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Una noche en el fútbol

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Así dejé de ser un joven soñador y libertario: mientras paseaba una mañana de primavera por Zaragoza escuché sobre el volumen de mi discman un sonido como de cerdos siendo degollados. ¡Qué terribles gritos! Apagué la música, no fuese a estar iniciándose algún tipo de apocalipsis y debiera salir corriendo de inmediato. Sin embargo, no percibí nada más hasta un rato después, cuando pasé frente a un bar: allí estaba el Pueblo, ése al que yo quería liberar, frenéticamente hipnotizado por la pantalla verde. Inmediatamente comprendí que debía abandonar mi afán libertario. ¿Cómo liberar a quien no quiere ser liberado?

Opté entonces por la extinción, cómodo y práctico atajo para la liberación que mantengo aún hoy. Y que ahora debiera empezar a aplicar conmigo mismo: he presenciado un partido de fútbol. Si hay una justicia universal, pido que se me aniquile en cuanto publique este escrito.

Aprovecharé mis últimas horas de vida para narrar mis frescas impresiones sobre el espectáculo rey. Pido disculpas si hay errores o imprecisiones en ellas, pues poco o nada sé de fútbol, y a menudo el auditorio ha protestado o vitoreado jugadas o acciones que no he podido entender. Confesaré ya mi primer error: creía que iba a encontrarme una jauría de cromañones, con bufandas a modo de pieles de mamut y garrotes como bastos de la baraja listos para batirse en duelo mortal. Por supuesto me equivocaba. No eran cromañones, sino Pérez: el Pueblo en todo su vicio y virtud. Me sentí aliviado de jugar en casa.

También he de admitir que sentí cierto entusiasmo al llegar al estadio. Lo vi asomar majestuoso entre los edificios de ladrillo marrón y toldo verde de la arquitectura española, y conocí entonces que yo iba a ser parte del rito de esa catedral, donde mi vida anodina y oligosexual iba a expiarse durante 90 minutos. “¡Yo creo en ti, señor Pelé!”, pensé con fuerza. Ya tocaba con la punta de mis dedos la salvación.

Otra de las primeras impresiones fue sentir el calor de la masa. Mi ansia de pertenencia al grupo se colmó inmediatamente, como se sacia el apetito sexual entre los pechos de una prostituta. En el estadio el hombre aspira a ser masa, no cabe duda. Veo a un caballero que se levanta y protesta por algo durante el juego: ¿qué es él ante las decenas de miles de personas que alzan aquí su voz? Nada, claro. Sólo puede esperar que sus compañeros de grada le secunden y así causar algo de ruido general que los comentaristas de la radio notifiquen a sus oyentes. De nada sirve, porque el árbitro, por supuesto, no lo habrá de tener en cuenta. Pero el caballero, sin embargo, ha satisfecho sus dos minutos de odio orwelliano y ha demostrado ser, al menos entre las ocho o diez personas que le rodean, el más conocedor del juego o el más entusiasta de la afición.

Como él, desde sus gradas cientos de hombres sin muchos latines sugieren estrategias perfectas al entrenador, y desde sus grasas cientos de terneros con michelines requieren ímpetu al correr tal o cual deportista. Entre unos y otros, la euforia es generalizada, y abundan los ingenios lanzados al ruedo. “Uhhh, soy Conan”, decía uno ante un patadón desproporcionado. “Eres suplente hasta en el Fifa”, lanzaba otro a un mal jugador. “Chúpasela a Florentino, a ver si te coge”, espetó otro, no sé muy bien a cuento de qué. Y el siempre recurrido y glorioso “sinvergüenza” al árbitro, palabra que sin duda debería constituir la base de nuestro himno nacional.

Además de estos gritos sueltos, el auditorio se lanza al cántico conjunto con relativa frecuencia. Corean canciones variopintas, sin que pueda vislumbrar un patrón específico que las agrupe. Por ejemplo, invocan a “Lolo” con la entradilla de “Seven Nation Army” de los White Stripes después de cada gol. En momentos aleatorios corean “I love you baby” de Gloria Gaynor o “Djobi djoba” de los Gipsy Kings. Indie, disco y rumba: al menos la cultura musical de la afición es variada.

