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¿Quién es Alan García?
El político más hábil del Perú, y el que más sospechas de corrupción y dinero mal habido despierta desde hace décadas, busca gobernar su país por tercera vez
En el Perú, la expresión «la época de Alan» —referida a los años del primer gobierno del líder del Apra[1], Alan García Pérez, de 1985 a 1990— produce una inequívoca sucesión de imágenes funestas cuyo impacto ha marcado a varias generaciones. Extensas colas frente a negocios de abarrotes o puestos de mercado donde los precios de productos como el arroz o la leche variaban dramáticamente de un día al otro y del otro al siguiente; tétricos mensajes en los muros de las calles firmados por terroristas de Sendero Luminoso y guerrilleros-terroristas del MRTA; ciudades enteras sumidas en la oscuridad debido a los apagones provocados por esos mismos criminales ideologizados, y avenidas patrulladas por tanques y soldados a lo largo del «toque de queda» que prohibía la libre circulación de las personas después de la medianoche.
A ese panorama calamitoso —bautizado con justicia como el «Aprocalipsis»— habría que añadir la hiperinflación, los subsidios y créditos sin respaldo financiero que llevaron a la quiebra a diversas empresas públicas, el intento de nacionalizar los bancos, la devaluación continua de la moneda local y el desprestigio internacional a raíz de un endeudamiento histórico de veinte mil millones de dólares. Y junto a eso habría que rememorar las incontables violaciones de derechos humanos que produjo la pésima estrategia antisubversiva del gobierno, que echó mano de comandos paramilitares que cometieron matanzas en distintas provincias. De acuerdo con organizaciones defensoras de los derechos humanos, el gobierno de García dejó 1.682 detenidos desaparecidos, cifra superior —para que se hagan una idea de la magnitud de la barbarie de la que estamos hablando— a la de Chile tras el golpe de Pinochet.
Si existe una palabra que pueda sintetizar aquella hecatombe nacional tiene que ser «miedo». Miedo a la miseria, al futuro, a doblar una esquina y encontrar la muerte disfrazada de coche-bomba. En sólo cinco años, García pasó de ser la más audaz promesa política del Perú contemporáneo —un cautivador mozallón de 36 años, comparado en su día, por su elocuencia y su prestancia, a su amigo español Felipe González— a convertirse en un jefe de Estado con insoportables ínfulas mesiánicas, el vilipendiado «Caballo Loco», el resistido «Alan Damián», la pesadilla encarnada de una sociedad entera que juró no olvidarse nunca del escándalo de su gobierno, y que, por si todo esto fuera poco, no sólo dio origen sino que alentó que lo sucediera un tecnócrata improvisado que llegó a ser nuestro más corrupto dictador: Alberto Fujimori.
Pero si algo hacemos bien los peruanos es olvidar. Olvidamos como nadie. Olvidamos con un talento inolvidable. Y en 2001, cuando García volvió de su supuesto exilio europeo tras la caída de la dictadura de Fujimori y se declaró «perseguido» por ésta a pesar del recuerdo reciente de sus muchos errores y delitos, buena parte del electorado se dejó engatusar por su retórica balconera, plagada de máximas populistas y versos de Calderón de la Barca, cacareados con camisas de manga corta y pañuelo en ristre. Los mismos ciudadanos que años atrás habían prometido ante todo el santoral católico no volver a marcar jamás la estrella que identifica al Apra, en una suerte de trance amnésico colectivo, la marcaron, dándole a García los votos suficientes para disputar la segunda vuelta con Alejandro Toledo, un candidato que, por lo menos, sí se había fajado con la dictadura fujimorista. Aquel inesperado respaldo significó su resurrección política. Su verbo hechicero, en medio del traumático legado de corrupción dejado por Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos, bastó para superar el oprobio de otro tiempo. Y aunque fue Toledo quien alcanzó la presidencia tras aquella contienda, el triunfo moral fue, sin duda, de García, quien después de abandonar el país por la puerta falsa regresaba por todo lo alto.
