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España, carne y poder

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“El buen comer es el fruto más sazonado de la civilización humana”
Dionisio Pérez, Guía del buen comer español (1929)

A los españoles a menudo se nos hincha el pecho cuando hablamos de nuestra comida, pues la tenemos por muy superior a la del resto de países. Pero desde no hace mucho diversos azares me han dado a conocer que esa no es una opinión uniforme fuera de nuestras fronteras, y aún me vence la desazón cuando pienso que todavía existe gente en el mundo que no ha probado nunca una tortilla de patata.

Un episodio que le ocurrió a mi amigo Will cuando vino a visitarme desde Nueva York da cuenta de ello. Un día salió de mi casa dispuesto a probar comida local, y me pidió recomendaciones. Allá donde haya más viejos, le dije, ahí está la comida más española y barata. Creía ese un consejo acertadísimo, sin embargo él volvió a casa bastante disgustado. Sépase que Will, sin ser vegetariano, gusta de limitar su ingesta de carne por motivos con los que no aburriré al lector. Allí donde fue pidió en repetidas ocasiones platos vegetarianos, pero le sacaron la más variopinta variedad de productos animales: desde pechuga de pollo a foie o atún. Mi amigo dudaba si era a causa del idioma (observó que los camareros, tras saberle extranjero, le hablaban a gritos, como para hacerse entender mejor), si en España a un vegetariano le bastaba con que un plato tuviese más vegetales que animales, o si acaso lo hacían por pura maldad o desprecio a los extranjeros.

—¿Cómo es posible que alguien cuyo trabajo es dar comida a otros no conozca conceptos básicos de hostelería? —se preguntaba—. Es como si un contable no supiera sumar.

Entonces recordé de repente algo de Larra, que luego he googleado y ahora copiopego para solaz del lector: “Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, como esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas.” Buscaba Will explicaciones enrevesadas, cuando la respuesta era mucho más simple.

—No se lo tome a mal, amigo Will —le dije—, no hay mala intención detrás, es que no han tenido necesidad de aprenderlo. Para ellos el concepto de “vegetariano” es como para usted el concepto de “porrón”. Lo cual no significa que no sean diestros en otros asuntos de su arte, como distinguir un vino bueno de otro malo o cortar lonchas finas de jamón.

Este episodio me dio por pensar que ser vegetariano en nuestro país no ha de ser tarea baladí. Una vegetariana con quien compartí mesa en una boda me dijo que en realidad encontrar comida no era difícil, y que el verdadero problema era lidiar con quienes no lo entendían. Que había quien preguntaba las razones de su vegetarianismo de manera genuina, por curiosidad y ganas de aprender, pero la mayoría lo hacían con burla y mofa. Observé que era el caso más común de nuestros comensales. Uno dijo con sarcasmo que él también era vegetariano, pero sólo de 10 a 12 de la mañana. Todos rieron. Para mi sorpresa, la chica vegetariana, de quien yo esperaba grandes muecas y gritos, también rió.

Sin duda, hay algo de necesidad de aceptación grupal en todo ello, pienso ahora. Todo grupo de personas rechaza cualquier elemento que no se atenga a los patrones tribales, porque supone una amenaza a la estabilidad de la tribu. Y uno de los convenios más importantes y donde más se ensalza el espíritu tribal es el de la comida.

En estas andaba yo cuando fui comprendiendo la gran obsesión española por la carne, que de tan nuestra no nos paramos a observarla. Ciertamente, la dieta mediterránea en España se ha adulterado hasta niveles insospechados, y si ésta habría de basarse mayormente en verduras, legumbres y cereales, ahora ningún plato está completo sin su ración de grasa animal. Lo único que comparte esta versión grotesca de la dieta mediterránea con la original es el aceite de oliva, que, eso sí, se usa para freír el filete de carne más grande posible.

Mis pensamientos me llevaron a cuando una vez, de niño, oí a una señora mayor defender la democracia en estos términos: “Dónde va a parar, mujer, ahora podemos comer pollo todos los días y con Franco no”. Esa afirmación, que echa por tierra 36 años de gobierno franquista de una manera mucho más sencilla y eficaz que cualquiera que pudiera imaginar un ideólogo de izquierdas, me llevó a la pista definitiva sobre esta deformación burlesca de nuestra cocina. Bien es sabido que el hambre de la posguerra en España causó estragos en las barrigas de nuestros mayores, y la principal preocupación de esa época era llenar el buche propio y el de la prole. Basta preguntar a cualquiera de los abuelos que nos rodean por doquier para aprender las mil penurias, trabajos mal pagados y esfuerzos titánicos que se empleaban en mantener la barriga tolerablemente tranquila. También cabe observar cómo las señoras mayores coleccionan botes de alimentos y desprecian a posibles gobiernos que, como en Venezuela o el de la posguerra, pudieran vaciar los supermercados de abastos. Un amigo me contó, además, que su abuela acaparaba latas con mayor fruición aún cuando veía por la tele alguna manifestación. “No se sabe lo que puede pasar”, decía.

Pero la prueba más infalible de esta lucha contra el hambre de posguerra es, sin duda, ver cómo disfrutan nuestros mayores ante el más exuberante de los alimentos: la carne. Efectivamente, hoy que pueden comer carne todos los días no se privan de ello. ¡Ya lo hicieron bastante en su infancia! En un mundo en el que la carne escaseaba, su consumo significaba el triunfo sobre la naturaleza y el hambre y la escalada en la pirámide social. La carne se convirtió en un símbolo de poder popular. El poder del Pueblo.

Nosotros, la generación heredera del hambre de la posguerra, y que queremos complacer a nuestros padres y abuelos “comiendo mucho y de todo”, hemos nacido con el gen que equipara carne con ostentación y bienestar. Faltan un par de generaciones y varios miles de cánceres, infartos, piedras en el riñón e irritaciones de colon para desvincular carne y poder.  Pero de momento, mientras ustedes y yo disfrutamos de nuestro jamoncito serrano, pensemos en cómo ese vicio franquista que perdura en el tiempo nos hace sentir auténticos marajás. ¡Ah, ni por el rey de Persia nos cambiaríamos! Coma, coma, comamos carne, ¡nosotros tenemos el poder!