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Ser hombre. O algo
Yo nunca tuve la regla. Y quizá, sin ser muy consciente de ello, esto me haya definido más que ninguna otra cosa en relación a mi masculinidad. Más que la pluma o la cámara de fotos que me regalaron en mi primera comunión, más que mi primera borrachera, más incluso que la primera vez que me desperté con una sustancia pegajosa extendida por el vientre y los muslos. Nunca la tuve y nunca la tendré.
A mi alrededor, la tuvieron muchas mujeres. De mi madre, nunca lo supe, pero de mis hermanas sí. El cuarto de baño que compartíamos empezó a hacerse más complejo a medida que les fue viniendo. Aparecieron cajas de compresas, de tampones, manchas de sangre en el wáter, o incluso en algún camisón o alguna sábana. La papelera del baño, se convirtió en un recipiente que era mejor evitar, lleno de elementos “húmedos” y a veces olorosos. Las conversaciones susurradas entre mi madre y mis hermanas, crecieron. A la vez, yo dejé de ser parte de algo. De repente, yo y mi pequeño pero bien cuidado Edipo, nos vimos desplazados por un grupo, por un nuevo club del que yo ya no podía ser miembro: el club de mi madre y mis hermanas. Porque yo no tenía la regla, algo que ni siquiera sabía bien qué era o para qué servía.
Me tuve que buscar un nuevo club. Mi padre, siempre en su mundo privado, no estaba por la labor de iniciar una nueva asociación. Me quedó solo el recurso de las fotos de mujeres en ropa interior con caderas anchas. Formé entonces un club conmigo mismo y mis fantasías, un espacio virtual preinternet, con alguna ramificación externa en los comentarios de clase de algún compañero de cole. En ese club de un solo socio con carnet, yo era un hombre. Un hombre solo frente al peligro. En realidad, solo no; más bien rodeado de mis amantes imaginarias.
Podría hablar de mi primera fantasía: yo vivía en un barco con una mujer. Guapa, carnosa, apetecible, seguramente mayor que yo, y absolutamente entregada a mí. El barco era de vela, y estaba fondeado frente a una casa medio escondida en un bosque que llegaba hasta las rocas. El barco era de madera, y tenía una confortable camareta llena de barnizados y cálidas tapicerías escocesas. La mujer iba casi siempre en ropa interior. Solo para mí. Tenía una gran variedad de modelos, y de vez en cuando elegía yo lo que se iba a poner. Yo, en cambio, iba vestido. Siempre estábamos allí solos. No hacíamos casi nada, porque yo ignoraba qué se podía hacer. Estábamos solos, ella en ropa interior, y yo invisible para mí mismo. Eso bastaba.
Desde la distancia, veo que me soñaba hombre. No tenía la regla ni ningún otro atributo que me definiera como tal. Ni barba ni bigote. Así que, para serlo, me arrogaba la propiedad de una mujer en mi caja maravillosa, en mi casa-jaula, en mi barco de madera barnizada imaginario. Una mujer secreta a la que tenía prisionera, como el narrador de En busca del tiempo perdido tenía a Albertina. Siempre a mi disposición.
Esa fantasía desapareció con alguna ola de septiembre, el mes que volvía a Madrid y a las clases. Un profesor, cuando tenía trece años, me llevó un día a su despacho. “Tú te masturbas, ¿no?”, me dijo. Yo le dije la verdad, que no lo hacía. Mis compañeros de clase eran uno o dos años mayores que yo y sí lo debían de hacer. Nunca había hablado con ellos de esas cosas. Pero aquel profesor, morbosamente, me preguntaba por mi sexualidad incipiente. Yo notaba que quería algo de ella. “No”, le dije. Y él me respondió, “No te creo. Me estás mintiendo, y eso está muy mal”. Vi entonces que mi negativa le exasperaba y le excitaba a partes iguales. Siguió preguntándome y yo seguí diciéndole que no, hasta que, fuera de sí, me echó del despacho. Aquel profesor buscaba mi masculinidad cuando yo todavía no la había encontrado. Como hombre y frente a la mujer, me definía una ausencia.
Los recuerdos después se agolpan. La primera madrugada con la entrepierna manchada por esa sustancia blanca y pegajosa. El primer comentario de una desconocida tratándome como objeto de deseo. La primera mujer que se desnudó para mí. La primera cama. La primera bañera. El primer amigo que, como el profesor del colegio, intentó una noche darme un beso. La primera novia de otro amigo que me agarró la pierna por debajo de la mesa, con mi amigo al lado. El primer rechazo. Las mujeres eran mujeres, con aquella regla incomprensible. Pero yo, ¿qué era? ¿Me definían más aquellas acciones que mis antiguas fantasías? ¿Eran más reales o menos confusas unas que otras?