Cinco años más tarde, debido a la impopularidad alcanzada por Toledo al dejar Palacio de Gobierno, a los extendidos anticuerpos que generaba el fujimorismo, a la inexistencia de la derecha como propuesta y al temor que el flamante candidato izquierdista Ollanta Humala despertó en las capas sociales más conservadoras con su discurso extremista emparentado con el del venezolano Hugo Chávez, García fue percibido como el menor de todos los males, el cáncer menos agresivo. Veintiún años después de su infeliz primer mandato, ya canoso, blandiendo la bandera de la «segunda oportunidad», canjeando La Marsellesa y sus aburridas rancheras por canciones de Celia Cruz, reggaetones de barrio y valses criollos, conjuró la maldición creada en torno suyo y logró lo increíble: volver a colocarse la faja presidencial. Los peruanos, que aquel 2006 debimos ocupar la cámara secreta «tapándonos la nariz», votamos «en aras de la democracia» y, traidores de nuestras propias convicciones, le devolvimos el poder al presidente más ineficiente de nuestra historia republicana.
Hay algo innegablemente seductor en Alan García: su condición de animal político. Él no nació humano, nació político. Nació en medio de un hogar político que afrontaba dramas políticos: su madre había sido una de las fundadoras del Apra, el partido socialdemócrata del pueblo, y su padre, secretario de organización. Cuando García nació, su padre estaba en la cárcel. Lo conoció recién a los cinco años y, durante un buen tiempo, siguiendo la costumbre de sus abuelos, lo llamó por su apellido. «Yo estaba en la puerta de la inspección de Educación de Camaná y apareció un señor con sombrero y maletita, me agarró la cabeza y se metió a mi casa. Me costaba decirle ‘papá’», ha contado García.
También en el colegio tuvo precoces experiencias de agitador militante. Un día, a los once años, su madre lo encontró sentado, vestido con un guardapolvo crema, frente a una hoja en blanco. «¿Qué haces?», le preguntó. El niño Alan García, después de contarle que se había inscrito como postulante a la alcaldía escolar, le comentó, con la seriedad de un adulto, que estaba redactando «su plan de gobierno», que entre otros puntos contemplaba el pedido de un botiquín bien equipado para primeros auxilios y dos paseos fuera de la escuela cada año.
Por supuesto que ganó esa elección y se convirtió desde entonces en el orador del colegio, arrasando en los Juegos Florales y pronunciándose a través de los parlantes cada vez que sentía que era necesario decir algo. Un día de setiembre de 1963, en medio de la disciplinada formación en el patio durante el acto cívico patriótico de cada semana, el alto brigadier de cuarto de año abandonó su fila, pegó un salto al estrado donde estaban el director y los profesores y tomó súbitamente el micrófono para anunciar que había muerto un dirigente del Apra y pedir un minuto de silencio en su nombre.
Ese don para dirigirse a las masas, además de su inteligencia natural (no llevaba maletín a la escuela, sólo un cuaderno de anotaciones que transportaba en el cinto del pantalón), hizo que Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador y líder histórico del partido aprista, lo convocara para trabajar a su lado y someterlo a la rigidez de la formación partidaria. «La primera vez que vi a Haya fue en 1962, en un campamento juvenil al borde del río Rímac», dice García Pérez: «yo estaba a dos metros de este semidiós y me sentía como en la Capilla Sixtina. Era imponente: un vasco antiguo, blanco y barbado, con la nariz torva, y con una enorme cabeza que para mí solo podía ser sinónimo de una maciza inteligencia».
Haya definió el carácter social de García y agudizó su compromiso, asignándole un colmado calendario de actividades: los lunes tenía que asistir a la Asamblea Funcional; los martes, al Parlamento Universitario; los miércoles, al Comité Ejecutivo Nacional; los jueves, al coloquio semanal en el Aula Magna; los viernes, al Centro de Bases de Alfonso Ugarte; los sábados, a la chocolatada en la sede de la Juventud Aprista y a la Escuela de Dirigentes; y los domingos, a casa del propio Haya de la Torre para intervenir en las tertulias que allí se desarrollaban. Cuando los lunes, temprano en la universidad, los demás chicos resumían sus intensos fines de semana de fútbol, cine, chicas y teatro, García, a su turno, repetía su letanía: «yo estuve con el viejo Haya». En toda su etapa universitaria sólo fue a cinco fiestas, que fueron las únicas cinco veces que tomó alcohol. Haya de la Torre conminaba a los jóvenes prospectos a mantener la disciplina en todos los ámbitos, inclusive en el sentimental. «Los caudillos dejan de serlo si contraen matrimonio», aseguraba. En ese aspecto, García no pudo estar a la altura de las órdenes de su maestro. Por consideración a él se fue hasta Suiza, a los 22, para casarse a escondidas con la que sería su primera esposa.
