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Trabajar con las manos

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No hace mucho que sé leer. De hecho, hasta hace apenas un par de años la mayoría de gente que conozco seguía pensando que era un simplón y un cazurro de pueblo. Hablo mal, mezclo castellano con retazos de castúo y aspiro las eses como si me faltara el aire. A veces, incluso, hablo de agricultura o ganadería en público, en un entorno en el que me miran como si tratase con aliens por medir en fanegas el terreno de los descampados del barrio. Dentro de un mes, aproximadamente, dejaré de escribir sentado ante un ordenador para hacerlo en mi cabeza mientras se quema mi rabadilla al sol, postrado ocho horas al día sobre la base de los olivos que llenan un cuartón tras otro, desvaretándolos.

Hasta entonces, no dejo de encontrarme con textos de urbanitas que se han ido a un medio rural para ver por sí mismos qué pueda ser esa parte del país que Sergio del Molino ha acertado en llamar la España vacía. Neorrurales, los llaman ahora. Bueno, no hace mucho, cuando yo aún no sabía leer, los denominábamos exiliados.

La tribu de los exiliados se aproximaba siempre desconfiada a los pueblos y aldeas con la intención de comenzar, por el motivo que fuese, una apacible vida con una economía de subsistencia. Por aquel entonces sólo podían pasar dos cosas; o bien el individuo en cuestión, fuera del género que fuese, se integraba en la comunidad a base de duro trabajo, esfuerzo y paciencia para soportar la infinidad de cabronadas —no se les puede llamar broma si en algún momento había heridos de por medio, y solía haberlos— de los habitantes autóctonos; o bien huía después del verano resabiado con el medio rural.

Ahora, que suceda esto es casi una utopía. Los neorrurales se aproximan al campo con la intención de llevar una simple economía de subsistencia a base de cuidar un huerto y trabajar de cualquier cosa. De cualquier cosa, claro está, que no implique que te salgan callos en las manos y que al aplicar una caricia no parezca que se está uno frotando contra la corteza de un roble.

En un artículo anterior al hilo de este asunto, Miguel Espigado reflexiona muy acertadamente en torno a la falta cometida sobre el vaciamiento «real» de la España vacía del señor Del Molino. Ese vaciamiento no podrá ser «real» mientras exista una aproximación «virtual» a los rincones más aislados del país y su conexión permanente. Y reconozcámoslo, un neorrural no puede pasar todo un año sin su vínculo a Internet so riesgo de perder su categoría de neorrural. Esta tribu, si hay algo que merezca, es precisamente el reconocimiento por haberse trasladado heroicamente de medio para evitar su desaparición. Y para esto, irremediablemente, se necesita el contacto con la civilización para que todos se enteren de su proeza y su sacrificio. Se trata de un modestísimo gesto que un pueblerino no es capaz de entender.

Porque este es otro tema; a pesar de que el libro de Del Molino es impresionante, sobre todo como desmitificador de Arcadias y falsas voces, no deja de ser una —meticulosísima, eso sí— investigación desde los datos y el medio urbano, sin trabajar con mierda de vaca o con fajas de cuero en verano. Así, hay realidades que no se pueden desmitificar porque sencillamente, o no se conocen desde los datos ni se pueden apreciar con estancias mensuales en la aldea de turno, o no han consolidado aún el carácter mítico porque, de hecho, se están implantando en la España vacía actual, y no en la que hemos heredado.

Una de esas realidades que pasarán a ser mitos es el carácter autodestructivo de los pueblos. «Eso ha existido siempre», dirán algunos. Y sí, pero no estoy hablando de rencillas internas que terminen como Puerto Hurraco o las necesarias —sí, sí— migraciones a las capitales de provincia. Gracias a las nuevas redes de carreteras y a las vías de comunicación telemáticas, sorprende ver cómo los habitantes de ciertos pueblos mantienen el denominado carácter socialista hegeliano, el famoso «espíritu del pueblo». Pero sucede que, mientras en una localidad ese carácter está potenciado, por lo general en la localidad más próxima está totalmente en decadencia. Sus habitantes poseen negocios y siguen abriendo tiendas que, en teoría, deben funcionar porque sus habitantes necesitan esos productos de primera mano. Y sin embargo, casi sin excepciones, se da un desplazamiento al pueblo de al lado para dejar allí el capital por esos productos, fomentando dos tipos de crecimiento diferentes, uno urbanístico-habitacional y el otro realmente urbano.

Mientras unas localidades se vacían a un ritmo proporcional al que se ha estado dando hasta ahora, otras lo hacen de una manera desproporcionada porque, sencillamente, sus habitantes ya no se encuentran cómodos en sus hábitats. Y aunque la inmensa mayoría se resigne a no abandonar sus hogares, no por otra cosa sino por orgullo, cada vez son más los pueblos o aldeas «nicho», que escasamente se pueden concebir como urbanizaciones alejadas de las capitales de provincia.

«Nichos» sin ocio, sin tiendas básicas, sin Volksgeist —que heroicamente, esto sí hay que reconocerlo, los neorrurales tratan de incentivar—; zonas rurales que quedarán como cómicas imitaciones urbanas, conectadas con el resto del país por una carretera y por las invisibles ondas de radio, pero con una generosa panda de rústicos habitando entre sus paredes de hormigón.

Pero bueno, tampoco hay que hacerme mucho caso. Al fin y al cabo, hace poco que sé leer —y no me atrevo a asegurar que del todo bien— y yo siempre vuelvo al pueblo para una misma y única cosa: trabajar con las manos. Tener experiencia de primer orden tras años viviendo en una comunidad rural de no más de quince habitantes —en sus buenos tiempos, a mediados de los 90— y otros quince trabajadores esporádicos, no da más verosimilitud a los hechos.

Eso sí, como dicen algunos, «en el campo se vive muy bien». Por eso es que todos los urbanitas corren como locos por llenar los pueblos durante todo el año.

 

Fotografías del autor del artículo.