre los petroleros que atraviesan el Mar de Mármara buscando trabajo o en realidad simplemente ser útil, que no es lo mismo; hay violencia en las miradas de los cinco hombres –uno de ellos, el asesino–, que recorren la Anatolia apretujados en un coche destartalado buscando el cadáver, y también en el escarceo que la mujer tiene con el poderoso-miserable hombre que ha mandado a la cárcel a su marido en Tres Monos (2009). Y la hay también porque el tiempo en sus películas es el que es, el mismo de las esperas, el del amor y el del odio. 

Hay violencia porque te das cuenta de que en el fondo Ceylan rueda westerns, los westerns del Lejano Este. De hecho, en Winter Sleep (2014) nos transporta a la Capadocia, la tierra de los caballos blancos, y allí, entre las paredes de un hotel rural donde lo único que se puede hacer es ver nevar y pasar el tiempo: ese keyif hecho cine.

 
De arriba abajo, fotogramas de Mayis Sitinkisi (Nubes de mayo, 1999), Bir Zamanlar Anadolu'da (Érase una vez en Anatolia, 2011), Kis Uykusu (Sueño de invierno, 2014) e Iklimler (Los climas, 2006).