El corrosivo coctel de poder y juventud que significó ser presidente antes de los cuarenta años trocó el carisma de García Pérez en una soberbia colosal. Sus propios colaboradores lo califican de vanidoso y recuerdan que en cierta ocasión, en 1986, en la cumbre de países No Alineados, tuvo un encontrón nada menos que con Fidel Castro. Durante un almuerzo, el dictador cubano empezó a darle consejos sobre cómo presentarse y qué cosas decir en el foro del día siguiente. Después de escucharlo con atención, Alan García le dijo: «le agradezco sus oportunas recomendaciones, pero, ¿sabe una cosa?, a mí no me gusta que nadie me lleve de la nariz». Todos los presentes se quedaron en silencio.
¿Cómo justifica él ésa y otras de sus muchas pataletas? Con verborragia. «Tener 35 y llevar al triunfo a un partido con 55 años sin gobernar es como atravesar el Mar Rojo. Me sentí tocado por el destino».
Por esa misma época, los reporteros gráficos se acostumbraron a fotografiarlo desde los ángulos que el propio García indicaba, costumbre que mantiene hasta hoy. Incluso cuando los fotógrafos no están disparándole al rostro, él respira, resopla, bufa y calcula sus tics y guiños en función de los flashes que sabe que llegarán tarde o temprano. A propósito de esa marcada megalomanía, el escritor Víctor Hurtado sentenció una vez: «Alan García es el hombre de su vida».
A pesar de que muchos empresarios y buena parte de la élite política peruana se empeñan en decir que el segundo gobierno de García (2006-2011) fue «bueno» o «muy bueno», ya sea porque redujo la pobreza en 20 puntos porcentuales, o porque firmó el TLC con Estados Unidos (a pesar de que, como candidato, fue uno de los más firmes opositores a ese acuerdo comercial), o porque mantuvo el crecimiento económico del país iniciado en 1996 con políticas entre populistas y neoliberales, o porque hizo una serie de obras de las que él suele jactarse en su cuenta de Twitter, lo cierto es que la mayoría de la población tiene una impresión muy desfavorable de ese mandato. Eso explica que hoy un 64% de peruanos afirme que jamás votaría por él en las elecciones del 2016, cuando García postule por cuarta vez a la presidencia.
Aunque es evidente la liviandad con la que están hechas las afirmaciones del camaleónico electorado peruano, hay suficientes razones para pensar que en esta oportunidad García se quedará donde está: en el cuarto lugar de las preferencias. ¿Por qué? Porque durante su segundo gobierno conmutó las condenas de más de tres mil narcotraficantes, lo que ha tenido repercusión directa en el incremento de la crisis de inseguridad que vive el país desde hace décadas. Sobre ese controvertido tema, Edgardo Buscaglia, experto internacional en narcotráfico e investigador de la Universidad de Columbia en Nueva York, ha opinado: «Desde 1990 he trabajado en 114 países y no conozco ningún caso de ‘narcoindultos’ de tal magnitud numérica como el otorgado por el ex presidente Alan García».
No sólo eso. En el segundo gobierno de García, el Estado fue incapaz de controlar varios conflictos sociales en diferentes comunidades, donde fracasó el diálogo con los pobladores y se dispuso una represión agresiva, exponiendo la vida tanto de los comuneros como de los agentes del orden. En uno de esos enfrentamientos, ocurrido en la Amazonía y llamado por la prensa «El Baguazo», murieron 33 personas entre militares y civiles.