Mientras tanto, mis hermanas seguían teniendo su regla. Llegó un momento que el baño se hizo impracticable del todo, y hubo que pensar en irse de aquella casa, de la casa de mis padres. Pero antes de que yo me fuera, ellas ya se habían empezado a ir, cada una con un pretendiente diferente, siempre el más chulo del lugar. Nuestra madre, quizá viéndose sola y sin aquel equipo al que entrenar, su pequeña corte, comenzó a disolverse. Y mi padre, a preguntarse qué significaba ser hombre. Al menos, eso pensaba yo.
Ser hombre. Barba y bigote, casi no tenía; el fútbol, no me interesaba; los bares, los veía desde la distancia; las mujeres, eran seres absolutos, no contrapuestos a mí, sino con sus propias reglas arcanas, impulsivas, cambiantes. En un viaje largo de verano a Italia, descubrí que los hombres se vestían de negro y amarillo, al estilo La Mode, porque eran los colores de moda. En Perugia, un francés, un inglés y un español, casi como en un chiste, los mirábamos con estupor disfrazado de indiferencia. El inglés, vestido con tweeds; el francés, con camiseta bretona de rayas azules y blancas y vaqueros de una marca no identificable; el español, con camisa blanca remangada, pantalones de pana gruesa y zapatos Apache. Nunca hablamos de nuestra masculinidad. Pero me di cuenta de que había algo común en nosotros, con aquellos atuendos tan nacionalmente cargados de significado. Tan poco negros y amarillos.
Allí, en Italia, descubrí que un hombre también podía ser objeto de deseo para otro hombre. Que la masculinidad no sólo estaba hecha para mujeres. Una persecución en un tren agobiante, a lo Hitchcock, que acabó con una carrera sobre las vías. Luego, en otro viaje de verano a los Estados Unidos, descubrí que las mujeres se te pueden entregar en un bar, siendo perfectas desconocidas. Descubrí esa forma de masculinidad que es la fiesta, el desenfreno, la persecución, la promiscuidad, el avance inesperado en el lugar inesperado en el momento inesperado. Y las puertas se abrían fácilmente, con sólo empujarlas un poco. El desenfreno que Thelma y Louise persiguen en esa película en la que las mujeres son hombres que viajan escapando de sus mujeres y los hombres son delicados y peligrosos objetos de deseo, como ese Brad Pitt descerebrado y pillo. Thelma y Louise son el reverso de la feminidad, la mujer que rechaza la regla y prefiere la actividad, la mujer hecha hombre.
Después vino Japón. Y, en Japón, el fogonazo de que el género, los géneros, no son algo natural, sino una invención cultural, una convención. De que la mujer o el hombre son unas varillas bien armadas, son una construcción, el producto de un diseño. De que, como en el teatro kabuki, nadie es capaz de representar el ideal de la feminidad mejor que un hombre, y nadie puede hacer mejor de hombre que la mujer. Tan sólo porque no lo son. De nuevo la ausencia, la falta. El hombre puede ser hombre por lo que no tiene, por lo que le falta, y quizá la mujer también. Pero para eso tienen que llenar ese hueco.
El otro día estaba mirando una página web de fotografía. La web está de dedicada a una marca alemana, y está llena de fetichistas, en ocasiones vendedores y compradores compulsivos de material fotográfico muy caro. También de relojes, de los que muchos se declaran coleccionistas. Un aficionado contaba que acababa de descubrir las estilográficas. Su entrada enseguida acumuló un montón de respuestas y comentarios. Todos decían que, o bien las coleccionaban, o bien pensaban empezar una colección. Plumas estilográficas; cámaras; relojes. Regalos de primera comunión. Fetiches de la masculinidad.
¿Qué piensa un niño, definido como ser masculino, cuando le regalan algo así? ¿Sabrá que le están llenando un hueco, una ausencia de fluidos corporales? ¿Relacionará ese regalo con el traje blanco que le ponen a una niña en esa misma ocasión y que viene a negar lo que pronto llegará, la marea roja, la inevitable feminidad? ¿Será consciente de que para ser hombre necesitará tener algo o hacer algo, poseer o conquistar? ¿Se acordará en algún momento de que no, de ninguna manera, de que nunca tendrá la regla?