Interrumpe estos pensamientos un desaforado olor a chorizo de Pamplona. Es el intermedio, en el que público al completo se ha entregado a una orgía de bocadillo y papel albal. Se hiende en nuestros pechos la daga de la exclusión social, al darnos cuenta que nosotros somos los únicos que no participamos de la ingesta de esta carne consagrada. Aun así me satisface presenciar este importante detalle culinario-religioso, que es la máxima expresión de la practicidad y espiritualidad del Pueblo.

Luego oímos el zumbido de las pelotillas de papel de plata al volar por los aires, y me pregunto cuánto se tardará en limpiar un sitio tan grande. Sépase que las pipas han complementado la dieta del auditorio durante el resto del juego, y toneladas de cáscaras abrigan el suelo.

Durante el intermedio, además, unos cuantos pérez pueden gozar de oír su nombre por megafonía. Han sido los elegidos para lanzar un penalti a un portero cualquiera. Un minuto de gloria: salen, chutan, marcan o no, y se van. No les hace caso nadie.

Se reanuda el partido. El equipo rojo, que es el local, marca su segundo gol: se nota que son mejores. Y cuanto más ganan los rojos, más deseo que marquen los blancos. Inclinación natural hacia la justicia universal, espero. El caso es que hacia el final del partido notaba en mí cierta emoción cada vez que los perdedores tenían oportunidad de marcar. Por supuesto, debía andarme con cuidado con mis compañeros de grada y no mostrar mi excitación. Además, sentía en mi carne la terrible desazón del portero tras cada gol que no lograba evitar, o la bronca en el vestuario al negrito que chutó mal cuando estaba solo ante la portería contraria.

En cualquier caso, fue un partido claro. Ya se sabía desde muy pronto quién iba a ganar, y verlo no era ya más que un trámite. Me pregunto qué papel juegan los equipos menores en la liga. Mero relleno para que se puedan lucir los dos o tres grandes, pienso, como cuando a Bruce Lee le salen 20 contrincantes que despacha limpiamente con dos o tres tortazos a cada uno. Él lo hace en nueve minutos de filme, esto dura nueve meses de liga.

Tal vez por ello los espectadores se iban bastante antes de que acabase el partido, ante nuestra sorpresa. Es cierto que ya conocíamos el desenlace, como digo, pero también conocemos el final de casi todas las películas del cine, especialmente las americanas, y sin embargo nos quedamos hasta que salen las letras. “Pita ya, que hace frío, cabrón”, instaba un espectador a un árbitro que no le oía.

La última y terrible decepción la sufrí cuando acabó el partido y no hubo ni celebración ni exaltación alguna. Me pareció una cópula sin orgasmo, una performance efímera de miles de personas que nadie recordará en unos días. Aunque me consta que no siempre es así. De todos modos, ¿para qué ver un partido de fútbol viejo? Sólo mañana en algún bar un grupo de abuelos se despachará en términos parecidos a estos:

—¡Alto allá! —declaró don Alonso, dando un fuerte puñetazo en la mesa—. Si el almirante Córdova hubiera mandado orzar sobre babor a los navíos de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares leyes de la estrategia, la victoria hubiera sido nuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, y en el momento del combate hice constar mi opinión. Quede, pues, cada cual en su lugar.

Que, como se ve, no es una charla de fútbol sino de combate naval, tal y como la imagina Benito Pérez Galdós sobre la batalla de Trafalgar en una taberna de Cádiz. Y ello lo compensa todo, porque podemos agradecer al fútbol ser un fantástico depósito de testosterona (espero que los caballeros que me lean sepan disculpar este micromachismo) y por tanto le debemos en gran medida la paz social de nuestros días. Tras lo cual, y para mi propia sorpresa, sólo puedo decir: ¡viva largo el fútbol!