Asimismo, la gestión estuvo salpicada de al menos tres escándalos de probada corrupción entre altos funcionarios (los casos conocidos como «Petroaudios», «EsSalud» y «Banco de Materiales») y de un fecundo canje de intereses entre lobistas de variado cuño y ministros del gabinete, quienes, al verse denunciados ante los medios de comunicación, tuvieron que presentar su renuncia como mínimo gesto de decoro.
Por si fuera poco, durante su último quinquenio, García protagonizó un bochornoso incidente al presumir del grado académico de «doctor», firmando documentos con ese título, cuando él sólo es magíster, tal como probó una investigación periodística.
Por último, no pudo disipar al fantasma que lo persigue desde 1985: las sospechas sobre la naturaleza de su patrimonio económico.
Si en el 2006 García tuvo el favor de los votantes por la severa crisis de candidatos y porque su deseo explícito de «lavarse la cara» rezumaba sinceridad, hoy su candidatura luce desdibujada ante tantos cuestionamientos. Sin embargo, tiene un punto a favor, un as bajo la manga que sin duda sacará a relucir en la campaña: las dos veces que llegó a Palacio tomó y devolvió el poder bajo las reglas de la democracia. Eso, en un país con una innoble tradición de dictaduras y caudillismos, no es poca cosa.
Hoy los sondeos no lo favorecen en absoluto, pero nunca se sabe con García. Su vieja teoría sobre «la velocidad electoral» podría imponerse y desconcertar a todos los que pensamos que no debería gobernar el Perú nuevamente. Recuerdo el día que expuso esa tesis, durante la única entrevista larga que he conseguido hacerle. Tendido en su silla de gerente, calculando cada sílaba, trenzó las manos y dijo: «Una elección es como una maratón: exige paciencia y disciplina psicológica. Usted debe saber administrar sus pasos, ponerse detrás del que va adelante, imitarle y sentir, poco a poco, cómo se va cansando para luego pasarlo. Nunca vaya usted primero ni en una maratón ni en una elección. Ir primero es siempre la peor estrategia».
[1] Apra son las siglas de Alianza Popular Revolucionaria Americana, la propuesta inicial de su fundador Víctor Raúl Haya de la Torre de formar una red de movimientos políticos antiimperialistas en América Latina en 1924. Posteriormente, en 1930, se fundó el Partido Aprista Peruano.
¿Quién es Alan García?
En el Perú, la expresión «la época de Alan» —referida a los años del primer gobierno del líder del Apra[1], Alan García Pérez, de 1985 a 1990— produce una inequívoca sucesión de imágenes funestas cuyo impacto ha marcado a varias generaciones. Extensas colas frente a negocios de abarrotes o puestos de mercado donde los precios de productos como el arroz o la leche variaban dramáticamente de un día al otro y del otro al siguiente; tétricos mensajes en los muros de las calles firmados por terroristas de Sendero Luminoso y guerrilleros-terroristas del MRTA; ciudades enteras sumidas en la oscuridad debido a los apagones provocados por esos mismos criminales ideologizados, y avenidas patrulladas por tanques y soldados a lo largo del «toque de queda» que prohibía la libre circulación de las personas después de la medianoche.
A ese panorama calamitoso —bautizado con justicia como el «Aprocalipsis»— habría que añadir la hiperinflación, los subsidios y créditos sin respaldo financiero que llevaron a la quiebra a diversas empresas públicas, el intento de nacionalizar los bancos, la devaluación continua de la moneda local y el desprestigio internacional a raíz de un endeudamiento histórico de veinte mil millones de dólares. Y junto a eso habría que rememorar las incontables violaciones de derechos humanos que produjo la pésima estrategia antisubversiva del gobierno, que echó mano de comandos paramilitares que cometieron matanzas en distintas provincias. De acuerdo con organizaciones defensoras de los derechos humanos, el gobierno de García dejó 1.682 detenidos desaparecidos, cifra superior —para que se hagan una idea de la magnitud de la barbarie de la que estamos hablando— a la de Chile tras el golpe de Pinochet.