Ser hombre. O algo
Yo nunca tuve la regla. Y quizá, sin ser muy consciente de ello, esto me haya definido más que ninguna otra cosa en relación a mi masculinidad. Más que la pluma o la cámara de fotos que me regalaron en mi primera comunión, más que mi primera borrachera, más incluso que la primera vez que me desperté con una sustancia pegajosa extendida por el vientre y los muslos. Nunca la tuve y nunca la tendré.
A mi alrededor, la tuvieron muchas mujeres. De mi madre, nunca lo supe, pero de mis hermanas sí. El cuarto de baño que compartíamos empezó a hacerse más complejo a medida que les fue viniendo. Aparecieron cajas de compresas, de tampones, manchas de sangre en el wáter, o incluso en algún camisón o alguna sábana. La papelera del baño, se convirtió en un recipiente que era mejor evitar, lleno de elementos “húmedos” y a veces olorosos. Las conversaciones susurradas entre mi madre y mis hermanas, crecieron. A la vez, yo dejé de ser parte de algo. De repente, yo y mi pequeño pero bien cuidado Edipo, nos vimos desplazados por un grupo, por un nuevo club del que yo ya no podía ser miembro: el club de mi madre y mis hermanas. Porque yo no tenía la regla, algo que ni siquiera sabía bien qué era o para qué servía.
Me tuve que buscar un nuevo club. Mi padre, siempre en su mundo privado, no estaba por la labor de iniciar una nueva asociación. Me quedó solo el recurso de las fotos de mujeres en ropa interior con caderas anchas. Formé entonces un club conmigo mismo y mis fantasías, un espacio virtual preinternet, con alguna ramificación externa en los comentarios de clase de algún compañero de cole. En ese club de un solo socio con carnet, yo era un hombre. Un hombre solo frente al peligro. En realidad, solo no; más bien rodeado de mis amantes imaginarias.
Podría hablar de mi primera fantasía: yo vivía en un barco con una mujer. Guapa, carnosa, apetecible, seguramente mayor que yo, y absolutamente entregada a mí. El barco era de vela, y estaba fondeado frente a una casa medio escondida en un bosque que llegaba hasta las rocas. El barco era de madera, y tenía una confortable camareta llena de barnizados y cálidas tapicerías escocesas. La mujer iba casi siempre en ropa interior. Solo para mí. Tenía una gran variedad de modelos, y de vez en cuando elegía yo lo que se iba a poner. Yo, en cambio, iba vestido. Siempre estábamos allí solos. No hacíamos casi nada, porque yo ignoraba qué se podía hacer. Estábamos solos, ella en ropa interior, y yo invisible para mí mismo. Eso bastaba.
Desde la distancia, veo que me soñaba hombre. No tenía la regla ni ningún otro atributo que me definiera como tal. Ni barba ni bigote. Así que, para serlo, me arrogaba la propiedad de una mujer en mi caja maravillosa, en mi casa-jaula, en mi barco de madera barnizada imaginario. Una mujer secreta a la que tenía prisionera, como el narrador de En busca del tiempo perdido tenía a Albertina. Siempre a mi disposición.
Esa fantasía desapareció con alguna ola de septiembre, el mes que volvía a Madrid y a las clases. Un profesor, cuando tenía trece años, me llevó un día a su despacho. “Tú te masturbas, ¿no?”, me dijo. Yo le dije la verdad, que no lo hacía. Mis compañeros de clase eran uno o dos años mayores que yo y sí lo debían de hacer. Nunca había hablado con ellos de esas cosas. Pero aquel profesor, morbosamente, me preguntaba por mi sexualidad incipiente. Yo notaba que quería algo de ella. “No”, le dije. Y él me respondió, “No te creo. Me estás mintiendo, y eso está muy mal”. Vi entonces que mi negativa le exasperaba y le excitaba a partes iguales. Siguió preguntándome y yo seguí diciéndole que no, hasta que, fuera de sí, me echó del despacho. Aquel profesor buscaba mi masculinidad cuando yo todavía no la había encontrado. Como hombre y frente a la mujer, me definía una ausencia.
Los recuerdos después se agolpan. La primera madrugada con la entrepierna manchada por esa sustancia blanca y pegajosa. El primer comentario de una desconocida tratándome como objeto de deseo. La primera mujer que se desnudó para mí. La primera cama. La primera bañera. El primer amigo que, como el profesor del colegio, intentó una noche darme un beso. La primera novia de otro amigo que me agarró la pierna por debajo de la mesa, con mi amigo al lado. El primer rechazo. Las mujeres eran mujeres, con aquella regla incomprensible. Pero yo, ¿qué era? ¿Me definían más aquellas acciones que mis antiguas fantasías? ¿Eran más reales o menos confusas unas que otras?
