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Aleksandr Petrov

La obra preciosista, depurada y casi desapercibida de un maestro del cortometraje de animación ruso
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Hay pocos directores con filmografías tan interesantes como casi desconocidas. El contexto de trabajo, la publicidad o la sobreproducción de películas son elementos que contribuyen a que grandes obras pasen desapercibidas hasta que, ¡pam!, un golpe de suerte o un acertado movimiento de promoción hace que de repente logren visibilidad más allá de las fronteras de su entorno.

Es el caso de uno de los directores de animación más reputados de toda Rusia y, probablemente, el más respetado de cuantos trabajan en la actualidad en el país. No obstante, pocos conocen la obra animada de Aleksandr Petrov, a pesar de haber ganado en 1999 el Óscar al Mejor cortometraje de animación.

En gran parte, que la frontera de su país esté cruzando los Balcanes es un repulsivo casi natural para la cultura occidental, afortunadamente cada vez más interesada por lo que se hace al este de la vieja Europa. Que haya trabajado siempre de manera independiente también puede justificar su desconocimiento, incluso el hecho de que lo haga con un género tan minoritario como el suyo. Incluso a pesar de la enemistad cultural e ideológica en que se embarcaron históricamente Estados Unidos y Rusia, Petrov ha logrado traspasar fronteras desde sus inicios, con las consiguientes penurias que ello le ha reportado.

Cuando en 1988, aún activa una decadente Unión Soviética, el director coqueteó con los productos de Disney desde su propia nación, sus compatriotas más avejentados no lo vieron con muy buenos ojos. The Marathon, con poco más de dos minutos de metraje, representaba la inmortalidad del ratón Mickey al aparecer acompañando de la mano una silueta humana desde su nacimiento hasta su muerte. Claro está, con el paso de los años la silueta humana cambiaba mientras que la del icono permanecía inmutable.

A la mayoría de censores ese tipo de cosas ya les daba bastante igual, pero trabajar con «conceptos» animados americanos todavía estaba peor visto que hacerlo con los autóctonos, y se hacía notorio en la captación de beneficios. No era por desprestigiar el reconocimiento al trabajo ajeno, pero si ya había un Walt Disney ruso —Iván Ivanov-Vano—, ¿por qué mostrar los éxitos de los que eran de fuera pudiendo alardear de autores patrios?

Al año siguiente, Petrov presentó La vaca, una película basada en el relato homónimo —Korova— de Andréi Platónov. Diez minutos fueron suficientes para dejar huella con su estilo, fiel a la adaptación de obras literarias, y tan impresionante para los mercados patrios como para los internacionales. Pero aún no era el momento de dar el salto; de hecho, eso estaba muy lejos de suceder. Pero su estilo y método de trabajo eran tan sencillos y a la vez tan laboriosos que le granjeó el gran prestigio del que hoy goza. No captó, sin embargo, los rublos necesarios para poder seguir haciendo lo que hacía desde hace ahora ya diez años.

La filmografía de Aleksandr Petrov, compuesta en su mayoría por cortometrajes de animación, tiene la peculiaridad de encerrar una inmensa labor de fondo, lo que repercute en un resultado visualmente impactante y conceptualmente complejo. Sus obras se alejan bastante, dentro de la era tecnológica en la que se encuentra, de las pautas de trabajo digital imperantes que dominan el panorama artístico del cine actual.

La técnica de animación del autor es muy personal y se basa en el uso de pinturas al óleo de secado lento puestas sobre una superficie de cristal mate que permite el paso de la luz, proyectada desde abajo. Usa dos cristales, uno para los fondos y otro para los personajes, con el fin de dotar de superposición a ambos elementos y mayor sensación de profundidad al conjunto de la obra.

La técnica proporciona unos detalles muy minuciosos y requiere de una gran destreza, precisión y cuidado. Pinta cada cuadro casi exclusivamente a mano, utilizando pinceles finos únicamente para destacar pequeños detalles y ultimar algunos trazos finales. Para montar el proceso de captura de cada uno de los frames hay que fotografiar cada cuadro pintado en las planchas de vidrio —cuatro veces más grande, cada una, que el tamaño A4 de folio; casi como un lienzo— uno a uno. Después de la primera fotografía, se modifica ligeramente la propia pintura para tomar la imagen siguiente y así ir componiendo, muy lentamente, el movimiento cuadro a cuadro, fotograma a fotograma.

Para el rodaje de los frames hizo que le construyeran un sistema especial de control de cámara al que se le montó una cámara IMAX con conexión directa a una cámara auxiliar, de manera que se pudiera captar la precisión de cada trabajo y conjuntarla en la superposición de planchas y el resultado final.

Por poner un ejemplo, El viejo y el mar, la película que le valió el Óscar —vaya, la única basada en un relato escrito por un autor estadounidense—, comenzó a construirse en marzo de 1997 para finalizar el montaje de sus 29.000 cuadros-fotogramas en abril de 1999.

Todo esto en cuanto al método. Respecto a su estilo pictórico, es fiel a los óleos del siglo XIX, influencia que se ve reflejada en una amalgama de estilos que van desde el barroco a las vanguardias —pasando por el romanticismo, el costumbrismo e impresionismo—; y fiel también, sobre todo, a la literatura de los grandes autores de la tradición rusa. No obstante, eso no le ha impedido tomar como referencia historias culturalmente opuestas como el relato ya mencionado de Hemingway o los haikus orientales.

Sus adaptaciones son las que siguen:

La vaca, de Andréi Platónov, en 1989.

El sueño de un hombre ridículo, de Fiódor Dostoyevski, en 1992.

La sirena, de Aleksandr Pushkin, en 1997.

El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, en 1999.

Días de invierno [Fuyu no hi], participa adaptando uno de los haikus tradicionales japoneses, en 2003.

My love, de Iván S. Shmelev, en 2006.

Poner en valor la obra cinematográfica de un director que habla por sí solo dadas las características especiales de su trabajo es algo que no tendría que ser necesario en un tiempo en el que casi todo puede encontrarse fácilmente si uno sabe dónde buscar. Como le comenté a uno de los miembros de mi tribunal de investigación que me reprochaba no haberle adjuntado las películas en un DVD, «todos estos cortometrajes están en internet, habría bastado con molestarse en teclearlo en un buscador cualquiera», por lo que en ocasiones me resulta complicado comprender cómo es posible que una obra tan preciosista y depurada sea capaz de pasar tan desapercibida en el ancho mar del cine.

Otra cosa sería indagar en las relaciones entre Petrov y la pintura, la literatura o la tradición cinematográfica breve y de animación pero, como diría Michael Ende, «ésa es otra historia, y merece ser contada en otra ocasión».

La imagen de portada es una captura del spot publicitario que Petrov realizó por los 200 años de Ferrocarriles Rusos, 2012.

Los videos incluidos en el artículo, en orden de aparición, son:

La vaca, adaptación del relato de Andréi Platónov, 1989.

El sueño de un hombre ridículo (primera parte de dos), de Fiódor Dostoyevski, 1992.

La sirena, de Aleksandr Pushkin, 1997.

El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, 1999.