Si existe una palabra que pueda sintetizar aquella hecatombe nacional tiene que ser «miedo». Miedo a la miseria, al futuro, a doblar una esquina y encontrar la muerte disfrazada de coche-bomba. En sólo cinco años, García pasó de ser la más audaz promesa política del Perú contemporáneo —un cautivador mozallón de 36 años, comparado en su día, por su elocuencia y su prestancia, a su amigo español Felipe González— a convertirse en un jefe de Estado con insoportables ínfulas mesiánicas, el vilipendiado «Caballo Loco», el resistido «Alan Damián», la pesadilla encarnada de una sociedad entera que juró no olvidarse nunca del escándalo de su gobierno, y que, por si todo esto fuera poco, no sólo dio origen sino que alentó que lo sucediera un tecnócrata improvisado que llegó a ser nuestro más corrupto dictador: Alberto Fujimori.
Pero si algo hacemos bien los peruanos es olvidar. Olvidamos como nadie. Olvidamos con un talento inolvidable. Y en 2001, cuando García volvió de su supuesto exilio europeo tras la caída de la dictadura de Fujimori y se declaró «perseguido» por ésta a pesar del recuerdo reciente de sus muchos errores y delitos, buena parte del electorado se dejó engatusar por su retórica balconera, plagada de máximas populistas y versos de Calderón de la Barca, cacareados con camisas de manga corta y pañuelo en ristre. Los mismos ciudadanos que años atrás habían prometido ante todo el santoral católico no volver a marcar jamás la estrella que identifica al Apra, en una suerte de trance amnésico colectivo, la marcaron, dándole a García los votos suficientes para disputar la segunda vuelta con Alejandro Toledo, un candidato que, por lo menos, sí se había fajado con la dictadura fujimorista. Aquel inesperado respaldo significó su resurrección política. Su verbo hechicero, en medio del traumático legado de corrupción dejado por Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos, bastó para superar el oprobio de otro tiempo. Y aunque fue Toledo quien alcanzó la presidencia tras aquella contienda, el triunfo moral fue, sin duda, de García, quien después de abandonar el país por la puerta falsa regresaba por todo lo alto.
Cinco años más tarde, debido a la impopularidad alcanzada por Toledo al dejar Palacio de Gobierno, a los extendidos anticuerpos que generaba el fujimorismo, a la inexistencia de la derecha como propuesta y al temor que el flamante candidato izquierdista Ollanta Humala despertó en las capas sociales más conservadoras con su discurso extremista emparentado con el del venezolano Hugo Chávez, García fue percibido como el menor de todos los males, el cáncer menos agresivo. Veintiún años después de su infeliz primer mandato, ya canoso, blandiendo la bandera de la «segunda oportunidad», canjeando La Marsellesa y sus aburridas rancheras por canciones de Celia Cruz, reggaetones de barrio y valses criollos, conjuró la maldición creada en torno suyo y logró lo increíble: volver a colocarse la faja presidencial. Los peruanos, que aquel 2006 debimos ocupar la cámara secreta «tapándonos la nariz», votamos «en aras de la democracia» y, traidores de nuestras propias convicciones, le devolvimos el poder al presidente más ineficiente de nuestra historia republicana.
Hay algo innegablemente seductor en Alan García: su condición de animal político. Él no nació humano, nació político. Nació en medio de un hogar político que afrontaba dramas políticos: su madre había sido una de las fundadoras del Apra, el partido socialdemócrata del pueblo, y su padre, secretario de organización. Cuando García nació, su padre estaba en la cárcel. Lo conoció recién a los cinco años y, durante un buen tiempo, siguiendo la costumbre de sus abuelos, lo llamó por su apellido. «Yo estaba en la puerta de la inspección de Educación de Camaná y apareció un señor con sombrero y maletita, me agarró la cabeza y se metió a mi casa. Me costaba decirle ‘papá’», ha contado García.
También en el colegio tuvo precoces experiencias de agitador militante. Un día, a los once años, su madre lo encontró sentado, vestido con un guardapolvo crema, frente a una hoja en blanco. «¿Qué haces?», le preguntó. El niño Alan García, después de contarle que se había inscrito como postulante a la alcaldía escolar, le comentó, con la seriedad de un adulto, que estaba redactando «su plan de gobierno», que entre otros puntos contemplaba el pedido de un botiquín bien equipado para primeros auxilios y dos paseos fuera de la escuela cada año.