Mientras tanto, mis hermanas seguían teniendo su regla. Llegó un momento que el baño se hizo impracticable del todo, y hubo que pensar en irse de aquella casa, de la casa de mis padres. Pero antes de que yo me fuera, ellas ya se habían empezado a ir, cada una con un pretendiente diferente, siempre el más chulo del lugar. Nuestra madre, quizá viéndose sola y sin aquel equipo al que entrenar, su pequeña corte, comenzó a disolverse. Y mi padre, a preguntarse qué significaba ser hombre. Al menos, eso pensaba yo.
Ser hombre. Barba y bigote, casi no tenía; el fútbol, no me interesaba; los bares, los veía desde la distancia; las mujeres, eran seres absolutos, no contrapuestos a mí, sino con sus propias reglas arcanas, impulsivas, cambiantes. En un viaje largo de verano a Italia, descubrí que los hombres se vestían de negro y amarillo, al estilo La Mode, porque eran los colores de moda. En Perugia, un francés, un inglés y un español, casi como en un chiste, los mirábamos con estupor disfrazado de indiferencia. El inglés, vestido con tweeds; el francés, con camiseta bretona de rayas azules y blancas y vaqueros de una marca no identificable; el español, con camisa blanca remangada, pantalones de pana gruesa y zapatos Apache. Nunca hablamos de nuestra masculinidad. Pero me di cuenta de que había algo común en nosotros, con aquellos atuendos tan nacionalmente cargados de significado. Tan poco negros y amarillos.
Allí, en Italia, descubrí que un hombre también podía ser objeto de deseo para otro hombre. Que la masculinidad no sólo estaba hecha para mujeres. Una persecución en un tren agobiante, a lo Hitchcock, que acabó con una carrera sobre las vías. Luego, en otro viaje de verano a los Estados Unidos, descubrí que las mujeres se te pueden entregar en un bar, siendo perfectas desconocidas. Descubrí esa forma de masculinidad que es la fiesta, el desenfreno, la persecución, la promiscuidad, el avance inesperado en el lugar inesperado en el momento inesperado. Y las puertas se abrían fácilmente, con sólo empujarlas un poco. El desenfreno que Thelma y Louise persiguen en esa película en la que las mujeres son hombres que viajan escapando de sus mujeres y los hombres son delicados y peligrosos objetos de deseo, como ese Brad Pitt descerebrado y pillo. Thelma y Louise son el reverso de la feminidad, la mujer que rechaza la regla y prefiere la actividad, la mujer hecha hombre.
Después vino Japón. Y, en Japón, el fogonazo de que el género, los géneros, no son algo natural, sino una invención cultural, una convención. De que la mujer o el hombre son unas varillas bien armadas, son una construcción, el producto de un diseño. De que, como en el teatro kabuki, nadie es capaz de representar el ideal de la feminidad mejor que un hombre, y nadie puede hacer mejor de hombre que la mujer. Tan sólo porque no lo son. De nuevo la ausencia, la falta. El hombre puede ser hombre por lo que no tiene, por lo que le falta, y quizá la mujer también. Pero para eso tienen que llenar ese hueco.
El otro día estaba mirando una página web de fotografía. La web está de dedicada a una marca alemana, y está llena de fetichistas, en ocasiones vendedores y compradores compulsivos de material fotográfico muy caro. También de relojes, de los que muchos se declaran coleccionistas. Un aficionado contaba que acababa de descubrir las estilográficas. Su entrada enseguida acumuló un montón de respuestas y comentarios. Todos decían que, o bien las coleccionaban, o bien pensaban empezar una colección. Plumas estilográficas; cámaras; relojes. Regalos de primera comunión. Fetiches de la masculinidad.
¿Qué piensa un niño, definido como ser masculino, cuando le regalan algo así? ¿Sabrá que le están llenando un hueco, una ausencia de fluidos corporales? ¿Relacionará ese regalo con el traje blanco que le ponen a una niña en esa misma ocasión y que viene a negar lo que pronto llegará, la marea roja, la inevitable feminidad? ¿Será consciente de que para ser hombre necesitará tener algo o hacer algo, poseer o conquistar? ¿Se acordará en algún momento de que no, de ninguna manera, de que nunca tendrá la regla?