Por supuesto que ganó esa elección y se convirtió desde entonces en el orador del colegio, arrasando en los Juegos Florales y pronunciándose a través de los parlantes cada vez que sentía que era necesario decir algo. Un día de setiembre de 1963, en medio de la disciplinada formación en el patio durante el acto cívico patriótico de cada semana, el alto brigadier de cuarto de año abandonó su fila, pegó un salto al estrado donde estaban el director y los profesores y tomó súbitamente el micrófono para anunciar que había muerto un dirigente del Apra y pedir un minuto de silencio en su nombre.
Ese don para dirigirse a las masas, además de su inteligencia natural (no llevaba maletín a la escuela, sólo un cuaderno de anotaciones que transportaba en el cinto del pantalón), hizo que Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador y líder histórico del partido aprista, lo convocara para trabajar a su lado y someterlo a la rigidez de la formación partidaria. «La primera vez que vi a Haya fue en 1962, en un campamento juvenil al borde del río Rímac», dice García Pérez: «yo estaba a dos metros de este semidiós y me sentía como en la Capilla Sixtina. Era imponente: un vasco antiguo, blanco y barbado, con la nariz torva, y con una enorme cabeza que para mí solo podía ser sinónimo de una maciza inteligencia».
Haya definió el carácter social de García y agudizó su compromiso, asignándole un colmado calendario de actividades: los lunes tenía que asistir a la Asamblea Funcional; los martes, al Parlamento Universitario; los miércoles, al Comité Ejecutivo Nacional; los jueves, al coloquio semanal en el Aula Magna; los viernes, al Centro de Bases de Alfonso Ugarte; los sábados, a la chocolatada en la sede de la Juventud Aprista y a la Escuela de Dirigentes; y los domingos, a casa del propio Haya de la Torre para intervenir en las tertulias que allí se desarrollaban. Cuando los lunes, temprano en la universidad, los demás chicos resumían sus intensos fines de semana de fútbol, cine, chicas y teatro, García, a su turno, repetía su letanía: «yo estuve con el viejo Haya». En toda su etapa universitaria sólo fue a cinco fiestas, que fueron las únicas cinco veces que tomó alcohol. Haya de la Torre conminaba a los jóvenes prospectos a mantener la disciplina en todos los ámbitos, inclusive en el sentimental. «Los caudillos dejan de serlo si contraen matrimonio», aseguraba. En ese aspecto, García no pudo estar a la altura de las órdenes de su maestro. Por consideración a él se fue hasta Suiza, a los 22, para casarse a escondidas con la que sería su primera esposa.
El corrosivo coctel de poder y juventud que significó ser presidente antes de los cuarenta años trocó el carisma de García Pérez en una soberbia colosal. Sus propios colaboradores lo califican de vanidoso y recuerdan que en cierta ocasión, en 1986, en la cumbre de países No Alineados, tuvo un encontrón nada menos que con Fidel Castro. Durante un almuerzo, el dictador cubano empezó a darle consejos sobre cómo presentarse y qué cosas decir en el foro del día siguiente. Después de escucharlo con atención, Alan García le dijo: «le agradezco sus oportunas recomendaciones, pero, ¿sabe una cosa?, a mí no me gusta que nadie me lleve de la nariz». Todos los presentes se quedaron en silencio.
¿Cómo justifica él ésa y otras de sus muchas pataletas? Con verborragia. «Tener 35 y llevar al triunfo a un partido con 55 años sin gobernar es como atravesar el Mar Rojo. Me sentí tocado por el destino».
Por esa misma época, los reporteros gráficos se acostumbraron a fotografiarlo desde los ángulos que el propio García indicaba, costumbre que mantiene hasta hoy. Incluso cuando los fotógrafos no están disparándole al rostro, él respira, resopla, bufa y calcula sus tics y guiños en función de los flashes que sabe que llegarán tarde o temprano. A propósito de esa marcada megalomanía, el escritor Víctor Hurtado sentenció una vez: «Alan García es el hombre de su vida».
A pesar de que muchos empresarios y buena parte de la élite política peruana se empeñan en decir que el segundo gobierno de García (2006-2011) fue «bueno» o «muy bueno», ya sea porque redujo la pobreza en 20 puntos porcentuales, o porque firmó el TLC con Estados Unidos (a pesar de que, como candidato, fue uno de los más firmes opositores a ese acuerdo comercial), o porque mantuvo el crecimiento económico del país iniciado en 1996 con políticas entre populistas y neoliberales, o porque hizo una serie de obras de las que él suele jactarse en su cuenta de Twitter, lo cierto es que la mayoría de la población tiene una impresión muy desfavorable de ese mandato. Eso explica que hoy un 64% de peruanos afirme que jamás votaría por él en las elecciones del 2016, cuando García postule por cuarta vez a la presidencia.
Aunque es evidente la liviandad con la que están hechas las afirmaciones del camaleónico electorado peruano, hay suficientes razones para pensar que en esta oportunidad García se quedará donde está: en el cuarto lugar de las preferencias. ¿Por qué? Porque durante su segundo gobierno conmutó las condenas de más de tres mil narcotraficantes, lo que ha tenido repercusión directa en el incremento de la crisis de inseguridad que vive el país desde hace décadas. Sobre ese controvertido tema, Edgardo Buscaglia, experto internacional en narcotráfico e investigador de la Universidad de Columbia en Nueva York, ha opinado: «Desde 1990 he trabajado en 114 países y no conozco ningún caso de ‘narcoindultos’ de tal magnitud numérica como el otorgado por el ex presidente Alan García».
No sólo eso. En el segundo gobierno de García, el Estado fue incapaz de controlar varios conflictos sociales en diferentes comunidades, donde fracasó el diálogo con los pobladores y se dispuso una represión agresiva, exponiendo la vida tanto de los comuneros como de los agentes del orden. En uno de esos enfrentamientos, ocurrido en la Amazonía y llamado por la prensa «El Baguazo», murieron 33 personas entre militares y civiles.
Asimismo, la gestión estuvo salpicada de al menos tres escándalos de probada corrupción entre altos funcionarios (los casos conocidos como «Petroaudios», «EsSalud» y «Banco de Materiales») y de un fecundo canje de intereses entre lobistas de variado cuño y ministros del gabinete, quienes, al verse denunciados ante los medios de comunicación, tuvieron que presentar su renuncia como mínimo gesto de decoro.
Por si fuera poco, durante su último quinquenio, García protagonizó un bochornoso incidente al presumir del grado académico de «doctor», firmando documentos con ese título, cuando él sólo es magíster, tal como probó una investigación periodística.
Por último, no pudo disipar al fantasma que lo persigue desde 1985: las sospechas sobre la naturaleza de su patrimonio económico.
Si en el 2006 García tuvo el favor de los votantes por la severa crisis de candidatos y porque su deseo explícito de «lavarse la cara» rezumaba sinceridad, hoy su candidatura luce desdibujada ante tantos cuestionamientos. Sin embargo, tiene un punto a favor, un as bajo la manga que sin duda sacará a relucir en la campaña: las dos veces que llegó a Palacio tomó y devolvió el poder bajo las reglas de la democracia. Eso, en un país con una innoble tradición de dictaduras y caudillismos, no es poca cosa.
Hoy los sondeos no lo favorecen en absoluto, pero nunca se sabe con García. Su vieja teoría sobre «la velocidad electoral» podría imponerse y desconcertar a todos los que pensamos que no debería gobernar el Perú nuevamente. Recuerdo el día que expuso esa tesis, durante la única entrevista larga que he conseguido hacerle. Tendido en su silla de gerente, calculando cada sílaba, trenzó las manos y dijo: «Una elección es como una maratón: exige paciencia y disciplina psicológica. Usted debe saber administrar sus pasos, ponerse detrás del que va adelante, imitarle y sentir, poco a poco, cómo se va cansando para luego pasarlo. Nunca vaya usted primero ni en una maratón ni en una elección. Ir primero es siempre la peor estrategia».
[1] Apra son las siglas de Alianza Popular Revolucionaria Americana, la propuesta inicial de su fundador Víctor Raúl Haya de la Torre de formar una red de movimientos políticos antiimperialistas en América Latina en 1924. Posteriormente, en 1930, se fundó el Partido Aprista Peruano.